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El tiempo del lector

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«Siempre hay un perro en acecho» se debe a la pluma de Ignacio Martínez de Pisón y fue publicado en 1994 por la editorial Anagrama dentro del volumen El fin de los buenos tiempos. En mi opinión, se trata de uno de los mejores cuentos de terror y misterio de la literatura española. Escrito en primera persona por un narrador absolutamente implicado en la historia, el relato nos cuenta una historia que comienza en un pasado cercano: «Aún no han pasado tres meses desde el día que la doctora Rubio nos dijo que Marta estaba totalmente curada. Recuerdo que nos miró a través de sus gafas de montura de carey y nosotros contuvimos el aliento, temiendo que fuera a anunciarnos la posibilidad de una recaída. Pero se quitó las gafas, las sostuvo un instante ante su cara como en un movimiento congelado por una cámara fotográfica y sonrió con una sonrisa que lo decía todo: "Está totalmente curada"». Ese mismo día, y después de recordar todos los sacrificios que la paternidad había supuesto para su vida («Por Marta abandonamos el inmenso piso […]. Por Marta opté a la plaza de funcionario en esta aburrida ciudad castellana […]. Por Marta acabé aceptando en mi propia casa la compañía de Gandul, el cariñoso cachorro abandonado […]. Por Marta pospuse una y otra vez la realización de antiguos proyectos»), el narrador anuncia su deseo de poder realizar un viaje a Lisboa, «la ciudad en la que pasé algunos de los mejores días de mi juventud», en compañía de Giovanna, su mujer, y Marta, la hija, al parecer definitivamente curada de una grave enfermedad.

Al llegar a casa y anunciarle a la hija, que juega mientras tanto con su perro Gandul, la feliz noticia del viaje, la historia feliz comienza a torcerse: «No, Marta. El perro tendrá que quedarse». El rechazo provoca que la niña se pase el resto del día llorando, aunque al día siguiente el disgusto parece haber pasado. El día antesde iniciar el camino hacia Portugal dejan a Gandul en una guardería canina que les parece poco tranquilizadora.

A la mañana siguiente, el narrador despierta a su mujer y a su hija, que han dormido juntas, y da comienzo la narración del viaje. Hacen una parada en Salamanca, comen en Ciudad Rodrigo, cruzan la frontera y buscan un hostal para dormir en Guarda. Madre e hija se duermen pronto y el narrador se encuentra desvelado sin razón aparente hasta que al fin recuerda el motivo de su desasosiego. Durante el viaje, poco antes de cruzar la frontera, había visto el bulto de un perro recién atropellado: «Lo había visto pocas horas antes en la carretera de Ciudad Rodrigo a la frontera, y recordaba el inexplicable miedo que en aquel instante había experimentado: un miedo que no lo provocaba la espantosa deformidad de aquella muerte, sino la seguridad de que a mi hija Marta, asomada en ese momento a la ventanilla, nada podría impedirle su visión».

Retoman el viaje y, a unos diez kilómetros, el narrador veotro perro muerto en mitad de la carretera. Se tranquiliza pensando que su hija no lo ha visto, distraída por un incendio forestal cercano, aunque «no tardó en aparecer otro bulto igual en la línea de la carretera, y luego otro y otro, todos de diferente color y tamaño, pero uniformados por la pavorosa serenidad de la muerte». Se detiene para comer y la niña se muestra desganada. Vuelven al coche y «el destino –dice el narrador– quiso que ocurriera lo que pocos minutos después ocurrió»: atropellan a un perro. «Una de sus patas traseras se agitaba con tensos movimientos convulsivos, sus ojos entreabiertos miraban en blanco hacia el vacío, un hilillo de saliva le pendía de la boca y dibujaba sobre la arena de la cuneta caprichosas figuritas de color marrón oscuro». Continúan el viaje después de reparar el faro roto. La niña, llorosa; la madre, callada. El narrador intenta concentrarse en la conducción mientras es asaltado por lo que llama «fantasmas de mi infancia»: el recuerdo de una escena familiar en la que un centollo amenazador se acerca a su hermano pequeño sin que él sepa, en un primer momento, reaccionar, si bien luego le clava un cuchillo que provoca su huida: «Una de sus patas aún se movía, y los espasmos que la agitaban eran los mismos que, muchos años después, agitarían el cuerpo de un perro moribundo ante mis ojos».

Llegan a Coimbra, buscan un hotel y salen a dar un paseo. Cenan en un antiguo convento convertido en cafetería y la niña vuelve a mostrarse inapetente y a quejarse de calor. El narrador empieza a notar la inquietud de la madre y él mismo se intranquiliza. Se acuestan pronto y prefieren pensar que a la niña no le pasa nada: «No hay motivos para alarmarse. Son sólo una décimas de fiebre». Al despertarse, la niña sigue mal. Deciden no proseguir hacia Lisboa. Cuando el padre se acerca a la niña y ésta sonríe le viene a la cabeza la muerte de su bisabuela.

Durante el viaje de vuelta vuelve a ver los perros entrevistos en el viaje de ida, pero ahora –nos dice– «distribuidos a intervalos que se me antojaban extrañamente regulares, como si alguien se hubiera tomado la incomprensible molestia de corregir la situación de algunos de ellos de forma que se respetara una misteriosa simetría imaginaria». En un momento dado, la niña, que aparentaba dormir, se remueve y pregunta: «¿Son siempre los padres los que matan a los hijos?».

Llegan a casa y llaman a la médica que, aunque preocupada, confía en que no sea una recaída. El padre narrador se acerca a la niña y le promete que pronto irá buscar a su perro Gandul. Ella le da un beso en la mejilla. Cuando llega a la guardería canina le anuncian que el perro ha muerto. Cuando, intentando aliviarla con voluntariosos argumentos, comunica la fatal noticia a la niña, ella le acusa, con voz de odio, de haber matado al perro.

La niña entra en agonía y fallece. El narrador termina la historia contándonos la vuelta a casa del matrimonio después del entierro: «No habíamos pronunciado una sola palabra desde que salimos del restaurante. Me senté un instante en el borde de la cama antes de acostarme. Giovanna estaba tratando de leer un libro y yo necesitaba saber la próxima. Me acerqué aún más a ella y la tomé de la mano, que reposó entre las mías apenas un segundo. La retiró luego con un movimiento nervioso y yo la miré a los ojos. Ella levantó despacio la vista del libro. Con un gesto y una entonación que no me resultaban desconocidos, dijo solamente: "Tu hai occiso la mia cara Marta". Tú has matado a Marta».

Un resumen un poco largo, pero entiendo que necesario, para quienes no hayan leído o no guarden en su memoria este excelente cuento de Ignacio Martínez de Pisón. Observamos en él algunos ingredientes tradicionales del género de terror y misterio: enfermedad, malos presagios, alguna escena dantesca, cadáveres, inquietudes, angustia, recuerdos fantasmales, pesadillas… Pero es también evidente que la zona de misterio o terror noproviene de manera primordial de estos elementos que salpican el relato, que hace descansar su eficacia en el tempo, en el ritmo interno con que vamos acercándonos a la vivencia terrorífica de la que va siendo víctima –y acaso verdugo– el protagonista y narrador.Pequeños signos que pespuntean la acción narrativa y que convierten lentamente su inicio feliz en una especie de descenso inevitable a los infiernos. En esta historia de Martínez de Pisón el horror y el terror están repartidos: el terror del padre al ver venir la muerte de su hija como un acto del destino inevitable, sin que logre dejar de sentirse responsable; la angustia callada de la madre, que sólo al final deja escapar su más terrible pensamiento; la intemperie interior de esa niña que parece aceptar una muerte provocada por su padre. Y luego ese extraño fatalismo tenebroso que emerge del escenario que los cadáveres de los perros atropellados delimitan, como en una pesadilla de la que no se puede escapar, más la suma de los recuerdos angustiosos de la infancia del narrador y del horror de esa penosa perrera donde Gandul –nos imaginamos– muere aterrorizado, acaban por dotar al relato de un aire de tragedia en la que el fatum se entrelaza con la culpa de un modo semejante al de aquel Edipo que, víctima y verdugo de sí mismo, acaba cumpliendo los peores vaticinios –incesto y parricidio– que marcan su destino.

Del narrador construido por Ignacio Martínez de Pisón en «Siempre hay un perro al acecho» acabaremos por conocer muchas cosas: sus miedos y sus deseos. Lo inquietante de esta historia, a mi entender, no se encuentra ni proviene solamente del magistral territorio que cartografía yllena de signos siniestros, presagios agoreros o recuerdos tenebrosos, sino de la presencia de esa voz que, casi tres meses después de que hayan sucedido los hechos que nos cuenta, necesita contar esa historia. ¿Quién es ese narrador que nos cuenta la historia? No nos preguntamos quién era ese narrador hace tres meses –eso lo sabemos–, sino quién es ese narrador hoy, en el momento en que nos cuenta la historia. Cabe imaginarse que vive solo, parece lógico que ya no viva con esa mujer que lo ha acusado de ser el responsable de la muerte de su hija. Tenemos la impresión de acabar de conocerlo en un bar, que se nos ha pegado y que quiere contar esa historia para ver si nosotros le solucionamos su problema. ¿Qué problema nos cuenta? Que no sabe, que no sabe si es él o no el asesino de su hija, el responsable de su muerte, que no sabe si las cosas que sucedieron alrededor de aquel viaje son sólo un cúmulo de desafortunadas coincidencias o fue algo que se desencadenó por su causa, quizá por ese resentimiento frustrado que proyecta sobre el perro, pero que parece tener su origen en toda la serie de sacrificios que acaso gustosamente, o no tan gustosamente, le acarreó la paternidad. Recuérdense sus argumentos: por Marta hice esto, por Marta hice esto otro y aquello y aquello. O quizá su culpa provenga de haber querido cumplir con un viejo sueño: un viaje a Lisboa, a la nostalgia de su juventud, a un territorio previo a la paternidad donde, allí sí, fue feliz. Qué terror pensar –y el protagonista lo piensa– que por un mero momento de egoísmo, su hija muere. No lo quiere pensar, pero lo piensa, la culpa vuelve una y otra vez. Intenta refugiarse en la casualidad, en el destino ciego, pero no logra evitar la sospecha de que las cosas tienen su motivo, su lógica de causa y efecto, y de ahí su angustia al pensar que tanto perro atropellado no se debe al azar, que hay un significado, un sentido, y que ese sentido está condenándolo al hacerlo responsable. Necesita contárnoslo. No parece pedirnos nada, sólo nuestra compasión acaso, que lo comprendamos, que comprendamos la angustia que vivió, pero sobre todo la angustia en la que vive. Es en la cara de ese narrador, en esa cara que no vemos, donde está el efecto de terror del relato, y es esa cara, esa voz, el sonido de esa voz, lo que hace que nos removamos inquietos en nuestro sofá mientras lo escuchamos, y es esa voz la que no vamos a olvidar cuando definitivamente se calle. Sólo el golpe del efecto final de su relato, la frase de su mujer («Tú has matado a Marta»), nos hace dudar. Es lo malo del efectismo: nos hace pensar que puede ser un embaucador, un vendedor a domicilio de aspiradoras o crecepelos. Demasiado perfecto ese final. Como tramado por alguien que lo único que quiere es impresionarnos.

Pero bueno, podría argumentarse, ¿no son las narraciones vendedores que tocan el timbre de nuestras casas mientras estamos sentados en el sofá? Los autores, todos los autores, ¿no irrumpen de improviso en nuestra intimidad con la pretensión de vendernos algo? ¿O, por el contrario, somos nosotros quienes las buscamos, quienes vamos a las librerías y elegimos la historia que queremos oír de acuerdo con lo que en ese momento concreto de nuestras vidas necesitamos o deseamos? Y puede que esto último sea lo verdadero, y entonces toda esta larga disertación carezca de sentido. Pero hagamos una hipótesis narrativa en una línea semejante al famoso pacto de suspensión del juicio que, según la mayoría de los estudiosos de la narrativa, se establece entre el texto y el lector. Ya saben: los lectores son conscientes de que lo que están leyendo es ficción y que nada tiene que ver la verdad. Supongamos por un momento que nosotros no elegimos las narraciones porque nosotros no elegimos nuestras necesidades. ¿Quién no ha ido a un supermercado a comprar aceite y ha salido con el aceite y una caja de galletas, y acaso una botella de vino, y acaso una latita de sucedáneo de caviar? ¿Hemos elegido nosotros esa caja de galletas, esa botella de vino, ese sucedáneo de caviar? ¿Y si en realidad la vida que llevamos fuera una historia de terror en la que,como en el cuento de Pisón, las cosas no están ahí por casualidad, sino porque alguien las ha dispuesto así para que sintamos necesidades que realmente noexperimentamos, para que creamos que estamos eligiendo cuando tan sólo estamos consumiendo? Consumiendo latas, ropas, electrodomésticos, historias, libros, narraciones, miedos, deseos. Pero, ¿qué sería la lectura si todo fuera una pesadilla, si las voces que oímos o leemos sólo trataran de halagarnos, seducirnos en busca de nuestro aplauso, es decir, si todo narrador fuese un impostor y toda narración un pasatiempo innecesario?

El acierto narrativo del relato de Pisón reside en buena parte en el logro de «naturalizar» la presencia de ese narrador que, al menos a priori, ningún lector ha invitado. Hacernos partícipes de su necesidad de contar. Su estrategia literaria, su maniobra de aproximación y envolvimiento, es admirable: entra en el campo de batalla –porque en toda narración se produce el encuentro entre las fuerzas de un narrador que quiere imponernos su discurso y la resistencia de unos lectores que están obligados a atender más a sus asuntos propios que a los ajenos (por eso el lector letra herido no es un lector fiable: se ha rendido de antemano, no tiene asuntos propios)–, metiendo de contrabando («Aún no hace tres meses») la madre de todos los principios narrativos: el tiempo, el «Érase una vez», para luego agitar otro señuelo contradición: niña enferma. Creo que es esa apertura temporal, con ese «aún» que concede al pasar del tiempo una especial relevancia, la responsable de que el lector se instale sin reservas en el espacio de la narración. En ese inicio el relato transfiere el horizonte de expectativas que toda lectura requiere para ponerse en marcha. Y si bien George Mounin define el estilo como una expectativa defraudada en referencia al eje del lenguaje, cabe señalar que, en lo que atañe a la sintaxis narrativa, el mantenimiento de las expectativas es fundamental para que la lectura alcance su punto final, para que el lector sienta la necesidad de escuchar y ceda parte de su tiempo personal al tiempo del relato.

El narrador de Pisón nos aborda con la despreocupación con que el vecino de la barra del bar se dirige a nosotros. Sabe que en el comienzo de la historia se juega que el lector decida si está ante un pesado o no, si merece o no merece la pena seguir escuchando. De la «forma de atención» (un concepto acuñado por Frank Kermode) que el relato vehicule va a depender en gran parte el éxito, la recepción del discurso y, por tanto, el lugar, el espacio que nos otorgue la apertura narrativa es algo básico. Ese espacio, de modo primordial, lo construye, como en cualquier conversación, el tono: distancia, familiaridad, imposición, timidez, secretismo, osadía, indiferencia, provocación, excusas, halagos. El narrador de «Siempre hay un perro al acecho» opta por la naturalidad: no pide disculpas por irrumpir en nuestra vida, quiere ganarse nuestra confianza mostrando que cuenta plenamente con nosotros, con nuestra hospitalidad. Nos habla dando por hecho que somos personas educadas, que sabemos escuchar, abiertas, de sentimientos generosos, de ánimo humanista, solidarios con el dolor ajeno, es decir, mejores de lo que sin duda somos. Nos ubica en una condición altruista de la que es difícil escaparse sin que el posible rechazo no comporte un acto de violencia que, frente a su tono de cordialidad, siempre va a parecer desproporcionado. Dice «doctora Rubio», dice «Marta», dice «nosotros» y nos arrastra a la complicidad. Maneja el suspense –qué va a pasar– en dirección contraria a las agujas de reloj –qué pasó–, y parece reclamar nuestra comprensión según la historia avanza y resitúa el suspense para acercarse a los reclamos de la verdadera intriga: qué está pasando. Con aire de desconcierto, de no saber, de no tener respuestas, va dejando sigilosamente que el lector se sienta dueño del sentido de una historia ajena. Trabaja nuestro gusto por la clarividencia, por la resolución del crucigrama, por el goce de interpretar, y nos hace sentir dueños del juicio moral sobre la conducta del prójimo. Nos hace jueces. En nuestras manos encomienda su espíritu. Con la astucia de un reo ante el jurado, argumenta con inocencia sus culpas y coartadas, manteniendo ese magistral aire de quejumbre sincera que nos inclina a la benevolencia. Trabaja con la perseverancia de Sísifo el territorio de las creencias y sospechas compartidas: vagas nociones de psicoanálisis como sonido de fondo, la ternura inevitable que una niña enferma despierta, la presunción de culpabilidad que anida en nuestra respuesta al mundo, el paternalismo confortable que suscita la humildad y la humillación ajena, y todo ello sin que en ningún momento (almenos hasta ese final efectista) deje de tratarnos con agradecido respeto al depositar en manos de nuestra posible inteligencia la responsabilidad de establecer el juego final de causas y efectos que él –confiesa– no logra desenredar.

Es al lector al que se le ofrece la oportunidad de reconstruir el lugar y el significado de los signos aparentemente dispersos en la historiaa través de la puesta en marcha de las facultades intelectuales que el proceso de lectura genera y que le permitirán explorar, descubrir y entrecruzar asociaciones, ecos, recuerdos, juicios, expectativas, preguntas, inquisiciones, respuestas o dudas, mientras la memoria lectora avanza, vuelve atrás, se adelanta, confirma o descarta expectativas, despierta emociones, sentimientos, simpatías, complicidades, y nuestra memoria literaria cataloga y relaciona recursos expresivos, técnicas, estilos, aciertos, errores, al mismo tiempo quela carga ideológica del texto agita y pone en cuestión nuestros juicios y prejuicios, nuestras ideas y creencias sobre el mundo, la familia, el amor, la paternidad, la muerte, el matrimonio, la culpa o la desgracia. Es al lector a quien se le abre la posibilidad de solucionar por sí solo ese rompecabezas donde la imagen espantosa del centollo herido encaja con la agonía de la hija, los perros muertos con los perros encerrados, los presagios con el destino final, donde, en suma, los significantes narrativos desvelan el significado de la narración. Una sensación de excitación y plenitud intelectual que sólo los buenos textos, por el rango de exigencia que incorporan, pueden procurar.

Todo el que narra quiere que le cedamos parte de nuestro tiempo. Y en toda narración, de manera implícita pero fuerte, es posible constatar desde qué valoración del tiempo del lector se busca esa cesión, y esto es así hasta tal punto que puede afirmarse que, a más valor concedido a ese tiempo, con mayor peso y talento, con moneda de mejor ley, estará construida la narración. El concepto de lector implícito se ha asociado tradicionalmente a características bien de corte sociológico, ya sean de clase, ya de estatus, bien de corte funcionalista, atendiendo a los distintos niveles de acumulación o uso del capital simbólico. A mi entender, todas esas posibles coordenadas se plasman de modo más pertinente, para el ámbito de lo literario,si consideramos como parámetro referencial el valor que cada lector o grupo uniforme de lectores concede a su propio tiempo, lo que a su vez dependerá, en primera y última instancia, del uso y consideración que una sociedad determinada mantenga con él. No es momento ni espacio para comentar las implicaciones que se derivan del especial reparto entre tiempo de ocio y tiempo de negocio que las sociedades del capitalismo real vienen desarrollando, pero sí cabe apuntar que en clave de ese registro podrían aclararse algunas de las transformaciones que la irrupción de las industrias de ocio y entretenimientoen el campo literario está originando en el entendimiento actual de qué sea ono literatura. Valga para nuestros fines el presupuesto de que una literatura que nazca desde la asunción del tiempo del lector como un tiempo muerto olateral o vacío, que hay que llenar o agitar, apenas se obligará a otra cosaque no sea producirse como pasatiempo, objetivo que indudablemente también requiere habilidades narrativas notables y especiales, pero que siempre se manifestarán a través de «formas de atención» con rangos de elaboración y complejidad inferiores a aquella otra que en su plasmación incorpore estructuralmente el valor del tiempo del lector como tiempo ocupado, preocupado, activo, escaso. Un tiempo éste cuya conquista por parte del narrador exige más virtud, más inteligencia sintáctica, más dominio de los recursos, más pensamiento literario. Ésas son las exigencias que, en mi opinión, reúne el relato de Martínez de Pisón. Al finalizar la historia condenaremos o compadeceremos al narrador que la protagoniza; dictaminaremos en nuestro interior si es víctima o verdugo pero, en todo caso, él será el vencedor final: lo hemos escuchado, le hemos entregado un tiempo que consideramos valioso. Y lo que es más importante: nos vamos de allí sintiendo que no sólo no hemos perdido nuestro tiempo, sino que hemos ganado el suyo. 

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