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Sed de mal

SHALIMAR EL PAYASO

Salman Rushdie

Trad. de Miguel Sáenz Mondadori, Barcelona

454 pp.

22 €

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Rushdie puso ya el dedo en la llaga del fundamentalismo islámico y del terrorismo en Los versos satánicos (1988) y en una constelación de artículos como «La lucha por el alma del islam» (The New York Times, julio de 1993) o columnas como «Islam y Occidente», «No se trata del islam», «Cachemira» o «Terror frente a seguridad», en buena parte recopilados en el volumen Pásate de la raya. Artículos, 1992-2002 (Plaza y Janés, Barcelona, 2003). Casi todos los materiales y las reflexiones en torno a las razones del terrorismo islámico que publicó en los mencionados textos se asoman de un modo u otro al texto de Shalimar el payaso, la historia de un funambulista cornudo que, ciego de celos, jura matar a la esposa adúltera y al embajador de Estados Unidos en la India, un francés falsificador de magrittes y dalís llamado Max Ophuls (como el director de cine alemán), que encarna la arrogancia del Primer Mundo, con el que la hermosa Boonyi, abandonando a Shalimar, se fue a Delhi a parir una hija suya, India, y con el que el payaso cachemir comparte, sin embargo, el haber luchado por la independencia de su patria: Shalimar liberando Cachemira de la India, Max liberando Francia de las codiciosas manos de Hitler. De modo que Rushdie, estudiando aquí el fenómeno del radicalismo islámico e ilustrando la educación sentimental de un terrorista, podría muy bien haber escrito que, tras años de idílica vida artística y amorosa, al despertar Shalimar el payaso una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose convertido en un monstruoso asesino, y esta última novela del autor de Furia constituye la historia de esa conversión, la crónica de una muerte anunciada y, asimismo, la documentación que se precisa para pergeñar un ensayo irónico y sui generis acerca del asesinato considerado como una de las bellas artes, pues exalta la turbia condición humana, la expone a la manera de una epifanía y, como un trampantojo, nos hace ver que es hijo de la fe enloquecida o la tiranía política cuando en realidad lo engendra el rencor. La novela, cuyas riendas las lleva un narrador que mantiene a demasiada distancia a los personajes, por cuyas venas entonces no siempre corre la sangre, ilustra, asimismo, la corrupción moral de Occidente (la vida mundana en Los Ángeles, la podredumbre del cínico Max y su trivial esposa), el paraíso perdido de un Oriente que no consigue dejar de mirarse en el espejo occidental que a la vez trata de quebrar en mil pedazos y las mezquinas estrategias de la política internacional.

Anduvo Rushdie demasiado tiempo enfrascado en reflexiones acerca de los entresijos de nuestro mundo contemporáneo como para que nos las veamos con una mera ficción. Shalimar el payaso anda lejos de ser el fruto maduro de la simple imaginación de su autor, y se enriquece con ideas y experiencias que en sus páginas adquieren forma de reportaje novelado (el adiestramiento terrorista de Shalimar, su caza policial en los Estados Unidos, su vida penitenciaria a la espera de la cámara de gas, el juicio), a la manera del new journalism, de crónica política teñida de sátira (espionaje, política antiterrorista y las jugadas de ajedrez en el tablero diplomático de los últimos cincuenta años), de melodrama al uso del Bollywood (los amores adolescentes de Shalimar y Boonyi en el jardín de las delicias de Cachemira), de novela histórica (las minucias de la Segunda Guerra Mundial forjando la biografía de Max Ophuls bajo la ocupación nazi de Francia), de tragedia griega après la lettre (las recurrencias y prolepsis que van presagiando el fatum de Shalimar y Boonyi: la frase «Nunca te perdonaré. Tendré mi venganza.Te mataré» sobrevuela la novela como un pájaro agorero), de cuadro costumbrista (la vida cotidiana en la aldea cachemira de Pachigam, entre titiriteros, actores y campos de azafrán), de comedia de enredo y humor grueso (los devaneos de Max y su esposa, la Rata Gris o la crítica sarcástica de la vida modelna de esa Uma Thurman o Angelina Jolie en que el narrador ha querido convertir a la vengadora India Ophuls en el capítulo final), mágicas leyendas orientales y hasta de thriller comercial (malas lenguas se complacen en ventilar que Rushdie hace suyas, en el arranque y en el final climático de blockbuster con arcos asesinos y gafas de infrarrojos en homenaje, por cierto, a El silencio de los corderos, añagazas literarias aprendidas de John Grisham, como si no hubiese sino un único estilo lícito de cautivar al lector). Rushdie dispone las distintas piezas de cada género en los capítulos que van formando el puzle de su novela transgenérica y coral de tiempos y espacios múltiples en forma de shiftings, de rupturas de una trama entrópica que vale por el arquetipo de un nuevo modelo narrativo para un nuevo modelo de mundo que le va grande al realismo tradicional: «Todo era parte de todo ahora. Rusia, Estados Unidos, Londres, Cachemira. Nuestras vidas, nuestras historias desembocaban unas en otras, no eran ya nuestras, individuales, diferenciadas», p. 54, «el mundo que conocía estaba desapareciendo, aquella noche cerrada, impenetrable, era el signo incontestable de los tiempos», p. 111, «la línea entre la vida privada y la arena pública no existe ya. Todo es ahora política. Aquellos viejos tiempos ya no existen», p. 256. Salman el heraldo se encarama a la tribuna de su último libro para proclamar con vehemencia que el mundo ha mutado, que, como escribió en The New York Times, «puede estar comenzando una edad oscura de la sinrazón», que ya no hay remedio, y que no cabe entonces sino aprender a leerlo de nuevo apoyándose en el metafórico bastón de la novela, «esa forma híbrida, en parte investigación social, en parte fantasía, en parte confesión que atraviesa los límites del conocimiento además de las fronteras topográficas» («En defensa de la novela, otra vez», Pásate de la raya.Artículos, 1992-2002, p. 77). No otra cosa, desde luego, es Shalimar el payaso entendido como artefacto literario, libre de su antigua devoción por el realismo mágico y el lirismo exacerbado de Hijos de la medianoche y más cercano a la poética integradora y metamórfica de autores esponja como DeLillo, en cuyos textos, como en el Arca de Noé, tienen cabida todas las especies textuales, con sus cruces. Jugando con los impostados nombres de sus personajes, Rushdie construye una metáfora de la vulnerable identidad del hombre de hoy, del mismo modo en que disfruta burlándose del acento grotesco de la Sra. Shanti Dickens (sic) y del galimatías de siglas y acrónimos del guiñolesco panorama político –joycianas y divertidas páginas 221 y 222–, inventándose un disparatado Orfanato del Santo Amor de Niñas Evangalácticas de la India para Jóvenes de la Calle Discapacitadas del Padre Joseph Ambrose, convirtiendo su ficción en realidad y al embajador Ophuls en personaje histórico al escribir que «Norman Mailer escribió sobre Boonyi y Max como si ella fuera la campiña próxima a Saigón», p. 243, y que Joan Baez les dedicó una canción, echando mano de la anáfora para remedar la escritura en versículos, forzando la máquina de las imágenes («era gente hecha de alambre de espino», «sus oscuros phirans [voz que, por cierto, el glosario final parece haberse olvidado] ondeaban en el viento de la noche como sudarios», enredando la madeja de la frase hasta el poema en prosa («que soñaran con volver, murieran mientras soñaban con volver, murieran después de haber muerto su sueño de volver de manera que ni siquiera pudieron morir soñando con volver, por qué por qué por qué…», p. 342), exhibiendo su virtuosismo estilístico en una ráfaga de interrogaciones retóricas que valen por dardos dirigidos a la conciencia de aquellos que siembran el terror («¿Quién encendió aquel fuego? ¿Quién mató a aquellos jóvenes? ¿Quién le quebró las manos? ¿Quién envenenó los arrozales? ¿Quién violó a la mujer del ojo perezoso? ¿Quién violó a aquella mujer muerta?», p. 354). Escenas de películas clásicas de Kim Novak, parodias de género, pastiches de la jerga judicial, el guiño autobiográfico de Rushdie convirtiéndose en la novela en la primera víctima del terrorista Shalimar («un hombre que vendió su alma a Occidente: un escritor»), reescrituras de clichés y otros bibelots literarios aderezan la historia terrible del payaso equilibrista que, borracho de venganza, se obsesiona como tantos otros hombres abyectos, con desequilibrar el mundo en un tiempo en que «la edad de la razón ha terminado», p. 284, el ruido y la furia vencen a la palabra, el Imperio contraataca las antiguas colonias y se desmoronan los de por sí escasos escrúpulos del laicismo cosmopolita occidental y el absolutismo teocrático, enfrentados como gladiadores ante la mirada comprometida pero impotente de quienes, como Rushdie, abogan por cerrar el circo.

En el nombre del hombre, del sentido común y del espíritu laico, y contra las patrañas de la fe y la política ha escrito Rushdie esta novela global y centrífuga cuya caudalosa trama se permite de vez en cuando algunas volutas de humo, pero en cambio inaugura en más de un sentido la ficción que vendrá, al tiempo que deja caer nuevos laureles sobre la privilegiada cabeza del autor británico.

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