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Sexo, retórica y demonio

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Junto a la noción de Dios, sin la cual no podría concebirse el pensamiento occidental, la idea del Diablo representa el segundo pilar insoslayable de nuestra cultura. Tan necesarios el uno como el otro en su eterna oposición complementaria, el representante histórico del Mal parecía haber quedado relegado a un segundo plano en los estudios académicos ante la conciencia de un mundo al fin secularizado. Y, sin embargo, es precisamente ahora cuando –tras unos años marcados por el predominio de la historia social– el Demonio está adquiriendo un protagonismo sin precedentes en la más reciente bibliografía. ¿Quiere esto decir que nos hallamos ante un retroceso en gran medida relacionado con las modernas crisis de identidad y la atracción por lo esotérico? Todo lo contrario, al menos por lo que respecta a los dos libros que nos ocupan, dos ejemplos sobresalientes de hasta qué punto resulta fascinante y necesaria tanto la relectura atenta de los textos del pasado como el intento de darles una traducción comprensible para el lector actual.

Siguiendo la estela imborrable dejada por Stuart Clark tras su Thinking with Demons. The Idea of Wichcraft in Early Modern Europe Véase Revista de libros, núm. 33 (septiembre de 1999), pág. 20. Antropología 18 Enero, 2004., nos encontramos en los últimos años con una auténtica avalancha de estudios sobre el Diablo, cuya clasificación no resulta fácil (¿historia?, ¿antropología?, ¿lingüística?, ¿filosofía?, ¿psicología?). En un mundo en que las divisiones entre géneros literarios tienden a desdibujarse y en que el concepto de lo interdisciplinar se impone como vía privilegiada para avanzar en el conocimiento, no queda otra alternativa que aceptar dicha ambigüedad. Por lo que respecta al Demonio, la imprecisión aparece garantizada desde el momento en que nos encontramos frente a un ser inmaterial, incorpóreo, cuya «existencia», al igual que la de su contrafigura divina, se apoya en una serie de atribuciones históricas. Construido a través de numerosas imágenes, sermones y escritos de todo tipo, desde las vidas de santos hasta los manuales de inquisidores o exorcistas, desde tratados sobre adivinación, alquimia o astrología hasta aquellos consagrados a la salvación de las almas del purgatorio, el Diablo muestra innumerables caras a través de los siglos.

No obstante, si hubiera que elegir una época en que su presencia y su poder se acrecentaron como contrapeso a la figura del Dios monoteísta que la Iglesia trató de imponer a sus fieles, ésa fue sin duda la Edad Moderna europea. No por casualidad, el auge de lo satánico coincide con el momento de la llamada «caza de brujas», cuando cientos de mujeres fueron condenadas a muerte por un cargo tan inverosímil como el de haber copulado con Satanás. A partir, precisamente, de dicha acusación, que a primera vista resulta insólita, Walter Stephens, catedrático de estudios italianos en la Johns Hopkins University, construye su libro Demon Lovers. Witchcraft, Sex, and the Crisis of Belief. En él, su autor nos conduce a través de un argumento arriesgado que rompe con las interpretaciones al uso acerca de la supuesta patología de unos inquisidores y demonólogos obsesionados por el sexo y decididos a reprimir cualquier conducta obscena, que en aquella época se atribuía mayoritariamente a las mujeres.

La tesis defendida por Stephens es que en el siglo XV, en medio de una crisis de fe generalizada, ante la enorme dificultad experimentada por muchos para creer en la existencia de seres espirituales y, en última instancia, en el mismo Dios, los teólogos se vieron en la necesidad de hacer hincapié en la realidad del mundo del espíritu. Insistir en que Satanás se encarnaba y, más aún, mantenía relaciones sexuales con ciertas mujeres depravadas, tan dispuestas a maleficiar a sus vecinos como a entregarse a todo tipo de perversiones con el Diablo, venía a ser la mejor demostración de que este último era real. El énfasis en el tamaño de sus genitales –entre otros rasgos que lo hacían tan terrorífico como poderoso– no era sino una forma de materializar una presencia que ya no debía ponerse más en duda. Atrás quedaban, por tanto, las disquisiciones medievales sobre la naturaleza de los ángeles, incluidas las célebres discusiones bizantinas sobre su sexo. Durante muchos siglos no se había llegado a un acuerdo sobre si los ángeles eran espíritus puros o tenían un cuerpo más o menos sutil (formado, por ejemplo, de aire o fuego), mientras que a finales de la Edad Media se aceptaba como incontrovertible el hecho de que al menos los llamados ángeles caídos creaban «cuerpos virtuales» hechos de aire condensado. De este modo, podían tener acceso carnal con los seres humanos, en particular con las brujas, acusadas de ser «amantes del Demonio», lo que justifica el título del libro elegido por Stephens.

La doctrina sobre los súcubos (demonios femeninos que recibirían el semen de los varones) y los íncubos (súcubos transformados en demonios masculinos que lo transferirían a las mujeres) había sido legitimada ya en el siglo XIII por Tomás de Aquino, pero no se llevó a sus últimas y más graves consecuencias hasta la época de persecución de la brujería, más de dos siglos después. Según Stephens, los teóricos de la brujería no mantenían respecto a sus propias especulaciones una actitud en absoluto crédula; sus afirmaciones representaban más bien una forma de resistencia frente al escepticismo, un recurso para mantener la fe, lo que en el fondo revela una desesperada necesidad de creer por parte de los mismos teólogos. El gran mérito del libro consiste, por tanto, en recalcar cómo en realidad el mito de la brujería fue un producto lógico de la duda cristiana.

Para llegar a esta conclusión, Stephens no escatima ejemplos ni argumentos. Si algo podría reprocharse a las más de cuatrocientas páginas en las que desgrana paso a paso una extensa erudición sería su contagio del estilo escolástico que, en algunos momentos, parece convertir el libro en una especie de continuación de los tratados que lo han inspirado. No obstante, merece la pena el esfuerzo para asimilar la extensa casuística ofrecida por el autor ya que, acabada la lectura, uno se siente parte de un universo en el que convergen mitos o supersticiones de signo muy variado, cuyo fondo refleja un sentido unitario que explica muchas de las inquietudes religiosas del momento. Así, por ejemplo, al referirse a las numerosas noticias sobre hostias que sangraban tras ser tratadas de manera sacrílega, el propio Stephens afirma que «del mismo modo que los relatos de cópulas demoníacas demostraban que los demonios no eran imaginarios, los relatos sobre la profanación de la eucaristía probaban asimismo que los sacramentos obraban efectos tangibles sobre la realidad externa, y no sólo en el espíritu o la imaginación» (pág. 211).

Si el libro de Stephens resulta indispensable para entender el significado de lo demoníaco en la Edad Moderna, Satan's Rhetoric. A Study of Renaissance Demonology, de Armando Maggi (catedrático de filología románica en la Universidad de Chicago), constituye un auténtico descubrimiento. De entrada, la originalidad de su propuesta –descubrir en qué consiste el lenguaje, la retórica del Demonio– lo sitúa en un terreno indefinido entre la realidad y la metáfora al que no estamos acostumbrados. Maggi logra hacer de la lectura de su libro el aprendizaje, o cuando menos la comprensión, de un idioma obsoleto perteneciente a una época en la que el Demonio desempeñaba un papel esencial. En sus propias palabras, este libro, «que probablemente podría provocar la ira o la burla de más de un estudioso […] no es ni estrictamente histórico, ni psicoanalítico, ni antropológico […], no es una investigación arqueológica: es una traducción». Para su autor, la necesidad de dicha traducción de un lenguaje en un principio tan ajeno al nuestro se basa en su convicción de que «la melancolía que asolaba la Europa renacentista es nuestra melancolía, que las almas del purgatorio (sean lo que sean o quienesquiera que se piense que son) siguen aún llamándonos, que Satanás (sea lo que sea o quienquiera que se crea que es) sigue aún observándonos y dirigiéndose a nosotros» (pág. 225).

Teniendo en cuenta que no hay que tomar dichas palabras en un sentido literal, sino poético, y que de lo que se trata es de asumir la inexorable continuidad entre pasado y presente, no es de extrañar que la verdadera protagonista del libro sea la memoria. El lenguaje del demonio no sería otra cosa, en el fondo, que un cúmulo de impresiones mentales que no siempre encontraban salida. Lo inexpresable, lo incierto y desconocido, lo caótico, lo marginal: todo ello conformaría un no-lenguaje o, por decirlo de otro modo, un lenguaje de la mente, fuera de las normas y las leyes divinas. Es el lenguaje atribuido a seres como brujas, posesos, judíos, herejes o sodomitas, auténticas encarnaciones del Mal en los siglos XVI y XVII, por cuya boca hablaba supuestamente Satanás.

En un pasaje central del Thesaurus Exorcismorum (1608), la más autorizada colección de exorcismos del Renacimiento, el inquisidor italiano Zacharia Visconti afirmaba que existen tres formas de expresión lingüística. Así, mientras Dios habla «el lenguaje de las cosas» (lo que significa que se expresa a sí mismo a través del mundo creado), los humanos tan sólo podemos pronunciar «el lenguaje de las palabras» (que nunca se corresponden con la realidad, por más que lo pretendamos). El tercer idioma, según Visconti, sería la no-expresión, «el lenguaje de la mente», territorio reservado por excelencia al Diablo, que no habla activamente, sino mediante la aniquilación en cualquiera de sus formas, ya sean catástrofes como tormentas o terremotos, esterilidad, enfermedades o sufrimientos de cualquier tipo. Ningún ejemplo mejor para comprender la asociación entre padecimiento y lenguaje demoníaco que los presuntos casos de posesión, tan abundantes en esa época.

Según el discurso teológico oficial, el Diablo, por haber sido expulsado del Paraíso al igual que los humanos, comparte una estructura psicológica y un lenguaje similares a los nuestros, esto es, construidos a partir de abstracciones de visiones sensitivas y no puras como las de los ángeles. Sin embargo, a diferencia del hombre, Satanás carece de sentidos y, por tanto, de visiones y discurso propios, lo que le obliga a utilizar el lenguaje humano sin saber realmente lo que «dice» y, por tanto, de modo completamente perverso, esto es, componiendo silogismos para confundir mediante una retórica vacua que sólo refleja el impulso o el deseo ajenos. Partiendo de esta base, los recuerdos o remordimientos virulentos que atormentaban a los endemoniados y que se expresaban a través de síntomas, gritos y gestos descompasados, blasfemias, insultos indecentes o razonamientos equívocos, constituían manifestaciones indudablemente diabólicas. Ante ello, se hacía necesaria la presencia de un exorcista que, con su fuerza moral y su autoridad, impusiera silencio al Diablo mediante un lenguaje inteligible y claro.

Sin embargo, lejos de dicha interpretación, Maggi nos hace ver que los propios tratados de la época ofrecían otra forma muy diferente de entender los sufrimientos infernales. Tal y como constaba en la vida de ciertos santos, sólo una mente debilitada, vaciada de todo discurso narrativo e invadida temporalmente por el caos, podía ser capaz de escuchar el sufrimiento ajeno y, con ello, redimirse y redimir a los otros. Maggi dedica uno de los capítulos más brillantes de su libro a la mística florentina Maria Maddalena de' Pazzi, cuyo combate durante cinco años con los demonios de la melancolía daría como resultado una serie de visiones que las monjas de su convento se encargaron de anotar cuidadosamente a partir de sus relatos. Abrumada por el peso de la memoria y del dolor provocado por la muerte de su hermano, Maddalena habría realizado varios viajes al purgatorio (característicos en las hagiografías de muchos místicos). Dichas visitas le permitirían asumir y reinterpretar gradualmente su pasado, aunque desde su punto de vista se tratara de respuestas a las presuntas llamadas o ruegos de las almas que solicitaban su ayuda desde el más allá. Para Armando Maggi, «el purgatorio representa la vaga y tortuosa esencia de la memoria» (pág. 160), lo que enlaza, sin duda, con el viaje místico de Dante a través de diferentes círculos evocadores hasta conseguir purgar su espíritu y alcanzar la liberación definitiva. En la Divina Comedia, una vez atravesado el purgatorio, el poeta es conducido por Matelda hasta el borde del río Leteo, cuyas aguas borran el recuerdo del pasado culpable. Pero antes de introducirse en él hasta el cuello e incluso tragar agua, Dante comprende que alcanzar el olvido purificador no es tarea fácil, sino que requiere una larga iniciación; que el olvido de uno mismo pasa por la experiencia del vacío y la escucha vigilante de las necesidades ajenas, a veces disfrazadas en forma de auténticos demonios.

Cada individuo, pero también cada época posee su propio lenguaje. Intentar penetrar en las imágenes demoníacas que poblaban la cultura de nuestros antepasados y trasladarlas a nuestro idioma implica una asunción que todavía cuesta aceptar, y es que la supuesta irracionalidad y la superstición que reinaban en los siglos de la Edad Moderna no eran tales. Una vez traducidos los símbolos y las estrechas conexiones de significado entre conceptos en apariencia estrambóticos o incluso aberrantes, las pretendidas supercherías cobran un sentido muchas veces insospechado y revelador. Bienvenidos sean libros como éstos, cuya versión en español, por cierto, ya que hablamos de traducciones, sería muy deseable para acercar enfoques tan novedosos a un público más amplio.

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