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La noche avanza

LA HERMANA MUERTA

Santiago Castelo

Vitruvio, Madrid

90 pp.

11 €

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Conforme van pasando los años, se da la circunstancia de que los días van siendo más cortos y las noches más largas, y eso no depende de la estación en que nos encontremos, sino de que la dosis de oscuridad que acompañó nuestro nacimiento, allá en el claustro materno, va aumentando en nosotros poco a poco, a lo largo de nuestro tiempo, hasta convertirse en la mancha negra absoluta que es la muerte. El libro objeto de este comentario termina con la constatación del inexorable avance de la noche que supone la desaparición de los seres queridos, a raíz de lo cual se produce una desazón, un dolor, una soledad que va anunciándonos la sombría eternidad que nos aguarda al otro lado del espejo.

 
Al maestro de periodistas José Miguel Santiago Castelo (Granja de Torrehermosa, Badajoz, 1948) lo conocí hace milenios, cuando empecé a colaborar en ABC, hará un cuarto de siglo largo. Dirigidos a su nombre, y en sobre cerrado, depositaba yo, con la ilusión que pueden imaginar, mis primeros artículos en el mostrador de recepción de ese periódico, entonces ubicado en su sede tradicional de la calle de Serrano. Las colaboraciones externas estaban a su cargo, por lo que era él quien iba dándoles cauce de publicación cuando lo permitían las circunstancias. Es imposible olvidar los orígenes de una de las actividades que me han dado más satisfacciones en el transcurso de mi vida, y Santiago Castelo tuvo en esos orígenes un papel protagonista que no he dejado nunca de agradecerle. Se daba el caso de que el distinguido periodista era, además, un vate estupendo con el que yo me veía a menudo en diferentes acontecimientos y convocatorias de carácter poético, lo que propició una relación amistosa que hoy sigue igual de viva que en aquellos albores juveniles, cuando ambos andábamos por la primera treintena.
 
Pues bien, a José Miguel se le murió hace poco, antes de tiempo, su queridísima hermana Lola, que escribía como los ángeles y que era, a la vez, una especie de ángel para aquellas y aquellos que formaban parte de su entorno. Ello motivó una serie de arrebatados poemas elegíacos por parte de nuestro autor que, debidamente reunidos en un bouquet digno del más preclaro maestro en el arte floral japonés del ikebana, son los que constituyen el libro aquí reseñado. Me gustaría decir dos palabras acerca del sello que lo edita, Vitruvio. Su propietario y director, Pablo Méndez, es uno de esos beneméritos editores que se atreven a publicar, casi exclusivamente, poesía, en un mundo en el que una apuesta editorial así no suele ser viable. Pues hete aquí que el libro de Santiago Castelo lleva ya el número 263 de la popular colección «Baños del Carmen», donde han publicado, entre otros, clásicos como Bécquer, Whitman, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Neruda, García Lorca, Dámaso Alonso, Rilke o Rubén Darío, y autores contemporáneos de la talla de Luis Rosales, Gabriel Celaya, Carmen Conde, José Ángel Valente, Juan Luis Panero, Gloria Fuertes o José Manuel Caballero Bonald, por citar solo nombres muy relevantes. El tándem Castelo/Vitruvio resulta, pues, tan oportuno como sugestivo y gratificante.
 
Todo el libro de Santiago Castelo asume el compromiso de dar voz a un lamento, que puede ser tranquilo –con la resignación que proporciona una fe cristiana profunda– o desgarrador, pero que nunca deja de manifestarse. Hay otros muertos, además de Lola, en sus páginas. El padre de ambos, por ejemplo, quien, según nos cuenta el poeta (en su poema «Mi padre», p. 60), falleció diez meses después que su hija, manteniendo a lo largo de ese tiempo su pena «recio como una encina» y dejando las lágrimas «solo para la noche, / cuando la casa entera nadaba en soledades». El hilo conductor de La hermana muerta es, sin la menor duda, el dolor, ese dolor que conduce a la soledad, pues seguir vivo significa, a partir de una cierta edad, ver desaparecer de tu alrededor un penoso rosario de personas queridas. Para ello, Castelo, que se mueve en el universo de la métrica clásica española como pez en el agua, utiliza heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos y versos libres –siempre musicales y cadenciosos– que le sirven de vehículo para moverse por el territorio de la pena, cubriendo la desnudez de su desconsuelo con una bella capa de versos firme y resistente con la que, de algún modo –todo lo precario que ustedes quieran–, tratar de derrotar al olvido.
 
Muchos son los momentos memorables de este poemario triste, sincero, desolado. Hay instantes para narrar la muerte, como narrara Federico la de Ignacio Sánchez Mejías. Instantes para el recuerdo, que puede incluso remontarse a los años primeros de los hermanos, cuando el mundo era un dios benévolo, coronado de «noches de luna junto a los arrayanes» (p. 42). Instantes para las fechas, dictadas quién sabe si por la casualidad o por la causalidad (véase «Almanaque», p. 52). Instantes para la evocación de otros difuntos (como el añorado poeta pacense Ángel Campos Pámpano, p. 57). Instantes para la duda («Acabar», p. 50) e instantes para la fe («Oración de la serenidad», p. 56). Como en el Eclesiastés bíblico, aquí hay tiempo para muchas cosas, pero aquí todas ellas están relacionadas –muy bien relacionadas, por cierto, desde un punto de vista retórico y estético– con la desolación y con la muerte. Es lo propio de la elegía, y La hermana muerta no es más –ni menos– que una elegía repartida en cuarenta y dos poemas muy hermosos.
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Ficha técnica

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