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¿Merecen los economistas un Premio Nobel?

CAÍDA LIBRE. EL LIBRE MERCADO Y EL HUNDIMIENTO DE LA ECONOMÍA MUNDIAL Trad. de Núria Petit y Alejandro Pradera

Joseph E. Stiglitz

Taurus, Madrid

424 pp. 21,50 €

CRISIS ECONOMICS. A CRASH COURSE IN THE FUTURE OF FINANCE

Nouriel Roubini, Stephen Mihm

The Penguin Press, Nueva York

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Antes de analizar las dos obras reseñadas, conviene recordar algunos de los hechos relevantes que las justifican. Ante todo que la crisis financiera se inició en un sector poco conocido fuera de Estados Unidos –el de las hipotecas de alto riesgo–, cuyo colapso se propagó a un amplio abanico de activos muy arriesgados que bancos y otras entidades financiaron gracias a un apalancamiento fomentado por una política monetaria suicida. La Reserva Federal (FED) fue el banco central que no sólo fomentó esa política, sino que incurrió en una dejadez increíble de sus responsabilidades como regulador y supervisor de buena parte del sistema bancario norteamericano. La otra institución pública a cuyo cargo estaban los tristemente famosos «investment banks», la SEC o Comisión de Valores, mostró, por otra parte, parecida negligencia.

La explosión de la burbuja inmobiliaria y la caída del valor de numerosos activos financieros –cuyos riesgos ejecutivos increíblemente pagados no supieron ni entender ni valorar– puso en marcha un círculo vicioso de desconfianza, amplificado al otro lado del Atlántico por el rescate «in extremis» de Bear Stearns y la bancarrota de Lehman Brothers –dos «investment banks» de rancio pedigrí– y en Europa por el descubrimiento de que el virus norteamericano había cruzado el océano e infectado a numerosos e importantes bancos ingleses y continentales. Y como lo que pudo haberse limitado a una crisis de liquidez se transformó en una amenaza generalizada de insolvencia, los gobiernos establecieron a toda prisa costosísimos mecanismos de rescate y ayuda financiados de una u otra forma con un endeudamiento público jamás conocido. De este modo la inestabilidad financiera, la desconfianza en los sistemas bancarios y en los mercados, así como la necesidad de contener la recesión y estimular la demanda, se tradujeron en políticas económicas cuyo coste está siendo una losa cada día más difícil de soportar y cuyos resultados, en términos de crecimiento del producto y del empleo, están aún por ver.

Todo ello plantea las cuestiones capitales que los economistas deben inexcusablemente responder: a) ¿Cómo se originó la crisis financiera?; b) ¿Por qué tanto las autoridades como los organismos públicos encargados de la supervisión de los mercados y las entidades financieras fueron incapaces de preverlas?; c) Después de no aplicar medidas preventivas, ¿las adoptadas hasta ahora están siendo las más eficaces?; más concretamente, d) si los mercados financieros, los bancos y buena parte de los organismos reguladores son en gran medida responsables del desastre, ¿qué debería hacerse pare evitar que en el futuro su actuación provoque una nueva catástrofe a cuyo remedio debamos contribuir, una vez más, con nuestros impuestos? Roubini-Mihm y Stiglitz, dos notables y muy diferentes tipos de economistasNouriel Roubini, profesor de Economía en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York, saltó a la fama cuando, entre 2004 y 2005, denunció la especulación inmobiliaria y advirtió de que la economía estadounidense podía caer en una profunda recesión. Sus investigaciones sobre las crisis en las economías emergentes de América Latina y Asia le suministraron las bases para comprender la crisis financiera que estaba gestándose en Estados Unidos y negar que éstas sean acontecimientos imprevistos e impredecibles, pues todas siguen un esquema muy semejante: una burbuja en algún tipo de activo –o activos– que da lugar a una euforia financiera que encubre la adopción de riesgos excesivos gracias a un apalancamiento fuera de lo habitual. Todo ello prepara el estallido, antes o después, de la burbuja y la inevitable llegada de la crisis financiera y económica. Por su parte, Joseph E. Stiglitz es el prototipo del académico brillante –en el año 2001 se le otorgó el Premio Nobel de Economía–, que ha trabajado para diferentes administraciones de su país y en el FMI, amén de ser miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales. Ha publicado libros de texto utilizados en muchas universidades del mundo y es autor, junto con Bruce Greenwald, del teorema que demuestra que los fallos del mercado son habituales y que, por ende, el gobierno podría, en principio, mejorar la asignación de recursos llevada a cabo por el mercado, mientras que el modelo Shapiro-Stiglitz pone en duda el paradigma neoclásico y explica teóricamente la existencia del paro involuntario. Pero el Nobel se le concedió en buena parte por sus investigaciones a propósito de la información asimétrica y su ataque al supuesto clásico de la eficiencia de los mercados, suministrando una base teó¬rica sólida a la intervención de los gobiernos en aras de la eficiencia paretiana., nos ofrecen sus respuestas. Veamos qué nos dicen.
 

UN KEYNESIANO DEL SIGLO XXI TRAS EL DESASTRE

La pregunta que expertos y profanos se han hecho una y mil veces es cómo fue posible que la crisis financiera que entre 2007 y 2009 asoló la economía mundial no fuese prevista ni se adoptaran medidas para paliarla, y la respuesta habitual ha sido que estas catástrofes constituyen acontecimientos aislados y súbitos ante los cuales la previsión económica resulta inútil. Pues bien, Roubini es uno de los escasos expertos que puede afirmar con justicia que ya en el otoño de 2006 advirtió de que la economía estadounidense se encaminaba a una recesión profundaComo se indica en la introducción a su libro, Roubini no fue el único, pues colegas como Robert Shiller, Raghuram Rajan, William White, Maurice Obstfeld y Kenneth Rogoff, entre otros, señalaron diversos indicios que apuntaban que el problema no se limitaba a una escasez de liquidez en el sistema financiero, sino que se avecinaba una crisis de solvencia de dimensiones universales. Debo añadir que algunos bancos centrales –los de España e Inglaterra, por ejemplo–, así como el FMI, comenzaron también en 2006 a señalar en sus Informes de Estabilidad Financiera los factores que poco después harían saltar por los aires el sistema financiero internacional. Si de algo se les puede acusar, no es de ceguera ante las consecuencias de una situación insostenible, sino de ausencia de autoridad para enfrentarse a las respectivas instancias políticas.. Roubini añadió un enfoque adicional: que las crisis no son una excepción, sino la norma y, además, que se originan y estallan siguiendo un patrón predecible. Ello implica que pueden detectarse tempranamente y, hasta cierto punto, evitarse.

Con esta tarjeta de visita, Crisis Economics ofrece en sus cinco primeros capítulos un resumen de los argumentos a favor del carácter predecible de las crisis; las aportaciones de los grandes economistas del pasado a esta cuestión, con sus estudios de las causas y los remedios para superarlas, subrayando cómo en Estados Unidos la innovación financiera, el riesgo moral, los excesos de liquidez, el desmedido apalancamiento y la laxitud de la política monetaria de su banco central propiciaron el colapso del sistema financiero. A continuación se pasa a analizar las vías a través de las cuales la confianza entre las entidades bancarias se colapsó en 2007 y los canales a través de los cuales el virus norteamericano se extendió por medio mundo. No escatima nuestro autor detalles relativos a los expedientes mediante los cuales la Reserva Federal abandonó la política monetaria tradicional para instrumentar una intervención masiva orientada a apuntalar un sistema financiero –entendido en su sentido más amplio– que se derrumbaba. Por cierto, que en las páginas 136 y 137 Roubini hace unas advertencias serias y actuales respecto a esas medidas de apoyo y el consiguiente peligro de que puedan convertirse en un precedente generador de nuevas burbujas promotoras de crisis aún más destructivas.

El capítulo 7, titulado «¿Gasta más y tributa menos?», explora la justificación de un gasto público que orilla la inversión real y subvenciona un sistema financiero incompetente, un gasto que origina déficits presupuestarios gigantescos y niveles de deuda insostenibles. El problema reside, en su opinión, en si esa política de estímulos fiscales acaso no acabará resultando inútil en caso de que los agentes económicos privados juzguen que los costes a medio y largo plazo de las mismas no justifiquen los beneficios a corto plazo. A partir de ahí, los tres capítulos siguientes ofrecen una detallada descripción de las reformas que sería preciso poner en práctica a fin de reconstruir un sistema financiero capaz de recuperar la confianza de la opinión pública y alcanzar los objetivos que una economía capitalista eficaz del siglo XXI espera de él.

Con el propósito de ahorrar tiempo y esfuerzos al lector, he intentado resumir en el cuadro 1 las propuestas relevantes de Roubini, comparándolas con las formuladas por Stiglitz en el segundo libro incluido en esta reseña. Por último, en el cuadro 2 se recogen los rasgos básicos de la ley de reforma aprobada recientemente por el Congreso estadounidense, advirtiendo de que, en parte, lo esquemático de su información se debe a que cuando se redactaron estas líneas (primera decena de julio de 2010) no se contaba con información más detallada. En mi opinión, los contrastes entre la minuciosidad y el rigor de las propuestas de Roubini y la grandilocuencia de las de Stiglitz es tan notable como la ambición reformista del primero y las componendas en las cuales se cimenta la Frank-Dodd Act recibida con tanta complacencia por el presidente Obama.
 

Crisis Economics es una obra rigurosa, alejada del tono «bombástico» –¡perdón por el anglicismo!– de no pocos libros escritos con un oportunismo sospechoso. El examen de las causas del desastre es serio y fundamentado y sus propuestas de reforma –algunas de ellas drásticas– revelan un conocimiento profundo de las estructuras y funcionamiento de los mercados financieros norteamericanos. Por último, sus dudas respecto a la eficacia a largo plazo de ciertas medidas de política económica –sobre todo las de carácter fiscal– aplicadas tanto en Estados Unidos como en Europa son mucho más razonadas que la beatería expansiva tan de moda en España y que algún que otro premio Nobel como Paul Krugman predica a los gentiles que lo escuchan. Dos de las opiniones básicas de Roubini me parecen, no obstante, discutibles. La primera es su afirmación (páginas 8 y 9) según la cual los fallos que provocaron el colapso del sistema financiero nortea¬mericano no eran males inherentes a éste, sino que estaban presentes –en algunos casos con mayor virulencia– en todo tipo de economías a lo largo y ancho del mundo. Además de que en las páginas 36 y 37 parece afirmar lo contrario, esa tesis es un ejemplo destacado de la actitud norteamericana de sacudirse las pulgas echándolas sobre los otros. La segunda cuestión es la ambivalencia explícita en criticar lo que califica en la página 9 de «capitalismo laissez-faire tradicional» y el papel de los gobiernos en su remodelación. Por lo demás, ¡chapeau!
 

EL PREDICADOR ACOMODADO

La obra de Stiglitz arranca con un prefacio y un primer capítulo en los que el lector encuentra una buena descripción general de cómo se gestó y estalló la crisis financiera «made in USA», así como el consiguiente y grave desplome de la economía en 2008; consecuencias inevitables, nos apunta, de la fe ciega en la eficiencia de los mercados, la pasividad de las autoridades, los errores de análisis de la mayoría de los economistas –entre los que, por supuesto, no se encontraba el autor–, así como de la codicia de los banqueros. El coste de los remedios aplicados no ha sido baladí: sólo en Estados Unidos, el Gobierno Federal ha formalizado ayudas y garantías al sector financiero por importe de casi trece billones de dólares y algo más de otros cuatro en favor de diversos sectores.

En los capítulos 2 a 6 nuestro autor ofrece una apasionada denuncia de lo que se ha hecho y un reproche por lo que debería haberse hecho y no se ha realizado (capítulo 3); de la increíble versión posmoderna del timo de la estampita bajo la forma de titulización de las hipotecas –vendidas por todo el mundo a entidades supuestamente serias– (capítulo 4) y de cómo el rescate del sistema bancario estadounidense y su fallida reestructuración han fracasado en sus dos principales objetivos: reestablecer el crédito e imponer un reparto justo de las pérdidas, que, desgraciadamente, recaerán en el contribuyente en lugar de en quienes las provocaron: los bancos (capítulo 5). Ahora bien, ese injusto reparto de las pérdidas es fruto de la estrategia de los banqueros, que han logrado convencer a los poderes públicos –incluido el presidente Obama– de que una regulación minuciosa de sus actividades, una intervención en sus prácticas de gobierno corporativo o de sus sistemas de remuneración y demás obligaciones anejas a una actuación más transparente acarrearían graves inconvenientes que acaso provocarían la caída de los grandes bancos, un lujo que el sistema financiero norteamericano no puede permitirse (capítulo 6). ¿Por qué no?, se pregunta Stiglitz.

Después de tan demoledor análisis, entramos de la mano del capítulo 7 en la parte siempre más difícil en este tipo de obras: a saber, el recetario del autor, en este caso para «fundar un nuevo orden capitalista». Estamos, se nos aclara, ante una oportunidad de afrontar una reestructuración de la economía, en la cual «el gobierno deberá desempeñar un papel fundamental» (p. 229), pero sin destruir los mecanismos de mercado (p. 241) que, ciertamente, han fallado, pero sin los cuales no podemos funcionar (p. 254). Las tareas fundamentales que Stiglitz señala son las siguientes:

–  Reducir el peso del sector financiero.
–  Pasar de una economía industrial a otra de servicios.
–  Acortar la creciente desigualdad de ingresos.
–  Mejorar los sistemas educativos y sanitario.
– Renovar las infraestructuras.
– Promover la innovación.
–  Enfrentarse seriamente al calentamiento global.
–  Reformar las doctrinas económicas (capítulo 9).

Llevar a cabo esas tareas exige repensar el papel del Estado en el gran reto que es crear un nuevo capitalismo, pero, y aquí llega la gran sorpresa, Stiglitz propone un nuevo contrato social que cimente «la confianza entre todos los elementos de nuestra sociedad, entre los ciudadanos y el gobierno, y entre esta generación y las generaciones futuras» (p. 254). No estoy seguro si nuestro premio Nobel se recrea en una pura pirotecnia o si, por el contrario, se ha metido en unos terrenos pantanosos de los que no sabe cómo salir. En efecto, su llamada a favor de un contrato social haría saltar de alegría al viejo Rousseau, que hace más de dos siglos predicó que la comunidad encarna un bien colectivo superior a los intereses privados de sus miembros y que éstos derivan todas sus capacidades sociales –y, en este caso, también las económicas– de la sociedad en cuanto que representación de valores más altos que los derechos individuales. Por otro lado, no deja de sorprender que, después de haber fustigado a los políticos por su actuación irresponsable en la generación y propagación de la crisis, confíe en que el Estado –«el gobierno», lo llama– vaya a aportar la solución. De nuevo Stiglitz se remonta a los clásicos –no sabemos si conscientemente o no– y parece querer decirnos que la ignorancia y la incompetencia de los políticos son la maldición de la democracia. Pero esto ya la afirmó Platón hace unos dos mil quinientos años. Ahora Stiglitz piensa –aun cuando no lo afirme expresamente– que el buen gobierno no es sino cuestión de conocimientos y que éste lo posee siempre una clase restringida de técnicos, entre los cuales, evidentemente, se encuentra élAl igual que el original inglés, la versión española participa de un rasgo común: el apresuramiento. Afirmar que las instituciones financieras siguen «depredando» a los contribuyentes norteamericanos (p. 74) es una muestra de una incurable pereza, al igual que calificar los balances de «libros» y tildar de «malos créditos» a los de carácter dudoso (p. 89) denota poca familiaridad con los rudimentos de la contabilidad. Estamos acostumbrados a leer o escuchar que una burbuja ha estallado en lugar de que se ha «roto», tal y como se traduce en la página 94 y, desde luego, el proceso de titulización de las hipotecas daba como resultado «tramos» diferenciados mejor que «estructuras» (p. 213), al igual que referirse al «retorno» del capital y no a su rentabilidad (p. 206), nos recuerda las traducciones hechas en Latinoamérica que la censura franquista nos obligaba a leer. Para no alargar la lista de perlas, la traducción al español de los nuevos instrumentos financieros tales como los CDO (p. 213) confunde más que aclara y a uno le estallan los oídos cuando se le dice que «los mercados vehiculan toda la información relevante» (p. 313)..

EPÍLOGO PARA DUBITATIVOS

Hay un rasgo muy enojoso en la actitud del Gobierno estadounidense, sus grandes instituciones públicas –como la FED y la SEC, por mencionar las dos más destacadas– y buena parte de sus intelectuales a propósito de la reciente crisis financiera y económica: a saber, la escandalosa falta de reconocimiento de sus propios errores. Excepto una ambigua frase del presidente Obama, no conozco ninguna declaración de los presidentes de la FED o la SEC entonando un sincero mea culpa por el estrepitoso fracaso en el ejercicio de sus más elementales competencias. Por lo que a los economistas se refiere –y olvidando el vergonzoso ejercicio de adulación llevado a cabo por banqueros y académicos en la reunión anual que el Banco de la Reserva Federal de Kansas City celebró en el verano de 2005 y cuyas ponencias se editaron con el profético título de La era Greenspan. Lecciones para el futuro–, una minoría criticó aceradamente tanto la pasividad de sus autoridades como el modelo teórico en el cual se asentaba el sistema que había hecho aguas de una forma tan estrepitosa; pero las críticas se han formulado generalmente con retraso y han adoptado, como es el caso de Stiglitz en el libro aquí reseñado, un tono pontifical carente de propuestas sensatas y factibles que se han acompañado de multitud de recomendaciones gratuitas a los «demás países» –preferiblemente los europeos– respecto a lo que deben hacer.

No deja de ser una coincidencia curiosa, pero Stiglitz comparte con Krugman –otro sabio locuaz– un rasgo sobresaliente: ambos han sido galardonados con el Nobel de EconomíaEn una conversación con Álvaro Delgado-Gal, ambos acabamos preguntándonos si el Premio Nobel de Economía no es un galardón sin sentido. Aprovecho para reconocer mi deuda con él.. Desde su obtención, ambos se han dedicado preferentemente a explotar esa renta de situación mediante conferencias y artículos distribuidos urbi et orbe, de tono divulgativo, en los cuales suministran todo tipo de recetas. En el caso del segundo de los premiados, su obsesión por el euroEn noviembre de 1997 le oí predecir en Pamplona que el euro jamás entraría en vigor. Trece años después, sus pronósticos respecto a la moneda común, la Unión Monetaria Europea y el futuro de Grecia y España son igualmente pesimistas (entrevista en El País del 11 de julio de 2010, p. 22), de modo que podemos respirar tranquilos. y los ajustes que han de realizar las economías europeas para sobrevivir rozan la paranoia, ajustes que lucen como mascarón de proa una política fiscal expansiva cuyos costes –añado yo– pagarán las futuras generaciones. Y es que el precedente de las políticas Bush-Greenspan, que crea¬ron las condiciones esenciales para el estallido de la burbuja que él y Stiglitz ahora lamentan, parece convenientemente olvidado.

Todo ello me lleva a las conclusiones finales relativas a las dos obras reseñadas. Roubini sostiene que las crisis son un rasgo habitual de las economías capitalistas y, por ende, pueden preverse y, en cierta medida, paliarse. Stiglitz, por su parte, prefiere hacer recaer las culpas en la «teoría económica moderna» y su dogma sobre la eficiencia de los mercados. Semejante actitud crítica es compartida por Roubini, pe¬ro éste prefiere examinar detalladamente cuáles son los posibles remedios en lugar de formular recomendaciones excesivamente generales y confiar en la intervención del gobierno –cuyos fallos estrepitosos ha denunciado antes despiadadamente– para crear un nuevo capitalismo basado en un amplio contrato social.

Ahora bien, si uno otea la situación de la economía mundial –y, en concreto, la de los países occidentales, entre los cuales se encuentra el nuestro–, la preocupación esencial debería residir en preguntarse cómo ir reduciendo las incertidumbres que rodean la incipiente recuperación y, simultá¬neamente, acompasar a ella una política monetaria que retire los gigantescos planes de apoyo a medida que los mercados vayan fortaleciéndose. Por otro lado, los desequilibrios fiscales acumulados son una bomba de relojería que resulta imprescindible ir desactivando con medidas estructurales que no sólo prevengan futuras crisis sino que, también, permitan una consolidación presupuestaria a medio y largo plazo creíble. Pues bien, si el lector me permite un consejo, dedíquese a leer atentamente el libro de Roubini.

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