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Enemigos: historia de un naufragio

FOE

J. M. Coetzee

Mondadori, Barcelona

Trad. de Alejandro García Reyes

154 pp.

15 €

ROBINSON CRUSOE

Daniel Defoe

Mondadori, Barcelona

Trad. de Julio Cortázar

604 pp.

21 €

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UNO

Comencemos con el tema del marino y el de los viajes por mar. En el número 10 del libro II de las Odas, Horacio contrapone la vida del que se resigna a la «dorada medianía» y «la descansada vida del que huye del mundanal ruido» con la de aquel que, víctima de su ambición y de su locura, se adentra en el mar y pone su vida al arbitrio de las tormentas. Loco es aquel que «de un falso leño se confía» (Fray Luis) o aquel que, como el peregrino de las Soledades gongorinas, «a una Libia de ondas su camino / fió, y su vida a un leño». Los marinos son locos, y por eso los locos se representan a bordo de un barco: es La nave de los locos de Sebastian Brant, que daría lugar a una maravillosa pintura de El Bosco.Y así dice fray Antonio de Guevara en su Arte de marear (1539): «Invéntelo quien lo inventare, que muchas veces me paro a pensar cuán aborrecido debía de estar el primer hombre, que estando bien seguro en la tierra, se sometió a los grandes peligros de la mar: pues no hay navegación tan segura, en la cual entre la muerte, y la vida haya más de una tabla»; tras lo cual añade: «A mi parecer sobra de codicia y falta de cordura inventaron el arte de navegar».

El aristócrata se define por su vinculación con la tierra, con la cual muchas veces comparte hasta el nombre. Por el contrario, el desclasado, el «hecho a sí mismo», el hombre del Renacimiento, ha de salir de la tierra y adentrarse en el mar para encontrar su lugar en el mundo. Es idiota porque es, etimológicamente, único, individual. Es loco porque no se resigna al lugar que le corresponde.Al principio de Robinson Crusoe, el padre del futuro aventurero llama a su hijo a su cámara, forrada de cálidas maderas y en la que arde un plácido fuego burgués y le explica que en el mundo hay tres clases sociales: la más baja, esclavizada por su pobreza, y la más alta, esclavizada por sus responsabilidades y riquezas, y también una clase que está en medio de ambas, que es la más libre y, en realidad, la que mayores placeres extrae de la vida. Es la «dorada medianía» de la que hablaba Horacio. Pero Robinson no está interesado en los cálidos placeres de la clase media. En realidad, el padre está inmovilizado en su cámara por la gota, esa enfermedad propia de hombres maduros y bien alimentados, y no puede abandonar su jaula de oro. En las primeras páginas de la novela, Robinson renuncia a la seguridad de la vida de los negocios burgueses, pero también renuncia al anquilosamiento y a la enfermedad de la abundancia. El destino se burlará de él llevándole a una isla desierta donde se verá forzado a construir mesas, parasoles y butacas con sus manos desnudas.

El marinero ha de enfrentarse con el mar, que Hamlet identifica tan fácilmente con los problemas de la vida (a sea of trouble) que quizás olvidamos que en tiempos de Shakespeare la imagen debía de tener aún fuerza sensorial y no era una simple expresión del idioma («un mar de problemas»). El propio Defoe dedicó un libro temprano a la descripción de la famosa tormenta marina de la noche del 26 de noviembre de 1703, La tormenta (1704), uno de los primeros reportajes periodísticos de la historia, para cuya elaboración el autor puso anuncios en la prensa pidiendo el testimonio de los testigos presenciales.Y, bien pensado (todavía no habían sido creados los ejércitos profesionales), es posible que una tormenta marina fuera la experiencia más horripilante que pudieran imaginar los hombres de su época.

A partir del Renacimiento los naufragios adquieren un matiz especialmente trágico, dado que ahora los barcos ya no navegan siguiendo la línea de la costa, sino atravesando océanos infinitos. El náufrago de las Soledades es enseguida asistido por unos cabreros que, al parecer, hablan su mismo idioma. No así el náufrago de El Criticón, de Gracián, que es rescatado de las olas por un «salvaje» que carece del don de la palabra y al que el docto Critilo bautiza como «Andrenio», como si fuera el primer hombre, o el hombre nuevo de un mundo nuevo. Los náufragos de La tempestad de Shakespeare llegan claramente a una isla lejana que claramente no es Europa, y que a veces se ha relacionado con Cuba.Y en esta isla hay un caníbal que, en la ingeniosa transliteración de Shakespeare, se llama «Calibán». Marino, tormenta, naufragio, isla, caníbal. ¿Vamos viendo ya cómo se construye el esquema?

Carta escrita el 15 de febrero de 1493 en Gran Canaria: Cristóbal Colón apunta que en la isla de «Quarives», que es (como la isla de Nunca Jamás) la segunda que se encuentra al llegar a las Indias y a la derecha, habitan unas gentes feroces que se alimentan de carne humana. De aquí arranca la palabra «caribe», el adjetivo «caníbal», y también la noción de que los caribes, y por extensión todos los habitantes del Nuevo Mundo, eran caníbales. Si es cierto, como afirma Roberto Fernández Retamar, que las nociones que Shakespeare tenía de los antropófagos le llegaron a través de Montaigne, podemos afirmar que no pudo desear una fuente más imparcial y políticamente correcta. Merece la pena volver a leer en los Ensayos (I, XXXI) «Sobre los caníbales», una especie de Biblia del multiculturalismo avant la lettre en la que Montaigne nota muy sagazmente que «cada cual considera bárbaro lo que no pertenece a sus costumbres», observa que los caníbales no practican la antropofagia para alimentarse sino de manera ritual y afirma que esta forma de venganza del enemigo le parece bastante más civilizada que las horrendas torturas y mutilaciones a que someten los europeos a sus propios prisioneros.

Porque sin duda simplifican mucho los que reducen las relaciones de Europa con América, o las de Robinson con su Viernes (el propio Coetzee lo hace) a un mero episodio de avidez y de rapiña, y seguramente se ha insistido poco en la importancia que tiene Viernes como personaje dentro de la literatura occidental. El Andrenio de El Criticón es un mero fantasma sin entidad psicológica alguna, Calibán es un monstruo, los yahoos de Swift, animales con forma humanoide, las fantasías de un satirista, pero Viernes es una persona, y además una persona que habla y razona. En un breve ensayo sobre la novela de Defoe (publicado como prólogo a la edición de Mondadori de Robinson Crusoe), Coetzee afirma que Viernes habla «poco» y que lo que dice no pasan de ser lugares comunes,pero creo que aquí Coetzee se está dejando llevar por la teoría más que por la melodía. El Viernes de Defoe es un joven atlético, activo, vital e inteligente, que pertenece probablemente a la raza maorí (cuando lo describe, Defoe dice explícitamente que no es como los nativos de Brasil, es decir, indio, y que tampoco es negro), mientras que el Viernes de Coetzee es un esclavo negro al que los tratantes de esclavos cortaron la lengua y que se comporta en todo momento como si fuera autista. El Viernes de Defoe es una persona, y uno de los rasgos de las personas (y uno bastante corriente, por cierto) es decir lugares comunes, sobre todo en temas como la religión, mientras que el Viernes de Coetzee parece más bien una ilustración simbólica de las ideas poscolonialistas de su autor.

No es esta la primera vez que el «otro» aparece en la literatura de Occidente. En el Reloj de príncipes (1529) de fray Antonio de Guevara, una obra de amplia difusión europea, aparece, por ejemplo, la simpática figura del «villano del Danubio». Se llama Mileno, y primero parece «una bestia» por su apariencia y más tarde «un dios» por la elocuencia de las palabras con que protesta ante el emperador Marco Aurelio por la rapacidad de las legiones invasoras. Mileno, el villano del Danubio, califica a los romanos (añádanse tres signos de admiración) de «molidores de gentes quietas y robadores del sudor ajeno». Léase «CarlosV» donde dice Marco Aurelio e «indios de América» donde dice villanos del Danubio y tendremos, claro, la pintura completa de una de las primeras quejas formales contra el colonialismo. El villano del Danubio es un «bárbaro» europeo, pero simbólicamente representa al «salvaje» de América, que en la descripción de Montaigne o en el epicedio de fray Bartolomé de las Casas aparece ya como «buen salvaje». Pero ni Calibán, ni Andrenio, ni los monstruos de Swift, ni el imaginario Mileno, villano del Danubio, pueden compararse con Viernes. Coetzee observa que lo primero que Robinson enseña a Viernes es la palabra «amo», pero esto se debe simplemente a que Defoe es un autor de principios del siglo XVIII que sigue los usos y costumbres de su tiempo. También Sancho llama «amo» a don Quijote, del mismo modo que nosotros calificamos de «mi jefe» a un individuo inseguro que nos teme, al que no hacemos el menor caso y del que nos reímos a gusto en el pasillo.

 

DOS

Pero Robinson Crusoe no es sólo un esquema narrativo sino, sobre todo, un experimento antropológico, dentro de una tradición que podemos hacer retroceder hasta el Barroco y que, frente a la psicología renacentista, orientada a la búsqueda del alma y al vínculo que existe entre nuestra «memoria» y el ser divino, pretende descubrir, por medio de una investigación claramente materialista, cuál es el papel de la percepción sensorial y de la educación ambiental en la constitución de nuestra «humanidad».

Presentimos intuitivamente que la pregunta que se hizo el Barroco y que luego heredaría el siglo de la Ilustración fue una, y sólo una: ¿es el ser humano una máquina? Y si lo es, ¿cómo funciona? Y extendiendo la pregunta: ¿un ser humano es lo que es por lo que aprende, por lo que le dicen su experiencia y sus sentidos, o bien por lo que le infunden una luz interna y una sabiduría preconcebidas? ¿Son iguales todos los seres humanos? ¿Ven todos las cosas de la misma manera y se rigen por las mismas leyes básicas de humanidad? Y si son iguales, ¿en qué se diferencian, y por qué? Y si no lo son, ¿en qué son semejantes?

Se producen así una serie de embrionarios «experimentos antropológicos» que podemos caracterizar bajo la forma de pequeñas sitcoms o «comedias de situación», es decir, células narrativas que entrañan siempre una situación paradójica. ¿Qué sucedería si un psiquiatra tremendamente esnob y su padre, un policía retirado de gustos bastante vulgares, se vieran obligados a convivir en la misma casa? ¿Qué sucedería si un hombre recibe una esmerada educación pero se le mantiene completamente aislado de los hombres y se le hace vivir encerrado en una cárcel? Este último (el primero, claro, es Frasier) sería el experimento que se hace con Segismundo en La vida es sueño.Las privaciones sensoriales, el escrutinio a que se somete el papel de la educación y de la sociedad, son constantes en este tipo de investigaciones. En La tempestad de Shakespeare el experimento sería algo así: ¿cómo vería a los seres humanos alguien que hubiera estado apartado de su compañía hasta alcanzar la edad adulta? Es el caso de Miranda, que al descubrir a Ferdinand, que es el primer hombre que ven sus ojos, exclama: «Podría decir que es una cosa divina; nunca vi nada en la naturaleza que fuera tan noble».También Segismundo se admira al encontrarse con Rosaura, la primera mujer que ven sus ojos: «Con asombro de mirarte, / con admiración de oírte, / ni sé qué pueda decirte / ni qué pueda contestarte…» Estos «experimentos» pueden estar adobados con sublime poesía pero son todavía notablemente toscos, como manifiesta, por ejemplo, el planteamiento inicial de El Criticón, cuyo autor parece suponer que hay pueblos sobre la tierra que carecen del don del habla, y que el lenguaje (no un idioma, sino la facultad lingüística) es algo que puede enseñarse con relativa facilidad.

Los experimentos antropológicos del siglo XVIII serán infinitamente más refinados. Las teorías de la sensación y de las percepciones de los empiristas ingleses se difunden por Europa. En el Tratado de las sensaciones (1754), Condillac trata de imaginar cómo percibiría el mundo una estatua que poseyera un alma humana en su interior pero jamás hubiera recibido ninguna impresión sensorial. Pascal y Alexander Pope, cada uno a su estilo y en su género predilecto (el aforismo, el dístico), exploran los límites de la percepción humana, que avanza sobre el filo de una navaja entre el abismo de lo inmenso y el abismo de lo minúsculo. Nunca podemos llegar a una ciudad, dice Pascal, porque al acercarnos por el camino la ciudad desaparece y sólo hay una charca, una casa, un palenque, una oca. Nuestros ojos, reflexiona Pope, nos sirven para ver todo lo que necesitan ver los hombres (pero sólo eso), y por esa razón no tenemos ojos caleidoscópicos como las moscas.

Las investigaciones de este tipo se extienden a la construcción de autómatas o supuestos autómatas, como el célebre Turco que jugaba al ajedrez, o el Pato automático de Vaucanson (1739), que caminaba, comía, bebía y «digería», y podemos relacionarlos, por ejemplo, con las investigaciones filosóficas de Descartes, que describía a los animales como complejas maquinarias de relojería.Y las preguntas son siempre las mismas, porque son siempre las preguntas del materialismo: ¿dónde está la inteligencia? ¿Existe un yo? ¿Somos una suma de acciones adecuadas a un fin o hay un espíritu dentro de la máquina? ¿De qué forma se relaciona el yo con el mundo externo? ¿Es el yo una construcción de los sentidos? ¿Es nuestra forma «humana» necesaria o contingente? Todo este fermento de pensamiento es el que encontramos en obras como los célebres Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift, donde nuestro náufrago, nuestro Robinson, llega a un país de seres diminutos, y luego a un país de seres gigantescos y luego a un país de seres con forma humana pero cerebro animal (los yahoos) y luego a otro de seres con apariencia animal y cerebro humano (los houyhnhnms). Este es también el fermento cultural, la encrucijada de emblemas, investigaciones, mitos y preguntas abiertas de donde surge el Robinson Crusoe de Daniel Defoe.
 

Robinson Crusoe reúne el tema del náufrago, el de la isla desierta y el del salvaje y plantea el desarrollo de su trama como una serie de sitcoms o de paradojas antropológicas. ¿Puede sobrevivir un hombre europeo culto en un lugar donde no existe nada más que naturaleza? ¿Hasta qué punto necesitamos de la sociedad para sobrevivir? ¿Cómo vería un salvaje a un hombre civilizado? ¿De qué manera podrían convivir? ¿Sería capaz un salvaje de comprender los conceptos de la religión? ¿Dejaría de ser un salvaje?


TRES

Las fotos del archipiélago de Juan Fernández, que se encuentra a unos setecientos kilómetros de las costas de Chile, resultan ligeramente decepcionantes. Sus limpias montañas, austeros roquedales y amplias praderas poco se parecen a las frondosas imágenes tropicales, más propias de los Mares del Sur, de las ilustraciones de la novela de Defoe que yo leí por primera vez cuando era niño. La temperatura media es de quince grados centígrados y, por lo que parece, llueve continuamente. La flora es muy interesante, con un setenta por ciento de especies autóctonas, entre las que se incluyen el manzano de Juan Fernández, la col de Juan Fernández, el canelo de Juan Fernández y diversos helechos trepadores y arbóreos. De la fauna destacan el lobo de dos pelos de Juan Fernández, un mamífero marino, el picaflor rojo de Juan Fernández, un colibrí, y el cernícalo de Juan Fernández, una rapaz, además de especies introducidas más tarde, como la cabra, la rata o los gatos, que viven ahora en estado salvaje. En las fotos que he podido ver, las islas parecen lugares oscuros y sombríos, con bosques retorcidos y leñosos y negruzcos acantilados volcánicos.

Hay tres islas: Santa Clara, Marinero Alejandro Selkirk y la más grande, que se llamó Masatierra en tiempos y más tarde fue fatalmente rebautizada como Robinson Crusoe. Los animadores turísticos han trazado en esta última distintas rutas, han creado zonas de picnic y han construido una «cueva de Robinson Crusoe» que los resignados turistas, supongo, visitarán con el mismo interés con que visitan otros lugares imaginarios como la casa de Sherlock Holmes en Baker Street o el pueblo nativo de Dulcinea. El tesoro de un tal Lord Anson yace enterrado por algún sitio y, según se dice, se realizan excavaciones para encontrarlo. San Juan Bautista es el único agrupamiento humano. Unas seiscientas personas viven allí, dedicadas sobre todo a la pesca de la langosta.

Alexander Selkirk,que ahora da nombre a una de las islas del archipiélago, fue un marino escocés (1676-1721) que practicó la piratería en el Pacífico y que, después de una discusión con el capitán de su barco, fue abandonado en la desolada isla que hoy lleva el nombre de Robinson Crusoe. Le entregaron un mosquete, balas, pólvora, unas cuantas herramientas de carpintería, un hacha, algo de ropa y una Biblia, y se quedó allí abandonado durante cuatro años, hasta ser rescatado por el barco de otros bucaneros ingleses.

La aventura de Selkirk tiene poco que envidiar a la de Robinson Crusoe. Durante meses sintió tanto miedo del interior de la isla, infestada de ratas y recorrida por el tétrico ulular del viento en los árboles (que él tomó por el gemido de fieras salvajes), que vivió en una cueva de la playa, donde se alimentaba de moluscos. Cuando llegó la época del apareamiento de los leones marinos, la playa comenzó a verse invadida por centenares de estas enormes y agresivas criaturas, y Selkirk se vio forzado a retirarse al interior, donde enseguida encontró nuevas formas de alimentación: nabos, calabazas, berros, unos pimientos que usó para dar algo de sabor a sus comidas (la deseada sal, que lo rodeaba por todas partes, estaba fuera de su alcance), y sobre todo las cabras que poblaban los valles.

Las cabras y los gatos, llegados allí a bordo de barcos de bucaneros y que ahora vivían en estado salvaje en los valles de la isla, fueron en realidad su salvación. Cazó a las cabras, se alimentó de su carne, utilizó sus pieles para hacerse prendas de ropa y tapizar con ellas las paredes de su cabaña, y finalmente domesticó a unas cuantas para tener leche.También domesticó a unos cuantos gatos, que ahora protegían su sueño de los feroces ataques nocturnos de las ratas.Y todos los días leía su Biblia en voz alta para no perder el uso de la palabra y para no volverse loco.

El lugar que en la novela ocupan los caníbales lo tuvo, en la realidad, otra etnia poco sospechosa de antropofagia. Después de pasarse varios años soñando con ser rescatado e incluso contemplando la posibilidad del suicidio, una mañana Selkirk vio que varios barcos se acercaban a la isla. Su alegría duró poco tiempo. Resultaron ser españoles y Selkirk, sabiendo que si era capturado sería ejecutado al instante o enviado como esclavo a las minas de sal, se refugió en el interior de la isla. A partir de entonces, no se atrevía a acercarse a la playa sin antes asegurarse de que no había barcos españoles a la vista. Finalmente, en enero de 1710, el barco de unos corsarios ingleses le liberó de su espantoso cautiverio. Selkirk había pasado cuatro años y medio completamente solo en su isla.

Selkirk no regresó inmediatamente a la civilización, sino que se pasó varios años dedicado al pillaje en las costas de Perú y de Chile.A su regreso a Largo, su ciudad natal, fue recibido como un héroe. Hoy en día una estatua rememora al hijo predilecto, añadiendo a su mosquete y a sus toscas ropas de náufrago una pistola y un sable que Selkirk nunca tuvo en la realidad. Richard Steele contó su historia en un artículo publicado en The Englishman, y allí fue donde Daniel Defoe la leyó y donde encontró la principal fuente de inspiración para componer su obra maestra. Selkirk moriría en 1721 frente a las costas de África, probablemente de fiebre amarilla.

Los relatos de náufragos no eran raros a principios del siglo XVIII, pero parece claro que el de Selkirk es la fuente principal de la novela de Defoe. No es una casualidad, por otra parte, que Defoe encontrara su inspiración en un periódico, como tantas veces les sucede hoy en día a los novelistas. Como ya adelantábamos más arriba, gran parte de la obra de nuestro autor podría definirse como «periodismo de investigación» o incluso «nuevo periodismo», y si pensamos en obras como sus reconstrucciones ficcionalizadas de la gran tormenta de 1703, de la epidemia de peste de Londres de 1665, o del caso de unas apariciones fantasmales de 1726, creo que no sería muy disparatado afirmar que el intento de Norman Mailer y Truman Capote de convertir en «literatura» ciertas «historias reales», borrando así la frontera entre la ficción y la no ficción, había sido ya resuelto con éxito por Daniel Defoe a principios del siglo XVIII. Robinson Crusoe se situaría, por tanto, en una especie de interregno entre los «reportajes» más o menos novelizados de Defoe y sus puras obras de ficción como Roxanne o Moll Flanders.


CUATRO

La protagonista de Foe de J. M. Coetzee es Susan Barton, una mujer inglesa que viaja a Brasil para intentar encontrar a su hija, que ha sido raptada por un comerciante inglés. Después de dos años de búsqueda infructuosa, decide volver a Europa y un motín en el barco en el que viaja la deja sola en el mar a bordo de un bote de remos. Las olas la llevan hasta las arenas de una playa. Se trata de una isla desierta en la que viven otros dos náufragos, un tal Cruso, un inglés, y Viernes, su criado negro, al cual (al parecer) los mercaderes de esclavos le cortaron la lengua tiempo atrás. La vida en la isla no es difícil: hay abundante comida, y existen unas mínimas comodidades. Susan comprueba fascinada que la principal actividad de Cruso y Viernes durante todos los años que han pasado abandonados en la isla ha sido la construcción extenuante de unas terrazas separadas por grandes muros de piedra, como en preparación de una futura explotación agrícola que, con toda evidencia, jamás tendrá lugar. Poco después son rescatados y llevados a Europa, pero Cruso, ya mayor y desgastado por la vida a la intemperie, muere en la travesía.

Una vez en Londres, Susan tiene sólo una obsesión. Ha oído hablar de Daniel Foe, un escritor que escucha las historias curiosas que le cuentan y luego las escribe, y se propone convencerle para que componga un libro con sus aventuras en la isla. En realidad, la mayor parte del cuerpo de la novela está formado por las cartas, las extensas y poéticas cartas, que Susan le escribe a Foe para narrarle los hechos relativos a su naufragio e intentar convencerle de que los utilice como material para una de sus obras. Porque Foe enseguida desaparece, perseguido por sus acreedores, y durante gran parte de la novela el lector llega incluso a plantearse si existe de verdad. Acompañada de Viernes, un ser mudo y totalmente pasivo al que ha decidido tomar a su cargo, Susan se instala en la casa vacía, y ahora continúa escribiendo sus cartas desde el propio escritorio de Foe. La relación de Susan con Viernes, por cierto, resulta a ratos suavemente desesperante. Susan intenta comunicarse con él mediante dibujos, pero ella misma comprende que no es probable que Viernes sepa desentrañar sus torpes monigotes. Le obsesiona averiguar si no sería el propio Cruso, en realidad, el que mutiló a Viernes, y también si a través de esos labios siempre sellados y tras los cuales seguramente se oculta algo horrible que no se atreve a mirar, habrá cruzado alguna vez la carne humana.Y a veces Viernes toca torpemente una flauta, y a veces, cuando sale el sol, se pone a bailar.

La novela va haciéndose cada vez más extraña.Aparece una muchacha que asegura que es la hija perdida de Susan, aunque ella no la reconoce. Susan piensa que ha sido el propio Foe el que se la ha enviado, quizá para ver cuál es su reacción. Da la impresión de que Susan comienza a enloquecer, o quizá que ella también murió en la isla y que todo lo que está viviendo desde su regreso no es más que una especie de ensueño que tiene lugar en el Londres del país de la muerte. La posibilidad de que algunos de los personajes, o quizá todos, sean meros fantasmas, aparece apuntada una y otra vez.

Susan firma un documento en el que certifica que Viernes es un hombre libre y se lo cuelga al cuello en una bolsita de cuero, y a continuación urde el plan disparatado de llevarlo a un puerto de mar y embarcarlo como pasajero en algún navío que lo devuelva a su África natal.Ambos se embarcan en un extenuante viaje a pie rumbo a Bristol, pero Susan comprende enseguida que el regreso de Viernes a África es imposible por numerosas razones: primero, porque nada más zarpar lo más probable es que lo conviertan en esclavo de nuevo, y segundo, porque es evidente que Viernes no tiene la menor idea de cuál es su país de origen (si es que su origen es realmente africano, cosa que no sabemos porque no sabemos absolutamente nada de él), ni tampoco de cómo llegar a su hipotética aldea natal.

De vuelta a Londres, aparece por fin Foe en persona, y todos (incluidos el niño que sirve a Foe, la falsa hija de Susan y otra mujer que viene con ella) comienzan a vivir juntos en la casa del arruinado escritor. Foe parece ahora muy interesado en la historia de Susan, pero no en la parte de la isla, de Cruso y de Viernes, sino sobre todo en las aventuras de Susan en Bahía, y confiesa que se siente incapaz de convertir el naufragio de Susan y Cruso y su estancia en una isla desierta en una novela, que esa historia es aburrida y repetitiva y no tiene sustancia dramática. Susan contraataca diciendo que la ciudad de Bahía es demasiado compleja, demasiado rica y variada como para poder encerrarla en un libro. En un libro, dice Susan, no cabe toda una ciudad llena de oficios, razas, animales, crímenes, flores, pero sí tres solitarios perdidos encima de una roca.

La novela se hace cada vez más fantasmal, cada vez más lírica.Todo parece transformarse en literatura, lo cual es sin duda algo muy raro que decir de un libro. Caracterizar Foe como «metaliteratura» o «literatura sobre literatura» es en cierto modo errar el tiro, porque quizá uno de sus temas sea, precisamente (estamos ante un artista enormemente sutil, refinado y astuto), que no es posible escribir literatura sobre literatura porque tampoco es posible escribir literatura sobre la vida o transformar directamente la experiencia en palabras.Tenemos la sensación de que un crítico psicoanalítico, un lacaniano por ejemplo, podría darse un festín interpretativo con Foe, y que un deconstruccionista escribiría cosas inteligentísimas sobre episodios como aquel en que Viernes se disfraza con la peluca de Foe y empuña sus instrumentos de escritura, ya que Foe tiene la idea delirante de que quizá Viernes, que es incapaz de expresarse mediante el lenguaje hablado y no entiende el inglés ni ningún otro idioma, podría ser capaz de aprender a escribir. Si yo fuera un deconstruccionista, sin duda terminaría esta crítica diciendo cosas como, por ejemplo, que es probable que Viernes sea el verdadero autor de la obra, y si fuera un crítico blanchotiano quizá dijera cosas como que la condición de autista de Viernes lo convierte en la perfecta metáfora de ese «muerto en vida» que es el escritor. Lástima (o suerte) que yo sea un simple crítico agnóstico y más bien de andar por casa.

Lo cierto es que al leer Foe uno siente todo el rato que está pisando un terreno lleno de trampas. Es muy difícil interpretar un libro cuyo tema es, precisamente, la dificultad de interpretar (los deseos de otros, las historias de otros, las intenciones de otros). En el nombre «Coetzee» hay tres «es» y un grupo vocálico, «oe». Es el mismo grupo que encontramos en «Crusoe», que en la novela aparece como «Cruso»: un «oe» desaparecido.Y también hay tres «es» desaparecidas: la «e» de «Crusoe», la «e» de «Defoe» (que en la novela se llama simplemente «Foe») y la «e» del apellido de Susan que, al parecer, era originalmente «Berton». ¿Significan algo todas estas transformaciones de los nombres? ¿Remite todo en esta novela a su propio autor? ¿Son este «oe» y estas tres «es» perdidas una forma de inscribir el propio nombre, como en un vaciado barroco, dentro de la novela? En un pasaje de la novela se habla de la escritura de un dios (creo que la referencia a Borges es evidente) que somos incapaces de descifrar, «puesto que somos nosotros mismos aquello que él escribe». En la lápida que hay en la puerta del escritor se lee claramente «Daniel Defoe». ¿Por qué entonces Susan le llama siempre «Foe» a secas? No olvidemos, por otra parte, que foe, en inglés, significa «enemigo». Pero ¿enemigo de quién? El título,Foe, podría haberse traducido muy bien al español como Enemigo. El «enemigo» es el diablo, o bien el dios escondido de los gnósticos, ese demiurgo no del todo sabio que crea el mundo y traza nuestros destinos. El enemigo es Foe, es decir, el autor, el autor como demiurgo. Es decir, Coetzee, el dios que esconde las «es» de su nombre de igual modo que Perec escondía las «es» del suyo en La desaparición, novela escrita sin la letra «e».

Y la historia de la isla regresa una y otra vez, en pasajes bellísimos llenos de imágenes cada vez más fantásticas y de reflexiones cada vez más vertiginosas, y las conversaciones se hacen cada vez más ricas y fantasmales.Y sentimos la presencia de hombres y mujeres, de sudor y de frío, de olores y deseo, sentimos la niebla de Londres y la suciedad del siglo XVIII, y también misterios que están más allá del tiempo y del espacio, y esto, quizás, es la literatura.


CINCO

No es la primera vez que ponemos algún reparo a la colección de Grandes Clásicos de Mondadori. Los grandes clásicos han sido editados y traducidos tantas veces que parece necesario, cuando se presenta un texto que tiene alguna particularidad especial, señalarlo aunque sea en una breve nota. No cabe duda de que merece la pena contar con la traducción que hiciera Julio Cortázar de la novela de Defoe, y que es un lujo poder leer a un gran escritor a través de la lente de otro no menos grande. Sin embargo, el Robinson Crusoe de Cortázar es, más que una simple traducción, algo así como una versión privada del gran clásico de 1719, parecida a lo que hacemos todos cuando nos fabricamos un CD para ponerlo en el estéreo del coche.

La primera decisión que nos extraña es la de publicar las dos partes de la novela como si fueran una única obra, hasta el punto de que la numeración de capítulos corre ininterrumpida desde el principio hasta el final. De este modo, se publica como una única obra lo que son, en realidad, dos novelas totalmente diferentes. Lo que aquí se llama «Primera Parte» es, en realidad, Robinson Crusoe, la novela de 1719, y lo que aparece como «Segunda Parte» es en realidad Más aventuras de Robinson Crusoe, una segunda parte escrita por Defoe a raíz del éxito de la primera, y que es una obra mucho más convencional y de interés más limitado. Durante el siglo XVIII ambas partes solían publicarse juntas; a partir de 1860 comenzó la moderna práctica de publicar sólo la primera, «que es», como observa Coetzee en su introducción, «la obra a la que nos referimos actualmente cuando hablamos de Robinson Crusoe». Publicar las dos novelas una a continuación de otra sería como publicar las dos partes del Quijote numerando los capítulos de un tirón o, peor aún, como publicar juntas Los tres mosqueteros y Veinte años después como si ambas obras fueran una única y gigantesca novela llamada Los tres mosqueteros.

Sin duda fue el propio Cortázar el que diseñó el texto de esta manera, quizá porque deseaba resaltar la unidad de ambas partes, quizá porque quería reivindicar la muy denostada segunda parte, que pocos lectores modernos conocen. En cualquier caso, no son estas las últimas libertades que se toma con la obra de Defoe. Cortázar reagrupa los capítulos a su antojo y les da nuevos títulos (y nos priva, claro está, de los títulos y de las síntesis del contenido que dio el propio Defoe). De este modo, por ejemplo, el primer párrafo del capítulo 5 de Cortázar es en realidad el último párrafo del capítulo 6 de Defoe, y el final del capítulo 1 y el principio del capítulo 2 originales aparecen, en el texto traducido, fundidos en una sola frase. Cortázar reagrupa los párrafos como mejor le parece, y transforma diálogos en estilo indirecto por diálogos en estilo directo. Más aún, Cortázar corta lo que no le parece interesante, se salta digresiones, acorta descripciones y elimina páginas enteras que le parecen, quizá, repetitivas o innecesarias. En este sorprendente mundo nuestro no faltará alguien que diga que el texto resumido de Cortázar es superior al gárrulo original.

Ya que esto es, en realidad, lo que tenemos entre manos: una versión resumida, muy bien escrita como era de esperar del lujoso traductor, pero totalmente infiel al original. Pongamos un ejemplo.Al principio de esta reseña nos referíamos a un encuentro entre el joven Robinson y su padre en el que éste le explica a su hijo que en el mundo hay tres clases sociales y que los que mejor viven son los que pertenecen a la clase intermedia. Este pasaje, de unas quinientas palabras, no aparece en la traducción de Cortázar. El otro ejemplo, que traigo a colación por lo gráfico que resulta, lo encontramos en el diario que Robinson Crusoe escribió durante unos meses hasta quedarse sin tinta: en la novela de Defoe comienza el 30 de septiembre de 1659, mientras que en la traducción de Cortázar (que, curiosamente, titula esta parte «Fragmentos del diario»), la primera fecha que hallamos es la del 4 de noviembre.

Insisto en que contar con la traducción de Cortázar resulta por todos estos detalles doblemente interesante. No sólo se trata de una traducción sino, sobre todo, de la reinterpretación de un gran novelista del siglo XX de una de las obras fundacionales del género. Resulta muy interesante ver de qué forma Cortázar corta y pega, cómo aligera la narración y evita digresiones y morosidades. Uno no puede evitar preguntarse si no habrá algún distinguido autor del siglo XXII que se dedique, en el remoto futuro, a hacer lo mismo con Rayuela.

El volumen se presenta con un interesante prólogo de Coetzee y una útil nota final sobre el autor. Como los otros volúmenes de la colección está cosido, con pastas duras y con una cinta de tela para marcar las páginas, y tiene una bonita portada. La primera parte, el Robinson Crusoe original, está ilustrado con las clásicas litografías de J. J. Grandville, pintor y caricaturista francés nacido en Nancy el 15 de septiembre de 1803 y muerto en el asilo de lunáticos de Vanves el 17 de marzo de 1847. La segunda no tiene ilustraciones.

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Ficha técnica

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