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Guerras freudianas

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En este mismo instante, en rincones del mundo muy distantes entre sí, quizás al otro lado del tabique que separa la habitación en que usted está leyendo de la casa contigua, un hombre o una mujer mantiene la mirada fija en una moldura del techo mientras desgrana un discurso elaborado con fragmentos de su experiencia real o imaginaria. Quizás, en el más eficiente de los casos, se encuentre inmerso en la narración de su último sueño, ese «camino real» que, según el padre fundador, conduce directamente al corazón del inconsciente. Fuera de la vista del analizando, pero ocupando también un lugar en el escenario, el otro protagonista del drama –para los detractores del método, una farsa– deja flotar su atención en una escucha que participa en cierto modo de la ensoñación, como si quisiera estar y, a la vez, marcharse, como si el relato no fuera del todo con él, pero tampoco pudiera inhibirse de un monólogo en el que vuelve a encontrar ritornelli que remiten a dos o tres motivos que ya conoce.

Siglo y medio después del nacimiento de Sigmund Freud (18561939), la «cura parlante» que él sistematizó continúa gozando de una mala salud de hierro. Desde sus comienzos, el psicoanálisis ha progresado en un estado de crisis permanente. La última ha tenido lugar en Francia –tras Suiza y Argentina, el país con más psicoanalistas por habitante–, donde la polémica ha llegado a los medios, resucitando, con semejantes temas y variaciones, la música de aquellas Freud Wars que movilizaron a los antifreudianos estadounidenses durante los setenta y ochenta. La publicación de un Livre noir de la psychanalyse (Les Arènes), alentado por psicólogos experimentalistas y conductistas, en plena campaña de descrédito institucional y mediática contra el psicoanálisis –sobre todo contra el que ejercen los «profanos»–, ha suscitado una irritada reacción por parte de los interesados, que se preguntan, como la historiadora «oficial» del movimiento, Elizabeth Roudinesco, Pourquoi tant de haine? (Navarin): ¿por qué tanto odio? En la época de la mundialización, en una sociedad occidental agitada por el miedo y la pérdida de referencias religiosas e identitarias, Freud es, una vez más, un riesgo.

La historia del psicoanálisis se confunde con la de sus escisiones. Los discípulos de Freud se adaptaron perfectamente al ciclo weberiano de idealización, rebelión, dispersión, institucionalización y rutina que experimentan las teorías y los movimientos que las sustentan.Y en cada una de esas etapas encontramos la escisión, la ruptura, el anatema: de Jung a Rank, de Ferenczi a Lacan y más allá, el psicoanálisis se desarrolla siempre en el más radical combate de ideas.Y, como ha ocurrido con casi todos los grandes relatos que amueblaron el siglo XX , ahora, tras años de esplendor, experimenta su particular Purgatorio, al tiempo que consigue introducirse en territorios en los que estaba prohibido: en el antiguo bloque comunista (donde el estalinismo lo consideraba un epifenómeno de la «ciencia burguesa») y, más tímidamente, en el mundo islámico. Con problemas: el único caldo de cultivo que la doctrina de Freud precisa para desarrollarse plenamente es la democracia.Y que los (posibles) pacientes dispongan de dinero. Por eso en África hay muy pocos.

Ahora ya sabemos que el psicoanálisis nació en Viena no por casualidad. Carl Schorske (Viena, fin de siglo) ha descrito el ambiente intelectual de la capital austrohúngara en la charnela de los siglos XIX y XX. Allí, entre jóvenes askenazis integracionistas que habían asimilado el mensaje de la Haskala –la Ilustración judía– y que estaban obsesionados por su judeidad, por la sexualidad y por la crisis de la familia, se encontraba el ambiente propicio para el florecimiento de la primera gran teoría y práctica de la «vida personal». El atractivo fundamental del psicoanálisis en sus orígenes –al menos para los hijos de la burguesía que fueron sus primeros pacientes/clientes– residía precisamente en su elaborada respuesta a los interrogantes y angustias de una nueva época. Mientras se desmoronaban las estructuras patriarcales, la nueva conciencia de tener una identidad distinta a la que confería la adscripción tradicional a la familia, a la clase social o a la división convencional del trabajo, enfrentaba al individuo con ansiedades hasta entonces ignoradas. El psicoanálisis prometía liberación, y proporcionaba una guía para entender y manejarse en un paisaje social en el que casi todo resultaba nuevo.Y ofrecía una explicación coherente de los desajustes de cada singular personalidad. Eli Zaretsky, autor de Secrets of the Soul (Knopf), una sugerente historia social y cultural del psicoanálisis, llega a plantear que la teoría de Freud fue a la «segunda revolución industrial» (1880-1920) lo que el calvinismo a la primera: un substrato ideológico y cultural que facilitó la adaptación de las mentalidades y sensibilidades a los desafíos del desarrollo económico y social. Frente al énfasis en la disciplina, la acumulación y la austeridad, tan necesarios para la supervivencia y el progreso de la empresa familiar del pasado, el reconocimiento de la autonomía individual favorecía ese consumo (luego conspicuo, como explicó Veblen) tan necesario para el desarrollo del capitalismo a principios del siglo XX .

La historia del psicoanálisis es también la historia de sus sucesivos «centros» de irradiación. En primer lugar, Viena, con su sucursal de Budapest (Ferenczi), que proporcionó a la doctrina un perceptible «toque Mitteleuropa». Luego, tras el desmoronamiento del Imperio Austrohúngaro en 1914, Berlín, donde se mantuvo hasta 1933. La colaboración de una minoría de psicoanalistas no judíos –Freud siempre estuvo obsesionado con «desjudeizar» su movimiento– con los nazis ocasionó un feroz debate en el seno de la Asociación Psicoanalítica, reproducido años más tarde ante el silencio o la abierta colaboración de otros psicoanalistas con las dictaduras del Cono Sur. En 1933 se produce la gran emigración a Estados Unidos y Gran Bretaña, donde el psicoanálisis se desarrolló en un clima propicio (la democracia) y logró un prestigio que le permitió convertirse no sólo en el método terapéutico más reconocido para el tratamiento de las «enfermedades del alma», sino en un condimento imprescindible de la vida social y cultural del Estado de bienestar.

Más allá de su eficacia terapéutica, ¿cuál fue el secreto de su rápida expansión y del prestigio del que ha gozado durante el último siglo? En primer lugar, el propio genio de Freud como autor, que consiguió plasmar su doctrina con imaginación y eficacia, utilizando las destrezas que le proporcionaba su gran conocimiento de la literatura clásica: todavía hoy pueden leerse sus célebres «casos» como esbozos de singulares (y perversas) novelas de costumbres de la sociedad vienesa de principios de siglo. En segundo lugar, el hecho de que ofreciera una coherente y muy blindada (las críticas se descontaban en nombre de la resistencia) concepción de la naturaleza humana, así como una explicación de los secretos más ocultos de sus individuos.Y, finalmente, el extraordinario poder de atracción de una teoría indemostrable científicamente, pero centrada en torno al más común y universal de los motivos: el sexo. Para el hombre o la mujer que asocian libremente al otro lado del tabique, este último motivo todavía es esencial.

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