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El precio de los intelectuales

Public Intellectuals. A Study of Decline

RICHARD A. POSNER

Harvard University Pres, Cambridge

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Una de las aristas más interesantes de Soldados de Salamina, la popular novela de Javier Cercas, es la descripción de cómo el señorito fascista letraherido, empachado de palabras e ideología, cuando descubre que sus malabarismos de ateneísta se convierten en acciones y las gentes se lían a tiros en nombre de sus filigranas intelectuales, se asusta y procura escurrir el bulto. El lector, que ve las dudas del intelectual, empieza a dudar de la calidad de sus ideas. Si él mismo no se compromete en serio con sus ideas, quizá hay que pensar que sus ideas no son serias.

En ese medio camino entre tasar las ideas y tasar el trato con ellas parecen haberse instalado las muchas páginas dedicadas al inasible asunto del «compromiso de los intelectuales». Las páginas han sido muchas, aunque no directamente proporcionales a la claridad analítica. Unas veces parecen referirse al compromiso con la sociedad, con el mundo; otras, al compromiso con las propias ideas sobre el mundo. A veces incluso parece que de lo que se habla es del compromiso con cierto período de la propia biografía, al que se le otorga una lucidez privilegiada, un carácter fundacional, hasta el punto de equiparar cualquier cambio de ideas posterior con la deshonestidad intelectual, como si, una vez adquirida la identidad a los veinte años, la única tarea que quedará para el resto de la vida es pasarnos el tiempo apuntalándola. Puestos a contarlo todo, tampoco hay que descartar el simple compromiso con cuchipandas a cargo del presupuesto dedicadas a recrearse en la belleza del propio ombligo.

Sea como sea, el «compromiso de los intelectuales» ha entretenido mucho a los intelectuales. Sobre todo a los franceses, quienes, como dejó dicho con su característica lucidez e ironía Raymond Aron, podían considerar más importante para la revolución el último artículo de Sartre en Les Temps Modernes que una huelga generalL'Opium des intellectuels , París, Calman-Levy, 1960. Seguramente, el texto fundacional de la moderna reflexión es La trahison des clercs de Julien Benda (París, Bernard Grasset, 1927; existe traducción castellana, en Círculo de Lectores, con prólogo de Norberto Bobbio), que encuentra sus mejores páginas en la crítica a la corrupción moral de los nacionalismos. Sobre ese contexto, véanse John E. Flower, Literature and the Left in France , Londres, Methuen, 1983; Herbert Lottman, La Rive Gauche. Intelectuales y política en París , Barcelona, Blume, 1985. Quizá no ha de extrañar que sea en Francia en donde se dan casos de recreación, de falseamiento, de la propia vida, sea en la versión triunfadora, de Malraux, que convive con la mentira, o en la obsesiva de Althusser, a quien le resulta insoportable llevarla.. De tanto hablar del compromiso con la sociedad, los intelectuales parisinos se olvidaron de la sociedad. Por lo general, y aunque dada la naturaleza del asunto, la pose dramática es tentación inevitable, el gremio ha procurado no salir malparado en la fotografía y, a la chita callando, parece haberse sedimentado la convicción de que los intelectuales vienen a ser la reserva moral de las sociedades. Por partida doble. La convicción estaba presente en el punto de partida, en la presunción, implícita en la misma calificación de «intelectuales», de que el ejercicio de la inteligencia era patrimonio exclusivo suyo, y también en la extendida tesis de que la deliberación democrática, que ya no tenía lugar en las instituciones, encontraba en ellos su refugioSobre esa tesis, véase Jeffrey Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática , Madrid, Cambridge University Press, 2000..

Pero quizá sea hora de ver si esa función privilegiada está justificada. Después de todo, no faltan muestras de flaquezas. Sobre todo, entre literatos y, en general, «humanistas». Por ejemplo, la pormenorizada investigación de Frances Saunders mostrando documentadamente cómo la CIA manejó sobornos, pensiones políticas o congresos para sostener revistas políticas «independientes», con particular predilección por la «Nueva Izquierda» (Encounter, New Leader, Partisan Review ), y para cebar carteras y vanidades de artistas plásticos (en especial, los expresionistas abstractos y, en general, todo lo que sonara a vanguardia y l'art pour l'art ), y de una nómina de intelectuales que estremece: Irving Kristol, Melvin Lasky, Isaiah Berlin, Stephen Spender, Sidney Hook, Daniel Bell, Hannah Arendt, Mary McCarthy, Stephen Spender, Raymond Aron, George Orwell, Salvador de Madariaga, Benedetto Croce, André Gide, Jacques Maritain, T. S. Eliot o Arthur Koestler, quien, por cierto, se refería al Congreso por la Libertad de la Cultura, la organización desde donde se repartían la mayor parte de las regalías, como «el circuito intelectual de putas por teléfono»Frances Saunders, La CIA y la guerrafría cultural , Barcelona, Debate, 2001..

La investigación de Posner no es de la misma naturaleza que el libro de Saunders. No es tan documentada, por más que se muestre muy orgulloso de unas listas –de una suerte de hit parade– de «intelectuales públicos» según distintos criterios de citas (mediáticos, académicos e internáuticos) que le llevan a presentar –con un entusiasmo difícil de compartir– su trabajo como una investigación empírica. Sin embargo, su pesimismo acerca de las motivaciones de los intelectuales no es menor que el de Saunders. Por decirlo urgentemente, Posner también parece estar de acuerdo con aquello de que «el ser determina la conciencia». Vamos, que los intelectuales no son seres angelicales, sino que responden a los incentivos económicos como cualquier hijo de vecino. Posner asume, aquí como en otras investigaciones, los supuestos explicativos de la teoría económica, empezando por el del homo oeconomicus, el calculador egoísta. Con ese punto de partida, el problema de cómo asegurar el buen funcionamiento de las instituciones se transforma en el de cómo establecer un sistema de incentivos que canalicen los comportamientos egoístas, de tal modo que cuajen en el resultado deseado. Desde luego, abordar a los intelectuales con esa perspectiva, decididamente desconfiada, supone concederles pocas credenciales morales. Nada más alejado de su papel como «guardianes del espíritu de la democracia».

LA MIRADA ECONÓMICA DE POSNER

Pero antes de exponer la argumentación del libro, y para mitigar las sorpresas que puede producir el trato de asuntos tan sublimes como las ideas como si de mercar ganado se tratara, quizá es mejor recordar las líneas generales de su quehacer. Posner es un juez federal con notable influencia en el derecho norteamericano, profesor en la Universidad de Chicago, con posiciones liberal-conservadoras. Hay que precisar que aunque, por lo general, defiende opiniones conservadoras, lo hace sin apelar a la tradición o cosas así. Puede defender el aborto, por ejemplo, porque permitirlo redundaría en una sociedad menos desigual: puesto que tanto en números absolutos como relativos abortan más las mujeres pobres que las ricas, cuantos más abortos hoy, menos pobres mañana. Posner se ha mostrado crítico con los intentos por parte de los que califica como «moralistas académicos» –la inteligencia progresista norteamericana, en su mayoríaRonald Dworkin, John Rawls, Elizabeth Anderson, Thomas Nagel, Martha Nussbaum, Joseph Raz o Thomas Scalon son algunos de los autores a los que se refiere con esa calificación. Véase Richard Posner, Law, Pragmatism and Democracy , Cambridge, Harvard University Press, 1999. –de afincar las leyes y las instituciones en la filosofía moral. Para que quede claro: para él, el problema de la violación se reduce a determinar el precio por el que la víctima se dejaría violar.

A su parecer, y al de quienes comparten el programa del «análisis económico del derecho», el pie firme a la hora de abordar las instituciones centrales del sistema legal hay que buscarlo en la eficiencia o, más llanamente, en maximización de la riqueza. La teoría económica sirve no sólo para entender cómo son las cosas, sino también para decirnos cómo deben ser. Proporciona teorías y métodos, maneras de mirar. Hay que precisar que cuando Posner habla de teoría económica está pensando, fundamentalmente, en la microeconomía. Más exactamente, en abordar los procesos sociales como mercados en donde los individuos se comportan como sujetos calculadores y egoístas. Asume además que no sólo las cosas son así, sino que para que funcionen de verdad deben serlo superlativamente. Dicho de otro modo, según Posner, el mejor modo de encarar la solución de los problemas sociales es convertirlos en mercados perfectos. Y si todavía no funcionan, es que no lo son suficientemente.

Con tales tesis, y con maneras bastante agresivas, no ha de extrañar que se haya convertido en la bestia negra de buena parte de los liberales socialdemócratas norteamericanos, quienes han criticado con solvencia sus intervencionesVéase, por ejemplo, el volumen de TheUniversity of Chicago Law Review (vol. 65, 4, otoño de 1997) dedicado a «The Future of Law and Economics: Looking Forward», en particular los trabajos de Richard Epstein, Cass Sunstein y Martha Nussbaum.. Con solvencia y sin paños calientes. El mismo Dworkin las juzga envueltas en «un amplio surtido de digresiones relevantes e irrelevantes, de referencias e insultos» y de «argumentaciones fallidas» y con una «fiera hostilidad hacia el trabajo académico», aunque no puede por menos de reconocer que resultan «entretenidas, estimulantes e incisivas»Ronald Dworkin, «Darwin's New Bulldog», Harvard Law Review, vol. 111, 1998, pág. 1718. El número entero de la revista dedica varios trabajos a la descalificación de Posner de la teoría moral.. A quien le parezcan fuertes los adjetivos, es que no ha leído a Posner. En fin, que todo menos maneras florentinas es lo que se intercambia en las polémicas en las que Posner anda de por medio.

EL MERCADO DE LOS INTELECTUALES

Si se había atrevido a iluminar con la luz del mercado el derecho, la filosofía moral y las relaciones sexuales, no ha de extrañar que se atreva con los intelectuales «que se dirigen a un público general con cierto grado de educación sobre cuestiones de tipo político o ideológico», con particular atención hacia los académicos que escriben sobre asuntos fuera de su especialidad y en escenarios, como los medios de comunicación, donde no operan los sistemas propios de las comunidades científicas. Y también aquí su diagnóstico es el que tiene en otras partes: no se desenvuelven en un mercado perfecto y, por eso, pasa lo que pasa, que, a su parecer, no es nada bueno.

Aunque no siempre se atenga a una misma caracterización, Posner se esmera mucho en tareas zoológicas. Distingue a los intelectuales según el tempo de las intervenciones entre quienes tercian con escala geológica, sobre tendencias del mundo, y quienes, al modo de los tertulianos, están pendientes del día a día; según el formato o medio de intervención: revistas generalistas, diarios, etc.; según el tipo de bienes que ofrecen: entretenimiento, solidaridad e información. Las distinciones le permiten reconocer diversos tipos de trabajo intelectual, diversos géneros que operan según sus particulares convenciones. En unos casos se trata de divulgar los resultados del propio ámbito de investigación o de hacer propuestas políticas a partir de lo que se conoce bien. Esos géneros resultan poco problemáticos y apenas merecen su atención. Su interés se concentra en otros que, a su parecer, muestran ejemplarmente los problemas del mercado de los intelectuales: «La crítica literaria modulada políticamente, las jeremiadas y otros comentarios proféticos en materias públicas, la crítica social genérica y específica, las propuestas de reformas sociales fuera de la propia especialidad, los comentarios en "tiempo real" y, el menos importante, los testimonios como expertos ante los tribunales». Posner entretiene una parte importante de su libro en describir cada uno de tales géneros y sus reglas de juego. En cada caso proporciona nombres y pasos con los que ilustrar los procedimientos. Por lo general, las páginas, nada caritativas, no carecen de brillantez. Tampoco abusan de la ecuanimidad. No resulta difícil encontrar entre los autores maltratados a algunos de los críticos académicos de Posner (Sunstein, Dworkin, Nussbaum) y el lector no puede evitar la impresión de que están lidiándose ahí batallas cuyo frente natural está en otra parte. Bien es verdad que, en ocasiones, distribuye sus palos a diestro y siniestro. Así sucede, sin ir más lejos, con los que califica como «intelectuales jeremíacos», nostálgicos que lloran decadencias y anticipan apocalipsis y que, según él, encuentran magníficos ejemplares tanto en la izquierda como en la derecha.

Para Posner la raíz de los problemas hay que buscarla en el hecho de que, en tiempos de conocimiento especializado, los consumidores de información están vendidos. No están en condiciones de medir la calidad del producto que adquieren y tienen que fiarse de lo que les cuentan. Para sopesar la calidad de los productos han de disponer de unos conocimientos de los que no disponen y, por ende, se muestran incapaces de separar el trigo de la paja, de distinguir la mercancía buena del camelo. Y la cosa se pone más grave cuando no se dan algunos de los mecanismos correctores presentes en otros «bienes de confianza»: garantías de recuperar el dinero, un sistema independiente de valoración, etc. Así las cosas, la predicción de la teoría económica es que el producto malo, que supone menores costos, acabará por ser el más común. El mercado de los intelectuales no es una excepción.

Todavía más y peor. En los últimos años, según Posner, la degradación de la mercancía ha aumentado como resultado de un cambio en la composición de la tribu intelectual, en detrimento de los escritores, periodistas y diversos «pensadores» sin cobijo académico, desprovistos de la estable fuente de ingresos independientes que proporcionan las universidades. En su opinión, la mayor presencia de los académicos entre los intelectuales públicos, en contra de lo que podría pensarse, ha tenido como consecuencia un deterioro en la calidad de la cultura pública. La paradoja, naturalmente, tiene su explicación. En otro tiempo, cuando los intelectuales no eran profesores, quienes se ganaban sus cuartos con libros y artículos trabajaban sin red. Se la jugaban entera en sus quehaceres y en ellos tenían que poner sus mejores talentos. Y allí obtenían la retribución con la que vivir. Pero hoy, con el aumento de las posibilidades de asegurarse una vida reposada y tranquila a cuenta de las universidades, aquel proceder sólo está al alcance de héroes o de rentistas con ingresos garantizados de por vida. Los académicos tienen sus salarios asegurados, disponen de mucho tiempo que perder y pierden poco por emplearlo en aparecer en los medios de comunicación. Resultan baratos y hay muchos dispuestos a ofrecer sus servicios. En el léxico de la economía: desplazan la curva de oferta hacia abajo, el precio del trabajo intelectual cae y son legión los que ofrecen sus mercancías. En el de Koestler, son putas… baratas que han roto los precios. Caen tanto que los intelectuales no adscritos a la academia se ven incapaces de sobrevivir con sus ingresos, de competir.

En la descripción de Posner, los académicos aparecen como unos individuos dispuestos a vender su alma por ver su nombre en los periódicos, y la suya y la de su familia por una fotografía. Y están dispuestos a hacerlo por bien poco mientras tengan sus ingresos asegurados en otra parte. Siempre habrá un académico dispuesto a hacer más barato lo que hacían los intelectuales clásicos. De nuevo en el austero léxico de la economía: se ha disparado el costo de oportunidad de ir por libre. Resulta insensato ejercer por libre. Entretanto, los intelectuales-profesores que lo saben tienen poderosas razones para no abandonar la vida académica, por más que, con frecuencia, manifiesten estar aburridos de campus apacibles y que incluso expresen su deseo de dedicarse a la vida bajo los focos. Pura coquetería. En realidad, lo que prefieren es mantenerse en la universidad y, además, estar en escena.

Por supuesto, nada de ello contribuye a mejorar la calidad de los productos. Sobre todo porque el mercado de los intelectuales públicos carece de los sistemas de penalización de los malos productos que se dan en los mercados convencionales. Aquí nadie se arruina por dar gato por liebre. No hay un sistema claro de reconocimiento de las predicciones erradas, no hay un tribunal que valore la calidad de los juicios. Siempre es posible volver discretamente al campus y recuperar el aliento sin mayor deshonor. Mientras en la academia los filtros que penalizan el fraude, que evalúan las investigaciones, mal que bien, funcionan y permiten asegurar el triunfo de las mejores ideas, en los medios de comunicación no hay nada parecido. Ni la academia ni el público disciplinan a la grey intelectual. No hay quien les siga la pista a los errores ni les lleve las cuentas de las mentiras. La falta de conocimiento de la audiencia y la falta de incentivos para el buen trabajo van de la mano en la reproducción del disparate. Por su parte, las universidades no dejan de participar en el turbio juego o, al menos, no tienen incentivos para abandonarlo. Es cierto que el tiempo que los intelectuales dedican a las intervenciones públicas es tiempo que le roban a la investigación. Descuidan sus deberes académicos, se enredan en conflictos de intereses e incluso, a veces, comprometen la reputación de las propias universidades. Pero no es menos cierto que los «nombres públicos» actúan como señuelos que atraen alumnos y focos. En fin, para llorar.

Posner, se ocupe de lo que se ocupe, no sólo cree que, por lo general, el mundo es un mercado, sino que, cuando no lo es, debería serlo. Se trate de la justicia o de las relaciones sexuales, el mejor modo de asegurar que las cosas funcionen es diseñar un escenario de competencia en donde el egoísmo de los individuos opera como combustible. En ese caso, la operación no le resulta tan sencilla. Su propia argumentación se apoya, aunque no con una precisión deslumbrante, en teorías económicas que muestran la ineficiencia de los mercados con problemas de información asimétrica. Enron es el ejemplo paradigmático de un fenómeno que es algo más que una excepción en el funcionamiento de los mercados reales. En tales casos, cuando el comprador no sabe lo que adquiere, la mercancía mala, siempre más barata de producir, acaba por sustituir a la buena y, entre los que ofrecen los productos, sólo los deshonestos sobreviven. Las soluciones a su funcionamiento, que no son sencillas, por lo general, exigen algún tipo de intervención pública que castigue y vigile, que imponga la transparencia y exija garantías a los productores. Las propuestas de Posner son modestas, bien alejadas de los atrevimientos de otras ocasiones. En lo esencial, se limita a recomendar a las universidades que muestren las vergüenzas y los esqueletos que los profesores ocultan en los armarios: las predicciones desatinadas, las argumentaciones que revelan ignorancia de los datos relevantes, los juicios inconsistentes. En la misma línea, como un acto de autorrespeto, «la comunidad universitaria podría ser persuadida de crear y mantener una revista dedicada a vigilar las actividades públicas de los académicos y que sería distribuida dentro y fuera de la comunidad académica». Incluso sugiere la existencia de normas de retractación, aunque admite que quizás «es esperar demasiado». En todo caso, y mientras sus recomendaciones no cundan, él ya les lleva la cuenta a algunos y en su ensayo nos muestra jugosas meteduras de pata de importantes académicos.

LA EXTENSIÓN DE LA ECONOMÍA

El objetivo proclamado de Public Intellectuals , según su autor, no es tanto criticar a los intelectuales públicos como mostrar «–mediante definiciones y descripciones, la aplicación de la teoría social científica y el uso de estadísticas– que el intelectual público puede ser estudiado de forma sistemática y fecunda. Las características demográficas, tales como raza, tendencias políticas, afiliación institucional y ámbito de investigación pueden ser analizadas; los géneros de trabajo intelectual pueden dibujarse; el mercado de trabajo de los intelectuales públicos puede demarcarse; las restricciones y los incentivos que determinan el funcionamiento del mercado pueden trazarse; y las tendencias en el mercado pueden identificarse, destacadamente la tendencia hacia la creciente dominación de la escena de los intelectuales públicos por parte de los académicos».

Ante las proclamaciones de cientificidad a tambor batiente uno no puede por menos de acordarse de aquello de dime de qué presumes, que te diré de qué careces. En el caso de Posner, la verdad es que no es seguro que se limite a hacer lo que dice y es seguro que lo que dice hacer está lejos de conseguirlo. Por lo pronto, su estudio del «declive» lo es menos porque falta el paisaje de fondo sobre el que perseguir la tendencia temporal: el momento estelar en que los intelectuales públicos eran de fiar. Al lector le queda la vaga impresión de que Posner está pensando en los «intelectuales de Nueva York» de los años treinta, que tanta fascinación han ejercido siempre entre la «inteligencia» norteamericana (por cierto, muchos de ellos, a lo que se ve, en la nómina de la CIA). Por otra parte, él mismo reconoce el carácter anecdótico de muchas de sus «pruebas». En ese terreno, que no es lo peor del libro y, desde luego, sí lo más divertido, se aleja de toda pulcritud weberiana y se descuelga con juicios y opiniones, por lo general incorrectos políticamente, que poco tienen que ver con la teoría social. Cuando se pone más solemne y compone el gesto de científico social, los resultados son menos rotundos, en todos lo sentidos. Entre otras cosas porque, a pesar de sus proclamas, las definiciones no son pulcras, las clasificaciones no resultan satisfactorias, las estadísticas se componen arbitrariamente y la teoría social, aunque indiscutible, la maneja de manera «informal», como admite Posner.

Incluso a la hora de precisar qué entiende por «intelectuales públicos» parece tener dudas. Las tiene a la hora de definir, y en pocas páginas presenta caracterizaciones con pequeñas variantes, y las tiene a la hora de aplicarlas, pues buena parte de los nombres que incluye en cada casilla se le escapan por las costuras de su terminología. Sus listas y rankings, como él mismo reconoce, se han confeccionado con criterios no del todo claros. De hecho, algún respetable académico ha preguntado qué pinta él entre los intelectuales mediáticos, cuando apenas ha escrito cuatro líneas fuera de libros y revistas especializadasThomas Nagel, Richard A. Posner, «Public Intellectuals: A Study of Decline», The Times Literary Supplement , 25 de enero de 2000.. Que como resultado de la aplicación de sus criterios la lista de los intelectuales mediáticos acabe encabezada por Kissinger y la de los académicos por Foucault nos dice bastante de la insuficiencia de las tablas con las que se maneja Posner a la hora de capturar los asuntos que le interesan. Llamar a resultados confeccionados de ese modo base estadística es abusar de las palabras, mostrar poco respeto por los neuróticos protocolos de los estadísticos. Es difícil no pensar que el cándido autobombo acerca del «carácter empírico» de su trabajo hay que entenderlo en su medio natural, el filosófico, poco frecuentador del trato empírico. Sea como sea, no es un púlpito muy sólido desde el que pontificar tesis en nombre de la teoría social.

¿Y qué decir de la teoría social a la que acude Posner? Se trata, fundamentalmente, de la teoría económica de los mercados con problema de información. Y aquí la valoración ha de ser menos pesimista. En principio, no hay nada que reprochar a su intención general: abordar el honorable asunto de las ideas y de sus fabricantes con las herramientas de la ciencia lúgubre, el calificativo con el que Carlyle se refería a la economía. No hay problema alguno de principio en extender una teoría a un nuevo territorio con el afán de que nos ayude a entenderlo. Hay que hacerlo, eso sí, con buena ley: han de estar claras las relaciones básicas y los conceptos que constituyen la teoría que se quiere aplicar y, además, el sistema que se pretende abordar ha de ser susceptible de ser descrito con la teoría de un modo no trivial. La primera tarea, en este caso, está hecha. La teoría económica de los mercados con problemas de información ha sido desarrollada con precisión en los últimos tiempos, entre otros por autores como George Akerlof, Michael Spence y Joseph Stiglitz, premios Nobel de Economía de 2001. La segunda tarea, en ocasiones, ha conducido también a interesantes resultados. Por ejemplo, el análisis de la relación entre los representantes políticos y los votantes como un mercado de información asimétrica, en donde los segundos no están en condiciones de valorar la gestión de los primeros, permite anticipar que resulta improbable que en las elecciones se seleccionen los mejores, un resultado que no chirría a nuestra experiencia. Pero, en otras ocasiones, el uso de las teorías económicas no pasa de una licenciosa apropiación de metáforas que confunde más que aclara. Incluso la extendida comparación entre el mercado y la democracia como sistemas de competencia tiene sus límites: los ciudadanos tienen una igualdad de compra (un voto) que no se da entre los consumidores; los consumidores eligen a la carta, los votantes, «un menú» (programa) completo; el ganador, en política, se lo lleva todo, mientras que, en el mercado, cada cual se lleva sus clientes. La ignorancia de estas circunstancias, indiscutiblemente relevantes, y la aplicación sin más de la teoría económica hacen imposible el cabal conocimiento de cómo son realmente las cosas. De un modo parecido a lo que ha sucedido con determinadas «aplicaciones» de la teoría de la selección natural, la descripción de cualquier proceso de interacción «como un mercado», si no se precisan relaciones y conceptos, no pasa de ser un modo pretencioso de reescribir lo ya sabido y, seguramente, de falsearlo.

¿Es ese el caso de Posner? En otras ocasiones, seguramente sí. Su descripción de las relaciones entre los sexos desde la bárbara contabilidad del homo oeconomicus es seguramente un ejemplo de abuso de la extensión de la teoría económicaSobre la escasa plausibilidad de los supuestos psicológicos del análisis económico del derecho, véase Christine Jolls, Cass Sunstein y Richard Thaler, «A Behavioral Approach to Law and Economics», Stanford Law Review , vol. 50, 1998. Véase ibidem la réplica de Richard Posner, «Behavioral Economics and the Law».. En el caso de los intelectuales públicos, Posner se muestra muy cauteloso. Lo es respecto a la extensión y lo es respecto al uso de la teoría. En el apéndice del libro, escrito el año pasado, a la prudencia acerca de su manejo de la teoría económica, que reconoce usar laxamente, añade otras respecto al limitado alcance de su investigación: «Se refiere a un extremo del mercado de los medios de comunicación, más que a la actividad intelectual, o incluso a la actividad intelectual que se ocupa de los asuntos públicos». Seguramente a esas reservas habría que añadir otras más obvias respecto al radio de aplicación: los supuestos que maneja acerca del funcionamiento de las universidades y los medios de comunicación no son, sin más, aplicables a otros escenarios distintos de Estados Unidos. Por otra parte, sus propuestas, para mejorar las cosas, resultan bastante tímidas y apenas precisadas. En la doble condición de provocador y de jurista, no deja de resultar llamativo. Quizá ello no sea ajeno a la incomodidad que le producen por su desajuste con su general optimismo respecto a las soluciones de mercado. Al cabo, cualquier solución a los problemas de información del mercado exige una intervención externa al mercado que, normalmente, tendrá que ser pública. Por lo demás, no se ve muy bien qué interés podrá tener alguien –las instituciones encargadas de mostrar los cadáveres, las universidades, en primer lugar– en exhibir las vergüenzas de unos profesores de cuya presencia se beneficia.

MOTIVACIONES E INSTITUCIONES

Sin embargo, creo que la perspectiva general de Posner resulta oportuna para entender bastantes cosas del funcionamiento de los intelectuales mediáticos. Por lo pronto, hay que evitar la tentación, que no ha faltado en algunas críticas a Public Intellectuals , de pensar que el tratamiento económico de las ideas es, como tal, ofensivo, que pensar en los intelectuales como homines oeconomici es una falta de respeto. Finalmente, Posner no hace más que apurar uno de los dispositivos motivacionales que operan en cualquier comportamiento humano y ver su alcance explicativo. Desde luego, es mucho menos pesimista que Koestler en su ubicación profesional. También, dicho sea de paso, que Sánchez Ferlosio, cuando en unas memorables páginas dedicadas al trato del gobierno de Felipe González con la cultura («Los socialistas actúan como si dijeran: "En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador"»), nos dice que «teniendo precisamente por gaje del oficio el no respetar a nada ni nadie, ["los llamados intelectuales"] no pueden sentir respeto alguno hacia sí mismos ni, por tanto, se van a dar jamás por insultados al verse destinatarios de una carta así» [se refiere a una carta en la que se le invita a participar con «un texto de dos-tres folios» en una exposición de pintura sobre abanicos]«La cultura, ese invento del Gobierno», en Rafael Sánchez Ferlosio, Ensayos y artículos , vol. I, Barcelona, Destino, págs. 241-250..

El problema no está en las motivaciones. Al menos, en una primera aproximación (y más abajo se verá el sentido de esta reserva). No hay que pensar que, por ejemplo, en la investigación científica las motivaciones son más honrosas. La ciencia no está exenta de fraudes y, desde luego, los investigadores están lejos de ser angelicales seres encelados en la búsqueda de la verdadJoan Benach y José Antonio Tapia, «Mitos o realidades: A propósito de la publicación de trabajos científicos», Mundo científico , 154 (1995), págs. 124-130.. Incluso los aparentemente impecables procesos de evaluación de artículos por parte de las revistas científicas no carecen de sombras. Y tampoco falta una batalla mediática en la que los científicos ofrecen como definitivos resultados que están lejos de resultar concluyentes, en la confianza de atraer a la opinión pública y, con ésta, a los dineros públicos hacia unas líneas de investigación cada vez más costosasFélix Ovejero, «Las batallas de la ciencia popular», Claves de razón práctica, 128 (diciembre de 2002), págs. 31-37.. Pero, con todo, a pesar de que también en la buena ciencia el egoísmo anda suelto, allí las patologías que denuncia Posner no se dan.

El problema radica en las reglas. Y en ese sentido, nada hay que reprochar a la perspectiva general de Posner. La ciencia solvente, para seguir con el ejemplo, no funciona porque todos sus practicantes sean aplicados discípulos de la academia de Platón entregados a la búsqueda de la verdad. Funciona porque allí se da un diseño institucional, las modernas comunidades científicas, que obliga a jugar al juego de la verdad: una sociedad regida por unas reglas –la ausencia de autoridad, el universalismo, la publicidad de los argumentos– que dispone de unos criterios compartidos de aceptación de argumentos (consistencia, compatibilidad con lo conocido…) que permiten determinar qué resulta aceptable y qué no. En esas condiciones, se impone comportarse procurando ofrecer teorías adecuadas empíricamente. Los que cultivan la ciencia por el interés, el tiempo libre, los viajes, la fama o el dinero se ven obligados a comportarse como los que lo hacen por amor a la verdad. La institución, que es permeable a la virtud, domestica el vicio. Allí, incluso cuando los sesgos se dan, que se dan, casi siempre a favor de las propias ideas, se detectan y extirpan.

En otros gremios intelectuales, convencionalmente agrupados bajo «humanidades», y en los que se encuadran buena parte de los quehaceres de los «intelectuales públicos», las cosas son bien diferentes. Aquí no hay tribunales empíricos que permitan dilucidar el ganador. La literatura es un ejemplo extremo y, por tanto, eficaz para exponer esta circunstancia. Es cierto que no faltan criterios para, por lo menos, reconocer el mal poema. Incluso algo se puede decir del bueno. Por ejemplo, en un sentido más hegeliano que lógico, se puede reconocer algo parecido a una necesidad interna, a que cada verso, en el contraste de los otros, parece imprescindible. Pero poco más. A partir de ahí todo se complica. ¿Es mejor Lezama Lima que Cernuda? Faltan los asideros para emitir un juicio firme. Y sin asideros externos, sin un tribunal que determine la calidad, el ambiente se enrarece. No hay que sorprenderse por las maneras de los poetas, por sus rencores tribales o sus vanidades de feriantes. Si no hay medidores de calidad fiables, es humano buscar el reconocimiento en uno mismo o en los de la propia tribu. En la arrogancia o en la sectaFélix Ovejero, «La sociedad de los poetas», El País, 15 de agosto de 2000.. Nada de eso se da entre los corredores de maratón y los matemáticos que compiten por demostrar un teorema. Hay un criterio independiente acerca de la bondad del producto y no caben ritos tribales con los que otorgar el meritaje. En el léxico de la teoría de la justicia ralwsiana, se trata de escenarios de justicia procesal perfecta: tenemos criterios independientes de justicia y, además, procedimientos para asegurar esa justicia: el que llega primero es el mejor.

Pero, ¿qué pasa en aquellos ámbitos en los que parece que nunca vamos a disponer de patrones comparables a los de los deportistas o los científicos? Pues que algún lugar habrá que concederle a la virtud. Cuando faltan señales desde el lado del mundo para medir las ideas, a lo mejor es cosa de buscarlas del lado del buen hacer, del lado de los autores. Quizá, después de todo, toque ahora hacer el camino de vuelta y reconocer que le corresponde a la honestidad llegar donde no alcanza la institución. Porque no se ve, y ahí es donde se empantana Posner, cómo el escenario de mercado puede resolver el reconocimiento del bien hacer. El mercado, como él mismo muestra, penaliza la virtud. Si algo nos muestra Public Intellectuals es que hay escenarios que no es que no sean porosos a la virtud, sino que la penalizan. Así las cosas, lo único que le podemos pedir a las instituciones es que, ya que no ayudan, que, encima, no corrompan. La historia de la pintura del siglo XX es quizá una experiencia a no desatender, y no precisamente en el capítulo de vidas ejemplares. La verdad es que, en el escenario que interesa a Posner, jugar al mercado y aspirar a vetar la deshonestidad, tiene bastante de wishful thinking . Por supuesto, con él, se puede pensar en «corregir al mercado», claro. Pero, cuando se trata de las ideas, hay que andarse con tiento. Que cada cual extraiga su moraleja. Yo, desde luego, no veo el modo de atar la mosca por el rabo.

A lo mejor, por detrás de tantas palabras acerca del compromiso de los intelectuales se esté merodeando una suerte de ética del gremio que propicie el trato honesto con las ideas como un modo de evaluar las ideas, siquiera sea por una vía remota. Cuando la vida se pone seria, como le sucede al protagonista de la novela de Cercas, se aquilatan las convicciones, el trato que uno tiene con ellas, por mejor decir. No se sopesa la calidad de las ideas, pero sí algo intermedio entre el grado de verdad que se les concede y el amor que se tiene por la verdad. Cuando no existe un baremo seguro con el que tasar las ideas, lo primero no es de fiable dilucidación. Es entonces cuando ayuda lo segundo, la honradez con que se afronta el negocio de las ideas. Entretanto, lo que parece seguro es que ese otro compromiso ni siquiera puede sobrevivir en el mercado de las ideas. Posner nos ha dado unas cuantas razones para afinar la intuición. Incluso a su pesar.

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