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Dos miradas antitéticas sobre la revolución y la violencia en América Latina

Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista

SERGIO RAMÍREZ

Aguilar, Madrid

291 págs.

2.565 ptas.

Marcos: el señor de los espejos

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Aguilar, Madrid

285 págs.

2.700 ptas.

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Desde distintas perspectivas y trayectorias vitales, Segio Ramírez, ex vicepresidente de la Nicaragua sandinista, y Manuel Vázquez Montalbán, ex dirigente comunista del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), presentan dos experiencias latinoamericanas diferentes, aunque vinculadas a la violencia guerrillera y a la lucha revolucionaria. Las diferencias entre ambos y la mayor o menor cercanía y comprensión del problema tratado originan productos antitéticos. Las memorias de Sergio Ramírez son una descarnada autocrítica de la revolución sandinista, llena de ironía y humor, y un buen ejercicio de narración literaria sin perder el rigor histórico propio del género. Su visión de la naturaleza y consecuencias del sandinismo son contundentes: «El nuestro fue un régimen muy democrático, en un sentido nuevo, y muy autoritario, en un sentido viejo. Pasados los años, lo que se llamó el proyecto táctico terminó imponiéndose… y la democracia, ya sin apellidos, ni burguesa, ni proletaria, vino a ser el fruto más visible de la revolución. La gran paradoja fue que, al fin y al cabo, el sandinismo dejó en herencia lo que no se propuso: la democracia, y no pudo heredar lo que se propuso: el fin del atraso, la pobreza y la marginación» (pág. 107).

Por el contrario, Manuel Vázquez Montalbán nos da una visión edulcorada y acrítica del zapatismo y del máximo líder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el subcomandante Marcos, y su aproximación al tema es similar a la publicidad del libro, que lo vende como «el último revolucionario del siglo XX ». Así, el zapatismo y su máximo líder se convierten en la última reserva de la revolución posible y por eso deben ser salvados. Después de que Dios entró en La Habana, el último territorio liberado de América Latina, y de las trabas del castrismo a la circulación de su libro, a Vázquez Montalbán sólo le quedaba defender la utopía zapatista. Desde posturas eurocéntricas y de-constructivas intenta redescubrir el mito del buen salvaje a la vez que dar todas las claves para entender el conflicto de Chiapas, al menos desde su punto de vista. La pureza incontaminada de los indígenas y todo su potencial de ruptura frente al capitalismo, el neoliberalismo y la globalización, los principales enemigos a batir, son la esperanza de transitar por un camino alternativo al trazado por el pensamiento único.

Al presentar las virtudes zapatistas como la encarnación de la liberación, debía tomar cierta distancia frente a Cuba y a Fidel Castro. Por eso, cuando reconoce el uso que los zapatistas hacen de la sociedad civil tiene que admitir que «en Cuba si hablas de la sociedad civil, Castro se saca la pistola porque da la impresión que la sociedad civil es todo lo que está esperando la caída del partido único para meter ahí el imperialismo norteamericano» (pág. 115). La obra de Vázquez Montalbán (nuevo periodismo o panfleto según su autor) se articula en torno a un reportaje al subcomandante Marcos, el gran luchador antiliberal (o anti neo-liberal) de nuestro tiempo, dotado de un lenguaje no político, sino literario, próximo al «revolucionario más puro del siglo XX , Emiliano Zapata». Parecería que el lenguaje revolucionario postmoderno es literario o no es nada, ante lo cual cabe preguntarse qué hay de fantasía o de novela en el discurso marquiano y si todo se resume en una metáfora de revolución.

Los contrastes entre los protagonistas (Marcos y Ramírez) son importantes y también son producto de las diferencias entre los autores, aunque la identificación entre Vázquez Montalbán y su entrevistado es casi simbiótica, salvando las distancias. Ramírez nunca llevó uniforme militar y era el único no comandante entre los máximos dirigentes del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional). Marcos no sólo luce su grado sino también la parafernalia militar: siempre va armado, con su uniforme y su pasamontañas. En realidad, Marcos se oculta detrás de su pasamontañas y de su lenguaje florido, mientras que Ramírez habla de forma directa, sin pretensiones habermasianas ni derridianas. Esto se observa, por ejemplo, en la distinta lectura que hacen del PRI (Partido de la Revolución Institucional). Para Marcos y Vázquez Montalbán el PRI es la causa de todos los males de México y del universo; para Ramírez el PRI fue uno de los símbolos de la solidaridad continental y del apoyo al sandinismo, de ahí su recuerdo agradecido al gobierno de López Portillo.

Vázquez Montalbán quedó deslumbrado por la imagen del prestidigitador en el espejo: «Tú te has colocado más allá del mito del profeta armado o del profeta desarmado. Eres el profeta mediático, encarnado en tu persona como un portavoz». Por eso compró todos los mitos zapatistas, comenzando por el papel redentor de Zapata y siguiendo por la existencia de un pensamiento y un movimiento neo-zapatista, evolución necesaria del zapatismo alzado en armas en 1994, que muestra la capacidad de la dirigencia de adaptarse a la realidad indígena. Dada la importancia de saber qué es el zapatismo, qué representa y hacia dónde va, se agradece el rapto de sinceridad de Marcos al señalar que «ni nosotros mismos entendemos lo que somos» (pág. 131) o «somos tan escurridizos que no nos podemos explicar ni nosotros mismos» (pág. 147). La deferencia del autor con su interlocutor lo llevó a no cuestionar ningún supuesto del pensamiento zapatista, comenzando por el propio Emiliano Zapata. Pero, ¿por qué Zapata?, ¿por qué alguien que fue un líder campesino y no un dirigente indígena? Habría que preguntarse por la visión que tenía Zapata de los indígenas y por qué éstos –¿o fueron sus dirigentes blancos?– lo escogieron como referente de un movimiento que quiere reforzar el hecho diferencial indígena. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de Zapata hubieran elegido a algún cacique maya del siglo XIX ? ¿Qué efecto hubiera tenido en la opinión pública mexicana, algo que a Marcos le preocupa sobremanera? La mayoría de las preguntas favorece el sesgo de las respuestas, el lucimiento del interlocutor y poco aporta a su mejor conocimiento y al de la coyuntura en la que tanto dice incidir. En cierto momento, Vázquez Montalbán pregunta: «¿Cómo quedará el PRI después de las elecciones de 2000? ¿En qué medida el efecto zapatista habrá modificado las reglas del juego político? ¿Se vivificará el zapatismo en otras formaciones políticas, como el PRD de Cárdenas? ¿Utilizará el brazo político del Frente Zapatista de Liberación Nacional con todas sus consecuencias?» (pág. 71). Una vez más la realidad se mostró distinta a las expectativas y las respuestas producidas, o por producirse, demuestran que el rumbo de los acontecimientos difiere del esperado.

En múltiples pasajes de la prolongada entrevista se muestra a un intelectual o fino analista político, destacando el «pensamiento intergaláctico» de Marcos, expresado en Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial. Esta obra cumbre de las relaciones internacionales explica que el fin de la guerra fría fue la III Guerra Mundial y que «los nuevos dueños del mundo no son gobierno, no necesitan serlo. Los gobiernos nacionales se encargan de administrar los negocios en las diferentes regiones del mundo. Ha estallado la Cuarta Guerra Mundial y como en toda guerra hay pedazos rotos de la realidad destruida» (pág. 75). Internamente su filosofía política se condensa en la profunda regla del «mandar obedeciendo». Dice Marcos que «no proponemos un modelo económico determinado. Digamos que la propuesta zapatista tiene más que ver con el sentido ético de la política que con una propuesta de gobierno que finalmente es la que presentaría un partido político. El zapatismo se separa de los movimientos políticos tradicionales. No queremos el poder» (pág. 110) o «el desafío más grande del zapatismo es proclamar que es posible hacer política sin plantearse la toma del poder» (pág. 126). Este desapego por el poder contradice afirmaciones del estilo de «el frente de combate del zapatismo es sólo el gobierno» o la propuesta política del zapatismo implica la construcción de una organización político-militar. Organizaciones de este tipo, como los Montoneros, proliferaron en la convulsa América latina de los setenta.

Es tal el afán protagónico del subcomandante que se cree el ombligo del mundo, un sentimiento reforzado por la presencia en Chiapas de Oliver Stone, Eduardo Galeano, Danielle Miterrand y tantos otros. Prueba de ello es que para nuestro autor resulta «sintomático que todo el debate político-cultural del país gire en torno del zapatismo». Para Marcos, «la guerra zapatista provocó que se estrechara el pasillo de en medio por donde deambulaba el sector intelectual, hasta reducirse al filo de una navaja» (pág. 121). Por eso es pertinente preguntarse si la causa de admitir tanto delirio en un discurso originado en la selva lacandona no es su propio origen. Dicho de otro modo, se admiten en este y en otros casos similares argumentos impensables en un discurso europeo o norteamericano. El paternalismo eurocentrista sigue funcionando en muchos intelectuales que muy a su pesar siguen recreando el mito del buen salvaje.

Tampoco Vázquez Montalbán cuestionó el significado del nacionalismo zapatista, ni a qué se refieren Marcos y los suyos cuando hablan de liberación nacional: ¿a quién, y de qué, se quiere liberar, a los chiapanecas o a los mexicanos? ¿Cuál es el sujeto del zapatismo y cómo quedan los otros en esta historia? ¿Si el sujeto son los indios de Chiapas, qué pasa con los restantes mexicanos (no sembraré la insidia preguntando por los chiapanecas que no comulgan con Marcos)? ¿Y si el sujeto son todos los mexicanos, quién delegó en Marcos y los suyos la liberación de México? Los zapatistas juegan con la confusión entre la autonomía (en sentido español) de una región (Chiapas) y la soberanía de una nación (México). Es como si en los Picos de Europa, salvando las abrumadoras distancias, surgiera un Movimiento Bable de Liberación Nacional, que aspirara a recoger no sólo sus propias reivindicaciones sino también, dada su inmensa grandeza y su pensamiento clarividente, las reivindicaciones de todos los españoles. Esta confusión, o distorsión especular, se evidencia en la carta del «Subcomandante Insurgente Marcos», desde Chiapas, México, enviada a Vázquez Montalbán, a «Catalunya, Estado Español». La idea de que México es México y no el Estado Mexicano está tan metida en la ideología del nacionalismo mexicano (y Marcos es un gran nacionalista mexicano), que ni se le cruza por la cabeza seguir el modelo ibérico. El profundo nacionalismo que anima a las bases zapatistas se ve en la profusa utilización de la bandera mexicana.

Otra categoría asumida por Vázquez Montalbán es la de indígenas zapatistas. Estos son los indios buenos, los otros, los no zapatistas, ni siquiera merecen ser considerados como indios: son campesinos, paramilitares o priistas. Los indios zapatistas son los únicos depositarios de la memoria histórica de los nativos de la región y encarnan los quinientos años de resistencia contra la dominación (europea primero, criolla después). Por eso define al conjunto de los indígenas mexicanos como una civilización. Es triste que el quinto centenario se convirtiera en una coartada perfecta contra la racionalidad histórica, comenzando por el hecho de que antes de la llegada de Colón, Cortés o Pizarro ya había explotación y conquistas imperiales, tanto o más brutales que las europeas. ¿Por qué birlar de la memoria histórica tlaxcalteca los años de dominio azteca, que habría que sumar a los famosos cinco siglos? Explica Vázquez Montalbán que «entender qué ha pasado y qué puede pasar en Chiapas corresponde pues a la historia interna de la conquista y sus consecuencias quinientos años después, pero esa lógica interna se inscribe en la lógica global y se convierte en un síntoma de que se está configurando una alternativa de la revolución a escala mundial, como rechazo del nuevo orden económico, político y social» (pág. 64). Al quitarles a los indígenas su principal atributo (la pertenencia a una etnia o parcialidad) para convertirlos en zapatistas se los transforma en actores de la revolución mundial, contestatarios del orden establecido. ¿Qué comparten los tarahumaras o los tarascos con los tzeltales o los tzoltiles? Básicamente el hecho diferencial indígena, pero este es un producto de los antropólogos, de la colonización europea y del mestizaje.

Sólo admitiendo esta realidad y el cambio irreversible que supuso la conquista europea, adquiere sentido la categoría indígena, unida indivisiblemente al particular desarrollo histórico que la conformó. La importancia del punto radica en la confusión permanente entre mestizaje y multiculturalismo, incluso en el lenguaje zapatista. El mestizaje supone la construcción de los indígenas zapatistas, el multiculturalismo, el respeto de la realidad y la idiosincrasia de cada etnia por separado. Un buen ejemplo lo constituye el propio Marcos, que sin salir de Chiapas y sin entender la diversidad étnica de los indígenas mexicanos se atribuye toda su representación. Hablando en tercera persona dice que «Marcos es bastante rebelde e irreverente, pero creemos que a través de él sí se ha podido ver o asomar a mucho de lo que es la vida de los indígenas en México y sus planteamientos y sus principales propuestas políticas» (pág. 151). Más allá de creerse Dios, hay que reconocer su gran osadía, ya que con su discurso unificador niega la diversidad indígena y contradice todo lo que afirma defender.

En el texto se juega permanentemente con dos ideas asociadas, la de las imágenes reflejadas en los espejos, que unas veces distorsionan la realidad y nos confunden o transmiten la realidad tal cual es, y la del enmascaramiento, la máscara o pasamontañas de Marcos lo convierte en un encantador de serpientes. Incluso se apela ex post a Juan de Mairena y a Antonio Machado para sostener un diálogo de alto calado intelectual, citando a Shakespeare, Carlos Fuentes, Eduardo Galeano, Miguel Scorza o a quien tercie con tal de enmascarar (o adornar) la razón de ser del famoso pasamontañas, clave del éxito mediático. La audiencia globalizada, o la ciber audiencia, que sigue atentamente sus evoluciones, reclama actores y no protagonistas de carne y hueso. Para eso están los políticos, sumidos en el desprestigio. Por eso, de las razones de la clandestinidad para adoptar nombres de guerra y ocultar la identidad, de las estrictas medidas de seguridad para despistar a los servicios de inteligencia, se pasó a una explicación intelectualizada, en línea con las historias del escarabajo Durito, el copráfago héroe de las fábulas marquianasPor cierto, la entrada de Durito no aparece en el Glosario Zapatista, elaborado por Guiomar Rovira y Jesús Ramírez, que sirve de epílogo al libro y carece de cualquier prurito intelectual de mantener una cierta objetividad. Prueba de ello es la entrada «Sistema de cargos», donde se lee: «En la acepción de la representación política, el cargo es la autoridad comunitaria elegida en asamblea para defender el interés de la comunidad en su relación con otras comunidades y con el Estado. Estas autoridades tienen un profundo sentido del servicio hacia sus pueblos, que son quienes les otorgan la representación y quienes pueden removerlos si no cumplen con sus compromisos. Esta manera de gobierno que los indígenas han practicado durante siglos es lo más cercano a la democracia directa e inspiró en el zapatismo el lema político de "mandar obedeciendo"» (pág. 283)..

Es interesante seguir las fuentes de Vázquez Montalbán (Carlos Monsiváis, Hermann Bellinghausen –a quien entrevista–, Gianni Miná y otros), aparte de la nutrida producción de Marcos, y también ver los referentes que a toda costa evita utilizar y critica duramente. Entre estos últimos citaré dos. En primer lugar, Marcos: la genial impostura, de Maite Rico y Bertrand de la GrangeVer reseña en Revista de Libros, nº 21 (IX/1999)., y Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans, de David StollVer la excelente reseña de Pedro Pitarch, en Revista de Libros, nº 37 (I/2000). Casualmente todo indica que es Pitarch a quien alude Vázquez Montalbán cuando señala: «Es curioso que un atropólogo español, razonara en El País que vosotros como intermediarios habéis falsificado "la verdadera" imagen del indígena» (pág. 162).. Si en el primer caso, pese a reconocer que se trata de «un libro documentadísimo» (el mismo argumento de la mayoría de sus detractores) no utiliza sus datos por ir contra sus opiniones, en el segundo se suma a la cerrada campaña de defensa de la dirigente guatemalteca, acosada por un complot orquestado en los sótanos imperiales.

Como se ve, se transmite una visión muy simplista de México. Para no extenderme me centraré en dos ejemplos. El del México en pie de guerra por la insurrección zapatista y el del México corrupto dominado por el PRI, un PRI que se deconstruye, que está a punto de ser sumergido en el fango de la historia y sufre un «desgaste galopante […] como formación política» (pág. 115) («la caída del crédito del PRI es estruendosa, pero la oculta el silencio impuesto y el poder se aplica a silenciar lo que ocurre y a imponer el silencio de la desmemoria» –pág. 36– y el EZLN dañó –aún más el ecosistema político mexicano provocando la quiebra definitiva del PRI»). Comencemos por lo último. En las elecciones primarias del PRI, del pasado 7 de noviembre, votaron casi diez millones de ciudadanos y al nominar a Francisco Labastida como candidato presidencial para las elecciones de julio de este año se dotó al partido y al sistema político mexicano de una legitimidad mayor a la que tenía en el pasado. En este sentido, el análisis del EZLN peca de ingenuidad o miopía aguda. No son sólo los espejos sino la soledad de la clandestinidad y el aislamiento de la selva lacandona, que no se rompe con múltiples y eruditas lecturas ni con el uso de Internet, los que llevan a cometer gruesos fallos en el análisis político. El voluntarismo y la sobrevaloración de su fuerza hace incurrir al EZLN en errores similares a los de ETA al analizar la realidad vasca.

Sostiene Marcos que «perdida la razón, la historia, la legitimidad y la Nación [sic, con mayúscula al ser objeto de culto y devoción], poco le queda al sistema político mexicano. Piensa que ya sólo una máscara podrá salvarlo y llevarlo vivo (aunque ya no sano y completo) a la otra orilla de este siglo: La Máscara de la Guerra» (pág. 39). Este es el problema. Por eso habría que definir la guerra, ya que en ésta, más allá del nominalismo, no hay dos ejércitos enfrentados. Más que un problema militar existe uno de orden público, aunque las autoridades quieran utilizar al ejército para reprimir. En Chiapas, el Ejército Federal tiene una presencia abundante, pero es muy pretencioso pensar que el EZLN, pese a su nombre, pueda equiparársele. La idea de invocar la guerra busca convertir a los zapatistas en parte beligerante, con los derechos que esto supondría según la Convención de Ginebra. Tal es el desequilibrio militar que en caso de que el Ejército lo intentara, aniquilaría a los zapatistas en cuestión de días. Prueba de la contradicción entre lo denunciado y la realidad fue la celebración, el 21 de marzo de 1999, de la «Consulta Nacional por el Reconocimiento de los Derechos Indígenas y contra la Guerra de Exterminio». En ella se movilizaron casi 5.000 «indígenas rebeldes» por todo el país. Si el EZLN está tan sitiado, tan perseguido, ¿cómo fue posible que esta consulta, que implicó la apertura de 15.000 mesas de votación, pudiera realizarse?

Por eso es necesario preguntarse una y otra vez qué aportan la lucha armada y la violencia revolucionaria a la construcción nacional o a la consolidación democrática. ¿Cuántas generaciones enteras se inmolaron en aras de la revolución? ¿Cuántos recursos se enterraron, a veces en su sentido más literal, para financiar este tipo de gestas? En Nicaragua se transportaron miles de toneladas de cemento para construir una pista de aterrizaje para los MIG soviéticos que serían el núcleo de la Fuerza Aérea sandinista. Sin embargo, los aviones nunca llegaron y la construcción del aeropuerto «consumió recursos cuantiosos, más allá de nuestras posibilidades reales, a pesar del apoyo cubano, y fue responsable, en mucho, de la catastrófica inflación» (pág. 147). Igual suerte tuvieron los pilotos entrenados en Europa oriental, muchos de los cuales hoy son taxistas o cumplen otras funciones igualmente cualificadas. Sin embargo, hay que reconocer que un poco se ha avanzado en este sentido: Del Patria o muerte cubano, del Patria libre o morir sandinista o del Perón o muerte montonero hemos pasado a la propuesta zapatista de Vivir por la patria o morir por la libertad.

La crítica de Sergio Ramírez de la revolución sandinista le sirve para cuestionar su trayectoria y su actuación en el proceso. De ahí, las evoluciones temporales y las marchas y contramarchas cronológicas, como si de un guión cinematográfico se tratara. Por eso se pasa del recuerdo melancólico de los logros revolucionarios (la Cruzada Nacional de Alfabetización o la promoción de nuevos valores solidarios) a la crítica inmisericorde de sus mayores errores (la burocratización, la piñata –cesión de bienes y rentas del Estado al FSLN y a sus principales dirigentes antes del traspaso del poder obligado por la derrota electoral de 1990– o el manejo de la guerra contra la contra). «Mil veces peor que la derrota electoral fue la piñata. Esa operación de demolición que hundió, antes que nada, una opción de conducta frente a la vida, aún no ha terminado. Porque quienes lejos de las catacumbas defienden ahora una cuota de poder político dentro del sistema que de nuevo se reconstituye como fue antes, cada vez encuentran más difícil renunciar al poder económico o dejar de multiplicarlo. Esa ha sido la verdadera pérdida de la santidad» (pág. 55).

La gran ventaja del sandinismo fue su capacidad de estructurar una gran alianza contra la dictadura somocista, donde participaban los sectores más tradicionales de la sociedad, las organizaciones empresariales e incluso las fuerzas políticas burguesas. A esto se agrega la unificación de las tendencias sandinistas, que en marzo de 1979 formaron la Dirección Nacional o Grupo de los 9. Junto a la Tendencia Proletaria, de Jaime Wheelock y Carlos Núñez Téllez, y la Tendencia Guerra Popular Prolongada, de Tomás Borge y Bayardo Arce, estaba la Tendencia Tercerista a la que pertenecían Ramírez y los hermanos Ortega. El avance hacia el pluralismo, propio del tercerismo, que incluía la apertura de «un frente guerrillero que se proclamara democrático», fue cediendo paso, a medida que los sandinistas se consolidaron en el poder, a un aumento del sectarismo, del totalitarismo y a la apuesta por el partido único.

Un paso importante en esta marcha fue la definición del FSLN como partido marxista-leninista desde septiembre de 1979. Como tal, el FSLN se declaró «en lucha a muerte contra el imperialismo yanki» y abogó por ligarse al bloque socialista. Al tiempo, mostraba una clara vocación hegemónica en todos los aspectos de la vida social y económica. Sin embargo, no era fácil avanzar en este terreno, dadas las alianzas políticas y sociales fraguadas en el triunfo sandinista y los compromisos internacionales adquiridos. Por eso, las propuestas básicas del tercerismo (la economía mixta, el pluralismo político y el no alineamiento internacional) se convirtieron en el «proyecto táctico», mientras que el estratégico era la consolidación del partido marxista-leninista. La crítica de Ramírez muestra su apuesta de entonces y su posterior evolución socialdemócrata. Así señala que «en el constante juego de paradojas, el proyecto táctico llegó a suplantar al estratégico bajo el peso de las circunstancias de la guerra y las concesiones negociadas, o impuestas; y lo que se pensaba como de fachada, pasó a tomar sustancia de fondo. Cualquier voz de moderación resultaba más que sospechosa. Bañándonos en las viejas aguas lustrales de la ortodoxia ideológica, obteníamos nuestro certificado de virtud; pero el juego consistía en negar, ante aliados y enemigos, la identidad del FSLN como un partido marxista-leninista. En realidad nunca llegó a serlo más allá de las intenciones, porque el ejercicio vertical de la autoridad que caracterizó sus estructuras internas y sus actos de poder, más que una aportación leninista, ya era parte de la más arcaica cultura política del país, amamantada en el caudillismo» (pág. 105).

Junto al caudillismo y al autoritarismo, la revolución tenía que enfrentar otros desafíos en la deseada construcción del socialismo. En poco tiempo se dinamitó el amplio consenso antisomocista con la renuncia de Violeta Chamorro y Alfonso Robelo, los miembros más moderados de la Junta de Gobierno. La radicalización de las posturas arrojó al país a una guerra fratricida, que dividió de arriba a abajo a toda la sociedad. Ramírez describe con gran dolor las implicancias de la guerra civil que sacudió al país y cómo por su persistencia en el tiempo perdieron el favor de la población. El enquistamiento de la guerra forzó al sandinismo a negociar con la contra, lo que habían rechazado en la primera etapa del conflicto. Una de las claves del cambio de rumbo fue el mantenimiento del Servicio Militar Patriótico, con sus elevados costes políticos y de vidas humanas, a tal punto que para Ramírez se convirtió «en el elemento más traumático de ese decenio y determinó, al final, la derrota electoral del FSLN en 1990». Uno de los episodios clave del período fue el viaje papal a Managua en 1983, de consecuencias funestas para el FSLN, tanto dentro como fuera del país. Ramírez narra con pluma maestra los distintos momentos de la visita de Juan Pablo II y la forma en que fueron totalmente derrotados en los planos mediáticos y simbólicos.

Si en las elecciones de 1985 el sandinismo derrotó ampliamente a una oposición dividida que finalmente se abstuvo, en 1990 no sólo se enfrentaron a una gran candidata, Violeta Chamorro, sino también a sus errores y a sus propias contradicciones. Para Ramírez este es un punto central en la resolución del conflicto. Si el enfrentamiento con los Estados Unidos sirvió inicialmente para movilizar a las bases sandinistas y al pueblo nicaragüense apelando a los sentimientos antiimperialistas, posteriormente se convirtió en un obstáculo difícil de remover. Aunque las encuestas que manejaban mostraban un progresivo retroceso electoral, los sandinistas apostaron por mantener su estrategia de tensión. «Las encuestas nos decían que la paz era lo que más quería la gente, y es lo que ofrecíamos; pero el FSLN era un partido antiimperialista que no podía dejar de exhibir la vulnerabilidad de su conflicto con los Estados Unidos, y reaccionaba, en consecuencia, a ese conflicto» (pág. 251).

Tras la derrota el paso a la oposición y las dificultades para asumir lo inevitable marcaron un camino de difícil tránsito. «El FSLN no estaba preparado, como un todo, a asumir su papel de partido de oposición dentro del sistema democrático porque no había sido diseñado para eso. Su estructura vertical era inspiración de los manuales leninistas, de las imposiciones de la guerra y del caudillismo, nuestra más vieja herencia cultural» (pág. 258). Alejado de las garantías y seguridades aportadas por el poder y producida la rapiña (la piñata) que benefició a numerosos cuadros sandinistas, el FSLN inició una tortuosa marcha como oposición. A Ramírez, que buscaba mantener intactos los principios que lo llevaron a la revolución, sólo le quedaba romper con la mayoría de sus antiguos compañeros. La derrota del partido que fundó en las últimas elecciones lo ha alejado momentáneamente de la vida política. Es una lástima para Nicaragua y para América Latina, dada la profundidad de sus reflexiones y la validez de su autocrítica. En el proceso de consolidación de la democracia en América Latina se necesitan muchos más Ramírez y muchos menos Marcos.

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