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Republicanismo benevolente

Emilio Castelar. La Patria y la República

JORGE VILCHES

Biblioteca Nueva, Madrid, 320 págs.

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Las fuentes de descrédito y trivialización del siglo XIX son varias, acumulativas y cuentan con una fuerte raíz política, que no es este el momento de comentar. Sin embargo, el interés por esta época, particularmente sobre su primera mitad, parece reavivarse y en los últimos tiempos se acumulan títulos, sobre todo en el terreno de las biografías políticas y, en menor medida, en torno a las corrientes y partidos políticos de la época. La biografía de Jorge Vilches sobre Castelar forma parte de estas novedades.

Del trabajo del autor hay que destacar, junto a la labor estrictamente biográfica, una reconstrucción muy interesante del proceso político del siglo XIX español en que se movió Castelar, entre la etapa final del reinado de Isabel II y la crisis del 98. El interés de esta reconstrucción es resultado del excelente conocimiento que posee Vilches de las fuentes primarias de la época, pero, especialmente, de su familiaridad con la historiografía del siglo XIX y de la autoridad con que establece los hechos y procede a su valoración. De este modo, cuando Vilches enumera, por ejemplo, hasta ocho golpes de fuerza de signo diverso durante los once meses que duró la Primera República, proporciona de esa etapa política una idea bastante más exacta que la ofrecida por aquella otra racionalización «socioeconómica», inaugurada por Marx y Engels, que, pese a todo su pretendido «materialismo», idealizaba en términos de «ocasión perdida» para un «desarrollo consecuente de la revolución burguesa» la república del 73, lo que no dejaba de resultar un sarcasmo involuntario de especial crueldad.

La trayectoria política de Castelar, utilizada como hilo biográfico con el que examinar los problemas de la organización política e institucional del liberalismo en la España del siglo XIX, puede sintetizarse, en mi opinión, del modo siguiente: al más notable orador republicano le llevó unos cincuenta años de su vida comprobar que la revolución no alumbraba necesariamente la libertad, como creyó hasta que los resultados de la revolución de 1868 le persuadieron de lo contrario, pero necesitó todavía una década más, aproximadamente, para aceptar que su papel político más constructivo estaba en las filas del Partido Liberal de la monarquía de Alfonso XII.

En cuanto a los contenidos de la trayectoria política de Castelar y, especialmente, acerca del papel de la democracia y del republicanismo en la mencionada organización y consolidación del sistema liberal en España, éstos se resumen, a mi entender, en la política de la benevolencia o versión moderada del programa republicano que Castelar defendió a lo largo de su acción política. Dicha benevolencia no anuló el alcance revolucionario del republicanismo de Castelar, en contra de lo que a menudo se pretende. Así, durante la última etapa del reinado de Isabel II, el político republicano empleó a fondo sus noveles energías políticas para procurar que el Partido Progresista, en lugar de decantarse por actuar de oposición legal dentro del régimen moderado, objetivo perseguido por la propia Isabel II, Narváez, O'Donnell y, durante un tiempo, Prim, optara por el retraimiento y la acción revolucionaria. Este rumbo del progresismo facilitó el sometimiento creciente del partido, en concreto de su ala izquierda, a la tutela doctrinal y política de demócratas y republicanos, lo que, con el tiempo, daría lugar a una cadena de acontecimientos que desembocaron no en la república de todos los liberales que defendía Castelar, sino en el hundimiento de la monarquía que casi todos los liberales, a excepción de Cánovas y los alfonsinos, trajeron con la revolución de septiembre de 1868.

A Castelar, la política de la benevolencia, que aplicó de forma magistral, le producía buena conciencia, pues se ceñía a la acción parlamentaria y pacífica, en las antípodas del insurreccionalismo y la amenaza de revolución social que exhibieron los federales a lo largo de todo el sexenio de 1868 a 1874. Pero el resultado final de esa política representó un fiasco, especialmente para su más destacado mentor. Primero, porque contribuyó decisivamente a escindir al Partido Progresista y aisló y cercenó la posibilidad de gobernar con la monarquía de Amadeo de Saboya del ala derecha de éste, encabezada por Sagasta, y también de la Unión Liberal, sin cuya cooperación hubiera sido imposible el destronamiento de Isabel II. Esta misma marginación determinó, lógicamente, que no hubiera posibilidades reales de que ambas fuerzas aceptaran la república, ya que, con antelación, radicales y republicanos las habían expulsado de la monarquía democrática. Pero es que, además, el grueso de los republicanos, seguidores de Pi y Margall y Salmerón, se apresuró a empujar fuera del nuevo régimen a los radicales y a los demócratas, pese a que, sin su protagonismo, la Federal nunca hubiera nacido.

Lejos de significar, pues, un modelo de armonización de la libertad constitucional con la democracia, la Primera República supuso un verdadero récord en cuanto a inestabilidad política y precariedad de las instituciones representativas, de forma que la política de benevolencia y atracción de los liberales practicada por Castelar, lejos de iluminar el camino hacia una república de orden, vino a despejar la marcha hacia la revolución. El grueso de los elementos liberales se retrajo de las elecciones y de las Cortes republicanas, mientras la revolución cantonal y la contrarrevolución carlista amenazaban los fundamentos mismos de la modernidad, completados por el liberalismo durante el reinado de Isabel II en lo referente a la construcción de la unidad política y administrativa del Estado y la integración del mercado nacional.

Castelar, ante un panorama tan desolador, se limitó a continuar la línea de gobierno emprendida por su predecesor, el krausista Salmerón, quien había puesto la república en manos de los militares, sin poder permitirse el lujo de reparar en las preferencias políticas de éstos. Cánovas detectó la debilidad fundamental del republicanismo español en este aspecto decisivo, al señalar que la república significaría en nuestro país la institucionalización de la injerencia militar en la política al modo sudamericano, muy lejos de los modelos suizo o norteamericano que invocaban siempre los republicanos. Castelar vino a darle la razón a Cánovas (cuya amistad compartió a lo largo de su vida), quien rechazó mantenerse en el poder aceptando el golpe militar del general Pavía, de enero de 1874, que disolvió las Cortes del republicanismo federal justo cuando acababan de derrocar a Castelar. Pero esa actitud obedeció a un puritano respeto hacia una inexistente legalidad republicana, que no le impidió, sin embargo, considerar idóneo al general Serrano para proclamar y consolidar por la fuerza, en una primera etapa, su república conservadora de todos los liberales, a lo largo de todo el reinado de Alfonso XII. Fue, no obstante, el republicano Pavía quien puso en bandeja a Castelar la realización de su proyecto político, oportunidad que Serrano nunca le ofreció.

Pi y Margall y Salmerón no aceptaron nunca la república de Castelar, pues la consideraban propia de monárquicos resellados. Este último, por el contrario, transigió reiteradamente con la intransigencia de los dos primeros, en aras de la unidad del republicanismo y, de hecho, la facilitó con su política de benevolencia, que tan eficazmente consiguió dividir a los monárquicos y hundir el régimen de Amadeo de Saboya. Castelar creyó siempre en la eficacia absoluta de la elocuencia para resolver los problemas políticos y, fuera del hemiciclo, solía caer en la pasividad o en la inhibición. El republicano benevolente había extraído de la experiencia revolucionaria francesa de 1848 el convencimiento firme de que el socialismo tenía efectos letales para la democracia republicana, y a esa convicción añadió la fobia antifederal que le produjo la experiencia cantonal de 1873; es decir, terminó rechazando la revolución para mantenerse liberal. Algo que Cánovas ya había descubierto en 1854.

Pese a este giro antirrevolucionario, Castelar se negó a aceptar durante los diez años de reinado de Alfonso XII que la revolución de 1868 hubiese terminado. Sus ilusiones acerca de que la Restauración significara tan sólo un episodio más de la revolución, no empezaron a disiparse hasta la regencia de María Cristina de Habsburgo. Fue entonces cuando consideró posible soportar la monarquía, gracias a las posibilidades abiertas por el gobierno largo de Sagasta de transfundir a la Constitución de 1876 gran parte de los contenidos de la de 1869. Esta empresa convirtió a Castelar en el principal aliado de Sagasta, empeñado a la sazón en consolidar definitivamente su liderazgo al frente de gran parte de la que había sido coalición revolucionaria del Sexenio, y que, en momentos diferentes, había ido aceptando al rey Alfonso XII y el proyecto político de Cánovas, en lugar de seguir los pasos del antiguo jefe radical de los gobiernos de Amadeo de Saboya, Manuel Ruiz Zorrilla, pasado a las filas del republicanismo y contumaz en la conspiración y el pronunciamiento militar para cambiar de nuevo la forma de gobierno. Así pues, lo que Castelar no hizo por la casa de Saboya –poner la legitimidad democrática al servicio de la consolidación del régimen liberal– terminó haciéndolo por la de Borbón. Y eso que su temor del qué dirán republicano, le impidió entrevistarse con Alfonso XII y María Cristina, pese a la insistencia de ambos, como lo había hecho con Isabel II en los comienzos de su carrera política.

La democracia fue, para Castelar, el corolario político de una filosofía hegeliana de la historia, adaptada a las convenciones de la «ley del progreso», según los tópicos intelectuales del liberalismo radical. Dada, a su vez, la incompatibilidad doctrinal entre monarquía y democracia, esta última tenía que ser republicana. Ni la realidad empírica, española o europea, ni la experiencia política desempeñaban papel alguno en este planteamiento, que venía, por el contrario, a justificar, en nombre de las exigencias del progreso, los excesos radicales de una posición política a la que se profetizaba el éxito en nombre de la emancipación política de la humanidad. De ahí que cualquier replanteamiento doctrinal basado en la experiencia fuera inmediatamente tachado de traición y que posiciones como las de Castelar resultaran inermes ante deducciones más radicales de sus mismas premisas. El caso es que, con esta definición doctrinal y su talento oratorio, Castelar se dotó de una posición específica dentro del republicanismo que le permitió, además, influir con eficacia en las filas del centro y la izquierda liberales. Estamos hablando, pues, de una política exclusivamente parlamentaria, en la que los medios eran el discurso, el artículo de prensa y, a lo sumo, el libro. Castelar nunca se empeñó en campañas electorales ni gastó su tiempo en organizaciones políticas. Pese a su extraordinaria fama, tanto en España como en Francia o Italia, el gran orador de la democracia republicana debió casi siempre su escaño al encasillado y la política clientelar, que era lo habitual en la Europa de la época, y sin que eso le produjera sentido alguno de la contradicción. La única movilización política y social que Castelar conoció fue la revolucionaria de los federales y el cantón, y ambas le parecieron a todas luces incompatibles con los usos de un parlamentarismo en el que se encontraba en su elemento. La democracia de Castelar tuvo, pues, un contenido básicamente gacetable y un horizonte estrictamente parlamentario, como lo demostró el restablecimiento del sufragio universal, del que fue inspirador en 1890, sin que mediara presión social alguna. Lo que le importaba en este caso era la legitimación democrática de Sagasta y del Partido Liberal que, redimidos así de su inevitable apoyo a la monarquía, podrían perpetuarse en el poder frente a las amenazas republicanas y las aspiraciones de los conservadores. Una de las últimas reflexiones sobre la historia política del siglo XIX a que da pie esta biografía de Jorge Vilches es, precisamente, que, al contrario que Cánovas y Sagasta, Castelar no entendió, seguramente debido a su historicismo, que las claves para la estabilidad del régimen liberal son, junto con la apreciación realista de las situaciones en que ha de operar, la alternancia en el poder y el carácter inapelable por ley constitucional de la instancia que determina el relevo, sea ésta la corona o el sufragio universal, y no la idoneidad doctrinal autoproclamada de la fuerza que ocupe el poder en cada momento.

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