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EL HOMBRE QUE DETUVO A GARCÍA LORCA. RAMÓN RUIZ ALONSO Y LA MUERTE DEL POETA

Ian Gibson

Aguilar, Madrid

232 pp.

18 €

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Hay que reconocerle a Gibson su capacidad de síntesis para poner todas las cartas sobre la mesa en la primera página de este libro, en la llamada «Nota preliminar»: «Ramón Ruiz Alonso, diputado por Granada de la CEDA […] nunca negó haber sido quien detuvo a Federico García Lorca en la casa de la familia Rosales en agosto de 1936 […] y lo llevó al cercano Gobierno Civil». Según él, «lo hizo obedeciendo órdenes del gobernador civil rebelde, el comandante José Valdés Guzman», sin asumir en cambio «responsabilidad alguna» por la autoría de la denuncia previa ni por el posterior desenlace. «En vista de la nueva documentación –añade Gibson– me ha parecido útil y necesario revisar el papel desempeñado por Ramón Ruiz Alonso […] y su relación con la detención y muerte del poeta».

De acuerdo, no pueden decirse las cosas con más concisión y claridad. Pasamos página y lo que sigue a esta declaración de intenciones es un esbozo biográfico de este «enemigo del socialismo». Empieza, como es de rigor, con su nacimiento en el pueblo salmantino de Villaflores en 1903, pero enseguida lo tenemos en la acción política con una aureola de reaccionario ambicioso y audaz que mantendrá incólume el resto de su trayectoria. Un personaje de una pieza, vamos, fanático y pendenciero, que empieza a medrar hasta conseguir escaño de diputado (siempre en la coalición de Gil-Robles) y que se distingue sistemáticamente por su verbo fácil y su esquematismo ideológico.

Llegamos así, a ritmo frenético, al año crucial. Las elecciones de febrero de 1936 en Granada son anuladas y Ruiz Alonso termina por perder su escaño. Gibson alude a la posible actividad conspiratoria del personaje por esas fechas, aunque reconoce que no hay datos fidedignos. En todo caso, lo importante es que pocos meses después, ya en verano, recién desencadenado el golpe militar, coinciden en Granada García Lorca y Ruiz Alonso –que no tenían relación personal alguna–, cada cual en la circunstancia impuesta por su adscripción a uno de los bandos en litigio: víctima y verdugo, por decirlo en términos rotundos. El 16 de agosto es detenido el poeta en casa de los Rosales y trasladado al Gobierno Civil. Sobre todo lo que sigue, como ahora mismo se verá, hay poquísimos datos y muchas conjeturas, hasta el punto de que cualquier afirmación suele ir precedida de todo tipo de cautelas («parece», «probablemente», etc.), aun en aquello en lo que hay más consenso: el lugar y momento del asesinato (Viznar, madrugada del 18 de agosto).

A aquellas alturas, nadie podía ignorar que en el poeta convergían tres hondos simbolismos: su compromiso republicano, su condición de homosexual y su literatura militante contra la España tradicional. Por cualquiera de esos rasgos, y por mucho menos, hubiera sido firme candidato al paredón. Con los tres aunados en su persona, lo más probable –como termina por reconocerse en estas mismas páginas– es que no hubiera podido escapar de la muerte, aun dándose otras circunstancias menos fatídicas. Aunque esas coordenadas relativizan por fuerza el tema de las responsabilidades en su asesinato, se comprende que el investigador irlandés se aferre al esclarecimiento de todas y cada una de las variables que concurrieron en el caso: de quién o de quiénes partió la denuncia, por qué exactamente, cómo tuvo lugar la detención, cuántos hombres participaron en ella, qué pasó en las dependencias del Gobierno Civil, cómo fue el interrogatorio, de qué se le acusaba, quién decidió matarlo, qué autoridad militar dio el visto bueno y cuándo tuvo lugar la ejecución.

Para la mayor parte, por no decir la totalidad, de esas cuestiones concretas no hay más que suposiciones, es decir, respuestas que juegan con diversos grados de probabilidad, siempre sobre la base de las declaraciones de quienes participaron en los hechos o los vivieron de cerca, esto es, desde el mismo Ruiz Alonso hasta diversos miembros de la familia Rosales. Pero, como puede colegir cualquiera, esos testimonios son interesados, divergentes y aun, en algunos puntos clave, contradictorios. Gibson parece tener muy claro quién le ofrece credibilidad y quién no, y es posible que posea buen olfato y mejores intuiciones y, en definitiva, tenga razón en la recomposición de las piezas de la tragedia. Pero si el lector crítico logra zafarse de la vehemente prosa del autor, no podrá evitar ciertas dudas. Al fin y al cabo, se hacen inferencias, se manejan hipótesis y se establecen relaciones en un determinado sentido (la plena culpabilidad de Ruiz Alonso), pero en el momento definitivo, a la hora de rematar la faena, se escapa la prueba concluyente.

Así, pongo por caso, podemos leer: «Que tuviera participación [Ruiz Alonso] en la denuncia responsable de aquella muerte [la de Lorca] parece indudable» (p. 149; la cursiva es nuestra). Pero antes y después Gibson proporciona muchos datos que parecen limitar su participación directa. El solo hecho de que fuera una «personalidad jactanciosa» puede hacerlo repulsivo, pero no necesariamente culpable. Más aún, con respecto a «la persona en último extremo responsable de la muerte del poeta», ¿fue el «joven abogado José Gómez Sánchez-Reina»? Gibson confiesa sin ambages que no puede contestar a esa pregunta (p. 176). ¿Dónde está, por otro lado, la versión de los hechos supuestamente escrita por Ruiz Alonso? ¿Y el contenido de la carpeta número 8, «Asunto García Lorca», del comandante Valdés, gobernador civil de Granada durante los sucesos? Gibson tiene el buen sentido y la honestidad de pararse allí donde los datos no le acompañan. De hecho, sus páginas postreras son un reconocimiento de las lagunas existentes y el último párrafo admite que en varios aspectos importantes quedan incógnitas, por lo que «a los investigadores no nos queda más remedio que seguir con nuestra tarea, pese a los obstáculos» (p. 192). Pero, precisamente por ello, al lector le queda al terminar el ­libro una cierta frustración, como de expectativas no colmadas. No quiero decir, obviamente, que Gibson sea culpable de ello, porque ha llegado hasta donde ha podido, pero sí que el hispanista irlandés, prisionero quizá de su propio éxito, ha sucumbido a la tentación editorial de volver a Granada, aunque no tuviera nada relevante que añadir a lo que ya había dicho en visitas anteriores. 

 

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Ficha técnica

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