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Prosa porosa

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1. Las posibilidades perdidas del español

El 23 de febrero de 1936, en las páginas del diario El Sol, y al calor del cuarto centenario de la muerte de Garcilaso de la Vega, escribía José F. Montesinos que la pervivencia de los versos del poeta se debía a que «supo hacer música de todas estas cosas graves que contenía la cultura cortesana de su tiempo, a esa como sublimación musical de su propio dolor humano […]. Por este hallazgo de una nueva música es por lo que Garcilaso supera todo lo medieval que aún pervivía […] en las letras españolas». En el volumen dedicado al Renacimiento de la más reciente de nuestras historias de la literatura (La conquista del clasicismo (1500-1598), de Jorge García López, Eugenia Fosalba y Gonzalo Pontón, en la Historia de la literatura española coordinada por José-Carlos Mainer) leemos que «uno de los frutos más admirables del clasicismo […] es la invención de un castellano nuevo, protagonizado en esencia por Garcilaso, Juan de Valdés y Luis de León». En una reciente reseña de la última obra dedicada a la vida y a la obra de Garcilaso (Garcilaso, príncipe de los poetas, de María del Carmen Vaquero Serrano), Andrés Ibáñez opina que «Garcilaso nos descubrió una posibilidad del idioma que hasta entonces había estado dormida: el español como música» («Garcilaso, el primer poeta», ABC Cultural, 18 de enero de 2014). De momento, retengamos esa palabra clave: música.

El castellano había enriquecido sus medios expresivos a lo largo del siglo XV, época en la que la lengua medieval ha llegado a su grado máximo de desarrollo, prácticamente al límite de sus posibilidades artísticas, y que produce un milagro de la literatura europea al que llamamos La Celestina. Pero esa lengua, la lengua esplendorosa de la obra del autor al que llamamos Fernando de Rojas, ya no sirve para el mundo nuevo del clasicismo y su paulatino descubrimiento maravillado del hombre interior, pues es una lengua que ha crecido al arrimo del latín, tanto en sus cauces sintácticos como en su enriquecimiento léxico, y que resulta ya lejana al ideal de claridad y elegancia que reclaman los aires que, desde Italia, están sacudiendo la vieja fronda escolástica. Y ese paso gigantesco, que es el que en realidad marca el que pueda hablarse de «el castellano de La Celestina» o de «el español de Garcilaso» (abusando levemente de los términos: el lector atento a estas cuestiones habrá notado que los autores del más científico y objetivo volumen de la Historia de la literatura española prefieren decir «castellano», mientras que en la reseña, más libre y pegada al uso real de la lengua, de Andrés Ibáñez se ha empleado el término «español»), lo da Garcilaso (a mí, y esto es una apreciación muy personal, sin valor crítico ni, desde luego, histórico, la sensación auditiva que me producen los versos de Garcilaso, la música nueva que regalan a la lengua, es muy similar a la que tengo cuando leo una obra como The Prelude, de William Wordsworth: una poesía que va más allá del verso, porque el valor de cada uno de ellos crece en contacto con los que los preceden y los que los siguen: el poema como melodía, la narración como melodía). Pero, claro, Garcilaso no está solo: ahí lo acompañan, por ejemplo, la traducción que su amigo Boscán ha hecho de esa obra pivotal que es El cortesano, o la prosa espiritual del padre Osuna. Pero son la églogas de Garcilaso, imitadas hasta la extenuación (porque, además, los hombres renacentistas no acaban de compartir nuestra supersticiosa separación entre la prosa y el verso) tanto por los poetas como por los autores dramáticos o los novelistas, las que ofrecen el ejemplo más alto de lo que permitía hacer la lengua española. Y de ahí surgen la prosa diamantina y encarnada de fray Luis de León o de fray Luis de Granada, y también la novela moderna.

La coincidencia de los primeros atisbos del mundo psíquico (la línea dorada, es bien sabido, parte de san Agustín, y continúa en la lectura que Petrarca hace de su obra, de donde irradia desde entonces toda la cultura europea) y de una nueva lengua literaria permite que alguien escriba El Lazarillo e invente un género que aún provoca que se escriban páginas como estas. Son las condiciones necesarias para que aparezca un genio como Cervantes y, con toda esa herencia perfectamente asimilada, nos regale a los hombres del futuro su Quijote. Pero, en vez de abrirse una puerta, se cerró. Esa fue la primera posibilidad perdida del español.

Para mí siempre ha sido un gran misterio que alguien como Fernando de Rojas escriba en unos ratos de ocio de su juventud de estudiante una obra de la madurez artística de La Celestina, y no vuelva a sentir ningún deseo de escribir literatura (que sepamos). Y un misterio aún mayor es cómo es posible que en el país y en la lengua en los que se había inventado la novela moderna se dejaran de escribir novelas (al menos, dignas de tal nombre) durante más de ciento cincuenta años. Es bien sabido que la herencia cervantina se recoge en Inglaterra, donde se convierte en la fuente principal de toda la narrativa europea posterior. En España, los novelistas prefieren el ingenio y los fuegos artificiales del verbo, y la prosa que se practica resulta, a la postre, decididamente antinovelesca.

La regenta me parece una gran novela. Pero está demasiado sola, tanto entre las novelas españolas de su tiempo, como en la obra de su autor

Así es que tendría que llegar el Realismo para que a alguien se le ocurriera que también era posible escribir novelas en español. Pero el lastre era demasiado pesado, el atraso y la afasia, demasiado hondos, y la prosa literaria demasiado esclava como para producir novelas a la altura de las que ofrecían los novelistas ingleses, franceses o rusos. A mí, La regenta me parece una gran novela, y la prosa de Clarín, la que más se acerca de entre sus contemporáneos a la exploración de las posibilidades musicales y sensoriales del lenguaje, la que mejor se asoma a los territorios que va a recorrer, apenas unos años después, la gran novela modernista europea. Pero está demasiado sola, tanto entre las novelas españolas de su tiempo, como en la obra de su propio autor. Habrá que esperar unos años para que la historia de la lengua española ofrezca una nueva oportunidad para el lenguaje de la novela: son los años que van desde la irrupción de la imaginación verbal de Rubén Darío hasta la lengua, tan clara y musical como la de Garcilaso, que es la poesía de Juan Ramón Jiménez. Y produce un fruto: las novelas de Gabriel Miró. Pero el escritor alicantino recibe enseguida su etiqueta crítica y académica de gran estilista y mal narrador, lo que supone su condena al infierno de los autores que sólo interesan a lectores nefelibatas. Pero es asombroso que se considere a Miró un pobre narrador, cuando sus novelas están llenas de personajes y situaciones interesantes, además de estar escritas en una lengua de una intensidad poética que muy pocos novelistas alcanzan. Y había más modelos a disposición de los escritores: la traducción de los primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido que hace Pedro Salinas, por ejemplo. Pero algo pasó, y no hay novelistas españoles que puedan mirar a los ojos a Proust o a Joyce, a Kafka o a Woolf, a Broch o a Faulkner. Esa fue la segunda (¿la tercera?) posibilidad perdida del español.

Lo que ocurrió después ya lo sabemos. La historia cultural española se parte y se dispersa, y la novela vuelve a desaparecer en España durante unas cuantas décadas. En los años sesenta, los narradores son conscientes de esa carencia, y buscan fuera lo que no encuentran en casa. Y entonces llega como un huracán desde América (en parte, causado también por nuestra diáspora cultural: una especie de justicia poética de la historia) la obra de los novelistas hispanoamericanos, con su prosa sensual y sus mundos novelescos propios, pero contados con los medios técnicos de la novela contemporánea. De la confluencia de esta necesidad de nuestros novelistas y de esta nueva lengua para la novela podría haber surgido una nueva narrativa, pero nuestros narradores parecen creer que Henry James y Marcel Proust son lo mismo, y suelen perderse en una prosa demasiado abstracta, demasiado intelectual. El intento más significativo e importante, tanto desde el punto de vista teórico como en su plasmación práctica en una obra literaria, es el de Juan Benet. De él, de su prosa y de sus ideas, surgen muchas de las voces más significativas que desde entonces han publicado en España. En ese mismo caldo se han cocido novelas que se consideran cardinales para la modernización de la novela española (estoy pensando en las novelas de propio Benet, o en empeños tan ambiciosos como Antagonía, de Luis Goytisolo) y que, no lo niego, en muchos casos tienen un gran interés artístico. Pero lo que separa a James de Proust es lo que separa a estos novelistas de lo que debería ser el lenguaje de la novela: el primero es abstracto, intelectual, y su pensamiento se centra en el propio lenguaje, mientras que el segundo es concreto, sensual, y su pensamiento opera mediante imágenes. Y es lo que separa también a los novelistas de Hispanoamérica de los novelistas de España. Hay razones históricas, claro (a mí me estremece que la poesía que está escribiendo Juan Ramón Jiménez en su exilio, que es tal vez la cima más alta a la que ha llegado la lengua española jamás, no se pudiera apenas leer en nuestro país), y hay también obras de gran peso literario (alguna fuera de lo que entonces era mainstream, como la maravillosa La saga/fuga de JB, o la arriesgada y genial propuesta del aún más marginal Miguel Espinosa). Creo que esa fue la tercera posibilidad perdida del español.

2. Detengan a los sospechosos habituales

Todos los amantes de la complejidad somos barrocos. Adoramos a Borges, admiramos hasta la extenuación las imágenes y la música gongorina, incansablemente, con los ojos y los oídos perplejos, perseguimos el pensamiento melodioso y espeso como un licor de Proust, de Lezama, de Hermann Broch. Y no menos barrocos resultan escritores posmodernos como Nabokov o Pynchon, esenciales, en mi opinión, para construir el lenguaje de la novela futura. Lo barroco se dice de muchas maneras.

Aun así, nuestro primer sospechoso es nada menos que don Francisco de Quevedo y Villegas, por el que no siento más que agradecimiento por habernos dado algunos de los versos y poemas más hermosos que han concebido el oído y la imaginación literaria española. Sin embargo, creo que también puede responsabilizársele de haber inoculado un virus, a la postre casi mortal, en la prosa narrativa (en la concepción de la prosa, en general): el ingenio como objetivo estilístico primordial, la destreza verbal como justificación de un párrafo, o de un personaje o, ¡ay!, de una obra. En esta tarea contó con la colaboración de otra pluma poderosa y torrencial, que, como en el caso del propio Quevedo, se desplegó tanto en la prosa didáctica o doctrinal como en los ensayos narrativos, o casi. Me refiero, claro está, a Baltasar Gracián, aunque, en la historia que estamos tratando de contar, su papel no vaya más allá del de secundario de lujo (hay quien se empeña en leer El Criticón como novela –como novelón–, y a mí me vale, siempre y cuando se sea consciente de que, por un lado, se comete un anacronismo intelectual y, por otro, se defiende implícitamente la idea de que es novela lo que yo, soberano lector, escojo leer como novela; además, así leída, la obra magna del aragonés resulta un argumento más en favor de las tesis defendidas en estas líneas).

La novela fue una tentación cervantina (anticervantina sería tal vez más preciso) que afectó a Quevedo (no sólo a él) y le llevó a escribir El Buscón, donde podemos encontrar ejemplos de esa concepción de la novela como vehículo para otra cosa (el ingenio, el lenguaje, la retórica, lo que Borges memorablemente llamó «la supersticiosa ética del lector»), y no como un fin en sí misma, como una forma literaria con sus propias necesidades expresivas y con sus propias leyes. Por decirlo pronto, El Buscón es una mala novela. No creo que ninguno de sus lectores guarde en su memoria literaria ninguna imagen de Pablos ni de sus peripecias (tal vez la práctica escolar haya salvado al clérigo cerbatana). Es una novela concebida como parodia del Lazarillo y como oficina del fulgor verbal de su autor. A Quevedo no le importan ni los personajes, ni la estructura, ni la misma novela. Lo que le importa por encima de todas las cosas es el doble o triple sentido de las palabras, o el sonajero fonético, o el chiste. Casi en cada una de sus páginas se nota que trama una escena, o caracteriza a un personaje, o construye un párrafo, únicamente para incluir una ocurrencia. Cualquier lector puede recordar sus propios ejemplos, pero veamos tan solo los que emplea Pablos para caracterizar a sus padres en las primeras páginas de la obra. Tras informarnos directamente de que su padre se dedicaba al noble oficio de la barbería e indirectamente –ingeniosamente– de que era un ladrón, cierra el párrafo así: «Dicen que era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa de creer». Lo que, desde luego, no tendría nada de malo si no fuera porque el siguiente párrafo, dedicado a su madre (que se llama Aldonza: la referencia es obvia, y la intención irónica también), lo hace de este modo: «tuvo muy buen parecer, y fue tan celebrada, que, en el tiempo que ella vivió, casi todos los copleros de España hacían cosas sobre ella». Y, a continuación, nos dice que su padre «salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron docientos cardenales, sino que a ninguno llamaban “señoría”». A mí me da la impresión de que Quevedo subordina todo su esfuerzo narrativo a colar estas muestras de su virtuosismo y de su ingenio. Y así todo el libro (a Quevedo, por ejemplo, no le interesa el hambre que pasa su personaje como una experiencia importante en su vida, sino como excusa que le permita acumular jocosas metáforas y calambures sobre la delgadez). Esta manera de concebir el estilo tiene muchas maneras de manifestarse: ya hemos hablado de las anfibologías y de las aliteraciones, pero podríamos hacerlo también de la querencia por aproximar lo sublime a lo grosero, la obsesión excremental (el sintagma es de Juan Goytisolo), el gusto por la ridiculización de los semejantes y por el arte del insulto: todas esas cosas que relacionamos con Quevedo y que siguen siendo el modelo máximo de prosa española para muchos novelistas (creo que es la línea en que podemos incluir la obra de Cela o de Juan Manuel de Prada, pero también la de prosistas de prensa, ejemplares de lo que podríamos llamar «barroco reaccionario», como Jaime Capmany o Jiménez Losantos, y tantos otros que parecen pensar que eso es lo que hace un «maestro de la lengua»).

La novela estuvo muerta entre la publicación de la segunda parte del Quijote y la aparición de Galdós

Quevedo, así pues, es el principal responsable de que el español desapareciera del escenario de la literatura europea como lengua en la que escribir novelas, y sus efectos son aún fácilmente detectables en muchos escritores y en la concepción de muchos lectores de lo que debe ser el lenguaje literario.
Habría de pasar un siglo y medio para que alguien creyera que el género de la novela aún era posible en nuestra lengua. El período que va desde el declinar de la novela picaresca y las últimas formas de la novela cortesana y que llega hasta Galdós se caracteriza por ser casi absolutamente desértico en lo que a la producción de novelas se refiere. El siglo XVIII –a pesar de los manuales escolares, un siglo barroco– no produce más que un puñado de obras olvidadas. Lleva ya demasiados años de moda decir que la novela ha muerto. Tal vez. No lo sé. Pero sí sé que la novela estuvo muerta entre la publicación de la segunda parte del Quijote y la aparición de Galdós. El siglo ilustrado europeo produjo notables novelas. Incluso los sesudos philosophes franceses lo hicieron, a pesar del prejuicio que se les supone contra el género. Pero España no tuvo Ilustración, y la que tuvo no se dedicó a escribir relatos. España tampoco tuvo Romanticismo, sólo imitadores momentáneos de alguna de sus posturas. En España a veces parece que todo son fantasmas, pálidas imágenes reflejadas, como si viviéramos en un país y una lengua que estuvieran hechos de espejos (¿por qué esta imagen hace que me vuelva a acordar de Quevedo?). Alguno de esos imitadores escribió novelas o relatos, pero no tenemos de valor más que un hermoso muestrario de fantasías de un autor aún inmaduro: las Leyendas de Bécquer, quien, para Juan Benet, resulta ser el mejor prosista español del siglo XIX (otros dicen que el Valera de su Correspondencia; a mí el más moderno prosista del XIX español sigue pareciéndome el Larra de los artículos, tal vez otra de las posibilidades perdidas para el español, aunque sólo fuera para alcanzar cierta clase de modernidad, o incluso el Pereda de sus mejores páginas).

Pero apareció Benito Pérez Galdós. Y el joven canario proyectaba revolucionar la literatura española. Había leído la picaresca (su huella es muy evidente en Trafalgar, por ejemplo, pero puede encontrarse en toda su producción), había leído a Cervantes (aún más fácilmente rastreable, como veremos) y había leído a Dickens y a Balzac. En otras palabras: tenía en su mano todo lo necesario para sus propósitos. Conocía la mejor tradición narrativa de su lengua y también estaba al tanto de lo más significativo de la literatura europea de su tiempo. Sin embargo, me temo que Galdós no fue un buen lector de poesía.
Así, Galdós estaba en el momento histórico preciso y disponía de la energía literaria necesaria para aprovechar esa oportunidad que se le ofrecía otra vez a la lengua española. Y hay que reconocerle al menos este enorme mérito histórico. Galdós sabe crear personajes, sabe narrar y describir mundos novelescos, su obra es insoslayable tanto histórica como literariamente si quiere comprenderse el siglo XIX español. Todo eso es cierto y, sin embargo, ¿por qué Galdós sigue sabiendo a autor menor, por qué es inimaginable que una persona occidental culta, que no sea española, deba conocer la obra de Flaubert, Dickens o Tolstói, pero no parezca imprescindible haber leído a Galdós?

En mi opinión, Galdós marcó el rumbo posterior de la novela española –no podía ser de otro modo– y es, por tanto, nuestro segundo sospechoso, pues es el responsable de la nueva oportunidad que pierde el español como lengua para la novela. Galdós es un ilustrado, un hijo literario de Moratín y de la visión de la historia y de la lengua de esos hombres que intentaron traer a España los aires nuevos que soplaban desde Francia y cambiaron la historia de Europa. Y lee a Cervantes con sus ojos. Este es tal vez el problema central con Galdós: hace una mala lectura de Cervantes, una lectura superficial y reductora, que se queda con los aspectos más externos del mundo cervantino, pero no acaba de comprender sus posibilidades narrativas. O quizás es que haya dos Cervantes (hay muchos, ya sé, cada época ha tenido el suyo, pero no es de los diferentes Cervantes que podemos encontrar desde la recepción de su obra de lo que estoy hablando, sino de sus propias propuestas novelescas), el Cervantes de la primera parte del Quijote y el de la segunda. Y creo que Galdós sólo leyó al primer Cervantes. Galdós leyó la novela cervantina desde Sancho Panza, hizo una lectura sanchopanzesca del Quijote («La grandeza del pensamiento de don Quijote no se comprende sino en la grandeza de la Mancha», leemos en Bailén). Todo lo que encontramos de Cervantes en las novelas de Galdós, que es mucho, se reduce casi siempre a una trivialización de la ironía, profundamente melancólica en el caso de Cervantes, escorada hacia el humor y la sátira en Galdós, o a obvios remedos de situaciones cervantinas (por ejemplo, en el prolijo escrutinio de libros que hacen la condesa Amaranta y el padre Castillo en Napoleón en Chamartín), o se limita a imitar la dicción («aquel hombre me había inspirado inexplicable antipatía, y digo esto, y además le nombro, para que mis lectores le tengan presente, por si casualmente figurase después un poco en los raros sucesos de esta historia»; o «Verdad es que, o mucho me equivoco, o todo eso de los mayorazgos se lo llevará la trampa, y tarde o temprano se pondrán las cosas de manera que cada cual sea hijo de sus obras», ambas citas también de Bailén), pero no la voz. La voz narrativa de Galdós es casi siempre un estorbo. Este es un ejemplo que expresa con claridad lo que quiero decir: «No me parecía que fuese de día, porque en algunos puntos lóbrega oscuridad envolvía la escena» (Zaragoza). No es sólo el evidente tópico romántico del sintagma «lóbrega oscuridad», o la torpeza de la descripción, o lo inútil de la adjetivación (constante a todo lo largo de su vasta producción), es la voz del narrador estorbando al lector, recordándole que está leyendo. Es decir, que está realizando una operación intelectual y no una operación más amplia y grande que eso, una operación que también implica a la imaginación, a los sentidos, al cuerpo. Este constante juego verbal de la voz narrativa no es exclusivo del primer Galdós, sino que se encuentra también en sus obras mayores. Galdós escribe con palabras, no con imágenes.

En otro de los Episodios nacionales de la primera serie, Gerona, encontramos frases como estas: «algunos de los chicos, rendidos al poderoso sueño y a la gran fatiga, habían estirado los miembros y cerrado los ojos en diversos puntos, donde cada cual encontró mejor comodidad y fácil postura». O «la débil luz que por un estrecho ventanillo entraba, no aclaró el lóbrego recinto». «Poderoso sueño», «gran fatiga», «mejor comodidad», «fácil postura», «débil luz», «estrecho ventanillo», «lóbrego recinto»: así usa Galdós los adjetivos.

Tal vez se me diga que todos los ejemplos que he puesto son de un Galdós aún inseguro de su lengua y de sus capacidades como narrador. Que no ocurre lo mismo en las novelas que escribe en su época de gloria, en la década de los ochenta, cuando produce novelas como La desheredada o Fortunata y Jacinta. El Galdós de la madurez. A mí me parece que estos son defectos constantes del novelista, que no le abandonan nunca. Podemos señalar parecidos fenómenos en una novela tan cervantina en muchos aspectos como es La desheredada. Como el quijotismo de Isidora Rufete, quintaesenciado en esa locura en choque constante con la realidad que le conduce al desastre. Pero aquí estamos hablando de dicción, de voz, de lenguaje narrativo. Veamos ejemplos: «A estos motivos de pena añadía la de Rufete el ningún adelanto que en tantos días había tenido el principal y más interesante negocio de su vida, con más otras cuitas, sobre las cuales, por tenerlas ella como en delicado secreto, no nos atrevemos a aventurar palabra alguna». Sonajero cervantino. Creo que cualquier lector de Galdós es capaz de reconocer este tono, lo mismo en el sectario de las primeras novelas que en el novelista maduro de su etapa naturalista. Asimilar a Cervantes era algo más complejo que llamar a un personaje Santiago Quijano-Quijada.

«En esto de las novelas andamos tan descaminados –dijo Amaranta– que después de haber producido España la matriz de todas las novelas del mundo y el más entretenido libro que ha escrito humana pluma, ahora no acierta a componer una que sea mayor del tamaño de un cañamón» (Napoleón en Chamartín). Galdós es perfectamente consciente de su misión histórica: resucitar el género de la novela para la lengua que se la regaló al mundo. Pero esa posición de privilegio hace que su limitada lectura de Cervantes haya resultado, en fin de cuentas, dañina para las posibilidades narrativas y musicales de la novela escrita en español.

Y entonces llegó el Modernismo, y la lengua española se volvió más melodiosa, empezó a sonar blandamente en la pluma de muchos prosistas una música más sensual, más elegante, más adecuada para los aires nuevos de la narración. La gran novela europea del Modernismo tiene sus propios gigantes que oponer a los grandes novelistas realistas. Si el XIX ofrece a Dickens, a Tolstói o Dostoyevski, el siglo XX tiene a Joyce, a Proust, a Musil. Todos ellos aspiran a comprender la totalidad del mundo o a suplantarlo, unos desde fuera (Guerra y paz, Historia de dos ciudades), otros desde dentro (En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos). Son años de novelas muy grandes, desmesuradas, ciclópeas. Salvo en España. Aquí casi todo es breve.

En cierta ocasión escuché a un importante catedrático de literatura decir que los grandes maestros de la prosa española del siglo XX eran Ortega y Valle. Voy a dejar de lado el caso de Ortega, no sólo porque nunca se dedicó al innoble arte de escribir novelas, sino porque su prosa, a pesar de exhibir muchas páginas memorables, es demasiado de época, demasiado desvaída en ocasiones, demasiado pagada de sí misma en otras. Pero Valle sí escribió novelas. Tal vez no exactamente novelas. Libros narrativos en prosa. Tal vez obras teatrales ampliadas, como largas acotaciones. Con Valle nunca se sabe.

Valle es un caso único. Su manejo de la lengua es inimitable. No puede dejar descendientes, porque automáticamente se volverían paródicos. Pero la visión de lo que es el lenguaje literario y el lenguaje propio de la novela que tiene Valle-Inclán ha contribuido a asentar esa visión barroquizante del lenguaje que estamos señalando como responsable de la pobre historia de nuestra novela. En mi opinión, el talento de Valle encuentra su mejor terreno en el género dramático. Su estilo es muy eficaz para los diálogos (por eso sus novelas están llenas de conversaciones), y se encuentra contenido entre los paréntesis de las acotaciones, limitado por esas sonrisas verticales de donde no puede desbordarse ni constituirse en texto principal, como ocurre en las novelas. Sus frases directas, breves, iluminadoras, enriquecen la lectura de sus obras teatrales, dándoles cualidades nuevas. El teatro de Valle-Inclán me ha parecido siempre de gran altura, como no había alcanzado la literatura dramática española desde los años de Calderón. Otra cosa son sus novelas.

El estilo de Valle es estático y pictórico, perfecto para el teatro, pero insuficiente para la narración sostenida

En cualquiera de ellas podrían encontrarse multitud de ejemplos de lo que quiero decir, pero prefiero poner sólo algunos casos tomados de Tirano Banderas, seguramente porque se la presume antecesora del subgénero de la novela del dictador, y eso sí es tener una descendencia literaria. Las frases de Valle son siempre brillantes e ingeniosas, despiden múltiples destellos léxicos, extraen materia para la literatura de donde parecía no haberla y, por todas esas razones, citadas por separado pueden parecer intachables y modélicas. Pero hay que recordar que estamos hablando de un lenguaje para la novela, y el estilo de Valle es estático y pictórico, perfecto para la estampa o para el teatro, pero insuficiente para la narración sostenida. Una descripción típica de Valle podría ser la siguiente: «El Circo Harris, en el fondo del parque, perfilaba la cúpula diáfana de sus lonas bajo el cielo verde de luceros. Apretábase la plebe vocinglera frente a las puertas, en el guiño de los arcos voltaicos. Parejas de caballería estaban de cantón en las bocacalles, y mezclados entre los grupos, huroneaban los espías del Tirano». Una imagen estática, un léxico siempre extraño, frases cortas y directas, desviación constante de los usos léxicos y sintácticos más habituales, pero una realidad que no puede verse detrás de las palabras, no podemos imaginar ese cielo verde de luceros, el sintagma se antepone a la realidad señalada y la imagen es falsa. Antes, describiendo a un guardia en su garita, Valle ha escrito que «clavaba la luna con su bayoneta». La imagen de la silueta de la luna cortada por la bayoneta es clara y, sin embargo, lo que se percibe en primer lugar es el ingenio de la greguería.

«Corre la chusma, a los anuncios de toro candil en los Portalitos de Penitentes: Corren las rondas de burlones apagando las luminarias, al procuro de hacer más vistoso el candil del bulto toreado. Quiebra el oscuro en el vasto cielo, la luna chocarrera y cacareante: Ahúman las candilejas de petróleo por las embocaduras de titilimundis, tinglados y barracas». Esa es la melodía de Valle, cortante, aguda, hecha de picos y cristales afilados. A mí siempre me parecen indicaciones de escena para un director teatral, y siempre me obligan a tener muy presentes las palabras que usa. Son muy frecuentes en Valle las descripciones que escogen los mismos elementos (la luna, una pareja de guardias, grupos de gente), y que no tienen más función en la novela que servir de vehículo al ingenio lingüístico del escritor. Por supuesto, Valle muñequiza a sus personajes de un modo deliberado, lo que nos ofrece es un guiñol, un tablado de marionetas cuyos movimientos son limitados y mecánicos. Tal vez ese lenguaje resulte eficaz para producir esa impresión, pero, repito, eso es más propio del teatro, aunque esté concebido como lectura y no como representación, que de la novela.

«El planto pusilánime y versátil de aquel badulaque aparejaba un gesto ambiguo de compasión y desdén en la cara funeraria del viejo conspirador y en la insomne palidez del estudiante. La mengua de aquel bufón en desgracia tenía cierta solemnidad grotesca como los entierros de mojiganga con que fina el antruejo». «Por la conga del convento, saltarín y liviano, con morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de don Celes». «Un vaho pesado, calor y catinga, anunciaba la proximidad de la manigua». No es sólo la necesidad de consultar casi una palabra de cada frase en el diccionario: es que parece evidente que a Valle le interesa más el valor del lenguaje y de su léxico inverosímil que la propia novela. Cuando dice que «Tirano Banderas, taciturno, recogido en el poyo, bajo la sombra de los ramajes, era un negro garabato de lechuzo», yo no recibo ninguna imagen visible, sólo palabras que no pueden traducirse en nada más allá de sí mismas. El «negro garabato de lechuzo» vale como hallazgo lingüístico, pero se agota en sí mismo.

Así es que, por supuesto, Valle es nuestro tercer sospechoso. La línea que va desde Quevedo hasta Valle, y que pasa por Galdós, puede parecer caprichosa e incoherente, pero ayuda a explicar cómo la lengua literaria española no supo sacar partido de tres momentos históricos fundamentales en el devenir del género.

3. Prosa porosa

En su reciente y exhaustivo examen de la obra de Roberto Bolaño, Andrés Ibáñez (¡qué prodigio de literatura y de estilo el de su última novela, Brilla, mar del Edén!) nos ha recordado que hay una visión, que afecta tanto a críticos como a lectores o editores, de lo que debe ser la prosa literaria a la que él ha calificado en más de una ocasión de «prosa leprosa». El Barroco como enfermedad de la literatura española. Quevedo, Galdós (sí, también barroco en ese sentido), Valle, sus descendientes innumerables. Frente a esa prosa enferma del deseo de resultar literaria a toda costa proponemos una prosa porosa, abierta y ligera, y capaz de empaparse de realidad y también de los fantasmas de la realidad, vehículo de todos los ingredientes que sepan añadirle la imaginación del escritor y la imaginación de sus lectores, pues en la lectura placentera de una novela desempeña también un papel esencial la imaginación del lector, que no puede ser libre si se le interpone el ingenio del autor, si se la carga con las cadenas del juego verbal o la pirotecnia léxica.

A mí, ya lo habrá observado el lector atento, me gusta sustanciar ideas o momentos históricos en nombres propios. Tal vez por eso tengo para mí que un gran cambio se produjo en la literatura –en la novela– occidental con la obra de Flaubert. Con ella se dejaba atrás la Era de la Retórica –la literatura como idiolecto del ingenio del hombre de letras, quien, si por algo se distinguía de sus semejantes, era precisamente por el manejo de los mecanismos del lenguaje, y de él vivía y en él fundamentaba su anhelo de fama–, y se veía sustituida por la Era de la Información. Esto no significa que se renuncie al estilo, sino que está construyéndose un estilo nuevo, uno en el que la frase no se justifique por su alejamiento de la lengua real (por ejemplo, cuando un novelista decide escribir que un personaje «extinguió la luz», en vez de emplear un simple «apagó la luz»), sino por su melodía dentro de una unidad mayor, o por su contenido (las imágenes que se asocian en nuestra mente con una palabra son parte de su contenido y con ellas juega también el novelista), porque son informativas de algún modo para la construcción de la obra. A partir de Flaubert, escribir literatura de ficción ya no consiste en decir cosas normales de un modo retorcido, ni en el virtuosismo retórico: cada frase de una novela debe ser única, pues escribir literatura es decir lo que no puede ser dicho de otro modo.

Hay cierta clase de escritores que huyen como del diablo de lo que Paul Valéry despreciaba en las novelas, los rellenos del tipo de «la marquesa salió a las cinco». Para ellos, la novela no puede aspirar a la intensidad y a la pureza de otros géneros porque está contaminada de necesidades no artísticas, como si dependiera excesivamente de la realidad y no le bastara con su propia forma. Esta es la manera de pensar de un intelectual. De este modo, el pecado máximo de un novelista es escribir sin estilo. La prosa funcional, plana, irrelevante, transparente en el sentido de que no se interpone entre el lector y la narración. Pero todos odiamos la prosa funcional, la de esas novelas que son como libros de autoayuda y que copan los premios y se amontonan en inverosímiles columnas en las mesas de novedades de las grandes librerías. Sabemos que un lector verdadero goza con las palabras y con la música de un escritor verdadero, y es eso precisamente lo que buscamos en un libro.

Todos los estilos posibles caben en una prosa porosa. Una prosa de los sentidos, de lo concreto y de la imagen

A quienes desprecian los lamarquesasalióalascinco podría contestárseles aquello de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Lo cierto es que la literatura puede escribirse de cualquier manera. Lo importante es que funcione. Borges definía así la ya mencionada «supersticiosa ética del lector»: entender por estilo «no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis». La eficacia de la página, que la página funcione. Demasiado vago para las exigencias de la ciencia de la literatura, para los lenguajes académicos. El misterio del estilo (¿es el hombre, es reducible a fórmulas lingüísticas computables, es sólo lenguaje o hay algo más? ¿Es una desviación de la lengua como herramienta de comunicación? ¿Es la música de las palabras? Pero eso sería sustituir una vaguedad por otra). Consideremos un momento la última novela de Coetzee, por ejemplo. The childhood of Jesus es una novela desconcertante, y, como cabía esperar, ha desconcertado a la crítica (y no me refiero sólo a la española). Está escrita de una manera simple, funcional, sin ninguna relevancia léxica, ni rítmica, ni de ningún otro tipo. Como si esas páginas hubiera podido redactarlas cualquier usuario culto de la lengua inglesa. O como si se hubieran escrito solas. Sin embargo, cada vez que terminaba uno de sus capítulos, no podía dejar de decirme «¡Qué bien escribe este tío!» y, también, a pesar de no parecerse en nada al estilo de sus novelas mejores, podía también decir que sonaban a Coetzee, que eran sin ninguna duda suyas esas frases perfectamente olvidables que, a pesar de todo, dejaban una huella aún visible después de terminada la lectura. Sus imágenes son nítidas, reales, con vida propia, como sus conversaciones y sus personajes. ¿Es The childhood of Jesus una novela sin estilo? ¿Es su lenguaje plano un lastre? Mi impresión es que, en cualquier caso, la novela funciona como tal; no sé si a pesar de no tener estilo o, precisamente, gracias a su aparente ausencia.

No quiero que se interprete que estoy defendiendo un estilo simple. Ya he dicho más arriba que soy un inesquivable amante de la complejidad. Sólo lo difícil es hermoso, sólo lo difícil es estimulante. Creo que la sencillez de muchos de mis poetas preferidos es increíblemente difícil. No me parece que los logros expresivos de las Coplas de Manrique (el rocío de los prados, las verduras de las eras), de la poesía de Garcilaso o del Cántico espiritual, de Machado o de Juan Ramón, sean fáciles. Tampoco que no encuentre una caudalosa belleza en las imágenes de Góngora o en la infinita hermosura de los mejores poemas de Quevedo, sin duda de lo más alto en que se ha expresado una de las posibilidades del español. Y en la prosa de Lezama Lima, barroca hasta el delirio. Casi todos mis autores preferidos son complejos. Borges lo es. Murakami lo es (por cierto, de su última novela –que no está entre sus mejores obras, en mi opinión, y aun así resulta más interesante que las mejores novelas de la mayoría de autores contemporáneos–pueden decirse cosas muy similares a las que he dicho de Coetzee). La realidad, en fin, también lo es, y no es sorprendente que dar cuenta de ella también lo sea.

Creo que un novelista no debe solo leer novelas. Esto, así dicho, es una obviedad. Lo que quiero decir es que inexcusablemente debe conocer la tradición poética de la lengua en la que escribe. Oír su música y sus ritmos, su potencialidad expresiva, los caminos y veredas sin recorrer que se insinúan siempre en los poetas. Todos los estilos posibles caben en una prosa porosa, en una prosa para la novela y también para el lector de novelas. Una prosa de los sentidos, de lo concreto y de la imagen, frente a una prosa de lo intelectual, de lo abstracto y de la mente. Nada de eso excluye ninguna de las riquezas implícitas del lenguaje, ninguna de sus posibilidades.

El pasado ofrece posibilidades, no disyuntivas. He afirmado a lo largo de este ensayo que la novela española no ha sabido aprovechar las que ha tenido. Pero no han desaparecido, siguen estando ahí para que cualquier narrador pueda emplearlas. Carezco, naturalmente, de la perspectiva necesaria que sólo el tiempo otorga, pero creo que estamos hoy en una coyuntura similar. La novela se mueve entre muchas tensiones: entre su certificado de defunción y su desesperado chapoteo por salvarse de la quema general mirando al pasado (a la Guerra Civil, a los novelistas antiguos y anticuados, a sus formas inútiles hoy, a la Historia), entre la banalización (basta comprobar algunos catálogos editoriales del día y compararlos con los que ofrecían esas mismas editoriales hace no tantos años, o seguir, con las precauciones debidas, la trayectoria de los premios de prestigio nacional) y el desprecio del mercado, entre el lamento por la pérdida de lectores de la literatura de verdad y la asunción de los mecanismos que permiten a los novelistas de masas seguir siéndolo. El panorama es confuso porque está más abierto que nunca. Creo que no ha habido ningún otro momento en la historia de la novela española comparable al que vivimos hoy. Ante nosotros parecen brillar todas las posibilidades, todos los caminos. Tenemos la impresión de que pueden escribirse todo tipo de novelas, de que cualquier forma de hacerlo es válida. El archipiélago de la novela española de comienzos del siglo XXI está lleno de islas (la isla de la novela histórica, la isla de la autoficción, la isla de la novela barroquizante, la isla-Galdós, la isla tradicionalista, la isla del Furioso Vanguardismo, la isla de la novela fantástica, la isla de la novela posmoderna, la isla del Compromiso, entre muchas otras), unas más grandes, otras casi minúsculas, muchas de ellas comunicadas entre sí por puentes o transbordadores ocasionales que transportan a algunos autores de una a otra, e incluso les permiten permanecer en más de una al mismo tiempo.

Creo que es un panorama de inmensas posibilidades, en el que el futuro de la novela española va a jugarse en el lenguaje que se escoja para materializarla. Este breve y caprichoso, lo sé, recorrido por los que me han parecido los nudos más relevantes en el desarrollo de las posibilidades narrativas de nuestra lengua tenía como objetivo acercarse con algunas herramientas nuevas a la situación actual de nuestra novela, y a su incierto futuro. De ahí la propuesta de una prosa porosa que tenga capacidad de absorción, que incluya posibilidades nuevas y siga sirviendo como medio de autoconocimiento y de comprensión de la realidad. En los tres momentos históricos en que la narración gozó de similares oportunidades (el siglo XVII –la lengua de Garcilaso y de Cervantes–, la segunda mitad del siglo XIX –la eclosión de la novela como género mayor– y el primer tercio del siglo XX –la novela modernista–), los escritores españoles no supieron aprovecharlas. Se escogieron los senderos más abruptos y se construyó un canon que traía consigo una concepción enfermiza de lo que debe ser el lenguaje de la novela. Tal vez haya circunstancias históricas que lo explican (es cierto que el hachazo que supuso la Guerra Civil interrumpió muchas corrientes y abortó muchas carreras literarias), pero lo cierto es que, durante la posguerra (hasta los años sesenta, por lo menos), se fue construyendo y asentando una tradición novelística que se sostenía sobre los supuestos quevedescos, galdosianos y valleinclanescos que aquí hemos glosado, y de ese daño aún tenemos que recuperarnos.

Pedro López Murcia es escritor y autor de El asesino temporal (Madrid, SM, 1998).

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