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Palabras, palabras, palabras

PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE

Gustavo Dessal

RBA, Barcelona

268 pp.

18 €

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Pese a sus valedores más conspicuos, la novela negra o de pesquisa tiene su mayor peligro en la constatación de sus fórmulas. Esto no parece importarle mucho al adepto al género –para quien lo déjà vu es una garantía–, pero no favorece a la novela si se evalúa por su capacidad de apuntalar el género. Advertir el artificio, como ver el truco a un mago, produce una impresión lastimosa. Y aún es peor, desaparecida la sugestión, que su vacío lo ocupe lo que podría llamarse –si se acepta el término– teatralización: la aclimatación al estilo de deposición judicial. Ya que, según los cánones, debe haber asesinato, investigación y policías, más vale que todo suene como en un juzgado de guardia. Esto es lo que resulta un tanto alarmante en Principio de incertidumbre, primera novela del argentino Gustavo Dessal (Buenos Aires, 1952). Posee un comienzo del que cabe pensar que busca atronar al lector: una pareja está viendo en la televisión la repetición de un programa en el que una bella modelo masturba a un cerdo, cuando reciben la visita de su amigo Mark Gallaway, que les comunica que dos amigas han sido halladas muertas en su piso. Con una de ellas, Melinda, Mark iba a casarse al cabo de dos semanas, y ambas compartían piso con la escandalosa modelo del cerdo.

Se diría que ya está, in nuce, todo lo que requiere el género y eso tan aventurado que incumbe al éxito: atrapar al lector. ¿Cómo no seguir leyendo, con tantas cosas por resolver? Pero se da el caso curioso de que el narrador, más que escribir una novela, parece más interesado en la presentación de personajes –lo exija o no el argumento– y, sobre todo, en endosarles largas y afectadas peroratas que más bien parecen soliloquios, tan repulidos a veces que cuesta creer que no están leyéndolos. Pondré un ejemplo de las páginas finales. Quien habla es lord Penning, que aparece de rondón con la novela casi agotada, y no se dirige a un tribunal, pese a su tono de palinodia, sino a Mark, al narrador y a un grupo de policías: «Sí, señores, están ustedes en lo cierto si han supuesto que yo fui el amante de esa mujer, una criatura de carne y hueso capaz de satisfacer el apetito de los dioses. Y es verdad que por su culpa me lancé a la traicionera corriente de la locura, pero sin llegar jamás a la innoble orilla del crimen, aunque no puedo negar que conocí a través de ella el frenesí de la pasión que arrebata el juicio, que inflama los sentidos, que vuelve volátil el peso de la razón serena». Y sigue.

El lector duda si este aristócrata es tonto –seguramente sí–, o la cosa va en serio y hay algo esencial que se escapa. Pero es que todo resulta aquí escurridizo, no misterioso, y sorprende mucho, en una novela de indagación psicológica, que se escamoteen las experiencias más relevantes. Así sucede con Mark, quien a raíz del asesinato de su novia sufre una depresión que lo lleva a desaparecer diez años, transformado en un «ser errante». Nada se sabe de ese período, pero a su vuelta («Te ahorraré los detalles de cómo logré sobrevivir», le dice al narrador) cuenta que, al no tener dinero, le propuso a una prostituta «sus servicios a cambio de una disertación privada sobre filosofía», y la chica ¡acepta el trueque! y acaban hablando –¡los dos!– de Heidegger, y él cree estar en la cama con Diótima de Mantinea, y no se atreve a preguntarle dónde ha estudiado filosofía, «porque temí –dice– que pudiera ofenderse». ¿Por qué –se pregunta el lector– tendría que ofenderse? Y discuten sobre Fukuyama y él se da cuenta de que vivimos bajo el Principio de Incertidumbre: «Diótima y yo éramos en aquel momento dos insignificantes partículas subatómicas girando en el universo». Y pasan juntos toda la noche sin desnudarse, «atiborrándonos de palabras», y al amanecer ella le entrega diez libras, desayuna con cinco, y como las otras cinco le «pesaban en la conciencia», se las da a un mendigo, y remata con esta soberbia declaración ética: «Nunca viví de las mujeres, ni lo haría incluso en las peores circunstancias».

Supongo que, con tanta cita, ya va quedando claro que en esta novela hay una grave indigestión narrativa; el estilo mimético, elegante en ocasiones, en contra de lo previsible, no favorece la acción ni la reflexión; el núcleo inicial, el asesinato de dos mujeres, es un subterfugio para armar un puzzle narrativo cuyos componentes encajan muy mal unos con otros; los personajes, tan artificiales, resultan poco creíbles al escucharse a sí mismos con coquetería o amaneramiento; y, por si esto fuera poco, el narrador –nunca se dice su nombre– participa en la trama tan desorientado que siembra la novela de fluctuaciones, sin gobernarla en ningún momento. De ahí la inserción de un epílogo, destinado –suponemos– a dar una impresión de claridad o producir la apreciación del orden sustraído a lo largo del relato. Pues no cabe duda de que Principio de incertidumbre flaquea en su fundamento básico: la elección de la voz narrativa. El narrador no conoce todos los pormenores de la intriga y el autor recurre, cuando hay que referir hechos conocidos sólo por sus protagonistas, a un narrador omnisciente. Por decirlo de otra manera, el argumento crece desmesuradamente –encuentra cabida incluso la guerra de Chechenia–, más allá del narrador inicial; y, para no prescindir de una ampliación presumiblemente fértil, se encaja ahí, rompiendo la perspectiva legítima, valiéndose del dios escondido que todo lo sabe. La recurrencia, más que el recurso, desmorona totalmente tanto la verosimilitud del relato como su credibilidad. No ha de olvidarse que las reglas se cumplen o se quebrantan, para mayor riesgo del novelista; trapichear, sin embargo, acarrea graves anacronismos, por muy benévola que sea la diosa Posmodernidad.

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Ficha técnica

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