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¿Por qué yo no?

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De todos los pecados capitales, el de la envidia es el único que no procura placer a quien lo comete. Cervantes no fue el primero en darse cuenta, pero supo expresarlo cabalmente: «Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias» (Quijote, II, VIII). Pasión insidiosa de la que nadie se envanece y que es vergonzoso confesar, puesto que nadie desea presentarse como mezquino; lacra clandestina y silenciosa, «podredumbre del alma» que delata la inferioridad de quien la padece.

La envidia tiene habilidad para disfrazarse: de desdén, por ejemplo, y también de competencia, de sed de justicia, de emulación, de (sana) ambición. Quizá sea esa cualidad proteica y engañosa la que ha podido confundir a algunos: Aristóteles (Retórica) cree que hay una envidia «buena», la emulación.Y Dante es también misericordioso: los envidiosos no están en el Infierno, sino en el Purgatorio, con sus mantos confundidos col livido color de la petraia y sus ojos atravesados y cosidos con alambre metálico: la envidia nace por los ojos y es una mirada peculiar, «el embidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados en la persona de quien tiene embidia y le mira como dizen de mal ojo», nos explica Covarrubias en su Tesoro. La etimología denuncia esa mirada enferma: in-videre significa ver mal o hacerlo de reojo, mirar torcidamente. La envidia no nos deja vernos ni a nosotros ni a los que miramos, es ciega o, cuando menos, estrábica. Uriah Heep (David Copperfield), joven-viejo de manos perpetuamente húmedas, y quizás el personaje más mezquino y envidioso de la galería dickensiana, casi no tiene cejas y carece de pestañas.

Desde Platón (Filebo) sabemos que la envidia es bifronte: nos entristecemos del bien ajeno, nos alegramos de su desgracia. Esta última se me antoja la envidia más terrible.Volvamos a Covarrubias para que nos enseñe más acerca del envidioso: «su tóssigo es la prosperidad y buena andança del próximo, su manjar dulce la adversidad y calamidad del mismo». Tomás de Aquino, que subrayaba esa particularidad de gozar con la desgracia ajena, llega a inventariar, entre las dichas de los bienaventurados, la posibilidad de contemplar los castigos de los condenados «para que les complazca más su propia bienaventuranza. No sólo contemplar el rostro de Dios, sino los de quienes sufren mientras uno goza». Que se jodan, dice el castizo que el envidioso lleva en el alma.

A ese aspecto de la envidia que disfruta con la catástrofe ajena los alemanes lo llaman Schadenfreude. El cínico La Rochefoucauld afirmaba que todos tenemos suficiente fuerza para soportar los males de los otros, el consolador espectáculo de las grandes caídas. Maradona hecho polvo, por ejemplo, ilustra la letra de la canción vengativa: y tú que te creías el rey de todo el mundo. El poderoso convertido en ejemplo patético, mientras nosotros, que nunca fuimos nada, aquí seguimos. Ese sentimiento de placer grosero ante el mal ajeno, que en castellano se pudo expresar con el termino «fruición», y al que ahora se acercaría «regodeo» (re-gaudium, alegrarse por partida doble), es propio del resentimiento, una combinación explosiva de envidia e impotencia. Max Scheller dedicó todo un libro (El hombre del resentimiento, 1923), siguiendo al Nietzsche de Genealogía de la moral, a explicar ese «envenenamiento psicológico» que provoca la deformación de los valores y el desasosiego social.

Porque cuando la envidia se generaliza se hace política.Ahora ya no se culpa a la (mala) suerte o a los dioses, como en la envidia individual, sino a la organización social. Para algunos es el motor del capitalismo porque la identifican de nuevo con la emulación y la competencia. Otros creyeron que la envidia, gran niveladora, era partera de las revoluciones, y que con el socialismo acabaría todo resentimiento: en una sociedad en que todos son iguales, ¿a quién podría envidiarse? La Historia se encargó de señalar, una vez más, que siempre hay unos más iguales que otros, y la lucha de clases y su resultado final –la utopía en la Tierra– no servía como antídoto. El antisemitismo, por ejemplo, es envidia prepolítica dirigida a quien se siente cercano, pero ajeno, y más afortunado. Los judíos forman una conspiración universal de traidores en la que los conjurados se favorecen mutuamente a costa de nosotros, honrados trabajadores alemanes a quienes esos parásitos –políticos, banqueros, profesionales, artistas, tenderos– dieron la puñalada por la espalda en 1918. Los protocolos de los sabios de Sión tejieron definitivamente la leyenda de los malvados; luego, la envidia se convirtió en noche de los cristales rotos y, finalmente, en Holocausto.

En el principio fue la envidia. La historia del universo según la Biblia comenzó con ella (de Lucifer a Dios: los ángeles intentan la revolución igualitaria para ser todos dioses).Y también la historia de la Humanidad:Adán y Eva también quieren ser como Dios, y en el capítulo siguiente Caín mata a Abel, el favorito. Freud la sitúa en el origen de los conflictos del alma: el complejo de Edipo es pura envidia del padre, dueño de la madre deseada.Vicio español, decía Borges, que señalaba lo sintomático de que, para nosotros, lo bueno sea «envidiable».Toda nuestra literatura está llena de envidia: la de Jacinta hacia Fortunata, la de Diana, delicioso «perro del hortelano», la de Abel Sánchez, la de Celestina, la del hidalgo loco que imita a los caballeros andantes a quienes ama. Pero este vicio amarillo y demacrado es un universal literario: Billy Budd, el marinero de Melville, es odiado porque es hermoso (Claggart, el envidioso, no soporta sus propios impulsos homoeróticos), Julien Sorel (El rojo y el negro) es, como todos los trepas, un envidioso. Y también lo es Emma Bovary, porque la envidia nace de la ensoñación de la mirada.

El objeto de la envidia no son las cosas (lo que sería codicia): se trata de un vicio ad hominem. Y que no apunta a cualquier persona. No envidiamos a los héroes, no se envidia a Aquiles, ni a Beckham: a ellos sólo se los admira. Envidiamos lo cercano. Nadie envidia en serio a Bill Gates, ni siquiera al señor Botín o a don Amancio Ortega (que progresó «de cero a Zara»). Se envidia a nuestros pares, a los compañeros de despacho, a los que son como nosotros, a Letizia Ortiz («¿qué tiene ella que no tenga yo?») justo antes de convertirse por boda en princesa y lejana.

La universidad y la vida literaria son territorios particularmente propicios para la envidia, porque la cuota de fama y dinero que en esos ámbitos se reparte es escasa y, por tanto, más feroz la pelea por obtenerlos. Se envidia a ese compañero/a de departamento promocionado/a, a ese novelista de mi rango al que le han dado un premio, a esa fea que tiene éxito («la suerte de la fea, la guapa la desea»), a ese chupatintas como yo al que le ha tocado la lotería.Así se activa el veneno, y la ponzoña y los alambres nos ciegan (in-videre), y todo comienza otra vez: ¿por qué no yo?, preguntamos entonces a nadie.

 

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