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¿Un Premio Nobel de Matemáticas?

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Todos los años la Fundación Nobel otorga cierto número de premios. Los galardonados, además de no poco dinero, obtienen fama (o todavía más fama, según los casos) y gloria en el ramo correspondiente. El de más repercusión en el gran público es seguramente el de Literatura, pero todos proporcionan prestigio, si bien para el de la Paz la acumulación de despropósitos (el caso de Kissinger no es único) empieza a ser excesiva. Como se sabe, no todos fueron instituidos por Nobel: los de Economía y de la Paz han sido creados en fecha muy posterior, y aun relativamente reciente. Hay premios de Física, Química y Medicina, y no de Biología, en lo que a las ciencias se refiere. Tampoco de Matemáticas. ¿Por qué?

Cabe sospechar que las razones de estas ausencias sean distintas. Aun sin profundizar en la historia doméstica de Nobel, la Biología no tenía en el momento de la creación de los premios la entidad y trascendencia que ha tomado un siglo después, y podía considerarse a estos efectos sumergida en la Medicina; era una disciplina un tanto reciente de contornos menos definidos y contenido mucho menos amplio y elaborado que en nuestros días. Bien distinto es el caso de la Matemática, ciencia que se está de acuerdo en aceptar como ya constituida en la Grecia clásica, cuyo texto fundador –los Elementos de Euclides– llevaba unos veinte siglos en vigor al nacer Linneo (o Pasteur, o quien se quiera), y que a finales del siglo XIX podía exhibir logros impresionantes en cantidad y cualidad, conseguidos muchos de ellos en ese mismo siglo.

Se ha especulado mucho sobre los motivos que pudo tener Nobel para no crear tal premio, y parece que la pregunta no tiene una respuesta clara y distinta. Puede pensarse que el motivo fuese, por así decir, epistemológico; es decir, que la matemática es una ciencia de naturaleza distinta a las experimentales como la física, y cuyas verdades no están sometidas a la contrastación empírica. Más castizamente, al inventor de la dinamita le traería al fresco la ciencia matemática abstracta. Pero, aparte de lo dudosamente válido del motivo, no hay, que sepamos, documentos que apoyen esta sospecha. Una versión más primaria de lo anterior sería la voluntad, o el capricho, de Nobel, llevando a cabo el programa de la entrañable canción popular asturiana («Y en mi casa mando yo / y si quiero rompo un platu / y si a mí me da la gana / echoy el chorizu al gatu»); una vez más, faltan pruebas escritas. Sí se ha dado, tiempo ha, una variante de la teoría anterior, según la cual la ausencia del premio no vendría de la excesiva lejanía de Nobel con la matemática, sino de todo lo contrario: el más ilustre matemático sueco, Gösta Mittag-Leffler (18461927), catedrático de la Universidad de Estocolmo, habría cometido adulterio con la señora Nobel; los matemáticos estaríamos pagando las consecuencias de este, por así decir, pecado original, que nadie, ay, ha redimido. Pero la teoría era bien fácil de falsar, pues mal podía cometerse adulterio con la esposa del soltero Nobel, que nunca se casó. Bien es verdad que, aun sin haber leído a Lakatos, cabe pensar en una versión más débil de la teoría, como por ejemplo que Mittag-Leffler le pisara una querida a Nobel; una vez más, no hay pruebas.

Sea como sea, tal ausencia era sentida por los matemáticos, cultivadores además de una ciencia que llegaba (y llega) mucho menos al gran público que la física o la biología. Un intento de remedio fue la creación por el matemático millonario canadiense John Charles Fields (1863-1932) de las medallas con su nombre y que, en número variable (dependiendo del dinero disponible, como máximo cuatro) se concederían en los Congresos Mundiales de Matemáticos (masculino plural genérico) y no de Matemáticas (singular de ciencia), congresos que tienen lugar, como los Juegos Olímpicos, cada cuatro años. Estas medallas tuvieron mucha menos repercusión que los Nobel, y la dotación monetaria era muy inferior. Además, las dos guerras mundiales impidieron la celebración de varios congresos, saltándose de 1936, cuando se dieron las dos primeras, a 1950, lo que dejó sin medalla a algunos que la merecían. Por otra parte, hay una norma no escrita (como la Constitución inglesa), pero igual de rigurosamente respetada: la de que los premiados no deben pasar de cuarenta años, cuyo origen tampoco parece estar del todo claro y que quizá tenga que ver con la idea tan extendida de que la matemática es cosa de jóvenes y la creatividad matemática huye con la edad.

Hace un año el gobierno noruego creó el Premio Abel, se diría que con la voluntad evidente de que sirviera de equivalente al Nobel de Matemáticas, para lo que se empezó por equiparar la dotación económica. El premio quiere además algo así como contribuir a elevar el status de la matemática en la sociedad y estimular el interés de los jóvenes por ella, fines para los que, por cierto, más valdría contratar una buena agencia de publicidad. Ya se había hecho un intento en 1902, y entonces la iniciativa partió de la casa real. La elección de las fechas no es casual, ya que tiene que ver con el nacimiento del matemático noruego Niels-Henrik Abel (1802), puesto que de él –y no del desafortunado hijo de Adán y Eva, que hubiera estado mucho más en su ambiente en el de la Paz– toma su nombre.

Abel, hijo de un pastor luterano, estudió en Oslo (entonces Cristianía) y dio con un profesor, Bernt Holmboe (1795-1850), que se apercibió de su enorme talento y le ayudó a cultivarlo. Tras terminar sus estudios viajó por Europa y se detuvo sobre todo en Berlín, donde estuvo bajo la protección del ingeniero cultivado, August Leopold Crelle, fundador de una de las principales revistas matemáticas de la época, en la que publicó muchos de sus escritos, y en París. Vuelve pobre, sin trabajo y con la enfermedad de la época –la tisis– dentro, a su país, donde su amigo es catedrático en Oslo, y muere en 1829 poco antes de que se le conceda por fin un puesto en Berlín. Una vida «romántica», que haría de Abel algo así como un Keats de la matemática, y que podríamos poner también en paralelo con su coetáneo, el revolucionario francés Evariste Galois (1811-1832), muerto aún más joven, si bien en su caso a consecuencia de un duelo (un tanto misterioso y turbio) a pistola.

Las principales contribuciones de Abel a la matemática fueron la demostración de la imposibilidad de resolver con radicales la ecuación general de grado mayor o igual a cinco y el desarrollo de la teoría de las integrales elípticas y de las que después se han denominado abelianas. Es posible dar una idea de lo primero recordando que hay una «fórmula» (que hace intervenir las operaciones aritméticas y la raíz cuadrada) que da las dos soluciones de cualquier ecuación de segundo grado, fórmula que aprende casi todo estudiante antes de la universidad, y que hay fórmulas análogas –bastante complicadas y poco útiles– para las de grado tres y cuatro, debidas a varios matemáticos italianos de los siglos XVI XVII. Se sospechaba que el problema no tenía solución a partir de cinco y hasta se había dado (por Ruffini) una demostración bastante defectuosa y que no fue aceptada. Finalmente fue Abel, todavía muy joven, quien, después de equivocarse creyendo encontrar una fórmula para la ecuación de grado cinco, dio una correcta de la imposibilidad. Más tarde Galois hizo contribuciones fundamentales en esa dirección, caracterizando las ecuaciones para las que era (o no) posible hacer tal cosa –que un problema no tenga solución siempre no quiere decir que no la tenga nunca –en términos de lo que hoy llamamos teoría de grupos: de este modo Abel y Galois inician parte de la matemática más importante de los dos siglos siguientes. No acaba aquí el paralelo con Galois: los dos eran, digamos, progresistas (Galois incluso un revolucionario un tanto atolondrado, aun sin haber bebido), los dos tropezaron con grandes dificultades para que se reconociera su genio, e incluso tuvieron mala suerte –por decirlo de algún modo– en su trato con los grandes de la época: parece que un envío de Abel a Gauss apareció sin abrir tras su muerte, y el muy ilustre, beato, reaccionario, monárquico y gran matemático Augustin Louis Cauchy (1789-1857) perdió (bueno, o «perdió», que no acaba de quedar claro: desde luego era capaz de las dos cosas) las memorias fundamentales de ambos. La de Abel fue buscada tras su muerte y publicada… en 1841.

La vida de Jean-Pierre Serre es, desde luego, mucho menos animada, al menos en lo exterior. Se diría que es una típica trayectoria de matemático francés brillante, de muy primera fila. Nace en un pueblo del Rosellón, Bages, en 1926, ingresa en la Escuela Normal en París e inicia una carrera fulgurante que le lleva a la tesis doctoral, el paso fugaz por el CNRS (equivalente de nuestro CSIC) y la Universidad de Nancy para entrar en 1956 en el Colegio de Francia, suprema consagración académica; en 1954 había obtenido la Medalla Fields, siendo el más joven de los premiados. Desde entonces ha llevado la típica vida de scholar de primera fila: profesor visitante de lugares como Harvard y Princeton, autor de numerosos libros y artículos muy importantes, concesión del Premio Wolf el año 2000, etc. Fue igualmente miembro del grupo Bourbaki. Con la particularidad, nada frecuente en el gremio, de que una carrera que llegó a la cumbre todavía más deprisa de lo habitual se ha prolongado –se diría que sin mengua de cantidad ni calidad en la obra, lo segundo aún más raro que lo primero– mucho más de lo que se acostumbra. Tal vez eso haya contribuido a su elección, entre no pocos buenos candidatos, para este estreno.

El premio ha sido otorgado por un jurado de cinco miembros de distintos países, con sólo un noruego, y se le ha concedido «por su papel central en la elaboración de la forma moderna de numerosas partes de la matemática, en particular, la topología, la geometría algebraica y la teoría de números». Es claro que conceder por primera vez un premio como éste, como un escalafón más que lleno de matemáticos cargados de gloria, no es nada sencillo. Una tentación es, sin duda, la de empezar por los de más edad, por aquello de «no sea que se nos muera de aquí a un año» y otra la de, aun sin llegar a los extremos grotescos de algún Premio Príncipe de Asturias, hacer que lo compartan dos o más candidatos. Los hace poco fallecidos André Weil y Jean Leray, o el ruso Andrei Nikolaievich Kolmogorov, ninguno de los cuales tuvo la Medalla Fields, hubieran sido buenos candidatos. También lo era Israel M. Gelfand, uno de los matemáticos más prestigiosos de la Unión Soviética, trasladado a la universidad norteamericana de Rutgers, y cuyos noventa años se están celebrando ahora mismo. Otro era Andrew Wiles, inglés profesor en Princeton, a quien se debe, con alguna ayuda, la demostración del famoso último teorema de Fermat. Wiles anunció su resultado en la primavera de 1993, pero poco después apareció un fallo en la demostración, que se tardó más de un año en reparar. Esto tuvo como consecuencia que a la hora de decidir las Medallas Fields en el congreso de Zúrich en 1994, el jurado –parece que después de muchas discusiones, porque había quien sostenía, quizá con razón, que la parte válida de la demostración de Wiles era suficiente para darle el premio– no se la concedió. En el siguiente congreso, el de 1998 en Berlín, ya había dejado atrás los cuarenta años, y sólo se le pudo dar un premio creado para él y una conferencia excepcional, algo en lo que no es imposible ver cierta dosis de mala conciencia gremial.

Pero la demostración de Wiles, extraordinariamente complicada, utilizaba buena parte de la matemática más refinada de nuestra época, involucrando aportaciones de varios grandes matemáticos, entre ellos Serre. En esquema, el proceso puede describirse así: un matemático Gerhard Frey, sospechó hacia 1986 que a partir de la existencia de una solución del problema de Fermat era posible construir un objeto matemático (lo que se llama una curva elíptica, de un cierto tipo) con propiedades muy extrañas, tanto que harían imposible su existencia. De este modo se tendría una demostración por reducción al absurdo. Más concretamente, la curva no sería lo que se llama modular. Pero, de acuerdo con la conjetura de Taniyama-Shimura, todas las curvas elípticas de ese tipo son modulares: contradicción. Había, pues, que probar que la curva no era efectivamente modular, algo nada sencillo, a lo que contribuyeron unos cuantos primeros espadas, entre ellos Rubin, Mazur… y Serre. Y había que probar que tal conjetura no era sólo una sospecha razonable, sino un teorema de verdad, algo muy difícil, lo que hizo Wiles (con ayuda final de Taylor), no en el caso general pero sí en uno particular que bastaba para probar el teorema de Fermat. (Por cierto, que pocos años después se demostró la versión general de la conjetura, un resultado que s e d e b e a C h r i s t o p h e Breuil, Brian Conrad, Fred Diamond y Richard Taylor, quienes utilizaron algunas ideas de Wiles.) Se cuenta que en una cena de gentes principales en París, poco antes del congreso de Berlín, uno de los comensales se preguntó qué se podía hacer por Wiles, a lo que Serre replicó raudo algo así como: «¡Lo primero de todo es no hacer nada por Wiles!». Sin embargo, se hizo algo, casi todo lo que se podía entonces, por Wiles. Y se ha hecho ahora por Serre.

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