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¿Por qué fracasó la República?

El colapso de la República

STANLEY G. PAYNE

La esfera de los libros, Madrid, 614 págs.

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Stanley Payne y el firmante de estas líneas se han conocido y apreciado mutuamente durante cerca de cincuenta años. Entre sus numerosos libros he admirado especialmente Larevolución española (1970), La primera democracia española (1993) e Historia del fascismo (1995), todos los cuales han contribuido sustancialmente a los conceptos e interpretaciones en la obra que aquí se reseña. El autor señala en su prólogo que en la literatura sobre la España de los años treinta se ha prestado relativamente poca atención a los años 1933-1936, y que su objetivo actual es «abrir una nueva discusión sobre la implosión de la política democrática en España entre 1933 y 1936».

Al igual que en su anterior libro, Payne ofrece cuidadosas definiciones de los partidos políticos, sus programas, sus líderes y las tensiones dentro de cada uno de ellos. También se ocupa en detalle de los sindicatos, los grupos de intereses profesionales y los lobbies (aunque no utiliza el término «lobby») y las numerosas pequeñas milicias formadas por las organizaciones juveniles tanto de derecha como de izquierda. Una de sus principales tesis en relación con el colapso de la República es que ninguno de los dos grandes partidos políticos –el PSOE con su sindicato asociado, UGT, y su organización juvenil, más marxista y de mayor orientación soviética que el conjunto del partido, y la CEDA, con su organización juvenil militante semifascista, las JAP– eran verdaderamente constitucionales en su propaganda y en su comportamiento. Ambos eran «accidentalistas» y su compromiso con la República dependía no de las «reglas del juego» democráticas sino de si la República parecía estar moviéndose en la dirección que preferían: hacia la revolución socialista o hacia el corporativismo católico.Al igual que Nigel Townson, cuyo reciente y excelente libro, LaRepública que no pudo ser (Madrid,Taurus, 2000), expone los modestos, pero reales, elementos democráticos de los radicales de Lerroux como un partido centrista, Payne cree que Lerroux y sus colegas se comprometieron de un modo más genuino con los acuerdos necesarios, y en ocasiones veniales, de la democracia que con las utopías ideológicas que anteponían los principios del movimiento a los procedimientos democráticos.

Al leer estas páginas, y recordando asimismo la dedicatoria que Payne hace del libro a Adolfo Suárez y la UCD, me acordé del hecho de que en un artículo sobre el régimen de Azaña, publicado en 1959 en The American HistoricalReview, yo había intentado incluir una frase que decía que la élite política de la España republicana carecía de la experiencia de los deportes competitivos practicados de modo aficionado y del «autogobierno» de los estudiantes, experiencias que tendían a hacer a los estadounidenses un poco menos susceptibles de lo que lo eran los líderes de los partidos durante la República. Los editores insistieron en cortar esa frase por impropia de la «dignidad» de la investigación histórica y yo, limitado aún en mis oportunidades por el legado macartista, no insistí en mi pleno derecho a la libre expresión.

En el curso del año 1933, la coalición republicano-socialista se rompió y el presidente Alcalá Zamora ejerció su derecho legal, y su honrado juicio, insistiendo en que había llegado el momento de elegir unas nuevas Cortes, no sólo debido a la fractura de la coalición gobernante, sino también porque las Cortes de 1931 habían sido elegidas específicamente para preparar una constitución, y esa tarea, más una serie de leyes básicas complementarias como la primera ley de divorcio en España, el estatuto de autonomía de Cataluña y los primeros pasos de la reforma agraria, también había quedado legislada. Las elecciones de noviembre de 1933 fueron ganadas por fuerzas conservadoras, antisocialistas. El nuevo partido católico de Gil Robles obtuvo el número más alto de diputados, pero no una mayoría absoluta. La desconfianza y la mutua aversión personal entre Gil Robles y Lerroux imposibilitaron que los partidos de centroderecha formaran una coalición, y desde noviembre de 1933 hasta febrero de 1936 la República fue gobernada por una serie de gabinetes relativamente débiles. Payne cree que el presidente Alcalá Zamora provocó que la situación fuera mucho más inestable de lo que hubiera necesitado ser por su constante deseo de inmiscuirse en los asuntos gubernamentales, y por su rechazo personal de Gil Robles, tan fuerte que nunca ofrecería el puesto de primer ministro a este líder capaz del partido individual con mayor presencia en las Cortes.A finales de 1935, él y su primer ministro independiente, Manuel Portela Valladares, se unieron en el gran error de suponer que las nuevas elecciones serían ganadas por el centroderecha. Pero estas elecciones, en febrero de 1936, dieron lugar a la victoria del Frente Popular, tras lo cual el Partido Republicano de Izquierda de Azaña gobernaría en solitario, amenazado desde la izquierda por una presión revolucionaria cada vez más violenta de los votantes socialistas y anarquistas (no de los comunistas, que habían visto el peligro del nazismo y defendían la protección de la burguesía «progresista»).

El acontecimiento más importante de este período fue, por supuesto, la trágica y fallida revolución de octubre de 1934, en la que ni el gobierno autónomo catalán ni los socialistas castellanos tenían ninguna intención de convertir su retórica revolucionaria en una auténtica toma del poder. Pero los mineros asturianos, el sector más militante de la clase obrera industrial española, intentaron establecer seriamente una comuna que uniera a las fuerzas socialistas, comunistas, anarquistas y trotskistas. El relato de los acontecimientos que hace Payne es muy similar al de los historiadores de la corriente dominante, pero aquí se encuentra uno de esos ejemplos en que ha introducido comparaciones muy interesantes a partir de su estudio del fascismo europeo. Subraya (pp. 166-169) que la represión de la revuelta asturiana, por cruel que haya parecido en términos puramente españoles, fue considerablemente menos cruel que las represiones de los levantamientos revolucionarios por parte de la derecha en París (1871), o en Alemania, Italia, Hungría y Estonia en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, entre 1919 y mediados de los años veinte. Estas comparaciones inspiraron a su vez en mí el pensamiento quizá políticamente incorrecto de que la izquierda española en los años treinta podría haberse mostrado deseosa de asumir riesgos tan grandes, y evidentes, porque de hecho las actitudes de Cánovas, Sagasta, Canalejas y el general Primo de Rivera no habían sido vengativas, o cuantitativamente crueles, en relación con los numerosos levantamientos instigados por los anarquistas durante el medio siglo anterior a la República (excepción hecha de Barcelona durante la Primera Guerra Mundial, donde en aquellos años se dieron el contrabando y todos los tipos posibles de gangsterismo y mercado negro).

Además de haber disfrutado con la lectura, y de haber aprendido mucho con este libro, debo señalar igualmente algunas objeciones. Payne se concentra, con profusión de detalles, en los errores, los prejuicios, las vanidades o las motivaciones mezquinas de una gran parte de la actividad partidista y parlamentaria de los años 19331936, lo que hace que nos preguntemos cómo es posible que quedara alguien que defendiera la República frente al alzamiento del 18 de julio. Azaña, Casares Quiroga, José Giral, Diego Martínez Barrio, Luis Jiménez de Asúa, Félix Gordón Ordás, Lluís Companys, Josep Tarradellas, Manuel de Irujo –todos ellos republicanos decentes y ciertamente no títeres de ninguna supuesta «trama» comunista o masónica–, más los parlamentarios socialistas Prieto, Negrín, Zugazagoitia, Juan Simeón Vidarte, Ramón González Peña, Ramón Lamoneda, etc., permanecieron todos ellos al lado de la República. Conocían muy bien de las estupideces y los crímenes que cuenta Payne, pero evidentemente hubo otro aspecto de los años 1933-1936 que les hizo desear defender la República.

La discusión de la cuestión religiosa me parece la parte menos satisfactoria del libro. El autor afirma (p. 37) que «una sociedad generalmente secularizada ya no discute demasiado acerca del papel de la religión tradicional, mientras que en una sociedad cuya secularización es limitada, como en la España decimonónica, los intereses seculares y anticlericales sólo podían presentar un reto limitado». En otras páginas Payne subraya la rápida modernización de España que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX. ¿Emplea ahora «decimonónica» para evitar tratar a la España de la década de 1930 como una sociedad del siglo XX ? Honestamente, tampoco puedo entender lo que significa en esta frase la palabra «reto», y hay otros ejemplos en que me pregunto si la traducción es realmente precisa. Retomando la cita: «Como de hecho ocurrió, las guerras de religión, que nunca afectaron a la España de los siglos XVI y XVII,llegaron en su forma moderna en la década de los treinta en forma de venganza». Podría entender una afirmación así en el sentido de que las guerras de religión no afectaron al territorio español, o no revolucionaron las instituciones españolas, pero dado que formaron parte de la Contrarreforma, y teniendo en cuenta que muchos cientos o miles de conversos, erasmistas, etc., sufrieron una acerba persecución en España, creo que el texto, tal y como lo he citado, resulta sencillamente increíble.

En la página siguiente, tras nuevas protestas contra el comportamiento anticlerical, escribe: «Finalmente se aprobaría una legislación que denegaría a todos los clérigos el derecho a impartir enseñanza: una de las más fundamentales violaciones de la libertad religiosa y de derechos civiles». Es posible que los anticlericales quisieran impedir que los sacerdotes y los monjes ejercieran cualquier tipo de enseñanza, pero en la política real de la República nunca se planteó seriamente que se impidiera toda enseñanza de este tipo. Los republicanos sabían que, por carecer de profesores cualificados, necesitaban los colegios religiosos en la enseñanza secundaria, y esos colegios, más muchos otros de primaria también, permanecieron abiertos en los tiempos de Azaña como primer ministro tanto en 1933 como en 1936.Y, lo que es más importante, ¿qué hay de la libertad religiosa y los derechos civiles de aquellos españoles que practicaban una religión diferente o deseaban que sus hijos fueran educados sin hacer proselitismo de ninguna religión específica? El problema de la Iglesia católica para un gobierno no confesional era la pretensión de la Iglesia de promulgar la única verdad religiosa y, por tanto, sentirse perseguida siempre que se veía cuestionado el (en España) tradicional derecho a esta enseñanza.

Finalmente, una cuestión de precisión en las notas. En la página 534, el autor resume su investigación relativa a la frecuencia de la violencia letal entre el 16 de febrero de 1936, el día de la victoria electoral del Frente Popular, y el 18 de julio, cuando una parte significativa del ejército profesional se levantó contra el gobierno republicano. Su opinión es que el volumen de incidentes aumentó «después de mediados de abril, alcanzando un segundo punto álgido alrededor del 25 de mayo y continuando hasta el colapso final, datos estos que refutan el argumento del historiador americano Gabriel Jackson según el cual, durante las últimas semanas previas a la guerra civil, se produjo un relativo declive de la violencia». La nota 19 remite al lector a la página 222 de La República española y la Guerra Civil.

Gabriel Jackson no pudo encontrar, por su parte, ningún argumento general que sugiriera un declive relativo de la violencia global. Sí que escribió, en relación con las elecciones en el Partido Socialista el 30 de junio, «que la marea se había vuelto contra Caballero y de vuelta hacia los moderados de Prieto», y unas líneas más adelante, en la página 222, que «Una de las muchas ironías trágicas de la Guerra Civil es que tuvo lugar unas pocas semanas después de la primera evidencia tangible de que la marea revolucionaria dentro del Partido Socialista estaba empezando a remitir». Un indicativo de un ligero cambio político dentro del Partido Socialista se ha generalizado en un «argumento» de que la violencia letal estaba declinando en las últimas semanas previas al comienzo de la guerra. No tengo ninguna objeción a las conclusiones generales de Payne, basadas en una investigación ingente, y estoy tan contento como cualquier otro autor de verme «citado», pero agradecería que la referencia se acercara más a lo que escribí realmente. Creo también que el problema es general, tanto por las quejas que he oído manifestar a numerosos colegas, como porque nada menos que en tres ocasiones en los últimos diez años aproximadamente he visto referencias a mis palabras que iban mucho más allá de lo que había escrito realmente que la referencia de Payne en la nota antes citada. Supuestamente, el objetivo de todos los historiadores es acercarse cada vez más a toda la verdad al tiempo que realizan nuevas investigaciones y escriben sobre acontecimientos controvertidos e importantes del pasado. Para hacer esto tienen que poder depender de las referencias en notas de sus colegas. Resulta esencial que sean precisas porque las notas a pie de página están concebidas, muy especialmente, para confirmar lo que se ha dicho en el texto principal.

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