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Los orígenes del policíaco español

PLINIO, CASOS CÉLEBRES

Francisco García Pavón

Destino, Barcelona

782 pp.

29,50 €

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Sería imposible comprender la narrativa policíaca española de calidad sin la serie que sobre el policía Plinio escribió entre 1953 y 1985 Francisco García Pavón. Su peso en el género detectivesco autóctono fue tan decisivo que cuesta entender el olvido en que se ha visto sumida su obra en las últimas décadas, sobre todo desde que, tras la transición, autores como Manuel Vázquez Montalbán, con su detective privado Carvalho, pusieron de moda una novela negra claramente impostada y deudora de la literatura foránea.

La historia del policíaco español arranca con un título menor, El clavo (1853), de Pedro Antonio de Alarcón. Después Galdós intentaría sin demasiada fortuna acercarse al género con un mismo argumento que le ocupó dos novelas: La incógnita y Realidad, ambas de 1889. Influida por el éxito de Sherlock Holmes, Emilia Pardo Bazán tendría más suerte a principios del siglo XX con una serie de relatos de intriga que en 1911 le llevaron a publicar la novela corta La gota de sangre.

Desde entonces y hasta los años cincuenta, cuando el franquismo abre la mano censora al crimen autóctono de ficción, la mayoría de la producción policíaca nacional se centra en títulos, generalmente firmados bajo pseudónimo anglosajón, en los que la acción se desarrolla a cientos o miles de kilómetros de España. Como dice Antonio,el Faraón, uno de los personajes habituales de la serie Plinio, en El rapto de las sabinas, «la gente se pierde por todo lo que no es llano y les queda lejos. Cuanto más lejos mejor».

Si los cimientos del género los pusieron Alarcón, Galdós o la Pardo Bazán, en 1953 Mario Lacruz,con El inocente,y sobre todo García Pavón con Plinio su primer caso fue El Quaque–, levantaron las paredes y cubrieron el techo de una corriente literaria que en Estados Unidos,Gran Bretaña, Francia e incluso Italia ya gozaba del favor del público y la crítica.Ahora la editorial Destino, sin respetar el orden cronológico, recupera en un tomo, prologado por Lorenzo Silva, las tres mejores novelas de Plinio (El reinado de Witiza,de 1968;El rapto de las sabinas, de 1969, y Las hermanas coloradas, de 1970) junto al último libro de relatos que García Pavón dedicó a su personaje,El último sábado (1974), que toma el título de la novela corta que abre el volumen.

Pero ¿quién es Plinio? Abofeteando todos los clichés del género –preferentemente ambientado en grandes ciudades y protagonizado por tipos duros siempre al borde de la ley–, García Pavón, gran admirador del comisario Maigret de Georges Simenon, elige como detective al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso (Ciudad Real), Manuel González, alias Plinio, y le pone como ayudante a un veterinario, don Lotario, ocioso por culpa de la mecanización del campo, donde el tractor ha relegado a las caballerías.

Un policía alto y delgado recorre la Mancha en el Seat 600 conducido por un veterinario más bajo y orondo, como don Quijote y Sancho a lomos de Rocinante y el asno. Las referencias a la gran obra de Cervantes son frecuentes en esta serie que, además, hace gala de otra característica cervantina: el sentido del humor. El argumento de El reinado de Witiza, por ejemplo, se basa en una broma. Alguien deposita un cadáver anónimo, minuciosamente embalsamado, en el nicho vacío que Antonio, el Faraón, ha comprado en el cementerio para cuando se muera su suegra. Descubrir la identidad del muerto y del amortajador (o amortajadores) se convierte en un caso que tendrá en vilo a todo el pueblo.Y Plinio pondrá su sentido común al servicio de la resolución final, consciente de que «este mundo es una zurra hecha con media arroba de locos y otra media de idiotas».

Primera de las tres grandes novelas del policía manchego,El reinado de Witiza obtuvo el Premio de la Crítica y muestra al público las dos grandes preocupaciones que caracterizan a toda esta serie policíaca, que no policial, como insiste su protagonista: la muerte y el amor o, si se prefiere, el miedo metafísico a volver a la nada y el sexo. Lo sexual ocupa precisamente el argumento central de El rapto de las sabinas, que narra la desaparición de dos de las mozas más guapas del pueblo, caso al que se une el hallazgo en una viña del cadáver putrefacto de una mujer metido en una bolsa de plástico y el rapto de otra guapa de Tomelloso, hija de uno de los señoritos ya maduros del lugar.

Todo Plinio es una alegoría sobre la realidad política y social española del franquismo y un canto a las ideas que defienden la libertad: «Para que las cosas sean perfectas en este mundo, deben ser libres», dice un personaje. La muerte del habitante más longevo del pueblo, un loro centenario, lleva a recordar a los vecinos los gritos que daba el pájaro contra los americanos cuando la Guerra de Cuba, los moros en los tiempos de la de África y «¡Mueran los fachas!» durante la Guerra Civil. Eso sí, el loro finalmente tuvo que aprender a decir «nacionales valientes y rojillos sinvergüenzas» porque, como cuenta otro personaje, «en España hay que estar preparado para cambiar de ideas a tiempo si quieres que no te enfosen por grito más o menos». Son novelas de supervivientes en un entorno hostil al que ni siquiera juzgan o, al menos, lo hacen sin excesiva violencia.

La nostalgia por el liberalismo republicano que pudo cambiar «esta patria de curas» y hacer a los hombres más felices por más libres, se topa siempre contra el muro de los fantasmas de la Guerra Civil, aspecto central de Las hermanas coloradas, novela con la que García Pavón obtuvo el Premio Nadal, que en la época gozaba de enorme prestigio. Se trata del relato más alegórico de esta trilogía y, por primera vez, se desarrolla en Madrid, aunque en círculos tomelloseros. Plinio y don Lotario son llamados a la capital de España por la Dirección General de Seguridad, para investigar la desaparición de dos gemelas pelirrojas ya maduritas –las hermanas coloradas–, huérfanas de un notario madrileño que inició su carrera profesional en Tomelloso.

La preocupación del detective por la muerte, apoyada en las teorías de su amigo más filosófico, Braulio, y las heridas que la Guerra Civil ha dejado en los vencidos se convierten en el núcleo central del relato: «España está llena de muertos en vida», hace decir García Pavón a uno de sus personajes. Muertos en vida como las hermanas coloradas, que guardan en su casa una galería de fantasmas representados por maniquíes con las caras de sus seres queridos, entre ellos aquel joven republicano que enamoró a una de las gemelas y desapareció tras el golpe militar. O el funcionario que, tras firmarse la paz y en espera de destino, ansía la jubilación oculto en la azotea de un ministerio, fabricando marcos para cuadros mientras su secretaria tricota a máquina prendas de punto.

En Las hermanas coloradas, hasta la sexualidad ha muerto, hecho representado por el feto del malogrado hermano Norbertito, que las gemelas guardan en alcohol dentro de un tarro. La resolución del caso muestra la desolación de unos personajes a los que la guerra ha convertido en zombis sin alma; la perdieron en el 36 y son incapaces de recuperarla con las últimas amnistías del franquismo a favor de los rojos que aún se esconden por el país.

En el debe de la saga pesa excesivamente el esfuerzo del autor por recrear un lenguaje manchego rural, tan rico como en ocasiones excesivo y que a algunos, como al prologuista Lorenzo Silva, les hace referirse al casticismo como mácula peyorativa. Un deje castizo que García Pavón nunca esconde bajo el esnobismo que suele utilizar Silva para adornar a la pareja de guardias civiles de su serie policíaca, el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro. Mientras los personajes de Plinio matan el tiempo en el casino, fuman caldo y «celtas» y beben en bota cuando comen gachas y migas, los guardias civiles de Silva juegan al ajedrez dentro del coche patrulla, observan las estrellas por un telescopio o citan frases de Lacan, lo que, al mismo tiempo que les roba casticismo, les merma credibilidad.

Ese culto al lenguaje de García Pavón se diluye en los relatos más cortos, como El último sábado –donde predomina la vertiente sexual–, y los otros nueve, más breves, que cierran este tomo de Plinio, casos célebres. Pero tampoco están libres de costumbrismo, o de provincianismo, término muy peyorativo en un país que ha cambiado en su buzones el rótulo de «Provincias y extranjero» por el de «Otros destinos» y ha elegido preferentemente a Madrid y Barcelona como escenario de sus crímenes de ficción, al menos cuando éstos no se desarrollan en Bangkok.

En el haber de Plinio, aparte de todo lo expuesto, destaca la construcción de personajes novelescos, que envejecen durante el transcurso de la serie como si fueran reales y transmiten verosimilitud hasta en el caso de los secundarios con menos papel, como la pareja femenina que rodea al protagonista, su mujer Gregoria y su hija Alfonsa. Ésta va secándose de soltería libro a libro, hasta que se casa en el penúltimo de la serie, Otra vez domingo –y no el último, como dice el prologuista–, publicado en 1978, al comienzo de la democracia. La Alfonsa hará abuelo a su padre en la novela que cierra el ciclo, El hospital de los dormidos (1980).

Parecen tan de carne y hueso que no causa extrañeza cuando,en ocasiones,comparten diálogos y escena con otros «de verdad», como el poeta Félix Grande, el pintor Antonio López o el mismo Paquito García Pavón. Son tipos inmersos en un mundo rural de grandes cambios –la mecanización del campo, el imperio de las cooperativas vinícolas, la emigración a la ciudad–, que todavía no han logrado acabar con la división en castas.Un ejemplo es el uso del tú y el usted, que revela la posición social de cada uno de ellos. Son criaturas de ficción que se agarran a la vida como pueden: el cabo Maleza vagueando en busca de fórmulas para calmar sus apetitos alimenticios y sexuales; Braulio filosofando sobre la levedad del ser y la amargura de saberse mortal; la Rocío lanzando ironías detrás de la barra de su buñolería y construyendo en su huerto un patio andaluz que la libere de la sequedad manchega; Antonio, el Faraón, engordando de grasa y frivolidad hasta los límites de la razón, mientras gasta bromas de relativo gusto a diestro y siniestro; don Lotario disfrutando de haber encontrado en el policía a un amigo al que quiere más que a su profesión o a su vida, y Plinio –que jamás tutea a su compañero de aventuras– sobrellevando como puede la injusticia de haber nacido en un lugar y en una época que le privaron de ocupar el puesto que su inteligencia y sentido común merecerían:algo similar a lo que le ocurrió a su propio autor.

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