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Pedro Juan por Pedro Juan

CORAZÓN MESTIZO. EL DELIRIO DE CUBA

Pedro Juan Gutiérrez

Planeta, Barcelona

284 pp.

21 euros

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De Pedro Juan Gutiérrez el lector no se espera ya una trilogía, pero sí al menos una novela un poco trash sobre la capital de Cuba, con sexo, palabrotas e inmundicias. Y si lo que se anuncia en la cubierta (El delirio de Cuba) es cierto, más aún. Ya no se tratará sólo de una ciudad, sino del conjunto de la isla, adonde van a pasar sus vacaciones tantos viajeros, en busca precisamente de lo que promete el autor (o el editor, en este caso): un «delirio». Si es pornográfico, mejor. El libro, sin embargo, no es nada de eso. Decepción para sus lectores habituales, sin sorpresa agradable para los críticos. ¿De qué habla, pues, este libro de Pedro Juan? De la obra de Pedro Juan, de fragmentos de la vida de Pedro Juan, de algunas de las interrogaciones de Pedro Juan (si me permito esa familiaridad con el autor es simplemente porque aparece constantemente a la vez como narrador y protagonista de su propio libro).

En resumen, el autor intenta sacarse de encima al personaje que él mismo se ha creado, hastiado de la imagen que han vehiculado por el mundo sus escritos anteriores. Y lo hace a través de un viaje iniciático no al corazón de Cuba (por parafrasear el título de un ensayo del exiliado Carlos Alberto Montaner), sino a la superficie de la isla. Y ahí se queda, en la superficie.

Las ocasiones no faltan, sin embargo, para dar a conocer algo más que unas estampas nada halagüeñas de Cuba pero, en fin de cuentas, turísticas. El autor no puede, o no quiere, ir más allá. Su relato se queda en agua de borrajas cuando tiene que hablar de sí mismo y de lo que vivió. No todo fue fácil para un autor que, antes de ser universalmente conocido, tuvo que soportar uno de los aspectos más terribles del sistema castrista: el trabajo forzado. Así lo relata, casi de pasada: «Los extensos cañaverales que hay en esta zona me recuerdan las largas zafras azucareras que hice aquí como machetero, tumbando caña de seis de la mañana a seis o siete de la tarde, a veces más. Entre 1966 y 1970. […] Basta decir que los esclavos africanos cortaban caña de azúcar porque tenían encima un capataz con un látigo implacable. Yo tuve que cortar caña doce o trece horas diarias, de lunes a domingo, desde noviembre hasta mayo, y cuatro años consecutivos. Mis recuerdos de esta región no son muy agradables. Un día de Iván Denisovitch. Así que seguimos adelante».

A pesar del estilo a veces telegráfico, a veces alusivo, puede palparse el trabajo esclavo, a menudo calificado de «voluntario» por las autoridades castristas. Pero no es suficiente para el lector. Para contar ese mismo trabajo, otros tuvieron que tomar el camino del exilio, después de haber pasado por distintas cárceles. Fue el caso de Reinaldo Arenas, quien escribió al respecto un largo poema titulado «El central», que junta la experiencia de la esclavitud con la del comunismo, al igual que Pedro Juan Gutiérrez, pero con una fuerza infinitamente superior. No se contenta con una alusión al universo de los zeks, los presos soviéticos deportados a Siberia, de los que hablaba Solzhenitsyn, ofreciendo un testimonio desgarrador. Aquí nuestro autor contemporáneo, sin duda por haber elegido quedarse a vivir todavía en Cuba, se contenta con poca cosa. Demasiado poca.

De la misma manera, aborda otro tema tabú, también de pasada. Se trata esta vez de la lucha que mantuvieron durante la primera mitad de los años sesenta importantes grupos organizados en guerrillas contra el Gobierno, en la sierra del Escambray, en el centro de la isla. Una rebelión campesina silenciada por el Gobierno y absolutamente desconocida por la opinión pública internacional. Las autoridades castristas llamaron la guerra cruenta que el Ejército y las milicias llevaron a cabo contra esa insurrección duradera «Lucha contra Bandidos (LCB)». En Trinidad, ciudad turística por excelencia, existe incluso un museo de la LCB. Claro, los opositores a la revolución sólo podían ser, según la terminología oficial, «bandidos», «gusanos», «mercenarios» y otros calificativos igualmente respetuosos. Pedro Juan Gutiérrez aborda en medio de un párrafo las represalias adoptadas por el Gobierno contra los rebeldes y los habitantes de la zona en conflicto: «Una de las medidas que tomaron fue la de sacar de estas lomas a muchas familias y situarlas en pueblos como Sandino y Briones Montoto en la provincia de Pinar del Río, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. En esos pueblos, hace años, conocí a algunas de esas familias y me contaron lo que había sucedido. Son historias turbias y desagradables. Demasiado violentas para contarlas aquí».

¿Y dónde, entonces? El lector adivina, en estos extractos, que el autor no está de acuerdo con estos acontecimientos. ¡Faltaría más! Pero las medias tintas no permiten dar a conocer lo que realmente pasó. Es responsabilidad del escritor, de cualquier intelectual que se respete, contar las historias, por más turbias y desagradables que sean. Si no, miente por omisión.

En lugar de eso, el autor se contenta con un paseo impresionista por la isla, una clase de historia y de etnología para usanza de la mayoría, con el objetivo de mostrar que todos los cubanos somos mestizos, mezcla de negros y de blancos, de chinos y de toda clase de europeos que hayan pisado esa tierra, encrucijada desde hace siglos de innumerables culturas. Todo eso, por supuesto, para mostrar la originalidad de la cultura cubana, como lo habían recalcado, mucho antes, Lidia Cabrera, Jorge Mañach, Manuel Moreno Fraginals, Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y otros, que conocieron destinos divergentes, por no decir opuestos. Unos exiliados, otros glorificados. El elogio del mestizaje no es suficiente para postular la unidad de la cultura criolla. El pensamiento y el compromiso de cada uno no son mestizos. Son libres o sumisos. La elección, más que la etnia, es lo que define el valor de las palabras.

Lo esencial del libro reside precisamente en eso: lo no dicho. El resto es un paseo por toda la isla, combinado con retratos de gente del pueblo que Pedro Juan se cruza o que va a visitar y que lo saludan familiarmente, como a un escritor reconocido que ha sabido reflejar parte de su vida en la Cuba de hoy. Todos han leído sus libros, más o menos a escondidas. Pero él ya no quiere seguir por la misma vía.

En otros términos: Pedro Juan Gutiérrez está cansado de sexo, de la crudeza de sus anteriores escritos. El escritor se ve a sí mismo con cierta distancia y glosa, o deja que los demás glosen, su propia obra. Las aventuras que aparecen en el libro no son las suyas, sino las de su compañero de viaje, más joven. Son a veces tristes, a veces caricaturescas. No es fácil, sin embargo, quitarse de encima una etiqueta que él mismo se impuso, una imagen que queda apegada a su fama mundial. La mayoría de sus lectores buscarán lo que forjó su éxito. El resto, los que intuyen que detrás de cierta facilidad narrativa para retratar una Cuba demasiado conforme al cliché de una sexualidad desbordante, se dará cuenta de que el escritor no pudo, o no quiso, ir lo suficientemente lejos en la crítica de una sociedad que, antes de que él se decidiese a retratarla hasta en sus inmundicias, quiso quebrarlo, como a tantos otros que prefirieron abandonar el paraíso o el infierno (según los ojos y la distancia física con que se mire), sexual o no. 

 

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Ficha técnica

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