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El condenado inocente

Poemas encadenados (1977-1987)

PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA

Seix Barral, Barcelona

539 págs.

21 €

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Los lectores de Pedro Casariego Córdoba (1955-1993), poeta considerado extremadamente raro, ya no tenemos que escarbar en bibliotecas o colecciones heroicas para encontrar sus libros: en este volumen se nos ofrecen sus cinco poemarios conocidos, otro inédito y un sustancioso apéndice de poemas sueltos. Si tenemos en cuenta que la editorial responsable de la aventura no es ni mucho menos una empresa marginal, cabe preguntarse si la rareza no estará más bien en otra parte, y no en el poeta ni en sus lectores.

Pedro Casariego escribió sobre todo poesía, y, como señala Ángel González en el prólogo de Poemas encadenados, lo poético impregna el resto de su obra (contenida en Verdades a medias, de 1998). Su actitud ante la escritura es la de quien, antes de dejar sobre el papel su primera palabra, ha hecho un silencio crítico inconmensurable para él mismo. Su aprendizaje no parece haber pasado por la lectura y la imitación de los modelos clásicos o modernos, ni por la reflexión sobre las corrientes más activas del momento en que su obra va a producirse, de manera que no parte de cálculo estratégico alguno, sino de la controversia entre aquella primera palabra y aquel silencio exigente. Sus libros mantienen una imperturbable unidad de dicción. Cada poema se relaciona con los demás como las teselas de un mosaico que el autor construye deliberadamente –muy lejos, en mi opinión, del automatismo–, y el conjunto queda soldado por recurrencias y variantes, versos que cierran un poema y abren otro, escenas cómicas que páginas después se transforman en tragedias, imágenes que se corresponden por afinidad o por contraste. Sin pretender erigirse en composiciones unitarias, los bloques de versos se suceden como pasos que sostienen un cuerpo hiperconsciente de su andadura, entregado a ella de una manera inevitable, aunque bajo sus pies esté el vacío y detrás no deje la huella de un argumento lineal: la tesela es sólo la cara externa de un prisma irregular hundido bajo tierra, y el mosaico que subyace a los pasos del lector no tiene fin.

Tiene principio. La poesía de Pedro Casariego se mantiene en aquel «antes de la palabra» a que aludíamos, y desde allí recomienza a cada página. Si discurre y avanza, no lo hace para adentrarse en el terreno de la poesía «como debe ser», sino para volver de nuevo al comienzo. De ahí su tono de relato infantil, su iconografía de viñeta en blanco y negro y su empleo eficaz de cierta apariencia de impericia atesorada como la mejor barrera de protección contra el anquilosamiento: «Usemos la pluma / del escritor fracasado» (pág. 237). Quienes conocieron al autor afirman que abominaba de la madurez literaria. Inmaduro convencido, adolescente vocacional, este poeta ostenta una verdadera fijación por el ir a decir, una disposición sin la que en poesía no puede decirse apenas nada: la actitud de quien cobra energías en su imperturbable –e imperturbado– fracaso. De esa forma, la escritura de Casariego empieza sin acabar de cuajar nunca y termina bruscamente pero en sí misma, en ese espacio del inicio inconcluso. No es sólo que no tenga antecesores ni seguidores –su evidente filiación vanguardista deja al descubierto sus espaldas, y asociarlo con otros excéntricos nos forzaría a inventar agrupamientos impropios–, sino también, y sobre todo, que no busca ser original porque se sitúa en la línea de partida de la originación. La originalidad constituiría una personalidad literaria identificable, objetivo que a Casariego no parecía preocuparle; pero la búsqueda de la dicción originaria borra la propia voz y disuelve la identidad en el ámbito fundacional de lo lírico, que se alimenta de tiempo verbalizado y desecha la cáscara de los nombres propios. La originalidad, en poesía al menos, es un estilo determinado y se manifiesta –legítimamente, desde luego– en formas fértiles que reclaman un manantial característico y un espacio propio; la originación, sin embargo, es un latido desazonador que horada en cada instante un túnel sincrónico y torrencial, la completa secuencia evolutiva de la especie en el tiempo de cruzar un semáforo. Es el «himno genesíaco» imposible de traducir (pág. 428), aunque en su último verso haya «una palabra que mira: Dra»: enigma (un vocablo compuesto por todos a la vez) y chiste (un diccionario vigilante, como un ojo de marco triangular), es decir, antimadurez. De ahí que al fondo de estas páginas –pasillos de aeropuertos, fotogramas de película policíaca– parezca sonar la música de Erik Satie, un artista de temperamento tan irreductible como el de Casariego, «un hombre del género de Adán (del paraíso)»Erik Satie, Cuadernos de un mamífero, Edición de Ornella Volta. Traducción de María del Carmen Llerena, Ed. Acantilado, Barcelona, 1999, pág. 7..

Los poemas inéditos hasta ahora que se incluyen en el libro (como lo era La canción de Van Horne) , constituyen piezas autónomas y por ello difieren de aquellos fragmentos con los que componía sus libros, pero a la vez los reafirman al mostrarnos a su autor vuelto hacia una perspectiva más explícita poéticamente.

Del principio al final de esta obra, ahora que podemos abarcarla, nos encontramos con el testimonio de un condenado inocente. «El poetizar es la ocupación más inocente de todas. Es la actividad que crea el dominio del lenguaje; pero el lenguaje es el más peligroso de los bienes»Román G. Cuartango, Así como fundan lospoetas… (Heidegger y la poesía de Hölderlin), Ed. Límite, Santander, 2000, págs. 54-55. El lenguaje nos condena y nos salva, pues hablamos con todos los errores y los aciertos, las bendiciones y los crímenes acumulados en cada palabra. «¡No hay culpa, / sólo hay herida!», leemos en otro poema suelto, incluido en la excelente introducción de Esther Ramón (pág. 39). No hay rareza; sólo hay creación lingüística con todos sus riesgos vitales asumidos. Y quizá, para un poeta integral como Pedro Casariego, no hay vida ni muerte, sino sólo resurrección.

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Ficha técnica

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