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Pedro Almodóvar: «Volver»

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El fenómeno Almodóvar contemplado desde Londres ofrece algunos aspectos que convierten la visión de cualquiera de sus películas en algo de mucho interés. Y el lugar importa, porque, como es obvio, importa el público, dado que el cine, a diferencia del libro, se disfruta, o se sufre, en compañía. La película, claro, se dio en versión original con subtítulos. Los doblajes, ya se sabe, son algo castizo, muy nuestro, un legado, por cierto, del régimen del general Franco, que tanto gusta hoy a las distribuidoras norteamericanas, deseosas de mantener esa práctica colonización que sufre nuestro mercado. Y sorprende que un país como el nuestro, tan hipersensible para ciertas cosas, sea el más consentidor y complaciente con el doblaje que despoja de matices genuinos a las voces, con un efecto homogenizador, o más bien esterilizador, pues no es sino una interferencia entre el público, de un lado, y los actores y el director, de otro.

Volviendo a la sala inglesa en que vi Volver, tengo que decir que desde los tiempos de Luis Buñuel, con Viridiana o con Belle de jour, no había sido testigo de un fenómeno parecido. La sala estaba llena, la gente reía, se inquietaba o se emocionaba del mismo modo que podría hacerlo el público de Ciudad Real, Albacete o Guadalajara. Se me ocurrió pensar que en eso consiste la universalidad. Un pensamiento a lo Perogrullo, ya lo sé. Pero no me resisto a contarlo, porque pocas veces se me hizo tan evidente la verdad de aquella frase del novelista portugués Miguel Torga: «Lo universal es lo local sin fronteras». Algo que todavía no sé si ha llegado a entenderse de manera cabal entre nosotros.

Por eso me resulta curioso, y casi ejemplar, por más que sea una mera anécdota, el hecho de que un inglés conocido mío me haya comentado su convencimiento de que si Almodóvar no es un cineasta catalán, por lo menos se habría formado en Barcelona, supongo que por aquello de que uno es de donde ha hecho el bachillerato. No puede negarse que los barceloneses han sabido presentarse ante el mundo como el paradigma de una cierta modernidad, sobre todo de la modernidad española –no siempre con éxito, naturalmente, que también hay intentos fallidos, como los hay en Madrid y en otras partes de España–, en todos aquellos lugares donde se ha perseguido en la obra de arte un sello de cosmopolitismo a ultranza. Un fenómeno similar, salvando todas las distancias, al de ese patético empeño de Michael Jackson por convertirse en blanco, muy capaz, supongo, de confundir al espejo y acaso de engañarse a sí mismo, pero no de engañar a los demás.

A mi juicio, Pedro Almodóvar ha conseguido traspasar fronteras precisamente por haber tratado siempre de ser él mismo, excelente lección para artistas a la violeta, y pido perdón por parafrasear a estas alturas al viejo maestro don José Cadalso, a quien tanto preocuparon estas cosas.

¿Qué es lo que me ha llamado la atención de la película? Hay una primera impresión de homenaje estupendo a la mujer, precisamente a partir de una mujer concreta, modesta, trabajadora, de apretada economía y, sobre todo, manchega. La película homenajea claramente a esa mujer rural, devenida luego en emigrante en la gran ciudad, trabajadora por horas, preferiblemente de asistenta o limpiadora, con residencia en los suburbios obreros. En Inglaterra se han recogido unas declaraciones socarronas de Almodóvar al afirmar que Penélope Cruz, dando vida cinematográfica a Raimunda, resulta una manchega de cuerpo entero, en todo menos en el culo, que en las mujeres de su tierra suele ser tan grande como un saco de patatas, o algo así.

Pues bien, anotada esa excepción, hay que reconocer que estamos metidos hasta el tuétano en lo local, en lo que se supone que son las raíces biográficas más recoletas del realizador manchego. Esos pueblos blancos, de casas modestas, a lo sumo de dos alturas, alineadas en paralelo a lo largo de una calle estrecha, de aceras mínimas, que algún vecino ocupa en los atardeceres sentado a la fresca sobre una escueta silla de madera. Y, sobre todo, ese ambiente primero de su vida, que imaginamos lleno de mujeres ajetreadoras y relimpias, siempre en guerra abierta contra el rastro de suciedad que va dejando el varón a su paso, marido, padre o hermano, con todo lo que tiene de símbolo y que Almodóvar subraya.

En escenario de naturaleza tan ancestral, el glamour plástico se atenúa, y esos interiores tan característicos y llenos de colorido, en buena medida de importación hollywoodense, que caracterizan a la mayoría de las películas del manchego, que a casi todos encantaban y que en algunos provocaban reparos, prácticamente desaparecen. Pero lo que disminuye por un lado se recupera con creces por el otro, y la película sube en grados de autenticidad. No por realista, sino precisamente porque su rea­lismo se apoya en la fantasía, a modo de un subrayado metafórico.
 

Volver, siendo, como es y parece, una película de Almodóvar, es decir, una película con su sello personal, difiere para mejor de su obra anterior. Más lograda que Todo sobre mi madre a pesar del Oscar que obtuvo; más que Hable con ella, la más valorada hasta ahora; más también que una de sus películas menos conocidas y más interesantes, la titulada Entre tinieblas, que transcurría entre las cuatro paredes de un convento de monjas madrileño, con una sustancia nutricia, entre reflexiva y disparatada, entre iconoclasta y trascendente, evocadora del mejor Buñuel, aunque todavía se advirtiera en ella ese lastre que grava buena parte del cine de Almodóvar, por una reiterada tendencia a deslizarse hacia un tono que no sé denominar más que como de marujeo, nacido acaso del especial apego que siente el manchego por el mundo coral femenino puesto en un cierto disparadero.
 

Volver me parece, pues, su película mayor, una obra de madurez, la que resume y redondea, además, su mundo personal. Un poquito de subrayado expresionista hay ya en la primera secuencia con esas mujeres manchegas, mujeres de pueblo, que se afanan en limpiar las tumbas de sus deudos, sus hombres, padres, maridos, hermanos, hijos, con una energía y dedicación dignas de ese afán de pulcritud que es su santa obsesión, bajo el azote del viento solano, esa fuerte corriente del este que lleva fama de enloquecedora. Imagen como de opereta o de zarzuela que presagia una comedia típica almodovariana. Así que, cuando abandonamos el cementerio, que lo hacemos enseguida, nada nos hacía pensar que íbamos a encontrarnos con una película de aparecidos. Y eso es lo que hay, o lo que parece que hay.

Las dos hermanas que limpiaban la tumba de su madre muerta, Raimunda y Sole, interpretadas por Penélope Cruz –en el papel de su vida– y Lola Dueñas –excelente también–, a quienes acompaña la hija de la primera, visitan a su tía, un papel que interpreta tan estupendamente como en ella es habitual Chus Lampreave. Las hermanas se admiran de cómo su anciana tía, ciega y prácticamente impedida, puede arreglárselas tan bien sola, en el aseo, en la comida, en la limpieza de la vivienda. Pues bien, durante esa visita, Sole, que ha subido en solitario a la segunda planta, cree ver a su madre muerta tranquilamente sentada en un sillón o una mecedora. Es una imagen fugaz, suficiente para mostrar lo bien que llena la pantalla Carmen Maura, ahora, por primera vez, en el papel de madre y abuela, con una mirada plácida, inteligente, entre bondadosa y burlona.

Sole, bajo el claro ascendiente de su hermana Raimunda, que tiene más arrestos y confianza en sí misma, se va de allí desconcertada, incapaz de soportar por más tiempo la aparición y sin atreverse a hablar de ello con nadie. El público tampoco está muy seguro de lo que acaba de ver: ¿se trata de un espectro, de una alucinación? Todo puede ser y poco importa, porque el espectador, en fase tan temprana, ya ha empezado a rendirse.

Las cosas se complican muy pronto, y si parecía que de la comedia pasábamos al cine de espectros, o siquiera a la sospecha de tal, ahora, una vez que las hermanas regresan a Madrid, donde ambas viven (Sole trabajando de peluquera clandestina en su casa, Raimunda con su marido y su hija), el suspense parece adueñarse de la narración. Algunos planos verticales, algunas tomas singulares lo subrayan de un modo caligráfico, si se me permite la expresión, como cuando Penélope Cruz friega los ­cacharros o sirve la sopa en la mesa. No sé si pueden llamarse Macguffin visuales, pero sin duda evocan al inolvidable Hitchcock, y producen el efecto de un importante clarinazo visual, porque algo grave va a ocurrir, algún peligro serio acecha.

El marido de Raimunda, que la esperaba rodeado de cascos de cerveza vacíos frente a la pantalla del televisor, es la visión del zángano: el mismo retrato cruel del hombre indolente, del hombre esperma, exigente e insensible que ya retratara Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Antes de acostarse atisba un pecho desnudo de su propia hija mientras ella se pone el camisón en su cuarto. A continuación Raimunda rehúsa hacer el amor y él, acuciado por el deseo frustrado, se masturba en silencio al otro lado de la cama. Con dos o tres pinceladas está dicho todo. Y aquí, al igual que en ¿Qué hecho yo para merecer esto?, el hombre vulgar encuentra un triste destino, una suerte de justicia natural que si en aquella le fue aplicada con una pata de jamón, en ésta se realiza a manos de la adolescente hijastra del sujeto.

Al día siguiente, cuando Raimunda, acabada la tarea laboral de limpiadora en el aeropuerto, acude a casa, se encuentra con el marido muerto: lo ha matado la niña para defenderse de sus intentos de violación. El ritmo, como se ve, ha adquirido ya una trepidación muy superior. Y otra vez parece que hemos cambiado de género, ahora mediante unas imágenes espléndidas, las de ese papel absorbente de cocina con el que Raimunda, que ha decidido ocultar el homicidio, limpia la sangre bajo el cuerpo acuchillado del marido. Por increíble que parezca ese plano del papel sobre la sangre absorbiéndola poco a poco, es de una plasticidad bellísima y ocupa toda la pantalla. Ahora hay que deshacerse del cadáver, y nos adentramos en otro tipo de cine, entre el suspense y el terror, en clara evocación de aquella primera clásica del género, titulada Las diabólicas, del francés Henri-Geor­ges Clouzot. Raimunda introduce el cadáver en el congelador de un restaurante que se traspasa, cuyas llaves guarda por encargo del dueño para que lo enseñe a los interesados. Y aunque no se trata de contar la película, hay que decir que ese restaurante vacío cambia para mejor la vida de Raimunda, que poco a poco y como sin querer llega a hacerse restauradora.

Pero habíamos dejado a la madre en forma de espectro en el pueblo y aún no sabemos si era un espectro o una alucinación. El misterio se desvela enseguida, y en clave de comedia otra vez. Muere la tía anciana, avisan a las hermanas y Sole regresa al pueblo sin Raimunda, que se afana en deshacerse del cadáver de su marido, bien congelado. Es entonces, en esa vuelta de Sole a la casa materna, cuando sabemos algunas cosas más del pasado de la familia, de esa muerte misteriosa de sus padres en un incendio. Y pronto aparece una nueva incógnita: lo que antes apenas se había apuntado cobra tintes de verdadero misterio, porque hay una tercera persona, una hippy, curioso ejemplar en ese tranquilo pueblo labrantín manchego, desaparecida el mismo día del incendio, cuya hija, de­sa­so­se­ga­da por las dudas sobre la suerte de su madre, vive enfrente de la recién fallecida.

Ni que decir tiene que el padre de las chicas era infiel, desconsiderado, posesivo. Así que las sospechas de que la madre no está muerta brotan de inmediato en el ánimo del espectador, que empieza a pensar que es una viva muy viva, que, una vez más, ha querido que la justicia natural, es decir, no la justicia legal, viniera a poner a cada uno en su sitio, lo mismo que ha hecho su hija Raimunda. ¿Estamos ante una tragicomedia? Porque la comicidad sube entonces de tono, con una estupenda Carmen Maura haciendo de una rusa inmigrante ilegal un tanto disparatada para no tener que seguir fingiendo ser un espectro o un fantasma, o un ánima del purgatorio, que sería lo más adecuado.

Una mínima consideración con el posible espectador obliga a dejar aquí el argumento, aunque voy teniendo la fundada sospecha de que estos comentarios están destinados cada vez más al lector que ya ha visto la película. Comedia, tragedia, fantasmas, misterio, policíaco, suspense, comedia de nuevo: hemos hablado de varios tipos de cine. Pues bien, todos los géneros están presentes en la película y todos se diluyen en ella como una esencia. Cada uno de ellos ha ido dejando su huella, tal los textos bien aprendidos en el buen estudiante, para transformarse en matices de una obra redonda. Y esa es una de las facetas más destacables de la película, algo que sólo puede conseguirse con un dominio muy sobresaliente de la narración cinematográfica, lo que coloca a Almodóvar al lado de los grandes del cine.

Algo hemos apuntado sobre la plástica, algo hemos comentado también sobre esos inusitados planos desde arriba, no por esteticistas, sino por su intención perturbadora plenamente lograda. Y aunque en la película, como ya se ha dicho, han desaparecido los colores fuertes –es difícil que en las casas populares manchegas haya tal cromatismo–, las propias calles de Madrid le sirven a Almodóvar para mostrar su extraordinario talento visual. Baste recordar ese paseo en autobús urbano con Penélope Cruz resuelto mediante reflejos –mágicos reflejos–, que dan la sensación de movilidad y de espacio de una manera espléndida. O esa tan breve como memorable secuencia del entierro de la tía atravesando las calles del pueblo, resuelta con dos planos magistrales: uno de costado, otro desde atrás y desde arriba.

Y vuelvo a evocar a Torga. ¡Qué lección de universalismo hay en Volver partiendo de lo más pequeño y cercano! Tantas veces hemos pretendido edificar la universalidad de nuestras narraciones trasplantando a los seres de ficción a un lugar no identificable a primera vista, sino por su pretendida modernidad o su supuesto cosmopolitismo, y no hacíamos otra cosa que privarles de su verdadero centro de gravedad.

Importa la mirada y también la plataforma desde la que se mira. Si acertamos en ésta probablemente acertaremos en aquélla y estaremos en condiciones de saber expresar aquello que nuestra sensibilidad ha podido captar. Volver no es un drama rural o de suburbio, ni un thriller, ni una comedieta, ni tampoco es una españolada: es simplemente una película soberbia. A mi juicio, la mejor película de Almodóvar. 

Volver está distribuida por El Deseo.

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