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Paul Greengrass: United 93

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Fui al cine confundido. Creí que iba a ver una película dirigida por Oliver Stone y protagonizada por Nicolas Cage en el papel de un policía neoyorquino, y vi otra. La confusión me la provocó sin duda el exceso de publicidad que los servicios informativos televisivos españoles prestan gratuitamente a las productoras de Hollywood, al anunciar como noticia los inminentes, y también los menos inminentes, estrenos de sus películas, venga o no a cuento.

Naturalmente que, ya antes de acomodarme en la butaca, salí de mi confusión, al reparar en el título de la película y haber echado una ojeada a los carteles. Pero yo pensaba que iba a ver la titulada World Trade Center y vi United 93.Ya habrá ocasión para ver la otra y, en su caso, comentarla. Al fin y al cabo, las dos recogen diferentes aspectos de un mismo acontecimiento, porque de esa manera podemos denominar a las múltiples acciones terroristas que se desarrollaron en territorio estadounidense el martes 11 de septiembre de 2001.

Según es de sobra conocido, en la mañana de ese día, diecinueve terroristas islámicos, integrados en la organización Al Qaeda, secuestraron en pleno vuelo cuatro aviones comerciales norteamericanos que, con origen en la costa este, tenían por destino California. Los asaltantes formaban cuatro grupos, tres de cinco hombres y uno de cuatro, y cada uno de ellos contaba con un piloto entrenado para la ocasión. En el vuelo denominado United 93, protagonista de la película que comentamos, iba el grupo de cuatro compuesto por tres saudíes y un libanés, este último con gafas y aspecto de ejecutivo occidental.

Los dos primeros aviones fueron lanzados contra las Torres Gemelas del World Trade Center con el resultado que ya conocemos. Un tercero, contra el Pentágono. El cuarto, precisamente el United 93, no pudo cumplir el objetivo planeado por los terroristas de estrellarse contra el Capitolio, porque, según parece, o según cuentan fuentes oficiales, se produjo una lucha a bordo entre algunos de los pasajeros y los secuestradores que terminó con el avión estrellado contra el suelo en un apartado condado de Pensilvania.
De este vuelo se han dicho también otras muchas cosas. Por ejemplo, que iba a ser lanzado contra una central nuclear, lo que hubiera originado una catástrofe sin precedentes.También, que fue derribado por la propia fuerza aérea norteamericana. Este último es un rumor poderoso, muy extendido entre la propia población estadounidense, pero que disgusta en ámbitos gubernamentales, pues, por muy obligado que resultara su derribo debido a imperativos, digamos, técnicos, ningún gobernante desea aparecer como responsable de acabar con la vida de sus conciudadanos.

Han tenido que pasar casi cinco años para que Hollywood se atreviera a hurgar en zona tan vulnerable de la sensibilidad estadounidense. Pero, como el éxito de taquilla está garantizado, es de suponer que vendrán películas sobre el mismo asunto en aluvión. Que sepamos ya hay, aparte de la mencionada World Trade Center, otras dos en rodaje: una dirigida por Mike Binder, que cuenta la historia de un hombre que perdió a su familia en los sucesos, y otra, adaptación del libro 102 minutos de los periodistas Jim Dwyer, de The New York Times, y Kevin Flynn, de The Times, en el que se relata lo que sucede en el intervalo de tiempo entre la caída de una y otra torre.

El director de United 93, Paul Greengrass, a pesar de ese nombre, «Hierbaverde», propio de un nómada de las praderas del Oeste, es británico, nacido en Surrey en 1955. Su carrera dio comienzo en la televisión, haciendo para la ITV reportajes del tipo de nuestro Informe semanal. Pronto rueda filmes televisivos sobre temas controvertidos, en los que analiza asuntos tan diversos como la corrupción en el fútbol o la guerra del Golfo. Su salto a la gran pantalla no lo aleja de esa línea y su primera película,El asesinato de Stephen Lawrence,rodada en 1999,narra la historia de un joven de raza negra cuyo asesinato no fue debidamente investigado por los policías encargados del caso. En 2002 rodó Bloody Sunday, sobre los sucesos de 1972 en que soldados paracaidistas británicos dispararon contra una manifestación en Derry (Irlanda del Norte), provocando la muerte de más de veinte personas. Con Bloody Sunday consiguió el Oso de Oro en el Festival de Berlín. Otra de sus películas es Omagh, en la que se atreve con el atentado del autodenominado «IRA auténtico» perpetrado en la ciudad norirlandesa del mismo nombre en el que murieron algunos muchachos españoles.También ha hecho alguna película de pura ficción, como la titulada Resurrected o la comedia Extraña petición. Por último, ha dirigido El mito de Bourne, estrenada hace un par de años en España y que tiene ya una secuela,El ultimátum de Bourne, cuyo estreno está previsto para el próximo año.

Tan larga reseña quiere mostrar lo intencionado de su elección para dirigir una película como United 93. Se buscaría tanto la objetividad como su apariencia, con una forma de narrar cercana al docudrama, la especialidad de Greengrass.Y, al menos en los puntos más calientes del suceso, esa objetividad parece haberse logrado. Me refiero a aquellos que conciernen a los terroristas y a sus víctimas, los pasajeros y la tripulación. Se vale Greengrass de una mirada constreñida, algo distante, sin énfasis excesivos en el dolor o el miedo. Los planos son cortos, con constante intercalación de escenas, que dan similar tratamiento al problema técnico que experimenta el controlador aéreo cuando un avión se sale de su ruta y a la angustia de los pasajeros que viven una amenaza de muerte inminente. De modo que, aunque el espectador occidental sólo puede identificarse con las víctimas, no sería raro, por muy lamentable que nos parezca, que esta misma película, proyectada en determinados países del fundamentalismo islámico, acabe entre aplausos del público ante el estallido último del avión, cuando los pasajeros, que han luchado hasta el final por sus vidas, no logran su propósito y mueren al lado de sus devotos matadores, quienes lo hacen, eso sí, rezando.

En el folleto que se reparte en la sala de proyección puede leerse lo que el director piensa de su película: «Es la metáfora perfecta de nuestra época», afirma.Y lo explica así: «[Los pasajeros] creían estar a salvo. [Pero] el otro mundo, aquel que sólo habían visto de pasada en las páginas de los periódicos, en algún que otro reportaje en la televisión, el mundo de la anarquía y de la pobreza, de la ira y del resentimiento, no estaba tan alejado como se pensaba. Ese mundo estaba sentado en cuatro asientos de primera». Siento discrepar de Greengrass, por más que luego diga enfáticamente: «¿Esperamos que todo se resuelva por sí solo o atacamos? ¿Atacamos antes de que nos ataquen? ¿Atacamos y nos arriesgamos a morir?».

A mi modo de ver, no hay tal cosa en la película. Esa metáfora de que habla Greengrass, con una presencia sobrecogedora de ese otro mundo, la veo, por ejemplo, en el cuento del escritor brasileño Rubén Fonseca titulado «El cobrador», de apenas diez páginas, pero que bastan para ilustrarla prodigiosamente. Claro que los anglosajones apenas se interesan por otras literaturas y mucho me temo que Fonseca ni siquiera haya sido traducido al inglés.

Por el contrario, Greengrass parece haber puesto especial cuidado en ceñirse al suceso, sin que de su narración se desprendan connotaciones metafóricas (iba a decir colaterales). Con la particularidad, además, de que siente la necesidad de incluir algunos breves textos que, a manera de colofón, parecen querer explicar lo inexplicable: el comportamiento del presidente Bush y la actuación de la fuerza aérea norteamericana ese 11 de septiembre.Textos que sumen al espectador en una cierta perplejidad, algo que, incluso de ser intencionado, estaría también muy lejos de esa retórica que pretende hacer de la película una metáfora de nuestro tiempo, retrotrayéndose nada menos que al conflicto entre Roma y Cartago, cuando en el senado romano se discutía la conveniencia de destruir al rival norteafricano antes de que creciera demasiado.

En United 93 vamos enterándonos de lo que ocurre de modo gradual, al mismo tiempo que sus protagonistas: los controladores aéreos, militares y civiles, y los pasajeros del avión secuestrado, que van de la sorpresa inicial a la preocupación, de la perplejidad al horror. La narración fluye, pues, siguiendo una buena ley. La cámara que recoge estas peripecias es una cámara móvil, manual, va de un rostro a otro, de un grupo humano a otro, con una cadencia rápida, a veces frenética, enfatizando la tensión creciente y los nervios que atenazan a los protagonistas.Todo está contado, digámoslo así, por su orden.

Una vez conocido el triste destino de los otros aviones, ya no hay duda. Alguien en tierra incluso dice: «América está en guerra». El jefe de control aéreo de Virginia, un personaje interpretado por él mismo, reclama repetidamente la presencia de la Fuerza Aérea y que se haga algo, un algo que no puede ser otra cosa que el derribo en el aire del avión o los aviones secuestrados. En el centro de control militar parece decirse más o menos lo mismo, acaso menos abiertamente.Y en un momento dado se señala la necesidad del visto bueno del presidente para autorizar cualquier derribo. Pero el presidente no está ni tampoco aparece.Alguien pregunta, entre incrédulo y sarcástico: «¿Es que no va a ser posible comunicarse con el presidente?».

Esta es la zona oscura del suceso que la película no consigue iluminar, no al menos con la convicción suficiente. Porque, si bien –y me ciño ahora a la lógica de la narración cinematográfica– no hay otra salida que la rebelión contra los secuestradores, la única que permite un soplo de esperanza o, en todo caso, como así se nos dice, la única capaz de evitar males mayores, impidiendo que los terroristas cumplan sus objetivos, ¿por qué han de ser precisamente los pasajeros secuestrados los primeros en llegar a ese convencimiento, cuando ni los controladores aéreos acaban de entender lo que pasa hasta no ver las imágenes ofrecidas por la CNN? Y, sobre todo, ¿por qué han de ser los pasajeros los únicos en actuar en consecuencia? No hay que olvidar que no se conocen unos a otros, que se hallan bajo el efecto de la sorpresa y el miedo, y que están embutidos –como veterano viajero no se me ocurre una palabra mejor– en esas angostas butacas de avión, privados casi de movilidad y lejos de cualquier comunicación satisfactoria.

La lógica de la narración llevaría, pues, a otro final.Y serían los responsables del tráfico aéreo en tierra quienes habrían de tomar las decisiones más drásticas y comprometidas. Ellos y la autoridad gubernamental, pues, por muy alterado que tuvieran el ánimo, tras el derribo de las Torres Gemelas y la explosión en el Pentágono, tendrían que ver el vuelo del United 93 como un peligro inminente e imprevisible.

Sabemos que cuando el arco se tensa es para lanzar una flecha. En United 93 nos quedamos sólo con el ademán de lanzarla. Los muertos ya no pueden decir nada y son los vivos, y tanto, los que cuentan la historia. Pero, como digo, hay algo, no sé si casual o intencionado, que nos lleva a pensar en ese otro final más polémico, pero más en consonancia con cuanto ha ido narrándosenos. Un final en el que un presidente al mando ordena el derribo de un avión que ha dejado de ser vehículo de transporte para convertirse en un misil capaz de causar estragos incalculables entre la población. No ha sido así: Greengrass opta por lo políticamente correcto y nos cuenta la rebelión de los pasajeros, aunque durante la mayor parte de la película parece estar haciéndonos un guiño que nos dijera: «Esto es lo que estoy obligado a contar, pero yo no me lo creo».

Dicen los productores que el guión se ha elaborado a partir de las conversaciones mantenidas entre los pasajeros y sus familiares y amigos. Cabe preguntarse qué pasajero contó que uno de ellos, alemán por más señas, era quien se plegaba reiteradamente a los violentos requerimientos de los terroristas. ¿No es esa una burda alusión a la política de Alemania y por extensión a la vieja Europa, disconforme con la apelación a la fuerza del presidente Bush? ¡Menos mal que en el avión no había ningún pasajero español!

Triste decirlo, pero la escena que prefiero es una apenas esbozada, como si Greengrass recelara de lo que sugiere. Me refiero a esos segundos previos al choque en que, inminente la muerte, los terroristas invocan a su Dios –¡Allahu akbar!– mientras los pasajeros rezan el padrenuestro. Es verdad que los primeros parecían poseídos por un espíritu maligno, capaz de anular su sensibilidad, su empatía con los otros seres humanos, pero casi todos, también los pasajeros, se hallaban en ese momento efectivamente poseídos, es decir, endiosados –no se me ocurre otra palabra–, como la Tierra Santa y Palestina, como Irán y como el mismo presidente Bush.

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