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Patriotismo español

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El periodista, escritor e historiador berlinés Raimund Pretzel se opuso al régimen nazi desde la primera hora, manifestando su repulsa hacia una ideología que exaltaba con retórica hueca la grandeza de la cultura alemana. A diferencia de otros ensayistas y literatos, no se dejó seducir por fantasías telúricas y elaboraciones románticas que pretendían ubicar la tradición germánica en el territorio de los mitos, rescatando un clasicismo de cartón piedra. En 1938, se exilió en Reino Unido, adoptando el seudónimo de Sebastian Haffner, inspirado en el sobrenombre de la Sinfonía núm. 35 en Re mayor, K. 385, de Wolfgang Amadeus Mozart. De este modo, pretendía proteger a su familia, que aún residía en Alemania, y manifestar su amor por su cultura natal, expropiada con fines ideológicos por los nuevos bárbaros, meros oportunistas caracterizados por su desprecio a la inteligencia y a la diversidad. Nada le horrorizaba tanto como la posibilidad de un porvenir donde se asociara a Mozart, Beethoven o Goethe con los crímenes del Tercer Reich, arrojando sobre las nuevas generaciones una sombra de culpabilidad por disfrutar de su legado cultural. Si eso sucedía, Hitler obtendría una victoria póstuma, que dañaría irremediablemente a los pueblos que habían desarrollado su civilización a partir de la lengua alemana. Algunos historiadores e intelectuales podrían llegar a sugerir –como de hecho pasó? que el totalitarismo nazi hundía sus raíces en la filosofía de Nietzsche, la música de Wagner y la pintura de Caspar David Friedrich, por citar los casos más conocidos. Es cierto que Nietzsche justificaba la eugenesia, el racismo y el imperialismo, pero esos prejuicios no reflejan tanto su pensamiento como su condición de hombre vulnerable a las corrientes dominantes de su época. Wagner era un antisemita furibundo, pero su obra no nace del odio a los judíos, sino de una innovadora concepción de la armonía, un ambicioso sentido de la orquestación, un elaborado cromatismo y un depurado proceso melódico, todo lo cual introdujo nuevos cauces de expresión emocional en el lenguaje musical occidental.

Caspar David Friedrich no preludia el rancio neoclasicismo nazi. Su pintura nace de un diálogo íntimo con la naturaleza que confronta al ser humano con una realidad misteriosa, donde la materia se perfila como una manifestación de lo divino. Nietzsche, Wagner y Caspar David Friedrich pertenecen a la cultura alemana y no hay ningún motivo para repudiarlos. El sentimiento patriótico no es una emoción deleznable, salvo cuando se convierte en nacionalismo agresivo. Sebastian Haffner deplora que el sufrimiento causado por el nazismo haya inhibido en los alemanes el afecto hacia su patria: «Desde Hitler, muchos alemanes ya no se atreven a ser patriotas. Pero la historia alemana no acaba en él. Quien crea lo contrario, y tal vez hasta se alegre de ello, no sabe hasta qué punto está cumpliendo la voluntad del dictador».

Algo semejante podría decirse de España y el franquismo. Sería absurdo pensar que la poesía límpida y neoplatónica de Garcilaso de la Vega, los arrebatos místicos de Santa Teresa de Jesús o el amor por el paisaje castellano de Unamuno prefiguran el espíritu del Movimiento Nacional. El amor a España no es un rescoldo de la dictadura, sino un sentimiento lícito que no implica desdén o menosprecio hacia otras realidades culturales. Ni Alemania es Hitler, ni España es Franco. Nunca me ha agradado el despliegue de banderas en acontecimientos deportivos y actos oficiales. Las banderas surgen del propósito de afirmar identidades y crear vínculos, pero muchas veces se han utilizado para aventar conflictos y enfrentamientos. No puede decirse lo mismo de los libros. El Quijote y Tirant lo Blanc no alimentan la discordia, sino la belleza, el humor, el asombro, la ternura y el entendimiento. Cuando la literatura flirtea con el totalitarismo, firma su acta de defunción o, en el mejor de los casos, su postergación en un espacio marginal. Los escritores falangistas que apoyaron la dictadura de Franco no soportan el contraste con las plumas identificadas con la España republicana. Rafael Sánchez Mazas, Rafael García Serrano, Eugenio Montes, Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá escribieron piezas de cierto mérito, pero carecieron del genio de Antonio Machado, Federico García Lorca o Miguel Hernández, silenciados por la sublevación militar, que consideró prioritario acabar con los intelectuales desafectos. El pensamiento de Balmes, Donoso Cortés o Ramiro de Maeztu mira hacia atrás y no produce frutos. Sólo es un gesto de desesperación que certifica el declive de una tradición, sin otro argumento que el principio de autoridad y el recurso a la fuerza para frenar las doctrinas presuntamente heréticas o subversivas. Comprensiblemente, ha caído en el olvido o sobrevive a duras penas en tribunas minoritarias. Por el contrario, el reformismo de Jovellanos, la malograda Constitución de 1812, la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza o el sentido de Estado de Manuel Azaña no han perdido vigencia, pues miran hacia el porvenir y siembran los pilares de una España tolerante, plural y moderna.

Jovellanos nos enseñó que el patriotismo no puede consistir en un casticismo reacio a cualquier forma de progreso, sino en un examen crítico del pasado. El patriotismo lucha por el bienestar general, no por la hegemonía política o los privilegios de clase. Los cambios sociales duraderos no brotan de la violencia, sino de mentes instruidas. «Sin instrucción –apunta el escritor, jurista y político ilustrado? no es posible la paz ni la felicidad». En la misma línea de pensamiento, Francisco Giner de los Ríos añade que un pueblo culto es «un pueblo adulto». El patriotismo es un sentimiento adulto cuando se materializa como «conciencia cívica». Heredero de la Ilustración y el liberalismo, concluye Azaña: «La República tiene que ser una escuela de civilidad moral y de abnegación pública, es decir, de civismo». Podemos sustituir república por otra forma política –por ejemplo, la actual monarquía parlamentaria?, siempre que acate y garantice el Estado de Derecho. El patriotismo español debe sacudirse sus complejos y emanciparse definitivamente de cualquier connotación autoritaria o regresiva. La nación española alcanza su primera madurez con las Cortes de Cádiz. Los acontecimientos posteriores frustran ese avance, pero sus valores se imponen poco a poco hasta desembocar en una sociedad que ya no transige con el despotismo y la arbitrariedad. Nuestra democracia es tan imperfecta como cualquier otra y siempre necesitará mejoras, pero es una alternativa mucho más razonable que su liquidación por medio de una traumática desintegración territorial.

El patriotismo español no es de izquierdas ni de derechas. Tampoco es una tercera vía o un extraño híbrido. Simplemente, es un ejercicio de responsabilidad que intenta preservar quinientos años de convivencia, un valioso acervo cultural ?particularmente fecundo en el campo de las artes y las letras? y el orden constitucional. El revisionismo de la Transición –legítimo y tal vez necesario? ha desembocado en un clima de desapego y desencanto. La corrupción no es una lacra española, sino un mal universal que surge de las flaquezas humanas. No es un argumento de peso para desmontar una nación, pues no hay ningún país que no haya conocido sus estragos. Sucede lo mismo con la crisis económica que ha sacudido con dureza a todo el planeta. Como apuntó Joseph Pérez en 1996 en las páginas finales de su Historia de España, la sociedad «esperaba mucho, sin duda demasiado, de la democratización. Las transformaciones de todo tipo producidas tras la muerte de Franco le han hecho entrar en un mundo moderno, cruel, a menudo decepcionante». La madurez consiste en soportar y superar las desilusiones, no en inventar paraísos imaginarios. La independencia de Cataluña y el País Vasco se ha convertido en una meta utópica que no necesita el respaldo de la realidad. No puedo evitar pensar que el fervor de los independentistas se parece a una ensoñación infantil, donde apenas se repara en el día después. El día después podría parecerse al caos de la antigua Yugoslavia, pero es más sugestivo sostener que representará el inicio de una nueva Edad de Oro. Duele pensar que aún no somos un pueblo adulto y que aún nos dejamos cautivar por quimeras con un revés sombrío. Quizá nos haría falta un Sebastian Haffner que nos ayudara a reivindicar el patriotismo español como un sentimiento legítimo y especialmente necesario en los momentos de inestabilidad e incertidumbre.

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