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París, la gran Universidad de los hombres nuevos

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El libro de Eugenio d’Ors, París, destila desde las primeras páginas entusiasmo ante el descubrimiento de la ciudad, elitismo y buen gusto, pero también y sobre todo alta cultura y profunda meditación sobre el arte, envuelta en un ropaje aparentemente liviano e incluso frívolo, propio de un verdadero flâneur parisiense que, sin rumbo fijo, detiene su mirada sensible y curiosa ante toda clase de acontecimientos cotidianos y novedades artísticas o intelectuales que van surgiendo a su paso.

La historia del libro, tal como se presenta hoy, ha seguido un largo y complejo periplo editorial. En realidad sólo es inédito en parte, pues como anuncia el editor y nieto del escritor, Carlos d’Ors, en el prefacio, el libro está formado por tres partes bien diferenciadas. La primera, las Glosas al viure de París. Primavera-Verano, que no es rigurosamente inédita, pues se trata de la recopilación de las glosas que Eugenio d’Ors, al morir Pere Coll y sustituirlo como corresponsal de La Veu de Catalunya, fue escribiendo desde París, en la primavera de 1906 con este elocuente pórtico: «Y hete aquí que, debido a que Pere Coll ha muerto, yo me voy a París. Parto, con toda la alegría. ¡Me voy a ver cosas! ¡A ver muchas cosas! ¡Ver cosas…! Ésa es la gran Universidad de los hombres nuevos» (p. 22). En estos apuntes del espíritu ávido y curioso del glosador está en germen el periodista ágil y el excelente escritor en lengua catalana con una radical vocación europeísta.

La segunda parte fue redactada en francés e inglés, ésta sí totalmente inédita. Eugenio d’Ors pensaba publicarla en Londres y Berlín con el título de Paris. Scènes et Secrèts, pero en 1940, cuando iba a editarse con ilustraciones de Topolski, fue prohibida por la Gestapo y no llegó a imprimirse. Formada por cuatro diálogos al modo socrático entre el pintor expresionista y retratista inglés Feliks Topolski y el propio D’Ors. Los textos, menos extensos que las glosas, y de singular importancia para descifrar el ideario estético de su autor, intentan desvelar las claves de la vida cotidiana y artística del París de finales de la década de los años treinta. La voz cantante la lleva el sabio filósofo que va intuyendo al virtuoso artista en las claves de la ciudad: «París se mueve y al mismo tiempo se muestra constante» (p. 147); París siempre árbitro en materia de gusto; la importancia del marco en pintura, con ecos evidentes de las «Meditaciones sobre el marco», de El espectador (1921) de Ortega. Las jóvenes muchachas de París y los salones de belleza, que han desplazado a los salones de té, las iglesias o las tiendas de moda como lugares de encuentro. La embriaguez de escritor ante el espectáculo de la gran ciudad. La vida en su espléndida complejidad vista, sentida y expresada por su fuerte temperamento: «Soy partidario de los epílogos, cuando la conclusión de un capítulo de la vida exige cierto proceso, el de rematar la experiencia. Me gusta poner el nombre y dirección en el sobre de las cartas ya escritas, y añadir un párrafo –sucinto, pero no descuidado– después de mi firma. Permítame también decirle que los pasajes del Nuevo Testamento que soy más propenso a leer son aquellos capítulos finales, después de la Resurrección, en los que, cuando todo ha sido ya revelado y consumado, se repite y persiste como un rescoldo el mensaje divino» (p. 191).

Y, por último, el libro recoge también otra serie de glosas Xènius que fue publicando en ABC en castellano, con motivo del centenario del ingenio constructor de la Torre Eiffel, como había hecho Emilia Pardo Bazán unos años antes en Al pie de la Torre Eiffel. Probablemente para dar unidad al libro, todos los textos, tanto del catalán como del inglés y francés, han sido traducidos por sus editores al castellano.

¿Qué valor tiene hoy este ramillete de textos de diversa procedencia reunidos con gusto exquisito por los editores de este París? Para empezar, hay que señalar que el título es muy pertinente, porque de un modo u otro París es el vínculo unificador de los diferentes textos. Y no sólo París como la ciudad moderna por excelencia a principios del siglo XX, como la meca del arte, de la vida refinada, aristocrática y bohemia, del glamur, la moda y la política, sino porque ejercía una extraordinaria seducción sobre el joven y no tan joven glosador. Por las glosas, esa especie de crónica ligera, en un lenguaje exquisito de extraordinaria perfección formal, desfilan los salones de pintura, que permiten demostrar un buen conocimiento del arte en general y, sin formular de forma categórica su estética, va desgranando en rápidas pinceladas los postulados del arte nuevo. Como no podía ser de otra manera, D’Ors se muestra antirromántico y contrario a la radical individualidad unamuniana. Unamuno es para él el máximo representante del aristotelismo frente a su acendrado platonismo mediterráneo y pagano. En estas glosas está ya formulada, aunque de forma embrionaria, la teoría general del arte nuevo, que cobrará carta de naturaleza en 1911 con La ben plantada, donde el arquetipo femenino se convierte en símbolo de la sociedad y el arte de su tiempo. Y, puesto que Eugenio d’Ors no establece fronteras entre las distintas ramas del Arte –pintura, música y literatura–, postula a modo de conclusión la formulación esencial del nuevo ideario estético: «el arte es revelación de ritmos, pura forma» (p. 41).

También, como buen sibarita, elitista y elegante, en las glosas tiene cabida la crónica mundana e incluso frívola, las carreras de caballos, la moda femenina, la noche de San Juan, los sombreros en el teatro, el placer de una comida campestre en el boque de Bolonia cuando aprieta el calor, y tantas otras cosas. Las cuestiones sociales, como la presencia «turbadora, incluso podría calificarse de terrible, la invasión femenina» (p. 92) en las aulas de la Universidad o del Colegio de Francia. Sin embargo, ello da pie a una de las mejores descripciones del libro, que los editores han tenido el buen gusto de reproducir en la contraportada. La austeridad que destila el edificio del Colegio de Francia, en contraste con la frivolidad y sensualidad desbordante de la mondain asistiendo embelesada a las clases del «historiador de las damas», que los ojos atentos del glosador contemplan con verdadera delectación. Las representaciones de la inmortal Sarah Bernhardt, les chansonniers, los críticos, etc. De la vida política le interesa el affaire Dreyfus. Admira la discreción, sobriedad y austeridad del alegato del capitán judío, que considera un auténtico documento para conocer su alma: «Yo nunca he pedido nada más que justicia […]. Yo había creído siempre que la razón sola era lo que debía guiar la conducta de los tribunales», reproduciendo literalmente J’acuse. «¡Oh, la justicia, la razón sola! ¿No os parece escuchar un eco de aquella hija recta del Rey Lear, de la hija inflexiblemente recta, cruelmente recta, desventuradamente recta, trágicamente recta, que ante el capricho, y la ira, y la injusticia de un padre loco, se obstina en no decir más que os quiero como es debido…!». Y añade todavía el glosador este lúcido colofón reflexivo: «¡Cordelia, Dreyfus, pertenecéis en verdad a una misma familia de dandys! Habéis comprado vuestra impecable y marmórea belleza al precio de todo vuestro dolor» (p. 77).

Merece la pena volver a Eugenio d’Ors, a su cosmopolitismo cultural, a su estilo inconfundible, a la capacidad de transmitir belleza, equilibrio y armonía a través de este cuaderno de viajes, de anotaciones breves en una prosa que, sin renunciar a la amenidad y a la perfección formal, plantea cuestiones de extraordinario interés filosófico y estético.

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