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Ortega y Gasset, desterrado

Ortega y Gasset. Luces y sombras del exilio argentino

Marta Campomar

Madrid, Biblioteca Nueva, 2016

496 pp. 30 €

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José Ortega y Gasset abandonó la Residencia de Estudiantes de Madrid, enfermo, acompañado por su familia y escoltado por milicianos socialistas afines a su hermano Eduardo Ortega, importante líder republicano, hacia la estación de Atocha. Embarcó en Alicante camino de Marsella. Era agosto de 1936. No había transcurrido un mes desde que comenzara la guerra provocada por el golpe de Estado de una parte del ejército. Ante los Ortega se abría un futuro incierto. Hoy sabemos que comenzaba una emigración que iba a durar algo más de nueve años. Tres serán las ciudades de su exilio: París, Buenos Aires y Lisboa, y tres aproximadamente los años de residencia en cada una de ellas.

Aunque no faltan estudios, biografías, crónicas, correspondencias o memorias (ajenas) sobre esta fase de la vida de Ortega, la estancia en Buenos Aires permanecía envuelta en el claroscuro de algunas anécdotas fatigadas y unos pocos datos poco o mal relacionados. Fue también el período de su madurez biográficamente más complejo y del que puede aventurarse que en él se configuró el sesgo que tomó la obra de Ortega para los años de actividad que le quedaban. Y aunque sospechábamos que faltaban cosas por saber y vacíos que llenar, era difícil hacerse a la idea de que fueran tantasEs verdad que Marta Campomar ha dispuesto de acceso a correspondencias que hasta hace poco han permanecido fuera del alcance de los investigadores.. Esa es la primera impresión que induce el libro de Marta Campomar sobre el exilio argentino de Ortega: el juego de luces y sombras a que alude su título ayuda a tener una visión en profundidad de estos años dolientes y decisivos en la biografía orteguiana.

El libro está articulado en dos partes de pareja extensión. En la primera, «Hacia Argentina desde el exilio en Europa», la autora plantea la pregunta: ¿quién es el Ortega que llega a Buenos Aires en agosto de 1939? Responderla implica recuperar no sólo todo lo que ha ocurrido en París desde que se instala en la Rue Gross, sino que, yendo más atrás, tiene que enfrentarse a otra cuestión previa y más decisiva: ¿por qué abandona Ortega el Madrid republicano de 1936? Con buen criterio, Campomar cree que las preguntas sólo pueden responderse reconstruyendo la circunstancia histórica desde la crisis de la dictadura de Primo de Rivera y del primer exilio republicano, las figuras que acompañaron a Ortega en su viaje, las reacciones que provocaron, las ayudas que promovieron, las dificultades, sobre todo materiales, en que se vieron envueltos, los debates y las polémicas en que tuvieron que intervenir, en ocasiones, forzados a defender una legitimidad que se les negaba. Pero, desde el principio, la autora mira a París desde Buenos Aires porque los actores argentinos de esta historia están presentes desde el comienzo mismo del azaroso viaje. La familia llega a Grenoble sin un céntimo y tienen que esperar hasta recibir las ayudas dinerarias que Victoria Ocampo y Bebé Sansinena de Elizalde le harán llegar a un banco europeo.

Campomar presta la misma atención al paisaje humano y al teórico. Los amigos y colegas que acompañan a Ortega al exilio también pasan por estas páginas: trayectorias paralelas, algunas calcadas de la que ejecutara Ortega. Manuel García Morente, María de Maeztu, Lorenzo Luzuriaga o Ramón Gómez de la Serna viajan también a Argentina, buscando un refugio que la cada vez más inhóspita Europa no ofrece ya. Otros amigos, como Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, coincidirán en París y en el Buenos Aires de las celebraciones de la Institución Cultural Española en 1939. Historias más o menos tristes de destierros que Marta engarza sobre el núcleo central: Ortega camino de Argentina.

Pero, tratándose de un pensador que ha oficiado como «intelectual en la plaza pública» de los periódicos, Campomar ha de dedicar muchas páginas a reflexionar sobre su nueva producción, especialmente aquella que responde a la situación en que se encuentran España y Europa. Y no es mucho, pero sí muy relevante, lo que escribe Ortega fuera de España en estos primeros meses, sobre todo, los prólogos y epílogos a la edición francesa de La rebelión de las masas (1930)Me refiero a «Prólogo para franceses», «Epílogo para ingleses» y «En cuanto al pacifismo», que Ortega redactó después de comenzada la Guerra Civil. En la actualidad forman parte de todas las ediciones de La rebelión de las masas.. A Marta no se le escapa que el diagnóstico aquí adelantado sobre la tentación totalitaria en que podía incurrir el sujeto que irrumpe en la Historia con el siglo XX, el hombre-masa, ha tenido algo que ver con la desastrosa evolución de la República hacia una guerra civil que pudo ser evitada, que algunos parecían desear y que a partir de una determinada fecha Ortega vio venir. Campomar aprovecha esta conexión para abrir un amplio paréntesis en su narración y volver a comienzos de los años treinta, reconstruyendo «los pasos de Ortega en la escena republicana y las repercusiones periodísticas americanas» (capítulo decimotercero).

En las crónicas que Ortega envía a los diarios en los primeros meses de la República están las razones de por qué hizo lo que hizo y dejó de hacer todo lo que no hizo

Sin estos precedentes sobre la compleja actuación de Ortega, primero en contra de la monarquía y poco más tarde en contra de la República, por las mismas razones de peso, por haber incurrido ambas instituciones en el error histórico y político del «particularismo», no se comprenden las reacciones que determinados agentes sociales y culturales argentinos tuvieron contra Ortega. Tanto los círculos nacionalcatólicos que se lo perdonaban todo a los «franquistas», como los intelectuales agrupados en torno a la redacción de Sur, o a las publicaciones de los emigrados españoles del segundo exilio, para quienes la Segunda República conservaba intacta su legitimidad democrática, coincidían en condenar a Ortega, aunque por razones opuestas: los primeros le reprochaban que la Agrupación al Servicio de la República hubiera colaborado en la caída de la monarquía católica; los otros, el desapego que posteriormente demostró Ortega contra esa misma República, porque había dejado de ser de todos los españoles y, sobre todo, no haber condenado públicamente el golpe de Estado de los militaresDe la complejidad de la escena da idea el hecho de que fue desde el diario «amigo» La Nación desde donde le llegó el ataque más feroz, hasta el punto que no le quedó más remedio que despedirse, negándose a dar explicaciones. Campomar detalla el contenido del artículo que Alfonso de Laferrère publicó en el suplemento cultural del mencionado diario, acusando a Ortega poco menos que de ser el causante de la Guerra Civil. Pocos meses después corre por Buenos Aires el rumor de que Ortega ha pedido que no aparezca su nombre en el comité de ilustres de Sur porque una nota anónima ha atacado ferozmente a una publicación católica integrista. Que Ortega pidió a Victoria Ocampo la retirada de su nombre es un hecho. El motivo de tal petición permaneció oculto incluso para la íntima amiga de Ortega que era Ocampo, pero es muy improbable que la razón fuera una supuesta identificación con el catolicismo integrista argentino..

Campomar reconstruye las crónicas que Ortega envía a los diarios y que terminan en La Nación en los primeros meses de vida de la República (otoño-invierno de 1931-1932), porque en ellos están contenidas las razones de por qué hizo lo que hizo y dejó de hacer todo lo que no hizo o dijo. Para entonces se leía mal a izquierdas y a derechas, como muestra Campomar en «La idolatría del intelectual: recriminaciones desde la izquierda y la derecha nacionalista»Véanse el decimonoveno capítulo y los dos siguientes, el vigésimo dedicado a explicar un episodio poco conocido acerca de por qué Ortega rompió con el diario La Nación y estuvo dos años sin publicar en él cuando más necesarios le eran los ingresos que generaban sus colaboraciones; y el vigésimo primero dedicado a comentar las posiciones de la revista Sur en torno a la Guerra Civil, que no coincidían en absoluto con la falta de simpatía que Ortega experimentaba hacia un gobierno republicano que desde el Frente Popular había caído bajo el dominio del comunismo estalinista, cosa que las minorías intelectuales biempensantes decidieron ignorar hasta mucho después de terminadas las guerras. Véase el décimo capítulo, «Discrepancias sobre la revolución y los pacifismos».. Ortega respondía a esa idolatría del intelectual demagogo que susurraba a las masas lo que querían oír con la doctrina del intelectual taciturno y artesano que sabe retirarse del primer plano hasta que de nuevo pueda arrojar luz con sus ideasVéase «En la muerte de Unamuno», Obra completas, vol. V, Madrid, Taurus, 2006, pp. 409 y ss.. Este muy debatido tema del «silencio de Ortega», tan complejo como mal entendido, se convierte en una de las guías de este ambicioso estudio, pues, como veremos en su momento, encierra la clave de algunos de los desencuentros más importantes de Ortega con los argentinos en este tercer viaje, que concluye dramáticamente con una especie de exilio dentro del exilio, una segunda emigración forzada por la vivencia que describe Ortega «como de detención de todo su ser».

Retrospectivamente, podemos escribir que Ortega cometió, en relación con la Guerra Civil, el error de hablar por alusiones, pero sobre todo de callar, repitiendo una y otra vez que el intelectual debe guardar silencio cuando no puede ser bien entendido. Lo pregonó también a los argentinos, que han podido leer un aviso a navegantes en «No ser hombre de partido», presintiendo que iban a llegar fechas en que se le pedirían cuentas desde un lado y otro del campo político, por sus posiciones, primero fervorosamente a favor de la República y pronto en contra, no de ella, sino del rumbo que los responsables de la misma se empeñaban en darle.

El capítulo que pone punto y final a esta primera parte se titula «Las indecisiones de Ortega y su familia rumbo a la Argentina». El fin de la guerra española parece ser la causa principal de que Ortega asuma el proyecto de un exilio «largo». Marta da importancia a la información que su hijo Miguel, médico que ha participado en la guerra con el ejército franquista, traslada a su padre sobre la violencia de la represión que Franco desató en Madrid apenas ocupado. La noticia de que el viejo compañero de la Facultad de Filosofía y Letras y líder socialista, Julián Besteiro, había sido condenado a cadena perpetua, debió de terminar de convencerle de que el golpe de Estado no se podía situar ya en el escenario de las asonadas militares, tan frecuentes en el siglo XIX español, sino que había que pensarlo en el mucho más siniestro de los movimientos fascistas revolucionarios que terminarían siendo la innovación del siglo XX. Campomar recoge del libro de recuerdos de Miguel la reacción del padre sobre la suerte de Besteiro, que explica, en parte, su determinación de partir hacia Buenos Aires: «España quedaría encanallada por unos años… los españoles […] quedamos flotando sin pertenecer a nadie».

Ortega llega a Buenos Aires justo a tiempo de participar como uno de los invitados de honor, en representación de los profesores e investigadores que habían participado en los programas de la Institución Cultural Española a lo largo de los veinticinco años que entonces se cumplían. Campomar dedica los primeros capítulos de esta segunda parte a narrar los pormenores de las conmemoraciones, no sólo para hacer justicia a las tareas de ilustración que «La Cultural» había regalado –en colaboración con una institución española que había dejado de existir, la Junta de Ampliación de Estudios? a los argentinos, sino porque sus propios vínculos familiares sitúan a Marta Campomar, como sobrina de Avelino Gutiérrez, el presidente de «La Cultural» en 1916, en la estela de dicha institución.

Los actos de celebración resultaron ser un escenario en el que iban a representarse, por primera vez, los enfrentamientos y mostrarse las heridas no cerradas que la Guerra Civil había abierto en la comunidad hispano-argentina, con las consiguientes secuelas que esto iba a tener para los recién llegados en los próximos años. Ese ambiente de sensibilidades políticamente exacerbadas y de enfrentamientos ideológicos en torno a debates muy perfilados, como el que se produjo sobre la idea de la «Hispanidad», iba a condicionar enérgicamente la estancia de Ortega en la capital porteña.

La decisión de Ortega de afincarse en Argentina se debió en parte a los desvelos e insistencias de las dos grandes amigas y valedoras que tenía el filósofo allá desde su primera visita: las ya citadas Victoria Ocampo y Bebé Sansinena de Elizalde, personajes centrales en la tragicomedia que resultó ser esta tercera visita. Campomar les presta toda la atención que merecen, no sólo por los vínculos personales con Ortega, sino porque ambas dirigían las instituciones que, junto con «La Cultural», mayor influencia tuvieron en su estancia, entre otras razones porque apenas si hubo otras, como las universidades, que finalmente decidieron desatender, a pesar de que hubo insinuaciones por parte de Ortega, la posibilidad de ofrecerle una cátedra. Como es sabido, Victoria dirigía la revista Sur y Bebé era la presidenta de Amigos del Arte, por cuyos salones habían pasado las figuras más egregias de la inteligencia europea, desde Igor Stravinsky y André Malraux a Filippo Tommaso Marinetti o Federico García Lorca.

Desde su llegada, Ortega se hizo visible a la sociedad bonaerense de varias maneras: los actos de «La Cultural», que culminan en dos importantes conferencias: «Meditación del pueblo joven» y las dedicadas a conmemorar el centenario de Luis Vives, humanista desterrado que brindó a Ortega la oportunidad de hacer alusiones a su propia circunstancia. Regresó a La Nación con una importante serie de artículos, Del imperio romano, que la crítica interpreta como cierto ajuste de cuentas que convenía hacer con el viejo liberalismo. porque no había sabido prever ni defenderse de los ataques autoritarios que habían incendiado Europa. Marta propone una segunda lectura, remitiendo el contraste entre la libertad de los antiguos romanos y los modernos liberales a la historia y la política argentina, que compartía con la europea del siglo XIX un esquema jurídico liberal, puesto en crisis por ciertas prácticas del argentino medio que se acostumbró a esperarlo todo del Estado y a confiar en que las buenas coyunturas económicas estaban aseguradas indefinidamente. Podían llegar tiempos en los que la concordia social cediera su lugar a conflictos sociales que reclamaran la intervención del Estado-ortopedia. Algunos argentinos interpretaron años después estas observaciones de Ortega como premonitorias en relación con el peronismo.

También dio algunas charlas por la radio, la más famosa de las cuales tuvo por objeto una «Meditación de la criolla», que sus amigos interpretaron como el justo reconocimiento que el filósofo rendía a sus amigas, e impartió un curso en seis lecciones titulado «Sobre la razón histórica» en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (septiembre-octubre de 1940), premio de consolación por no acceder a concederle una cátedra desde la que pudiera ejercer la docencia.

Ortega y Gasset y Victoria OcampoMarta Campomar considera que el momento de mejor sintonía con la sociedad argentina se produce en las intervenciones de Ortega en Amigos del Arte, que se produjeron en los dos primeros años: un primer ciclo en septiembre-noviembre de 1939 y un segundo entre octubre y noviembre de 1940. Ambos estuvieron dedicados a exponer lo que hoy conocemos como El hombre y la gente, el tratado de «nueva» sociología que reflexionaba sobre la dimensión colectiva de la vida humana, «realidad radical», que había de entenderse como metafísicamente diferenciada de la vida humana íntima o «personal». Partiendo de una ambiciosa lección inaugural que concentraba una antropología, una filosofía de la historia y un diagnóstico sobre «nuestro tiempo» («Ensimismamiento y alteración»), Ortega aislaba «lo social» de cualquier otra realidad humana y diagnosticaba que los males de la época se originaban, en parte, en no tener ideas claras sobre ello. Esto fue lo esencial, si no todo lo que pudo ofrecer Ortega a un entorno cultural que ya no lo consideraba portador de inauditos saberes y de audaces novedades de sensibilidad insospechada, sino un escritor de cierta sensibilidad literaria, intelectual no comprometido que se negaba a tomar partido. Es más, Ortega sólo tenía malas noticias que dar. América no era el lago de paz de que hablara su amiga Victoria Ocampo y podía verse afectada, y pronto, por convulsiones sociales parecidas a las que asolaban la vieja Europa.

Poco a poco, Campomar se aproxima al último año de vida porteña que aguardaba al filósofo. Queda magníficamente resumido en el capítulo vigésimo cuarto, titulado «La depresión de Ortega en el año 1941». ¿Cómo, cuándo y por qué se le torcieron las cosas a Ortega? La exhaustiva investigación que Marta lleva a cabo «vaciando» diarios como La Nación o España republicana, o revistas como Nosotros, Sur, Logos o Realidad, escrutando archivos y correspondencias, especialmente los del propio Ortega, pero también los de su hija Soledad, Victoria Ocampo, Bebé Sansinena, Máximo Etchecopar (joven abogado que se hizo cargo de los asuntos editoriales de Ortega después de su partida), Jaime Perriaux y Roberto García Pinto, que se cuentan entre los pocos amigos que deja Ortega tras su partida, le permite ofrecer al lector una serie de datos nuevos y una interpretación.

La ciudad a la que había llegado Ortega no era la misma que lo había acogido con admiración en 1916 y con respeto en 1928. Había recibido avisos de viajeros amigos que lo habían precedido, como Manuel García Morente y María de Maeztu. Tampoco escapó a su perspicacia que las banderías engendradas por la guerra habían calado hondo entre argentinos y españoles afincados. También sabía que su actitud de silencio no sería bien recibida. La urgencia de los acontecimientos ?el fracaso de la República, las noticias sobre la represión de los «nacionales» sobre los «rojos», la invasión de Polonia, que desencadena la guerra en Europa? imponía los temas. Uno de los más relevantes parecía ser la responsabilidad de los intelectuales. «¿Qué tenía que decir Ortega?», se preguntaban algunos colaboradores de Sur, siempre por alusiones, nunca mentándolo. Ortega termina por pedir que se retire su nombre del consejo editorial. No ofrece explicación alguna, aunque escribe a Victoria Ocampo que su amistad está por encima de estas cuestiones menores. Campomar concede a dichas cuestiones la importancia que merecen, pero no más. La causa del mal año, que está en el origen de su decisión de partir hacia Portugal, la identifica la autora con los conflictos que tuvo con la editorial Calpe, que editaba sus libros y con quien parecía haber llegado a un acuerdo para publicar una nueva colección con la que pensaba relanzar su magisterio orientado hacia la América hispana. Al no asumir la editorial –que editaba en Argentina, pero cuyo consejo de administración estaba en la España de Franco? los planes de Ortega, lo dejaba sin el mínimo de holgura económica en que confiaba para poder llevar a cabo unos objetivos mínimos de independencia económica, basada en el control de sus publicaciones, en la posibilidad de seguir llegando al público lector que en el pasado había confiado en él y la tranquilidad para poder desarrollar una obra de pensamiento que él era el primero en reconocer inacabada y fragmentaria.

Campomar dedica varios capítulos a reconstruir el enfrentamiento entre Ortega y Manuel Olarra, el representante de Calpe en Argentina. La complejidad del asunto no hace posible un resumen, pero lo esencial fue el efecto que tuvo la ruptura sobre su biografía: Ortega se encontró de la noche a la mañana con que se hundían todos sus planes, porque se cegaba la única fuente de ingresos que tenía la familia en un momento en que sus hijos aún no habían podido abrirse camino. La situación resultaba tan desesperada que Ortega la resume a Etchecopar asegurándole que «literalmente no tenía un centavo» (p. 407). Para poder abandonar Buenos Aires en un modesto carguero que admitía pasajeros, tuvo que comerse su orgullo y pedir a Calpe un adelanto a cuenta de un nuevo libro (Teoría de Andalucía) que compuso de prisa y corriendo, recuperando viejos artículos, algunos de los años veinte.

La depresión porteña de Ortega fue muy enérgicamente descrita por él mismo a su amiga Victoria Ocampo en estos términos: «Puedo decirte que desde febrero mi existencia no se parece absolutamente nada a lo que ha sido hasta entonces y que, sin posible comparación, atravieso la etapa más dura de mi vida» (p. 394). Fallaban simultáneamente todos los apoyos vitales. Ello hizo de 1941 el año de menor producción intelectual. La consecuencia inmediata fue abandonar la Argentina para instalarse en Portugal, país de convalecencias, que Ortega había conocido ya, que permanecía neutral y que permitía ?y a juicio de Marta Campomar esto resultaba decisivo? una fácil comunicación con los hijos.

La crónica no termina con este destierro dentro del destierro. Marta da noticia de las reacciones que la partida del filósofo provocó en la comunidad de exiliados. Uno de sus órganos de prensa, España republicana, escribía en una nota sin firma que «bajo la cruz esvástica del nazismo retornaba, humillado y contrito, a la espera del perdón franquista» (p. 410). Pero esto no era solo la ocurrencia de un gacetillero. Más grave debió de parecerle que una persona del entorno de Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, divulgara la especie de que partía de Argentina bajo la protección de la embajada nazi. Y aún tuvo que dolerle más la carta abierta que Alfonso Reyes recibía ?mediante publicación en Cuadernos Americanos? de la pluma de Guillermo de Torre, prominente miembro de Sur que acusaba a Ortega de desertar del bando de la libertad y la democracia para regresar a una Europa tiranizada. Da la impresión de que Ortega no había dejado indiferentes a sus enemigos, a pesar de haber querido pasar inadvertido en los últimos meses. Molestaba acaso aquel aislamiento porque algunos quizá sospechaban que conseguía mantener su independencia intelectual y moral, cuando parecía que otros la habían vendido muy barata. Uno de los pocos escritos con que Ortega entró de lleno en la polémica sobre la función social y política de los intelectuales que tanto preocupaban en los cenáculos bonaerenses se tituló «El intelectual y el otro». En las páginas de La Nación, escritas con una mezcla de rabia y lucidez, Ortega defendía la radical independencia del intelectual.

La autora conserva aliento suficiente para reconstruir lo sucedido con posterioridad a este viaje. Da noticia de las pocas cartas que Ortega cruzó con los escasos amigos que quedaron en Argentina. Escribía por obligación, por asuntos de negocios editoriales. En una de las pocas alusiones a su partida, habla de la necesidad de cortar radicalmente con las preocupaciones y malos humores «que hicieron del año 41 algo sin ejemplo en mi vida» (p. 413). Ortega se mantuvo de espaldas a la Argentina y sus antiguos amigos. No sabremos nunca, dice Marta, cuál fue y cómo la última conversación entre Victoria Ocampo y Ortega.

En este libro están todas las luces y muchas de las sombras de aquel terrible período de la historia mundial y de la pequeña historia de un hombre

Como en España y el resto del mundo occidental, Ortega volvió a estar presente en Argentina a raíz de su muerte. Los más cercanos, como Bebé Sansinena, lo lloraron; los diarios reservaron algunas páginas para evocar las deudas de los argentinos con Ortega. Lectores anónimos enviaron palabras llenas de fervor que Campomar interpreta como prueba de que los libros de Ortega impregnaron el corazón de los argentinos, más de lo que unos y otros hubieran deseado. El diagnóstico sobre el clima moral y político en que vivía Argentina, de irrealidad y narcisismo colectivo, se confirmó en forma de peronismo. Victoria y el resto de los amigos de Sur sintieron en carne propia algo parecido a lo que había experimentado Ortega en la resaca de la Guerra Civil.

Aún añade Campomar tres capítulos más, dos dedicados a las mujeres que, como hemos visto, fueron para Ortega decisivas en su biografía porteña: la ya mencionada Bebé Sansinena de Elizalde, de la que el lector del segundo Espectador tiene noticia desde 1917«A LA SEÑORA ELENA SANSINENA DE ELIZALDE, Dama argentina de alma exquisita y nobilísima, honor de un pueblo que es capaz de suscitar virtudes tales. Que estas páginas conduzcan allende el mar mi admiración respetuosa»: así reza la dedicatoria que antepone su autor a «Azorín, primores de lo vulgar», en El Espectador II, que apareció a su regreso de la primera estancia bonaerense.; la segunda es, claro, Victoria Ocampo, cuya relación amorosa con el filósofo es una de las leyendas más aireadas, que Marta destruye sin contemplaciones con sobrado conocimiento de causa. Pero Ocampo fue una de las experiencias vitales más ricas que vivió Ortega, en el orden de los afectos y en el de las ideas, igual que Ortega lo fue para ella.

El libro no termina con el capítulo dedicado a la «amistad heredada» entre Victoria Ocampo y la hija del filósofo, Soledad. Finaliza, en cambio, con un resumen de la recepción de Ortega en el mundo académico argentino que se cierra en la fecha simbólica del centenario de su nacimiento en 1983. También hay aquí luces y sombras. Y digo que el libro debería haber terminado con la crónica de la amistad entre las dos mujeres, unidas por el afecto y la admiración hacia el filósofo, porque es otra amistad, apenas insinuada en el umbral del libro, la de Soledad Ortega y Marta Campomar, la que opera como «causa eficiente» ?que decían los escolásticos? de esta obra: «Dedico este libro a doña Soledad Ortega Spottorno, guardiana de la memoria familiar, quien compartió la dolorosa experiencia del exilio europeo y americano junto a su padre».

Media vida de Ortega ?puesto que el relato arranca al filo de los treinta, cuando la monarquía de Alfonso XIII se tambalea, víctima de sus propios errores?, sus vivencias, azares, logros y dolores llegan ahora a nosotros contenidas en un libro resultado de ciertos actos de generosidad espiritual entre tres mujeres: de Victoria Ocampo a Soledad Ortega, de Soledad Ortega a Marta Campomar. Transmisión espiritual y material de recuerdos intangibles y montones de papeles ordenados y archivados, leídos y releídos para intentar transmitir un legado de sensibilidad y pensamiento que aún habla con sentido a las generaciones recién llegadas a la historia.

Campomar ha dedicado muchas de sus mejores horas a rescatar para los argentinos –y de paso, para el resto de los hispanohablantes? la obra de Ortega. Esta es la última entrega. La han precedido dos publicaciones: la edición comentada de Los escritos de Ortega y Gasset en La Nación (1923-1952) y un auténtico mamotreto (más de novecientas páginas): Ortega y Gasset en la curva histórica de la Institución Cultural EspañolaLos escritos de Ortega y Gasset en La Nación (1923-1952), Buenos Aires, La Nación, 2005; Ortega y Gasset en la curva histórica de la Institución Cultural Española, Madrid, Biblioteca Nueva y Fundación José Ortega y Gasset, 2009., que reconstruye las relaciones culturales entre España y Argentina, contexto adecuado para adentrarse en las misiones culturales que Ortega llevó a cabo en Argentina, y no sólo en los tres viajes puntuales, sino en el conjunto de su producción, gran parte de la cual fue escrita bizqueando hacia sus lectores australes, de los cuales llegó a decir en cierta ocasión que aquel público «parece hoy más perspicaz, más curioso, más capaz de emoción que el metropolitano».

Aquel público cambió. Campomar describe en este libro las mutaciones y saltos que la sociedad argentina fue experimentando al ritmo vertiginoso de las revoluciones y guerras que el siglo desplegaba. Aquí está la memoria de la emigración de Ortega y Gasset a aquella Argentina rica, despreocupada, pagada de sí misma, de la que esperaba el viajero filósofo ?creía él que con cierto derecho? un rincón en el que trabajar y poder así terminar su obraDespués de leer la obra de Marta Campomar tengo la impresión de que la clave biográfica que explica el relativo misterio de que Ortega no cerrara su filosofía, redactando los dos «mamotretos» de que hablaba desde mediados de los años treinta, el que había de contener su filosofía primera, Aurora de la razón histórica, y su sociología, El hombre y la gente, se debe a que los sucesos aquí relatados, especialmente el hecho de que no encontrara un mínimo de seguridad para establecerse durante una larga temporada, sin agobios financieros, y tener que aplazar sine die el trabajo ordenado y concentrado que exige la meditación filosófica, fueron la causa que llevó a Ortega a preferir aplazar la redacción de esos libros y ocuparse en trabajos más circunstanciales. Seguramente transmitió en esto las graves hipótesis acerca de la modernidad y del ser humano que tenía en mente. Pero, ¡ay!, no lo hizo sistemáticamente.. Ahí están todas las luces y muchas de las sombras de aquel terrible período de la historia mundial y de la pequeña historia de un hombre. No será ya fácil para nadie que vuelva a escribir sobre Ortega en el exilio regresar a las simplificaciones que han sido moneda corriente hasta hace muy poco.

José Lasaga Medina es catedrático de Filosofía de enseñanza media, profesor de Filosofía en la UNED y profesor investigador en la Fundación José Ortega y Gasset. Ha sido comisario de la exposición El Madrid de José Ortega y Gasset (Residencia de Estudiantes y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, mayo de 2006). Sus investigaciones se centran en los aspectos metafísicos y éticos del pensamiento orteguiano. Es autor de José Ortega y Gasset (1883-1955). Vida y filosofía (Madrid, Biblioteca Nueva, 2003) y Figuras de la vida buena. Ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset (Madrid, Enigma, 2006), y editor de Ortega en pasado y en futuro. Medio siglo después (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007).

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