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Sobre sustancias biocidas, disruptores endocrinos y retroprogresos

Toxic Deception (Engaño tóxico)

DAN FAGIN, MARIANNE LAVELLE, CENTER FOR PUBLIC INTEGRITY

Birch Lane Press/Carol Publishing Group, Secaucus (New Jersey), 1996

Nuestro futuro robado

THEO COLBORN, JOHN PETERSON MYERS, DIANNE DUMANOSKI

Editorial (con el apoyo de CODA, Greenpeace, Vida Sana y WWF-ADENA), Madrid, 1998

Prólogo de Al Gore. Ecoespaña

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Si alguna lectora o lector apresurado hojease los índices de estos dos libros, podría pensar que se trata de dos textos especializados de interés sólo para el aficionado a la ecotoxicología, y pasar a otra cosa. Habría cometido –creo– un grave error. Estamos ante dos obras que deberían ser leídas masivamente por un público amplio, porque su asunto nos atañe a todos. Lo describen bien los subtítulos de ambas obras: respectivamente, «¿Amenazan las sustancias químicas sintéticas nuestra fertilidad, inteligencia y supervivencia?» (Our Stolen Future) y «Cómo la industria química manipula la ciencia, tuerce la ley y daña nuestra salud» (Toxic Deception). Pero, en otro nivel, también podríamos describir el tema de estas dos excelentes y rigurosas obras de investigación escritas en EEUU como las promesas incumplidas de la modernidad, o las patologías ecológico-sociales de las sociedades altamente industrializadas, o el carácter altamente ambiguo de la noción de progreso. Me explicaré.

A medida que las sociedades industriales se desarrollaban en el último siglo y medio, pocos términos aparecían más preñados de connotaciones positivas que la palabra «progreso». El perpetuo avance hacia adelante que se suponía impulsaban las fuerzas de la razón, la ciencia, la tecnología de base científica y la industria capitalista –fuerzas que a su vez se reforzaban mutuamente– quedaba compendiado en el concepto de progreso. La supuesta capacidad de progreso indefinido obraba como una de las fuentes principales de legitimación del orden socioeconómico imperante –si no la fuente principal. (Todavía hoy, cuando cierta izquierda vergonzante no sabe cómo llamarse a sí misma para competir con éxito en los mercados de votos de nuestras democracias representativas, esta izquierda que no se atreve a hablar de igualdad y baja la cabeza ante el ideologema según el cual «ya no hay derechas ni izquierdas» se acoge con frecuencia al pacato adjetivo progresista.)

Pero si las circunstancias cambian, seguir haciendo lo mismo que solíamos puede convertirse en una trampa mortal. ¿Podemos hoy seguir adormeciéndonos acríticamente bajo el embrujo del progreso definido de acuerdo con el sistema? Se diría que el progreso, a finales del siglo XX, ya no es lo que era. La experiencia de la crisis ecológica global, y de los múltiples problemas ambientales locales, nos ha enseñado a calibrar de otra forma –más realista, menos mágicamente obnubilada– sus luces y sus sombras. Una experiencia contemporánea recurrente parece ser que más allá de ciertos límites, nuestros esfuerzos por «progresar» se vuelven regresivos. A partir de cierto punto, y como en una maldición de sueño o de cuento de hadas, se diría que cada intento de adelantar un paso nos arroja varios pasos hacia atrás. En nuestras progresistas sociedades del capitalismo tardío, hemos sobrepasado con creces estepunto. A esta conclusión podríamos llegar analizando una variedad de cuestiones concretas: la que abordan los dos libros que hoy reseñamos es la fabricación, uso y difusión de sustancias químicas sintéticas, especialmente las sustancias biocidas (insecticidas, nematicidas, herbicidas, fungicidas, etc.).

Desde hace algunos años, hasta la prensa y la televisión se han hecho eco de inquietantes noticias sobre diversos problemas reproductivos y de salud que afectan a numerosas especies animales (incluida la especie humana). Estas noticias incluían caimanes con el pene anormalmente pequeño en Florida, terribles mortandades de focas y otros mamíferos marinos en los mares septentrionales de Europa, cambios de sexo de los peces en los ríos británicos, desaparición de las nutrias en los ríos de la Europa continental, poblaciones de delfines diezmados en el Mediterráneo, feminización de machos y masculinización de hembras de numerosas especies animales, caída en picado del número y la calidad de los espermatozoides en el esperma humano, aumento de cánceres del sistema reproductivo humano, cánceres de mama y dolencias prostáticas en todo el mundo… Nuestro futuro robado sintetiza, ordena y evalúa una gran cantidad de investigación científica que en los últimos años apunta hacia unorigen común de todos aquellos inquietantes problemas: la capacidad de muchas sustancias químicas sintéticas para funcionar como disruptores endocrinos (esto es, como perturbadores del sistema hormonal, que controla todos los procesos vitales del organismo y dirige las fases críticas del desarrollo prenatal).

Se han identificado ya más de cincuenta familias de sustancias químicas con efectos hormonales, que consiguen «engañar» al organismo desbaratando su complejo sistema de mensajería química: entre ellas se encuentran sustancias tan omnipresentes como los refrigerantes PCBs (policlorobifenilos), insecticidas como el DDT o el metoxicloro, fungicidas como la vinclozolina o el pirimidín-carbinol, aditivos para plásticos como alquilfenoles y ftalatos, contaminantes como las dioxinas y furanos… Estas sustancias son tan peligrosas porque: a) se trata de productos bioacumulativos, cuya concentración aumenta espectacularmente a medida que ascendemos en las cadenas tróficas (acumulándose en los predadores que se hallan en los extremos superiores de tales cadenas… incluyendo al «superpredador» ser humano); b) son productos persistentes que los seres vivos no degradamos fácilmente, y para cuya metabolización no nos ha preparado nuestra historia evolutiva anterior; c) muchas de estas sustancias son biocidas que se diseñan intencionadamente para que resulten biológicamente activas, y se dispersan adrede en el medio ambiente; d) a consecuencia de una política de comercialización irresponsable carecemos de información básica sobre la mayoría de los más de 100.000 compuestos que pueden encontrarse en el mercado, y no digamos sobre sus efectos sinérgicos, y menos aún digamos sobre los peligros «recién descubiertos» como puede ser la actividad hormonal.

Comercialización irresponsable: con este sintagma entramos en el dominio que aborda Toxic Deception, un estudio encargado por un grupo cívico estadounidense, el Centro para la Integridad Pública, para averiguar cómo productos químicos tan problemáticos para la salud humana como el formaldehído, la atrazina o el percloroetileno pueden llegar al mercado y logran mantenerse en él durante decenios. La conclusión es inquietante: «En el nivel más fundamental, el sistema regulatorio federal [de EEUU] está guiado por los imperativos económicos de las empresas químicas –aumentar cuota de mercado y beneficios– y no por su mandato de proteger la salud pública» (pág. 13). Pero lo verdaderamente notable del libro no es esta afirmación general, apoyada por cierto en una muy sólida masa de información y análisis, sino el desvelamiento de los micromecanismos mediante los cuales un puñado de transnacionales del sector químico –empresas como DuPont, Novartis o Monsanto– consiguen imponer sus intereses frente a los intereses generales de ciudadanos y ciudadanas (empezando por uno de los más básicos: el derecho a la salud). Micromecanismos examinados en detalle por Fagin y Lavelle, que incluyen la financiación de estudios científicos con conclusiones predeterminadas (favorables a la empresa), la orientación de la I+D pública mediante su cofinanciación, los mecanismos de revolving door (puertas comunicantes entre los altos niveles de la Administración controladora y las empresas supuestamente controladas, con un frecuente baile de puestos de trabajo públicos a privados y viceversa), los viajes para científicos y funcionarios estatales generosamente financiados por las empresas, el incansable cabildeo frente a congresistas y senadores…, todo ello en un contexto político-legal en el cual se supone que un producto químico es seguro mientras no se demuestre lo contrario: exactamente al revés de lo que exigiría el principio de precaución. En EEUU se camuflan bajo el omnipresente eufemismo PR (public relations) muchas prácticas que en realidad habría que identificar como manipulación, extorsión, engaño y fraude; Engaño tóxico ofrece un exhaustivo muestrario de tales prácticas en el sector químico estadounidense. Los perdedores en tal proceso son nuestros cuerpos y la biosfera, convertidos a nuestro pesar en laboratorios químicos de alto riesgo.

Desde que hacia 1940 comenzó la era de los biocidas sintéticos, hemos regado el mundo con centenares de millones de toneladas de estas peligrosísimas sustancias, la mayoría de ellas tóxicas, de efecto indiscriminado, persistentes y bioacumulativas. A las malas noticias –más antiguas– sobre toxicidad y potencial carcinógeno se acaban de sumar las recientes malas noticias sobre efectos hormonales, con efectos potencialmente gravísimos para la biodiversidad del planeta y el futuro reproductivo de la propia especie humana. Así, los daños producidos a los ecosistemas, la salud de los animales y de los propios seres humanos pesan cada vez más gravemente. ¿Valió por lo menos la pena en términos de producción de alimentos? También aquí los fenómenos de regresión circular acaban triunfando sobre el supuesto progreso:

«Los pesticidas no han acabado con los problemas que se suponía iban a resolver. En realidad, en los cincuenta años transcurridos desde que se generalizó el uso de los pesticidas, el porcentaje de pérdida de cosechas a causa de las plagas no ha descendido de forma notoria. Los insectos, las malas hierbas y las enfermedades de las plantas aún se llevan hoy en día el mismo 30 ó 35% de las cosechas, es decir, casi el mismo porcentaje que en la era prequímica. Si, por un lado, las prácticas de intensificación en la agricultura de este período incrementaron la producción global, por otro también contribuyeron a la inmunidad de muchas plagas frente a los biocidas» (World Resources Institute: Población y medio ambiente. Informe del Institute de Recursos Mundiales (en colaboración con el PNUMA y el PNUD). Ángel Muñoz Ed., Madrid 1996, pág. 128).

Retroprogreso: allí donde creíamos avanzar, en realidad estábamos describiendo movimientos erráticos, más o menos circulares, que pueden acabar por devolvernos más atrás del punto de partida. La «revolución química» de los últimos cincuenta años, a la que debemos sin duda notables avances, ha dado lugar también a problemas cuya verdadera y terrible magnitud sólo hoy comenzamos a atisbar. En los años cuarenta, el DDT –en plena oleada de optimismo tecnológico– se vende como una sustancia milagrosa, y en los anuncios de Time danzan verduras, animales y una granjera al ritmo del eslogan «DDT is good for me-ee!» («el DDT es bueno para mí»). Son los comienzos de la era química. En los años sesenta se acumula la evidencia de los problemas ecológicos y de salud humana causados por los biocidas que tan generosamente se están virtiendo a la biosfera. Desde comienzos de los setenta, se imponen fuertes restricciones o prohibiciones completas al uso del DDT en la mayoría de los países industrializados: el milagro tecnológico se ha convertido en veneno. En los noventa, con los descubrimientos sobre los efectos hormonales del DDT y otras sustancias químicas sintéticas, nos enfrentamos a una nueva y estremecedora dimensión del problema: no estamos hablando sólo de toxicidad o cáncer, sino de daños más sigilosos –pero potencialmente más devastadores– causados a los sistemas endocrino, inmunitario y neurológico.

Si esta es la pauta del «progreso», está más que justificado que con el ánimo más sereno y sosegado posible nos preguntemos qué significa progresar. Hemos de romper la maldición que nos derrota: la de quien, intentando avanzar, se ve sin cesar arrojado hacia atrás, empeorando su situación con cada uno de sus esfuerzos por progresar. Quiero enfatizar que esto no implica en absoluto despedirnos del progreso (rectamente entendido), renegar de la ciencia o rechazar la racionalidad. Entre el tópico «regreso a las cavernas» y las siniestras realidades descritas en Nuestro futuro robado y Engaño tóxico hay muchas vías alternativas posibles, algunas de las cuales podrían conducir a una sociedad industrial ecológicamente sostenible. Se trataría de dejar de identificar progreso técnico-industrial con progreso moral-cultural, redefiniendo el concepto en el sentido de un progreso cualitativo. De esta redefinición del concepto de progreso, aplicada al problema de los compuestos químicos persistentes, forman parte, desde luego, el muy sensato conjunto de medidas que Colborn, Myers y Dumanoski enumeran al final de su libro, a modo de «programa mínimo» para recuperar nuestro futuro robado. Incluye propuestas como las siguientes: dejar de consumir alimentos y bebidas envasados en plástico; evitar en lo posible la grasa animal; «desquimizar» la agricultura y promover la agricultura ecológica; eliminar mediante tratados internacionales compuestos persistentes biológicamente activos como los PCBs, el DDT o el lindano; trasladar el peso de la prueba de seguridad e inocuidad a los fabricantes de sustancias químicas; fijar normas de protección para los más vulnerables, especialmente fetos y niños pequeños; modificar las leyes sobre secreto comercial para permitir que la población se proteja de exposiciones indeseadas; en definitiva, transformar a fondo la fabricación y el uso de sustancias químicas generalizando en el sector químico prácticas de «producción limpia» (lo cual incluiría reducir drásticamente el número de sustancias presentes en el mercado, y en particular eliminar aquellas cuyo proceso de degradación en el medio ambiente no se conozca bien). No cabe engañarse sobre el alcance de esta transformación: dos investigadores que evaluaron las más de 7.500 sustancias químicas disponibles actualmente para teñir y procesar tejidos, eliminando las peligrosas (por ser persistentes, mutagénicas, carcinógenas o disruptoras hormonales), se encontraron con sólo 34 sustancias al final del proceso de descarte (Nuestro futuro robado, pág. 302).

No hace mucho que el director de la Agencia Europea de Medio Ambiente con sede en Copenhague, Domingo Jiménez Beltrán, ha indicado que el principal problema ambiental de los europeos es la «sopa química» con más de cien mil ingredientes a la que estamos cotidianamente expuestos, alertando expresamente sobre los disruptores hormonales (declaraciones en El País, 3.6.98). «Nuestro futuro robado es un libro de importancia trascendental, que nos obliga a plantearnos nuevas preguntas acerca de las sustancias químicas sintéticas que hemos esparcido por toda la Tierra», ha escrito en su prólogo Al Gore, vicepresidente de los EEUU. Este libro, leído junto con Engaño tóxico –para no olvidar plantearnos también las preguntas sobre cómo se engrana el poder capitalista, de las transnacionales químicas en este caso, con el deterioro de la biosfera, los daños a la salud pública y los riesgos para el futuro reproductivo de nuestra especie–, es en mi opinión tan importante como Gore y Jiménez Beltrán señalan.

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