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Novela-Cómic

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A finales del siglo XIX y principios del XX empezaron a fijarse los elementos estéticos y temáticos, y hasta los códigos expresivos que todavía están vigentes –sucesión de viñetas, «globos» sustentadores de los diálogos, onomatopeyas– de esas historietas gráficas que se han venido a denominar tebeos o cómics. Producto de la prensa periódica, las narraciones ilustradas con dibujos más o menos caricaturescos han buscado el entretenimiento popular a través de la creación de niños singulares, personajes estrafalarios o aventureros sorprendentes, y desde el primer momento se acomodaron a lo que pudiera estimarse su condición de género particular, residual, subgénero de lo narrativo. La comedia de costumbres, lo policíaco o detectivesco, aventuras en escenarios exóticos o fantásticos, cierta mitología de seres extraordinarios –los denominados «superhéroes»–, han sido la materia usual de tales narraciones o historietas gráficas, que pocas veces han intentado salirse de su marco, ese que tiene por destinatario a un lector infantil, o al menos sencillo, un público masivo al margen de las preocupaciones de la narrativa específicamente literaria.

Sin embargo, en su propio contexto, los productos del cómic han ofrecido ejemplos de mundos y personajes sólidos, de la mano de extraordinarios dibujantes, y a veces en esas narraciones gráficas ha sido perceptible la voluntad de enlazar con la tradición de la literatura mayor. Tal podría ser el caso de la famosa historieta Prince Valiant, de Harold Foster, donde se encuentra cierta recreación de aspectos del ciclo artúrico y de la épica caballeresca. En la última parte del siglo XX , algunos autores de cómic empiezan a plantearse su trabajo intentando romper los límites convencionales del género. Dentro del mundo de la tradición fantástica se publican verdaderas sagas de compleja estructura narrativa, como Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons, pero también se pretende entrar en el territorio de la narrativa puramente literaria. Uno de los primeros autores en seguir esta línea fue Will Eisner, magnífico dibujante, creador de The Spirit, un peculiar enmascarado defensor del bien en el marco de una urbe tenebrosa. A finales de los años setenta, Eisner se plantea en su trabajo nuevos horizontes estéticos y expresivos con el propósito de aproximarse al mundo de la novela canónica. Mezcla dibujo y texto, y busca como referencia no un mundo fantástico sino la propia realidad, la especulación inmobiliaria en el Bronx neoyorquino o sus propios recuerdos de infancia, a través de obras que ya no pueden enmarcarse dentro del cómic tradicional, y que serían un híbrido entre éste y la novela literaria: Un contrato con Dios, El soñador, Dropsie Avenue, El vecindario, Asuntos de familia, etc. Estas novelas gráficas de Eisner, con otras que han ido apareciendo en los últimos años, son sin duda objetos raros, pues requieren en el autor no solamente el dominio de las técnicas narrativas gráficas propias del género, sino también una capacidad y una disposición adecuada para la narración literaria. Pero cuando se consigue imbricar con naturalidad ambos lenguajes, no cabe duda de que el resultado presenta espacios interesantes para la narrativa impresa, en tiempos en que se vaticina un futuro tan oscuro para el libro.

Recientemente han aparecido en España dos muestras de este tipo de relato que pretende invadir el campo de la novela y en que se mezclan texto y dibujo: Maus, de Art Spiegelman, y Gemma Bovery, de Posy Simmonds, y que merecen consideración desde una mirada narrativa, no sólo por lo curioso de su naturaleza híbrida.

Maus, un libro bien conocido en los Estados Unidos, donde ha sido galardonado con el Premio Pulitzer, es el resultado de reunir diversas historietas publicadas a lo largo de muchos años, y que antes de la última recopilación fueron editadas en dos partes, la primera en 1986 y la segunda en 1991. Su título completo –Maus, relato de un superviviente– hace referencia directa al tema del libro: la historia del padre del autor, judío polaco, desde su juventud en Czestochowa, pequeña ciudad de Polonia no lejos de la frontera alemana, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con todas las penalidades sufridas a lo largo de su vida, primero como soldado polaco movilizado y combatiente, luego como judío expropiado, perseguido y cautivo en Auschwitz, al fin como emigrante en los Estados Unidos. La historia que se nos narra es el resultado de una larga conversación entre padre e hijo en los Estados Unidos, muchos años después de los sucesos, conversación que está presente en la historia como uno de los elementos fundamentales para conocer la personalidad del superviviente.

Al hilo de tal conversación, que el propio Art Spiegelman va recogiendo, la crónica del sangriento pasado va mostrándose ante nuestros ojos mediante el texto y las viñetas. La estructura gráfica responde a un esquema bastante convencional –viñetas cuadradas o rectangulares en tiras sucesivas– y el texto alterna los «globos» con el texto descriptivo. El juego de los tiempos alternativos –el presente en que el hijo graba el testimonio del padre y el pasado que se nos devuelve a través de su memoria– está bien logrado, pero uno de los factores fundamentales para la eficacia del relato está precisamente en el dibujo, de traza expresionista, un blanco y negro muy contrastado, en que las figuras humanas se distinguen por los rasgos de su cabeza: todos los judíos la tienen de ratón, mientras que los nazis la tienen de gato, y el resto de personajes no judíos pueden tener cabeza de cerdo, perro u otros animales. Esa animalización, que parecería impropia de la dramática y brutal historia que se nos narra, resulta sin embargo muy oportuna, pues crea una especie de fábula moderna estableciendo la distancia irónica suficiente para que no se confundan emoción y reflexión. Historia personal, escrita sin duda desde una voluntad de catarsis del autor para entender a su familia, en ella la supervivencia se nos muestra como en un texto científico, los trueques, los sobornos, el mercado negro, el valor del dinero, las pequeñas conspiraciones, los infames cobijos, la rápida capacidad de adaptación.

El padre que cuenta la historia es un viejo mezquino, avariento, capaz de recoger en la calle los papeles en blanco o los pedazos de cable, para aprovecharlos, y de amargar la vida a su actual compañera –la primera mujer, madre de Art Spiegelman, se suicidó–, pero que ha hecho desaparecer los diarios de la madre suicida. Nada hay en la historia de complaciente, sin que ello pueda oscurecer la horrorosa realidad del genocidio nazi. Hay un tono terrible de vida cotidiana, de espanto diario, que sin duda convierten el libro en una de las piezas mayores sobre el Holocausto. Por otra parte, hay un momento en que el propio autor, incluido dentro de la historia que narra, ante el éxito de la primera parte del libro, es interrogado por periodistas, y señala que él no ha pretendido incluir ningún mensaje, sino transmitir un testimonio. Hay que señalar que en ese momento no tiene cabeza de ratón, sino que lleva máscara de ratón, y que cuando uno de los periodistas le pregunta qué tipo de animal dibujaría si su libro tratara de los judíos israelíes, contesta: «No tengo ni idea: ¿puercos espinos?».

Lamentablemente, un producto narrativo tan interesante como éste se presenta, en su edición española, gravemente afectado por una traducción extraña, que incluso puede parecer intolerable. Prácticamente en todas las ocasiones, a lo largo del libro –296 páginas– se equivoca el sentido del ser y del estar: «Está una lástima», «Estaba… un comunista», «Estaba buena chica», «Estuvo solo un robo», «Está de cristal», «Soy cansado y debo…», «La primera vez que fui en el ejército», «El simple hecho de ser juntos», «Estaba un abrigo viejo», etc., por era, fue, es, estoy, estar… Y eso no es lo peor, sino las numerosísimas veces en que, en la construcción de oraciones, se demuestra que el traductor no parece conocer la lengua española: «Está una lástima que Françoise no ha también venido», «Hay que te comes siempre todo lo que hay en el plato», «… tuvimos que separarnos de él para que lo escondemos», «Pero si venía un inspector, los clientes tenían que se escondían», «… ni había espacio suficiente para que los meten a todos en los hornos», «Soy muy cansado de que os espero», «Los vecinos intentaron que hacen gimnasia conmigo», «Tenéis que os dar prisa para que os preparáis», «Soy tan débil por mi corazón y mi diabetes que no puedo que sigo viviendo solo», son muestras al azar de las innumerables traducciones erróneas que, más que menoscabar, parecen invalidar el conjunto. Un lector muy avisado puede llegar a saber que tal tipo de lenguaje pretende reflejar el mal inglés, contaminado de polaco y yiddish, del padre de Art Spiegelman, y en Estados Unidos, con población de tan diferentes orígenes lingüísticos, puede que un texto así no resulte tan chocante. Sin embargo, aparte de lo peculiar de esa traducción española, que ha optado por el camino más fácil a la hora de reproducir un castellano mal hablado, es inaceptable que el libro no incluya ninguna advertencia sobre tal extremo, pues tal carencia le da a esta publicación de Maus un aspecto de edición gravemente descuidada.

Si Maus responde literariamente a ese modelo de novela crónica cuyo antecedente moderno más claro estaría en A sangre fría de Truman Capote, Gemma Bovery, de Posy Simmonds, se acerca mucho más a la novela canónica, con una decidida voluntad por jugar con las diversas perspectivas narrativas que ofrece el género. En Gemma Bovery se nos cuenta la historia de una joven inglesa que, para alejarse de la familia que su marido ha tenido en su primer matrimonio, decide instalarse en el campo francés, en Normandía, al otro lado del Canal. Su progresivo desencanto ante la pretendida vida bucólica la irá apartando también de su pacífico marido y envolviéndola en un adulterio o en la recuperación de las relaciones con un antiguo amante.

Así como Maus, pese a los dos niveles temporales de la narración, es una historia lineal, incluso cronológicamente, Gemma Bovery tiene una estructura bastante compleja. Comienza tres semanas después de la muerte de la protagonista, y se nos narra a través del testimonio de uno de los personajes, Raymond Joubert, que ha regresado al pueblo de los sucesos unos años antes para hacerse cargo de la panadería familiar. Joubert, obsesionado por la protagonista, a quien ha espiado a lo largo de sus aventuras amorosas, va escamoteando ante los ojos del desconsolado marido, Charlie Bovery, los diarios de la mujer, y a través de ellos, en saltos de tiempo que nos llevan al pasado inglés o nos devuelven a la aldea normanda, iremos descubriendo los secretos y motivos que desvelan el comportamiento de los distintos personajes.

En la narración, como un elemento dramático más, funciona la novela Madame Bovary de Gustave Flaubert. Lo cercano del apellido y algunas curiosas coincidencias hacen que el narrador, aficionado a la literatura, imagine descubrir en la obra de Flaubert ciertas claves para entender los sucesos, y hasta que acuda a determinadas páginas del clásico para intentar modificar las conductas de Gemma Bovery, condenada al parecer a repetir los errores y hasta el fatal desenlace de Madame Bovary. Tal juego metaliterario está resuelto mediante una mirada humorística que impregna todo el relato, y a la que da mayor sentido el tono de suave caricatura con que están descritos gráficamente los distintos personajes.

Los dibujos en blanco y negro, la mayoría a la aguada, se acompañan con muchas formas de letra impresa, a menudo manuscrita, y con modos narrativos que no desdeñan ninguna técnica, incluso alguna no muy propia de la literatura de ficción, como la relación de distintos aspectos a partir de números consecutivos. También, a veces, la historia se narra en la forma tradicional de los tebeos –viñetas y «globos» verbales– o de las novelas –simple texto impreso–. Hay que señalar que la recomposición de la historia, a partir de los diarios que Raymond Joubert repasa furtivamente, facilita el modo un poco azaroso y disperso del relato, los meandros y derivaciones, las vueltas atrás o la detención en algún punto concreto. El caso es que dibujo y correlato literario consiguen entretejerse de manera muy eficaz, y que Gemma Bovery resulta un artilugio narrativo muy interesante, donde se describe con acierto la desazón y hasta el delirio de una heredera espiritual de la clásica heroína. A pesar del suave humor, la autora ha tratado las relaciones familiares y amorosas y las frustraciones personales sin miramientos ni concesiones, y su texto presenta un panorama bastante reconocible de ciertas actitudes contemporáneas.

El texto castellano es muy correcto. Por último, y aunque el formato del libro se sale de las pautas habituales en la narrativa, no le hubiera venido mal un tamaño todavía mayor, que hubiese permitido agrandar algo los cuerpos de letra y hacer más cómoda la lectura de los textos.

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