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Un asesino romántico

No acosen al asesino

JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Alfaguara, Madrid, 424 págs.

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Ha escrito José María Guelbenzu una buena novela policiaca, a la inglesa, una de esas novelas en las que el enigma es esencial, según las convenciones fijadas en la edad de oro (los tiempos de Agatha Christie) para todo relato de crímenes. El poeta Auden resumió así la fórmula básica: hay un asesinato y muchos sospechosos, que irán siendo eliminados hasta que sólo uno asuma la culpa y el castigo. La pregunta clave para resolver el enigma de una novela problema sería, según P. D. James, ésta: ¿cuál de los sospechosos tiene los medios, la oportunidad, los conocimientos, la fuerza física, el motivo, la maldad, los nervios, la desesperación, la capacidad psicológica para cometer este crimen en particular? Pero en No acosen al asesino no hay sospechosos, porque desde el principio conocemos al culpable, un tal Carlos Sastre (se llama como un conocido campeón ciclista), que en una colonia de veraneantes en Cantabria le ha cortado el cuello a un honorable juez.

¿Cuál es el misterio, entonces, que mueve el relato? Queremos saber cómo y por qué el asesino ha llegado a ser un asesino. Y queremos saber más: ¿descubrirán al asesino? El lector comparte con el asesino el conocimiento de quién manejó la navaja, y comparte con el investigador el interés en saber los motivos del crimen, la respuesta a las preguntas de P. D. James. El enigma fundamental para el lector sigue siendo, por tanto, la identidad del criminal: no el nombre (lo sabemos desde la primera página), sino la personalidad. José María Guelbenzu, que siempre ha indagado en las maneras de escribir una novela, busca ahora un modelo narrativo, la novela policiaca, donde las operaciones fundamentales (las que observa, dirige o emprende el detective) recuerdan la misión del novelista según Henry James: representar y esclarecer el pasado, los actos de los individuos. Así, mientras el detective (en No acosen al asesino, la juez de instrucción Mariana de Marco) intenta descubrir y capturar al culpable, el lector persigue la historia que concluye con el navajazo en el cuello de ese juez fatuo, miserable y prestigioso.

De acuerdo con la ley de la novela criminal, el crimen se cumple en un paisaje cerrado, descrito con atención (se echa de menos un mapa, como en las viejas novelas), y los diálogos siguen el curso de las investigaciones, entre el interrogatorio y la murmuración. Los personajes secundarios, veraneantes de clase alta, actúan como espejos del asesino, visiones del criminal Carlos Sastre: educado, distraído, sensible, demasiado soltero, apetecible para la cama, irresistible, aborrecible, conquistador, cortés, maleducado como casi todos los solitarios, experto e inteligente empresario de nuestro tiempo, construido a sí mismo. Un hombre interesante, dice el intelectual del grupo, porque no esconde un secreto, sino un temperamento, una personalidad (y esto es lo que esperamos que nos sea revelado). La contrincante del criminal es la juez De Marco. Así la ve el asesino: llamativa, caballuna, con personalidad, muy lista, rocosa. Yo diría que, como el novelista ideal de Henry James, la juez tiene el poder de adivinar lo oculto por lo visto o apenas vislumbrado, y trata de ser una de esas personas que no pasan nada por alto.

De Marco se atiene a la norma que rige las costumbres de los detectives de novela: es extravagante, pero su rareza no es la jeringuilla y el violín de Holmes, sino el gusto por las novelas decimonónicas. Mientras investiga, lee la última novela de Dickens, una historia de crímenes por dinero y no por dolor (por dolor mata Carlos Sastre). Todo es apacible en el escenario convencional de los hechos, y el caso del juez degollado será motivo de meriendas y tertulias, estupendo tema de conversación, antes de convertirse en algo aburrido, macabro, incómodo, ajeno al bienestar veraniego. Es inconcebible que el malvado pertenezca al círculo restringido de los felices. Y, en la construcción del personaje criminal, Guelbenzu va descubriendo que el suyo es un personaje romántico, poseedor de un carácter que sorprenderá al propio asesino: uno, dice, nunca acaba de conocerse a sí mismo.

Porque el asesino, economista y veraneante de lujo, parece un hombre analítico (así lo califica la juez, cuando sabe que ha reducido la navaja a sus piezas mínimas para repartirlas por los basureros de la comarca), razonable y previsor, pero se entrega azarosamente al crimen después de oír por casualidad cierta conversación en una fiesta. El asesino es ordenado y meticuloso en la preparación de un gin-tonic relajante después del duro trabajo criminal, y en la destrucción de pruebas, quemadas con leña de roble que prende y arde bien, añadiendo unas ramas de eucalipto para ahuyentar el olor a gasolina. Pero, como un héroe romántico, se deja arrebatar por el esplendor del oleaje y el crepúsculo, y halla estímulo y refugio en la música de Beethoven y Schumann. ¿Es un criminal un tanto especial? Ya decían los hermanos Coen que las normas limitadoras incitan a la creación y la transgresión.

El asesino cargado de razón termina por considerar su acto una brutalidad y un sacrificio: ha violentado brutalmente su propia forma de ser y se ha sacrificado a sí mismo, de acuerdo con su idea de que la vida es sacrificio y lucha, un continuo ejercicio de voluntad. Este criminal habla al principio como un joven Nietzsche, feliz y fuerte en la euforia de su hazaña, voluntad pura sin entendimiento, pero, conforme el cielo se nubla y empieza a llover, acabará escondiéndose de la mirada del Ángel de la Desgracia (así lo siente él), perseguido por el dedo con el que Dios marca a los desdichados a lo Manfred, después de profanar o santificar una iglesia abrazándose desnudo y desesperadamente a su enamorada. El superhombre romántico sólo es un desgraciado que grita de terror cuando ve en los ojos de su posible próxima víctima el terror que provoca: un intruso en el círculo de los selectos veraneantes.

Más que los métodos intuitivo-deductivos de la cartesiana De Marco, lo amenaza la fatalidad, aunque no se trate de una fatalidad mística, sino burocrática, según explica la juez de instrucción: es imposible escabullirse de uno mismo, del nombre y la historia personal. El enigma ya está resuelto en algún expediente de algún archivo o algún registro que antes o después serán abiertos, de modo que el golpe contra el juez funesto iba dirigido contra su propio autor, o así lo ven en momentos distintos el criminal y la detective. Quién sabe si volveremos a encontrarnos con ella, Mariana de Marco, antigua abogada criminalista y juez novata a punto de cumplir los cincuenta, amante de Dickens y de un inglés diez años menor.

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