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La hora neocon

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OTRA REVOLUCIÓN PENDIENTE

La revolución neocon empezó en los ochenta con Ronald Reagan, pero sólo desde hace poco tiempo parece estar en condiciones de alcanzar sus últimos objetivosEs difícil definir con exactitud a los neoconservadores (lo de neocon es la versión sincopada de esta palabra). La etiqueta empezó sirviendo para denominar a antiguos intelectuales progres que se pasaron al reaganismo frustrados por la política exterior de los demócratas en los setenta (Irving Kristol, Norman Podhoretz, Jeanne Kirkpatrick, etc.). Más recientemente, se llama así a los republicanos que abogan por una política exterior afirmativa que no rehúya el uso de la fuerza en defensa de los intereses americanos (Max Boot, What the Heck is a "Neocon"? , The Wall Street Journal , 30 de diciembre de 2002). Valga decir que son más pragmáticos que las otras alas del partico republicano (conocidas como libertaria y normativa) con las que, por otra parte, mantienen excelentes relaciones. Son, en definitiva, los patronos políticos actuales que llevan en andas al presidente, como Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice, Paul Wolfowitz, Scooter Lobby, Richard Perle, Doug Feith y un largo etcétera («The Shadow Men», The Economist, 24 de abril de 2003).. ¿Cuál es su proyecto? Los conservadores americanos no lo ocultaban hace veinte años y no lo ocultan ahora: cambiar los términos de referencia de la política centrista, doméstica e internacional, que hasta el momento sigue generando estabilidad social, aunque el amplio consenso que suscitó desde la segunda posguerra hasta finales de los setenta haya ido mermando paulatinamente. En la agenda doméstica, los conservadores cuestionan la expansión del Welfare State y hasta su propia razón de ser. Sólo tras la crisis de 1929 conocieron los estadounidenses un sistema de seguridad social y sólo durante la expansión de los sesenta se financió un régimen de salud universal para los mayores de 65 años (Medicare) y otro de asistencia sanitaria limitada a los indigentes (Medicaid). Esas y algunas otras prestaciones muy tasadas formaban una red de asistencia social escueta, al menos en relación con Europa, que los conservadores siempre han aceptado a regañadientes. En política internacional, el fin de la guerra fría ha fomentado, según ellos, una relativa pasividad ante las serias amenazas que se ciernen sobre el mundo desarrollado desde algunos países islámicos y algunos grupos terroristas con la misma etiqueta religiosa.

La primera victoria neocon llegó en los noventa, pero con una venganza. El hundimiento de la Unión Soviética fue la prueba del nueve de que el empate nuclear podía deshacerse sin desencadenar una nueva guerra, como lo habían pronosticado los conservadores, y Clinton se vio obligado a escribir sobre la falsilla doméstica que ellos le dejaron. Pero la bomba del déficit que, emulando a Goldfinger, los republicanos le habían puesto en Fort Knox no llegó a estallar.

Esto del déficit tiene su aquel. Durante más de cien años, los republicanos se han jactado de ser excelentes administradores que trataban por todos los medios de contener el despilfarro público. Pero parece que a la postre se han convencido de que éste era un empeño estéril porque nada hace disfrutar tanto a los políticos de todos los colores como dar aire al dinero de los contribuyentes y nada alegra las pajarillas a los votantes tanto como ver que los políticos se gastan sus impuestos en pagarles beneficios. La única forma de romper a largo plazo el círculo vicioso estaba en otro lado: reducir significativamente la capacidad de maniobra de los políticos. Los republicanos se han convertido así al aumento del déficit público, fomentado por las reducciones de impuestos (que, a corto plazo, siempre despiertan entusiasmo entre los votantes) y, en menor medida, por el aumento de los gastos de defensa. A la larga, la deuda generada será difícilmente soportable y habrá sonado la hora de cortar los programas sociales.

La terquedad con que los neocon defienden las rebajas impositivas tiene también que ver con su teoría del crecimiento económico y, si queremos ponernos solemnes, de la naturaleza humana. Crear riqueza no está al alcance de cualquiera, sino de quienes tienen la visión, la capacidad intelectual y el gusto por el riesgo que acompañan al éxito económico y los neocon concluyen que los más ricos, que ya han demostrado de lo que son capaces, deben ver reducidos sus impuestos en mayor medida que el resto porque así se generará mayor inversión. Cuando se les aprieta con lo del aumento de la desigualdad social que estas políticas parecen destinadas a crear, recuerdan entre melancólicos y metafísicos que, efectivamente, las diferencias de dotación genética y de aprendizaje se traducen en resultados económicos variables, lo que no empece, antes bien alienta, distintas opciones, todas ellas legítimas, para la búsqueda de la felicidad individual.

En el mundo sublunar, empero, no siempre las cosas fluyen de acuerdo con el guión. La carrera armamentista y las reducciones del impuesto sobre la renta de los ochenta generaron el déficit presupuestario esperado, pero la expansión económica de la etapa Clinton acabó por desactivarlo. Los números rojos, que estaban en torno a los 300 millardos de dólares en 1993, se convirtieron en superávits entre 1998 y 2001. Así que, al llegar de nuevo a la Casa Blanca, los republicanos se encontraron con que tenían aún pendiente la revolución del déficit y, más allá, la de su política internacional.

No lo tenían fácil, porque Bush Jr. no era precisamente Ronald Reagan. Aunque hoy ya nadie quiera acordarse de ello, había llegado a la presidencia gracias a un solo voto de mayoría en una Corte Suprema tan dividida como los electores y tras haber quedado por debajo de Al Gore en sufragio popular. El nuevo presidente, además, carecía de tirón multitudinario; estaba muy verde en casi todos los terrenos; expresaba sus ideas con notable inseguridad; se comportaba a menudo de forma atrabiliaria; y no mostraba la menor intención de hacer gestos conciliadores hacia la mayoría que no le había votado, pese a sus reiteradas protestas de ser un unificador. En agosto del 2001 su popularidad había empezado a declinar y uno podría entretenerse en hacer hipótesis sobre lo que habría sido el resto de su presidencia de no haber mediado el 11-S. Pero, gracias a los terroristas islámicos, la situación acabó por dar la vuelta.

PIRÓMANOS EN LA SANTABÁRBARA

Durante la campaña electoral del 2000, ambos candidatos dieron por buena la estimación de la Oficina de Gestión Presupuestaria de que el superávit fiscal de Estados Unidos rondaría los 5,6 billones de dólares en 2011, pero quien juraba con mayor fe por la previsión era Bush Jr., que veía ahí la posibilidad de culminar esa revolución pendiente. «Ese dinero que los políticos despilfarran es de ustedes y se lo vamos a devolver porque nadie puede decidir mejor cómo gastarlo», decía el entonces candidato republicano a los contribuyentes americanos, subrayando su pasión por la justicia distributiva. El previsto superávit, sin embargo, sólo se daría si la economía crecía durante ese período a una tasa del 3% anual y si los gastos autorizados por el Congreso no se disparaban. Aunque Bush Jr. decía a quien quisiera oírle que se podían alcanzar ambas condiciones, en la realidad no se dio ninguna. En el 2001 la economía estadounidense entró en recesión y su recuperación posterior ha sido muy lenta. El Congreso republicano, incluso antes del 11-S, estaba gastando a un ritmo navideño. Tras los atentados terroristas, lógicamente, aparecieron una serie de nuevas demandas en defensa y seguridad que contribuían a la desaparición del esperado superávit. Al presidente, sin embargo, esta situación no le arredró, antes bien, le insufló nuevos ánimos. La reducción de los ingresos fiscales no sólo sirve para devolver su dinero a los contribuyentes y frenar en seco las alegrías de los políticos. «Es un arma que nos permitirá recuperar la senda del crecimiento», proclama desde entonces. Cuando llegue el próximo invierno, posiblemente el recorte impositivo sea jaleado también como el mejor antídoto contra el SARS, la gripe y el catarro común.

A primeros de junio del 2001, Bush Jr. firmó una rebaja impositiva por un total de 1,35 billones de dólares. Era un poco menos de los 1,6 billones inicialmente propuestos, pero la Casa Blanca lo aceptó para cubrir con esa hoja de parra a los demócratas que votaron en su favor. La ley del 2001 estaba tan llena de celadas ocultas que se diría hecha por el otrora famoso Fu-Manchú y hasta el FMI tuvo la descortesía de apuntar en un informe (14 de agosto de 2001) que, en sus diez años de vida, la reforma iba a estar más cercana a 2,5 billones de dólares que a los 1,35 anunciados.

La reforma impositiva del 2003 ha seguido los mismos pasos. Inicialmente, en febrero, el presidente lanzó una nueva propuesta de recortes hasta 726 millardos de dólares en los próximos diez años. Tras un largo tira y afloja la cifra finalmente aprobada se redujo a 350. Pero de nuevo la contabilidad creativa quedó a cargo de Fu-Manchú. La reforma prevé que una parte de las reducciones aprobadas desaparezcan («marchen hacia el ocaso», dice con prosa poética) a partir del año próximo, pero como las medidas afectadas son de las más populares del paquete (reducciones para parejas de doble renta y exenciones por hijos), nadie piensa que eso vaya a suceder. Las estimaciones inmediatamente posteriores a su aprobación apuntan a que el coste total durante los diez próximos años será cercano a los 800 millardos de dólares, es decir, un 10% más que la petición inicial del presidenteDavid E. Rosenbaum, «A Tax Cut Without End», The New York Times, 23 de mayo de 2003.. En realidad, la hacienda americana verá reducidos sus ingresos durante la próxima década hasta un total de 3,3 billones de dólares y el déficit aumentará de forma sustancialJonathan Weissman, «A Payoff Now, Paying the Price Later», The Washington Post, 24 de mayo de 2003.. Para el año fiscal actual (2003), se anticipa que estará justo por encima de los 300 millardos de dólares, sin contar los gastos generados por la guerra de IrakLas estimaciones, incluyendo costes directos de la guerra y derivados de la reconstrucción del país, varían entre los 3-10 millardos de dólares que han barajado diversos sectores de la administración; los 45-50 millardos de dólares referidos en dos estudios emanados del Congreso; y los 1,6 billones de dólares anticipados, como se ha visto un tanto a la ligera, por William D. Nordhaus («Iraq: The Economic Consequences of War», The New York Review of Books , 5 de diciembre de 2002)..

Si las cuentas se hacen a muy largo plazo (el «horizonte actuarial» de 75 años), el lector no avisado acaba por marearse y no saber si las cantidades de que se le habla pertenecen a la economía o a la astrofísica. The Concord Coalition, un centro no partidista de investigación económica, pronostica que las obligaciones de seguridad social y asistencia sanitaria en ese plazo sobrepasarán los 24 billones de dólares, más del doble del PNB del año pasado. Para quienes gustan de emociones aún más fuertes, un reciente estudio de Jagadeesh Gokhale y Kent Smetters, habla de 44 billones de dólares de déficit. Pero los economistas neocon han decidido que no hay que asustarse. La página editorial de The Wall Street Journal repite sin cesar: 1) que el déficit a corto es una cantidad irrisoria: un 3% del PNB; 2) que, en contra de las expectativas de que haría subir los tipos de interés, éstos son los más bajos desde los cincuenta; y, por supuesto, 3) que la reducción de impuestos es la mejor arma para fomentar el crecimiento de la economía americana.

Hoy por hoy, la discusión parece un debate académico sobre los méritos de la economía vudú, pero así que pasen diez años, si no se controla, el déficit habrá crecido de tal manera que, como señalaba The Financial Times , asistiremos a «un choque de trenes fiscal». Pero, mientras que intentar recortar los programas sociales hoy tiene pocas garantías de convencer a los votantes, una vez desencadenada una seria crisis fiscal será más sencillo que el electorado despavorido los acepte. La primera parte del proyecto neocon está en marcha.

¿Y POR QUÉ NO HAN DE CHOCAR LAS CIVILIZACIONES?

La segunda también. Hasta el 11-S la administración Bush se había limitado en el terreno internacional a hacer ruidos no muy coherentes. Los partidarios del presidente defendían las iniciativas de abandonar los recortes del arsenal nuclear, renunciar a la puesta en marcha de un tribunal penal internacional o abandonar el tratado de Kioto con muchas razones, unas buenas y otras no tanto. Para los neocon eso que a muchos observadores les parecía un conjunto difuso de iniciativas tenía una clara lógica interna que se mostraría abiertamente a partir del 11-S. No en balde hacía tiempo que llevaban debatiendo estas cuestiones en distintos foros, casi siempre animados por el actual subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, a quien se atribuye la renovación intelectual de la política internacional republicana.

Wolfowitz fue decano de la escuela graduada de estudios internacionales de la Johns Hopkins University (1993-2000) y antes había desempeñado numerosos puestos relacionados con defensa en varias administraciones republicanas. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Chicago (1972) donde, a través de gentes como Allan Bloom y Albert Wohlstetter, le llegó la influencia de Leo Strauss. Wolfowitz venía defendiendo desde hace años que con el fin de la guerra fría el mundo se había tornado aún más peligroso, pues los terroristas que habían crecido a la sombra de diversos regímenes desmandadosUn puntillo lingüístico. ¿Cómo traducir adecuadamente lo de rogue state? Hay versiones para todos los gustos: estados canallas, estados gamberros, estados forajidos, estados golfos. Yo mismo propuse estado cimarrón, que en mi opinión recogía los matices de desviación, huida hacia delante, sin ley; pero la cosa suena culterana. Hoy me inclino por lo de desmandado , como se dice del toro que escapa de la manada y no obedece las órdenes del mayoral.podían hacerse fácilmente con armas de destrucción masiva y no iban a dudar en utilizarlas. A él se debe también la doctrina de la guerra preventiva, hoy sancionada por la Casa Blanca, es decir, la necesidad de anticiparse a eventuales acciones terroristas, desmantelando los regímenes que las amparen sin esperar a que medie agresión por su parte. Wolfowitz participó en los noventa en una serie de encuentros con otros de los actuales altos cargos del Pentágono en los que defendió la necesidad de completar de una vez por todas el inacabado derrocamiento del régimen de Saddam Hussein, donde veía la clave para una solución a los problemas del Oriente Medio. Durante los primeros meses del nuevo presidente, los medios veían en Wolfowitz a una especie de profesor chiflado en busca de excusas para el uso de la fuerza. Por su parte, él prefería dar la imagen de un Huntington menos metafísico y más pragmático. Al cabo, un choque de civilizaciones o, mejor, un choque con los movimientos terroristas islámicos y los estados que les protegen o no pueden controlarlosRaymond Bonner, «Philippine Camps Are Training Al Qaeda's Allies, Officials Say», The New York Times , 31 de mayo de 2003., lejos de ser un ogro espantaprogres del que no se debe hablar, parece una deriva probable. Tras el 11-S, el profesor chiflado se convirtió en Buddy Love.

Clifford Geertz ha dicho recientemente que para entender el islam hay que abandonar estas grandes visiones civilizatorias y sumergirse en «el remolino de las incidencias concretas… [lo que] es sin duda desorientador y arruina todo intento de dibujarlo según una falsilla rígida»Clifford Geertz, «Which Way to Mecca?», The New York Review of Books , 12 de junio de 2003.. Este biempensante pujo multiculturalista de Geertz va dirigido a Bernard Lewis, a Thomas Simons o, en un pasado que lo hace aún más lúcido, al demoledor diagnóstico de V. S. Naipaul; pero posiblemente tiene por blanco a Wolfowitz. Sea lo que fuere, el remedio es más desolador que la enfermedad. Buena parte de las incidencias locales y concretas de las sociedades islámicas ofuscan la mente. Algunos ejemplos. Más de doscientos muertos en Nigeria en los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes con motivo de la elección de Miss Mundo, particularmente encarnizados tras de que una periodista cristiana, Isioma Daniel, bromease con que el mismo profeta podría haber sucumbido a los encantos de las concursantesPrinceton N. Lyman, «Nigeria Burns for Islam», The Wall Street Journal, 29 de noviembre de 2002.. En Egipto, la serie de televisión Jinete sin montura resucita los Protocolos de los Sabios de Sión y los presenta como un documento históricoSalman Rushdie, «No More Fanaticism as Usual», The New York Times, 27 de noviembre de 2002.. Arabia Saudí no se considera obligada a obedecer la Convención contra la Tortura de 1987, de la que es firmante, porque amputaciones y latigazos son penas sancionadas por la shariaElizabeth Olson, «Fair Penalties or Torture? The UN at Odds with Saudis», The New York Times , 19 de mayo de 2002.. Hasta los libros de gramática y matemáticas en los que aprenden los niños saudíes exaltan la guerra santa y el martirio y los jóvenes de ese país son educados en el desprecio a todas las versiones de la democracia occidental y en la convicción de que Occidente es una sociedad en decadencia que marcha hacia su desapariciónDavid A. Harris, «Seeds of Hate in Saudi Arabia», The Washington Post, 7 de junio de 2003.. No sé si serán éstas cosas del choque de civilizaciones, pero algo raro pasa en el mundo islámico que no sucede en otros y resulta inquietante. Ni China, ni India, ni los países del sudeste asiático, ni las naciones latinoamericanas se resisten con tamaña fiereza a adoptar el catón de la modernidad.

Hasta hace poco la respuesta de muchos occidentales cultos ante cosas semejantes era la comprensión penitencial. Al fin y al cabo, alguna culpa nos cabría por el colonialismo, la explotación de los recursos petroleros árabes, la tolerancia, en especial de Estados Unidos, con los desmanes de Israel, o alguna otra barrabasada atribuible a nuestro orientalismo congénito. La reacción de Susan Sontag ante el 11-S, «nos lo tenemos merecido», lo resume a la perfección.

Pero las cosas son más complicadas. El año pasado, Naciones Unidas patrocinó un estudio sobre el desarrollo humano en los países árabesNader Fergany et al., Arab Human Development Report 2002 , UNDP, Nueva York, 2002. Véase Barbara Crossette, «Study Warns of Stagnation in Arab Societies», The New York Times , 2 de julio de 2002.que no abona precisamente esa hipótesis. Los veintidós países que forman la Liga Árabe, con una población en torno a los 280 millones, han tenido, en conjunto, un crecimiento económico medio anual de 0,5% durante los últimos veinte años, el ritmo más bajo del mundo con excepción del África subsahariana. Al tiempo, su población ha crecido y crece con enorme rapidez, y se espera que llegue a los 400 millones en los próximos veinte años, lo que con ese anémico crecimiento no puede generar sino pobreza y desempleo. Ya hoy el número de parados es de 12 millones (15% de la población activa); en 2010 puede llegar a 25 millones. Es decir, el desastre económico árabe es autoinfligido y de fecha reciente, aunque lo último no afecta a los déficits que contribuyen a mantenerlo y profundizarlo. Los autores del informe, árabes en su mayoría, se explican con mucha claridad sobre el papel de la falta de libertades en el atraso; sobre la incapacidad de desarrollar sistemas modernos de educación; y sobre el desastre derivado de excluir a la mayor parte de las mujeres de la vida productiva, política y cultural. No hay que ser el sabueso de los Baskerville para trazar la línea que une todos esos puntos con la religión islámica. Además de conformar el imaginario colectivo, como suele decirse en la jerga posmoderna, las religiones, en este caso el islam, tienen consecuencias prácticas que pueden resultar muy onerosas para sus seguidores e interferir con la vida ajena.

Pero no incurramos en la frivolidad de culpar en exclusiva a la religión y a los clérigos. Hay otros beneficiarios de ese entramado de intereses que son aún más decisivos, en especial los grupos sociales que se han enriquecido con la largueza dispensada por el sector público de las dictaduras y las monarquías absolutas. Mientras que la renta per cápita del país ha caído de 28.600 dólares en 1981 a 6.800 en 2001, los príncipes de la casa de Saud, cuyo número se calcula entre 10.000-12.000, reciben mensualmente estipendios que van de 800 dólares para los más desfavorecidos hasta 270.000 dólares para los de mayor rango. Los cercanos al monarca se embolsan una media de 19.000 dólares mensuales, que haría feliz al 99% de los mortales, pero lamentablemente no basta para pagar el costo de mantener un yate en la Costa AzulRobert Baer, «The Fall of the House of Saud», The Atlantic, mayo de 2003., lo que sume a muchos de ellos en la melancolía. Estos personajes que han vivido en Occidente y aprovechan la menor ocasión para seguir disfrutando de su decadencia al tiempo que imponen un estricto fundamentalismo en casa y financian por igual a los terroristas y a las escuelas islámicas, saben muy bien dónde irían a parar sus intereses si no canalizasen la frustración de sus jóvenes y la rabia de la manoseada calle islámica hacia la presunta amenaza exterior.

Estados Unidos ha contribuido decisivamente a esta situación. Durante muchos años ha apoyado a los regímenes más odiosos de la región, en parte por su control sobre los recursos petroleros, en parte porque representaban un baluarte contra la expansión comunista. Curiosamente, el multiculturalismo de tantos progres coincidía con esa política, si no en el diagnóstico, al menos en el programa de no intervención en el desarrollo de tan ricas culturas. Se repetía así la actitud colectiva de pacienciay barajar predicada a los europeos del Este durante la guerra fría. No es un azar, pues, que la mayoría de musulmanes denuncie nuestro cinismo o que los escasos defensores locales de la democracia prefieran callar. Saben harto que su rápida represión será recibida por la opinión occidental al estilo pinturero de los monos de la imaginería budista que se tapan oídos, boca y ojos para no tener que escuchar, hablar o ver.

Los neocon, que ya desde antes del 11-S habían mostrado su disconformidad con ese escenario, han visto llegada la hora de concluir que los intereses de Estados Unidos no coinciden con los de los poderosos de la regiónElizabeth Drew, «The Neocons in Power», The New York Review of Books, 12 de junio de 2003.. Los terroristas islámicos no dudaron en llevar a cabo un ataque letal en el propio corazón de América y amenazan con otros nuevos. A ello se añade otro elemento irritante: la segunda intifada. Tras de la desastrosa opción de Arafat en las negociaciones de Oslo, los grupos terroristas palestinos han contribuido a perfeccionar el asesinato como una de las bellas artes sustituyendo el retrato individual favorecido por los terroristas de antaño por el fresco coral: cuantos más muertos inocentes, más meritoria la acción de los mártires. Seguramente han cometido la ingenuidad de creer en su propia propaganda, pero esos grupos (Hamas, Hezbollah, Jihad Islámica, Brigadas Al-Aqsa y demás) y muchos otros sectores árabes aún piensan que las operaciones suicidas harán posible el sueño final de arrojar a los judíos al mar, algo que Estados Unidos no puede permitir.

Todos estos hilos han acabado por trenzarse para los neocon en la siguiente conclusión: cualquier solución para el Oriente Medio tiene que empezar por un cambio político radical en la región. Kenneth Adelman, uno de ellos, lo definía hace poco con bastante precisión: «El punto de partida es que los conservadores están ahora a favor de cambios radicales y los progresistas […] a favor del status quo […]. Los conservadores creen que el status quo en Oriente Medio es desastroso. […] El status quo en Oriente Medio ha alimentado a los terroristas»Elizabeth Drew, ibídem.. Ahí está la raíz de las diferencias entre, por simplificar como Rumsfeld, Estados Unidos y la vieja Europa sobre cómo responder en Afganistán, en Irak y en Palestina.

EL MUNDO NO ES ANCHO Y AJENO

Tras la guerra de Irak, los poncios se preguntan si no le sucederá al segundo Bush lo mismo que al primero. Después de haber montado una formidable coalición guerrera y de ganar brillantemente la guerra del Golfo, Bush padre vio su popularidad disiparse para, casi con la misma rapidez con que había obtenido su triunfo, caer derrotado en 1992.

¿Se repetirá el guión en 2004? Probablemente no. Hace unos meses, después de las elecciones al Congreso en noviembre de 2002, yo me preguntaba en estas mismas páginas si, tras la división de los votantes americanos, la muy sucinta victoria republicana significaba que, por fin, los partidarios del presidente podían imponer un cambio de tendencia en la política americana y no me atrevía a dar un sí rotundoJulio Aramberri, «¿Volverá a reír la primavera?», Revista de libros, n.° 72, diciembre de 2002.; hoy el panorama ha cambiado significativamente.

Ante todo, porque el fin de la amenaza terrorista no se avista en el horizonte. Karl Rove, el principal estratega político del presidente, puede parecer cínico cuando aconseja utilizar la lucha antiterrorista como principal arma electoral, pero es difícil negarle buen olfato. El 11-S ha dado a la opinión americana un vuelco que a menudo es difícil apreciar desde fuera del país. No se trata tan sólo del amplio reflejo creado por el miedo en personas de todas clases; hay algo, aún sólo oscuramente perceptible, que recuerda el primer movimiento tectónico neocon, el de los liberales hastiados de la política exterior demócrata de los setenta. Hoy, por ejemplo, tras la guerra de Irak no se habla de división entre palomas y halcones. El campo de los últimos se ha llenado de gallinas de halcón (chicken-hawks), antiguos simpatizantes demócratas (los gallinas que decían los republicanos) en busca de seguridades. El cambio es especialmente notable entre los estudiantes. Los sectores de la izquierda que, sobre todo en el mundo académico, siguen varados en Vietnam, no salen de su asombro ante cosas como los resultados del 2003 en la encuesta nacional de actitudes políticas de los estudiantes de primer año que UCLA lleva a cabo desde hace 37 años. Un número creciente de universitarios se declara conservador y un 45%, justo el doble que en 1993, es partidario del aumento de gastos en defensaKate Zernike, «Professors Protest While Students Debate», The New York Times, 5 de abril de 2003.. Muchos de estos estudiantes se pasan al partido republicano porque para ellos representa la posición antiestablecimiento que ha plantado cara a la ñoña corrección política impuesta desde hace años con el concurso o la tácita aprobación de la izquierdaJohn Colapinto, «The Young Hipublicans», The New York Times, 23 de mayo de 2003..

La segunda diferencia con 1992 es más perceptible entre profesionales e intelectuales: la negativa a aceptar que los intereses internacionales estadounidenses puedan ser obstaculizados por regímenes desmandados incluso con la aquiescencia de algunos aliados tradicionales. Stanley Hoffmann, uno de los conocidos europeístas americanos, se quejará de que el país retrocede en política internacionalStanley Hoffmann, «America Goes Backward», The New York Review of Books, 12 de junio de 2003., o Joseph Nye amonestará que, a la larga, una superpotencia no puede mantener su condición si no se apoya en su poder de convicciónJoseph Nye, The Paradox of AmericanPower: Why the World's Only Superpower Can't Go It Alone , Oxford University Press, 2003., pero ninguno de ellos parece tener mucho éxito entre la opinión lectora. Entre quienes ni conocen sus nombres, el orden de las ideas se invierte y se prefiere recordar a Teddy Roosevelt y su consejo de «hablar en tono suave y llevar un buen garrote». Con independencia de la discusión sobre la guerra y su eventual legitimidad, una parte significativa de la opinión americana piensa que «la operación de relaciones públicas [de la administración] tuvo un éxito extraordinario a la hora de forjar una narrativa positiva de lo que ocurría en el campo de batalla, al menos para la audiencia americana, aunque ese esfuerzo fallara en el mundo árabe»Elizabeth Bumiller, «Even Critics of War Say the White House Spun It with Skill», The New York Times , 20 de abril de 2003.. Pero, más allá de las relaciones públicas, no escapa a la atención de muchos que, tras el fin de la guerra en Irak, por difícil que vaya a ser la etapa de reconstrucción del país, el panorama de Oriente Medio ha cambiado. No sólo porque la tecnología militar haya dado pruebas de su eficacia o porque el descubrimiento de fosas comunes con los cadáveres de miles de opositores al régimen anterior haya tornado muy difícil cualquier defensa del mismo, sino, sobre todo, porque su final puede haber abierto la posibilidad de una nueva etapa de negociaciones entre judíos y palestinos, lo que sin duda sería una vindicación de la política de ruptura del status quo defendida por los neocon para Oriente Medio.

La tercera diferencia con 1992 está en la oposición, cuyo parte médico diagnostica parálisis progresiva. Los demócratas, salvo por alguna excepción de poca entidad como Howard Dean, uno de los aspirantes a la nominación en 2004, continúan tratando de descontar lo sucedido y de reconducir el debate hacia la política doméstica, recordando que la recuperación económica se desarrolla muy lentamente y sin creación de empleo, o avanzando propuestas para un sistema de salud universal al estilo europeo, pero al tiempo no se deciden a enfrentarse frontalmente con las reformas impositivas del presidente. Esa estrategia no funcionó en las pasadas elecciones al congreso y, salvo por un vuelco imprevisto de la situación, nada hace pensar que vaya a tener éxito en las presidenciales del año próximo. Peor aún, como suele suceder cuando no hay estrategia disponible, los demócratas han comenzado a combatirse entre sí con una ferocidad preocupante para su salud futura. Los enfrentamientos entre las corrientes centristas y quienes exigen un mayor radicalismo, es de temer, no son meramente coyunturales; antes bien parecen dar la razón a quienes piensan que los neocon han conseguido hacer estallar el conglomerado de intereses arco iris que se forjó en las luchas por los derechos civiles de los sesenta y setentaTucker Carlson, «Memo to the Democrats: Quit Being Losers!», The New York Times , 19 de enero de 2003.. Muestra también del sentimiento de impotencia que, más allá de los demócratas, se cierne sobre la izquierda radical lo es la fiebre paranoica. Ya se ha puesto en circulación la idea de que la América del 2003 se halla donde estuviera la república de Weimar justo antes del ascenso de Hitler y hay quien rumorea que los republicanos pueden cancelar las elecciones del 2004James Straub, «Weimar Whiners», TheNew York Times , 1 de junio de 2003., aunque no se sepa muy bien por qué dadas las buenas perspectivas que hasta los radicales les auguran en ellas.

Al menos por todas esas razones parece legítimo concluir que ha sonado la hora neocon. Sin duda, el éxito que pueda acompañar a los republicanos en este trance y, sobre todo, lo duradero de su alcance son cosas difíciles de prever sin correr el riesgo de hacer filosofía de la historia o, peor aún, sacar explicaciones comparativas todoterreno de una rápida lectura de Gibbon. En cualquier caso, no parece difícil señalar que se han hecho con la iniciativa en política doméstica e internacional y que ello va a traer muchas sorpresas, no siempre agradables para todos. En la aldea global nadie puede refugiarse en su casa de campo a esperar que pase el chaparrón.

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