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Nación y nacionalismo español: un relato en imágenes

España imaginada. Historia de la invención de una nación

Tomás Pérez Vejo

Barcelona, Galaxia Gutenberg/Fundación Alfonso Martín Escudero, 2015

616 pp. 26,50 €

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La nación como entidad política, el nacionalismo como ideología y los movimientos nacionalistas como grandes agitadores de masas: tres elementos (aparentemente) distintos y un solo dios verdadero, el Estado-nación como modelo universal de convivencia. Desde hace un par de siglos, esta religión ha sustituido a la tradicional y, como ella antaño, agita conciencias, mueve montañas y desata tempestades. Quienes pronosticaron el seguro declive del nacionalismo a manos de otras doctrinas alternativas (desde el marxismo en todas sus modalidades hasta las también variopintas soluciones autoritarias) erraron espectacularmente el pronóstico. Hoy por hoy, el nacionalismo resiste incólume en todo el globo (¡incluso a la globalización!) y hasta se permite legitimarse, como han hecho todos los credos que en el mundo han sido, mediante su inserción en un supuesto orden natural: la humanidad se divide de forma espontánea en naciones y, como consecuencia de ello, la aspiración legítima de toda comunidad es ejercer su soberanía como tal nación. Parafraseando al célebre personaje de Molière en El burgués gentilhombre, que hablaba en prosa sin saberlo, los nacionalistas nos espetan a las primeras de cambio cuando se ponen en cuestión sus principios que, aunque no lo sepamos o queramos reconocerlo, «todos somos nacionalistas» de un tipo u otro.

El espectacular éxito del nacionalismo en todas partes ha concitado la atención, como no podía ser menos, de los expertos en ciencias sociales, en especial sociólogos, politólogos e historiadores. Desde hace varias décadas, la bibliografía sobre el fenómeno se ha disparado hasta tal punto que es ya absolutamente inabarcable. Se impone por ello la adopción de perspectivas sectoriales, aunque estas, a su vez, presenten también un panorama cada vez más abigarrado. Acotemos, pues, sin más dilaciones: hablaremos de historia y del ámbito español. Antes de proseguir, sin embargo, no podemos dejar en el tintero que, aun con las especificaciones apuntadas, todo estudio en este campo es deudor de aportaciones previas y enfoques establecidos o renovados. Desde que el historiador británico Eric Hobsbawm popularizó el marchamo de «la invención de la tradición», prácticamente nadie ha querido o sabido resistirse a la seducción de ese punto de vista. De ahí que se hayan extendido ad nauseam los análisis que desenmascaran «tradiciones inventadas», que detallan cómo se produce la «invención de la nación», que examinan la «construcción de la memoria», que muestran los porqués de la «creación de mitos» o, ya metidos en el análisis de esos complejos procesos, que coinciden en la utilización de un utillaje conceptual muy característico, con la reiteración de términos como «constructos», «imágenes sociales», «representación social de la realidad» o la mucha más popularizada «memoria histórica». Para situar en este contexto el libro que nos ocupa, basta fijarse en su título, que alude a cómo se «imagina» una nación (España) y, por si quedase alguna duda, un subtítulo aún más explícito, que remacha: «Historia de la invención de una nación».

En última instancia, esas formulaciones no son más que el resultado inevitable de unos presupuestos analíticos que constituyen una enmienda a la totalidad a la ensoñación nacionalista. Las naciones, lejos de constituir entes naturales que buscan Estado, son el resultado de la movilización promovida por unas elites y de la cristalización de una determinada imagen colectiva («voluntad de ser», una expresión mucho más discutible). En contra de lo que en principio pudiera pensarse, este reconocimiento de la artificialidad o incluso la arbitrariedad en el nacimiento de la nación como depositaria de la soberanía no socava las bases de nuestros argumentos frente al nacionalismo, sino todo lo contrario. Uno de los equívocos más frecuentes de los alegatos contra el pensamiento nacionalista deriva precisamente del empeño por partir de las mismas premisas que éste: la nación como realidad natural. En este libro, Tomás Pérez Vejo invierte la relación nación-Estado de la propaganda nacionalista en unos términos inequívocos: con el fin del Antiguo Régimen y los imperios, las naciones –las nuevas y las que ya existían previamente– se convertirán «en lo que nunca antes habían sido, sujetos políticos depositarios de la soberanía». El nuevo Estado-nación exige homogeneidad, y a construirla van a dedicar todas sus energías los grupos que disponen del poder. Ahí tenemos, pues, a los «Estados inventando naciones», y no al revés. Esto explica que los Estados «que no fueron capaces de construir o imaginar naciones a su medida acabaron desapareciendo», como la Gran Colombia o el Reino de las Dos Sicilias. Con tales postulados no es difícil definir el propósito de este libro: explicar «la imaginación de una de estas naciones, España, a partir de la crisis de uno de aquellos imperios anacionales, la Monarquía católica». Pérez Vejo lleva a continuación el agua a su molino cuando matiza que, en esa construcción de la nación, no sólo ni principalmente hay una labor política, sino una «invención cultural». La materia con que trabaja esta invención es inevitablemente el pasado, concebido de un modo específico: un pasado a la medida, naturalmente, o, dicho de otro modo, una sucesión o «conjunto de mitos fundacionales» que sirvan de soporte y argumento explicativo a la nación. Y, por fin, para desembocar ya de modo más concreto en la materia de esta obra, digamos que nuestra atención va a centrarse en lo que, según el autor, será uno de los factores más relevantes en el proceso de construcción nacional: la llamada pintura de historia oficial.

«Las exposiciones nacionales definen lo que podemos llamar la visión oficial, España según el Estado»: Pérez Vejo sostiene de un modo explícito a veces y de manera implícita en todo momento (pues se trata del fundamento de su ensayo) que en una sociedad, como la española del siglo XIX, con altísimos índices de analfabetismo, las imágenes podían llegar más lejos y más hondo que los libros de historia o incluso las recreaciones literarias. Demos por buena la afirmación, aunque necesitaría de algunas acotaciones o matizaciones que aquí nos llevaría demasiado espacio efectuar. En todo caso, lo que interesa subrayar es que, según el autor, esas grandes (grandes por el tamaño y grandes también por una solemnidad impostada) pinturas oficiales se convirtieron a lo largo de la centuria decimonónica en el mejor escaparate o espejo de la nación. Reflejaban la nación y su historia exactamente como quería verse a sí misma y como ansiaba ser vista por los otros (incluyendo aquí, naturalmente, otras naciones): «España como es», una realidad nacional incontrovertible en su presente y en su trayectoria secular. Una forma de ser que traspasa la historia: hunde sus raíces en un pasado remoto, muestra episodios ejemplares a lo largo de los siglos, llega al presente y sirve incluso como expresión de los anhelos del futuro. En la confección de ese relato, los nuevos «intelectuales laicos» desempeñarán un papel fundamental. Pero entre ellos hay un pequeño grupo que concita la atención del autor: los pintores de los cuadros de historia oficial. «El pintor decimonónico –escribe Pérez Vejo– se convirtió así en un creador de realidad, modelador de opiniones y casi en un profeta social».

Pérez Vejo matiza que, en esa construcción de la nación, no sólo hay una labor política, sino una «invención cultural»

A los lectores que no les suenen extraños estos planteamientos les vendrá enseguida a la cabeza el más conocido ensayo histórico sobre el mismo tema (el nacionalismo), el mismo ámbito (España), la misma época (el siglo XIX) y el mismo enfoque (construcción político-cultural de la nación): la tan celebrada y citada Mater dolorosa, de José Álvarez Junco. Aunque sea la más renombrada, esta obra dista mucho de ser la única que ha transitado por esos vericuetos. Más bien podría decirse lo contrario, que en los últimos años han proliferado estudios de la más diversa índole sobre este tema, bien haciendo evaluaciones de conjunto, bien centrándose en un determinado ámbito (la historia, los libros de texto, la literatura, el pensamiento político, la educación, las ideologías políticas, etc.) Historiadores españoles y foráneos como Manuel Pérez Ledesma, Rafael Cruz, Antonio Morales Moya, Carolyn Boyd, Ricardo García Cárcel, Juan Sisinio Pérez Garzón, Andrés de Blas Guerrero, Inman Fox, Juan Pablo Fusi o Fernando García de Cortázar –y cito casi a voleo, pues sería imposible aquí hacer mención de todos– han abordado diversas vertientes del asentamiento de una cosmovisión nacional con premisas, interpretaciones y resultados no siempre coincidentes. En esa lista debe incluirse muy especialmente –aunque merece mención aparte– el investigador que más ha estudiado el campo de la pintura decimonónica desde la perspectiva de la historia de las ideas y la historia de la cultura en general: nos referimos a Carlos Reyero, autor, entre muchas obras, de Imagen histórica de España (1850-1900) y La pintura de historia: esplendor de un género en el siglo XIX.

Debe quedar, pues, claro –sin que ello signifique menoscabo alguno para su ensayo– que Pérez Vejo, lejos de transitar por un campo yermo, se ha beneficiado de las aportaciones de una larga serie de obras y autores, muchos más de los que figuran en una bibliografía que –imaginamos– habrá sido recortada para no alargar en demasía el ya considerable número de páginas del volumen. Es verdad que eso hace que muchas de sus observaciones, a menudo expuestas con una contundencia necesitada de ciertas matizaciones, nos suenen inevitablemente a algo ya bastante conocido. Quizás en este aspecto pueda decirse que el autor se ha zambullido excesiva y hasta excluyentemente en el objeto de su trabajo: las pinturas de historia de las Exposiciones Nacionales. Es posible que no hubiera estado de más en este sentido evitar la pulsión exhaustiva –que hace al libro en muchas ocasiones prolijo y reiterativo– y dar cabida, aunque fuera sólo en forma de pinceladas, a algunos apuntes sobre otros aspectos del ambiente intelectual, cultural y político del momento, que hubieran servido de complemento o contrapunto al discurso sobre el sentido y significado de la pintura y los pintores, que se llevan el protagonismo absoluto.

Una vez dicho eso, debe quedar claro que nos encontramos ante una obra magnífica, sólidamente estructurada y convincentemente argumentada, meticulosa en su planteamiento e implacable en sus conclusiones. Una precisa introducción, que expone con claridad los objetivos del trabajo y acota el campo de juego, plantea sin ambages la importancia que adquieren desde los primeros compases del siglo XIX las imágenes artísticas como recurso político. La línea argumental que, como un hilo de Ariadna, recorrerá dichas imágenes será «una cierta idea de España», con modulaciones y matices, dependiendo de las etapas históricas y las concepciones ideológicas. Por lo que respecta a las primeras, serán cinco las fases en que se estructura el siglo XIX: desde la guerra de la Independencia a la muerte de Fernando VII, desde 1833 a la Revolución de 1854, desde ésta a la Gloriosa, el Sexenio Revolucionario y, por fin, en quinto y último lugar, el período de la Restauración canovista, considerado aquí sólo hasta los estertores del siglo.

Hay una diferenciación más sutil que la meramente cronológica: la que se deriva de las concepciones ideológicas y políticas que recorren la centuria y se amoldan a los requerimientos de cada una de las fases apuntadas. Grosso modo, nos referimos a los dos «relatos nacionales» que rivalizarán por la hegemonía a lo largo de todo el período: el progresista, que verá la esencia nacional expresada en la lucha secular contra el despotismo y por la libertad; y el moderado, que insistirá en una visión más integradora del devenir nacional, materializada en asambleas consultivas, desde las Cortes medievales a la Constitución gaditana. A una y otra las separan, más que nada, diferencias de matiz. Las mismas, por decirlo de una forma más gráfica, que llevan a distinguir la obra pictórica de Antonio Gisbert (piénsese en el famoso cuadro de los comuneros en el patíbulo) de la de José Casado del Alisal (El juramento de las Cortes de Cádiz).

Como suele suceder en estos casos, los pintores –estrictamente hablando – no inventaron nada. Se limitaron a poner en imágenes, a menudo de un modo obsesivo en el cuidado de los detalles, lo que señalaban las historias canónicas del momento. Una vez más, como ya señalaron otros analistas del fenómeno nacionalista, nos topamos aquí con la Historia General de Modesto Lafuente, cuya importancia es difícil de exagerar. Por encima de cualquier otra, esta obra se convirtió desde su publicación en el tramo central del siglo en el libro de referencia, hasta el punto, escribe Pérez Vejo, que hay una «correspondencia, casi exacta, entre el discurso ideológico de Lafuente y el relato de nación de la pintura de historia». Hubo, naturalmente, otros libros de historia, de la misma manera que hubo en todo el proceso de formación de imágenes nacionales una serie de complejidades y tonos en los que aquí no podemos entrar. Lo importante es que iba construyéndose la memoria de la nación. Y, si bien es cierto que los que recuerdan son los individuos, «las imágenes de lo que debían recordar se las daba el Estado». Unas pocas imágenes simbólicas, nunca muchas, para que pudieran ser más efectivas. Y tampoco muchos episodios históricos, tan solo unos pocos, estratégicamente seleccionados, con tres períodos sobrerrepresentados –subraya el autor– en detrimento del resto de la trayectoria histórica: los Reyes Católicos, los Austrias (sobre todo los dos primeros) y el siglo XIX (en especial la guerra de la Independencia).

Con todo, el panorama no quedaría completo si no se aludiera al papel fundamental que, como sucede en la escala individual o psicológica, desempeña el olvido en todo este entramado de imágenes. Como es bien sabido, el olvido dice tanto de nosotros –y, en este caso, del nosotros ampliado que quiere ser la nación– como lo que efectivamente se recuerda. Al seleccionar determinados períodos históricos –y, dentro de ellos, momentos muy concretos– se están pretiriendo, e incluso negando, muchos otros (non gratos) que pueden poner en cuestión la imagen que queremos construir y transmitir. A lo largo de su denso recorrido, Pérez Vejo no pierde ocasión de señalar que, al lado de lo que se recuerda –y que se recuerda de una determinada manera–, hay otros múltiples episodios que casualmente se olvidan. Dicho con mayor exactitud: lo que se recuerda constituye la punta del iceberg en relación con la historia en su conjunto. Los ejemplos podrían ser innumerables, pero me limitaré a cuatro verdaderamente escandalosos: los ocho siglos de presencia musulmana en la península apenas merecen la atención del pintor de historia, como no sea, desde el extremo opuesto, para cantar las glorias de la Reconquista; desde el Medievo y, más claramente, desde la Edad Moderna, el sesgo castellanizante –una determinada concepción de Castilla, por otra parte– eclipsa la presencia de otros componentes del cuerpo nacional; frente al gigantesco Carlos I y al controvertido pero ineludible Felipe II, nos encontramos con que los Austrias menores desaparecen del relato político nacional (sólo se les reconoce su mecenazgo en el campo cultural: el Siglo de Oro); y, para culminar el escamoteo, uno de los más reveladores: ¡desaparece todo el siglo XVIII, por lo que tiene de extranjerizante y ajeno a las esencias patrias!

"La rendición de Granada", de Francisco Pradilla, 1882

La historia de España resultante sigue las pautas de un ciclo típicamente decimonónico, similar al de otras naciones vecinas: nacimiento, muerte y resurrección. España, según esta interpretación, es ya una realidad antes de la invasión romana, con los primitivos habitantes de Iberia, que se distinguen por unos rasgos (valentía, amor a la libertad y sed de independencia) que defienden con tenacidad indómita hasta el sacrificio supremo: Viriato, Numancia, Sagunto. Tras la romanización, la llegada de los visigodos queda asumida por la conversión al catolicismo: Recaredo. La «pérdida de España» (batalla de Guadalete) abre un período caracterizado por la voluntad indomeñable de los españoles de reconquistar su nación. Es el momento de los grandes héroes guerreros, desde Don Pelayo al Cid, pasando por los diversos reyes cristianos comprometidos con la magna empresa (batalla de las Navas de Tolosa como símbolo), que desemboca en la fase de los Reyes Católicos, etapa culminante de la historia patria, consecución de la ansiada unidad nacional, que produce algunas de las imágenes más imperecederas de la historia de España: conquista de Granada, presencia de Colón, descubrimiento de América. Pese al reconocimiento de toda la trayectoria anterior, la mitología decimonónica concede que sólo en esta coyuntura histórica es cuando verdaderamente nace España como nación. Y, de manera casi inmediata, llega la oportunidad gloriosa que coincide con el reinado de los primeros Austrias: el imperio, el dominio de casi todo el mundo conocido, la evangelización de todo un continente. Tras el apogeo, llega la decadencia y casi muerte de España. Pero 1808 anuncia la resurrección, el pueblo español resurge y reacciona con más fuerza que nunca ante el ejército más poderoso del mundo. ¡Gloriosa España, la del 2 de Mayo, Daoíz y Velarde, la defensa de Zaragoza, la Virgen del Pilar y Agustina de Aragón, el sitio de Gerona y tantos episodios heroicos, tantos mártires por la libertad e independencia de la patria!

Si puede condensarse en unas líneas el retrato resultante, diríamos que España es, según esta interpretación, una nación de guerreros, descubridores y conquistadores, una nación imperial que en su constitución interna reconoce en la religión católica y en la acción de sus mejores monarcas los pilares más firmes de su cohesión nacional. De hecho, la historia de la nación es indisociable de la de sus reyes, y sus empresas apelan a un mensaje trascendente. No en vano soldados, mártires y santos son los elementos más característicos del ser español a lo largo de los siglos y las grandes gestas participan de ese sentir: Covadonga, la Reconquista, Santiago, América… Una nación, una cultura nacional, un carácter nacional: una vez más, lo que hará la pintura de historia será fijar unos rasgos estereotipados que quedarán como representativos y característicos de lo español ante el mundo y ante sí mismos. Según Pérez Vejo, esos atributos serían «valor, orgullo, desprecio a la muerte, caballerosidad, religiosidad, espíritu belicoso».

Solamente las últimas veinte páginas que culminan su ensayo darían para una larga discusión. Pérez Vejo las titula «¿Historia de un fracaso?», así, entre interrogantes, básicamente porque confiesa no estar seguro de si cabe hablar de ausencia de éxito en términos estrictos en la plasmación de una identidad nacional común al conjunto de los españoles. Mejor dicho, si miramos al presente que vivimos, no queda más remedio que constatar el fracaso de facto –la existencia de los nacionalismos periféricos como alternativas cada vez más amenazantes–, pero no cree el autor que esa situación sea imputable tanto a un modelo decimonónico, que básicamente funcionó bien, cuanto al resultado de un traumático siglo XX, con la presencia determinante de una larguísima dictadura (el franquismo) que, al apropiarse sectariamente de la nación, dejó tierra quemada a su alrededor.

Concretamente, aduce el autor, «si es que tenemos que hablar de fracaso, no sería tanto en la creación de una imagen nacional, sino en su difusión». Aquí, obviamente, hay mucha tela que cortar. Es verdad, por una parte, todo lo que argumenta Pérez Vejo en relación con las insuficiencias del Estado y la Administración decimonónicos para implementar una efectiva nacionalización del país, en la enseñanza, en la difusión cultural, en las propias instituciones: altísimo índice de analfabetismo, escasa penetración del Estado en la sociedad real, malos servicios, deficientes prestaciones, etc. Aun siendo todo ello incuestionable, como se ha dicho, no resulta una explicación totalmente convincente, por cuanto otros países europeos con las mismas dificultades e insuficiencias –pensemos simplemente en Italia, cuya unidad nacional fue además muy posterior– no presentan a día de hoy un cuestionamiento tan virulento y masivo de la identidad nacional.

Y por lo que respecta a la también antes aludida responsabilidad del régimen del 18 de julio, a quien se atribuye la apropiación indebida de la imagen nacional decimonónica (y su conversión de liberal en autoritaria y excluyente), hay que decir que la explicación de los nacionalismos periféricos hispanos como fenómeno reactivo al franquismo es aún más incompleta e insuficiente. Baste sólo apuntar dos datos: si seguimos en la perspectiva comparada, otras naciones –como Alemania, sin ir más lejos– vivieron un siglo XX aún más traumático que el español, con la presencia de una dictadura atroz que llevó el nacionalismo alemán al paroxismo, y no por eso la Alemania de hoy rechaza en la misma medida que España sus principios políticos identitarios. En segundo lugar, el mero examen empírico del pasado arroja un dato tan elemental como contundente: los nacionalismos catalán, vasco y gallego son muy anteriores al franquismo. Es obvio que éste exacerbó la tendencia de esas pulsiones nacionalistas, pero, desde luego, ni la Guerra Civil, ni el Caudillo, ni su régimen, explican las tendencias centrífugas que se dan muy acusadamente hoy, pero de modo más contenido y latente a lo largo de casi toda la España contemporánea.

La «paulatina y creciente deshistorización de España» supuso la correspondiente «sobrehistorización de regiones y nacionalidades»

Junto a ello, Pérez Vejo argumenta que otra explicación posible del cuestionamiento actual de la nación española en amplias capas del país –no sólo en los estratos nacionalistas, sino en las izquierdas en general– radicaría en lo que llama el carácter casticista de la idea de España que elaboró el pensamiento político decimonónico. Nuevamente se impone la matización o el recurso a los hechos. Reconociendo una vez más lo rechazable que resultan para un importante sector de la población española (por razones políticas, culturales o sociológicas) esos ecos de la España imperial de los Reyes Católicos, no debe olvidarse empero que los nacionalismos alternativos –por ejemplo, el catalanismo y, aún más claramente, el nacionalismo vasco– surgen con un componente conservador, reaccionario y hasta xenófobo que no ha sido óbice para su desarrollo y su pervivencia hasta nuestros días. ¿Es que puede rechazarse una España «de charanga y pandereta» en nombre de Sabino Arana, por poner un ejemplo? ¿Representa él acaso la modernidad? En este sentido, para culminar mi objeción, debo añadir que las izquierdas españolas, tan susceptibles a la hora de aparecer alineadas con un nacionalismo español que les ha resultado siempre (cuando menos) sospechoso, no han tenido reparo alguno en aliarse siempre que han tenido ocasión con esos otros nacionalismos periféricos. Me limito a constatar un hecho repetido en nuestra reciente historia política, sin entrar en valoraciones.

Una última acotación sobre todas esas cuestiones. Los lectores menos familiarizados con el pensamiento político pueden pensar que la insistencia que se hace en este libro en un pasado inventado y en la ilusión de una idea nacional (española) realiza un flaco favor a la cohesión del país en unos momentos ciertamente complicados. Nada más lejos de la realidad en nuestra opinión. Como antes apuntamos, es un error el empeño de muchos de refutar determinados planteamientos nacionalistas en nombre de otro nacionalismo supuestamente genuino o anterior, pues esto supone aceptar sus presupuestos básicos. Apuntarse al concurso de cuál es la «auténtica nación» en el solar ibérico es un ejercicio tan estéril como melancólico. Dígase lo que se quiera en la controversia partidista, políticamente hablando, pero en las coordenadas actuales el nacionalismo español, acomplejado y vergonzante, no constituye el problema fundamental ni, mucho menos aún, supone una amenaza desde ningún punto de vista. Más bien, como dice Pérez Vejo, la clave estuvo en que, cuando llegó el momento de desmontar el tinglado de la dictadura, los artífices de la Transición pensaron que el problema prioritario era el Estado, no la nación. Acometieron por ello la hercúlea tarea de edificar un nuevo tipo de estructura (no sólo democrática, sino ampliamente descentralizada: el llamado Estado de las autonomías), abandonando con ello a su suerte –a la indigencia más absoluta– un asunto decisivo, el de la identidad nacional, que necesitaba de un urgente reacomodo a la nueva situación. Ya se sabe que en política, más aún que en otros menesteres, el vacío lo llena rápidamente el más oportunista. Por decirlo al modo con que aquí lo expresa el autor, la «paulatina y creciente deshistorización de España» supuso la correspondiente «sobrehistorización de regiones y nacionalidades».

En definitiva, para concluir, esas son las coordenadas que enmarcan la situación actual. A estas alturas, por tanto, empeñarse en plantear una vez más las supuestas peculiaridades españolas o volver a los términos esencialistas sería perfectamente inútil: se impone un análisis más concreto. Pérez Vejo matiza al final de su libro que su objetivo no era explicar «por qué fracasó, si es que lo hizo, el proceso de construcción nacional en España, sino mostrar las principales características del retrato que le dio sustento». No obstante, deja inmediatamente antes un apunte para la reflexión: «Quizás el problema sea mucho más de unas elites políticas, las españolas actuales, cuya indigencia intelectual a la hora de construir un proyecto de nación, no sólo de Estado, resulta casi pavorosa».

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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