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Raros y curiosos

MUTANTES. DE LA VARIEDAD GENÉTICA Y EL CUERPO HUMANO

Armand Marie Leroi

Anagrama, Barcelona

Trad. de Damián Alou

450 pp.

21 €

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La fascinación por lo que la naturaleza tiene de raro y extravagante quizás sea tan antigua como la humanidad misma, siempre dispuesta a contraponer lo común a lo anormal para extraer de ello alguna enseñanza, sea de contenido moral (la monstruosidad como castigo del pecado), social (la deformidad como contrapunto de la armonía) o intelectual (lo irregular como revelador del alcance de las leyes naturales). Atendiendo a la última de estas orientaciones, se ha llegado a saber que la gran mayoría de las desviaciones extremas de la forma y la función normal del cuerpo humano obedecen a variantes génicas que llamamos mutaciones, producto de errores aleatorios ocurridos durante el proceso de copia de la información hereditaria propia de un individuo para su posterior transmisión a la descendencia.

Con respecto a un gen concreto, dichos errores son muy infrecuentes, digamos que se dan una de cada millón de veces que un gen se copia, pero adquieren importancia en su conjunto si se extrapola este resultado particular al agregado compuesto por los veintitantos mil genes que constituyen nuestro genoma, de manera que cada uno de nosotros adquiere, de promedio, dos nuevas mutaciones. Aunque, excepcionalmente, algunas de éstas pueden ser beneficiosas, la gran mayoría acarrea perjuicios a sus portadores, como cabría esperar de su configuración imperfecta. Sin embargo, los efectos deletéreos de las mutaciones varían mucho en magnitud, desde los que son en la práctica inapreciables a los que ocasionan alteraciones monstruosas del patrón común del desarrollo corporal. Estas últimas sólo suelen manifestarse cuando dos mutaciones idénticas coinciden por vía paterna y materna en un mismo individuo, y los portadores, habitualmente denominados mutantes, constituyen el material básico de la investigación genética por su fácil identificación. En otras palabras, su estudio es el procedimiento ordinario para averiguar lo que hacen los genes y cómo se transmiten.

Armand Marie Leroi, investigador del Imperial College de Londres, expone con claridad, precisión y elegancia la utilización de esos mutantes para elucidar el control genético del desarrollo corporal, partiendo de las descripciones e ilustraciones de seres monstruosos, coleccionados en los gabinetes de maravillas de los príncipes del Renacimiento y el Barroco como caprichosos estados intermedios entre lo real y lo fantástico, o de los especímenes conservados en los repertorios teratológicos de las facultades de medicina o los museos de ciencias naturales, en cuanto aberraciones que podrían revelar los principios que rigen la correcta formación del cuerpo humano. El texto comienza con la descripción de los gemelos que comparten órganos en mayor o menor medida, vulgarmente llamados siameses, cuya representación más antigua se encuentra en un sepulcro neolítico excavado en Anatolia, para exponer y detallar a continuación el funcionamiento de los dispositivos que conectan y desconectan los genes responsables de la diferenciación inicial del embrión. La obra se cierra con un análisis de las causas que determinan el envejecimiento y, en último término, la muerte del individuo, examinadas a la luz de dos hipótesis evolutivas que no son mutuamente excluyentes: la acumulación de mutaciones cuyos efectos nocivos sólo se manifiestan pasada la edad reproductiva, de manera que la acción de la selección natural en su contra es muy tenue; o bien la segregación de genes que proporcionan una mayor fecundidad en etapas juveniles a costa de disminuir la longevidad de sus portadores, cuya permanencia en el genoma estaría fomentada por el propio proceso selectivo. En ambos casos, la especificación puntual de la pertinente base genética se nos escapa, porque las causas de la senilidad son múltiples y el número de genes implicados en la aparición de cada una de ellas es demasiado grande para que su identificación individual sea, hoy por hoy, factible.

Entre esos dos capítulos, dedicados al inicio y el fin de la existencia, se encuentra, por dar una muestra, el que trata de la correcta ordenación de la topografía corporal, que parte de la vinculación entre los cíclopes y sirenas mitológicos y las mutaciones responsables de las deformidades conocidas como ciclopia y sirenomelia, para llegar a la especificación del programa genético que permite la diferenciación celular de tejidos y órganos. Básicamente, éste reside en agrupaciones de genes llamados homeóticos, compartidas en mayor o menor grado por todos los animales, procedentes de un antepasado común que vivió hace unos seiscientos millones de años, y determinantes de pautas de desarrollo comparables, a pesar de las enormes diferencias morfológicas existentes entre unas especies y otras. Esta es quizás la mejor prueba de la operatividad del modelo que François Jacob denominó de evolución por «bricolage», es decir, el aprovechamiento de unos sistemas ancestrales, inicialmente indispensables, para su posterior transformación en otros, mucho más complejos, que actúan fundamentalmente a través de modificaciones en los procesos reguladores del desarrollo.

La lista temática se completa con el apartado dedicado al crecimiento, que arranca inevitablemente con historias de los enanos y gigantes que antaño servían de solaz a monarcas y cortesanos; los capítulos dedicados a la coloración de la piel y la formación del pelo, que incluyen descripciones de aquellos individuos cuya distribución irregular de zonas epidérmicas pigmentadas y claras tanto interesaba a Buffon, o las de familias de extraños seres hirsutos cuyos retratos formaban parte de las colecciones del cardenal Odoardo Farnesio y el archiduque Fernando II del Tirol, entre otras; y, finalmente, la parte destinada a la diferenciación de los órganos genitales junto con la determinación de la sexualidad, que se inicia con relatos de los arrebatos emocionales que afligían a los hermafroditas del período romántico. Estas introducciones históricas, reveladoras de la inveterada curiosidad del ser humano por las rupturas del orden natural de las cosas, se complementan con la detallada exposición del conocimiento actual de los mecanismos genéticos subyacentes; respectivamente, los que rigen la secreción de la hormona del crecimiento y sus funciones reguladoras, los que gobiernan la ordenación precisa de los folículos pilosos o los melanocitos en la epidermis y la dermis, y los causantes del sexo, en particular la región (SRY) situada en el cromosoma Y. A lo largo de toda la obra, Leroi da repetidas pruebas de su admirable erudición, de su excelente capacidad para presentar un panorama científicamente muy complejo de forma asequible y, sobre todo, de su disposición a proporcionar al lector una disección aséptica de las distintas hipótesis propuestas para la interpretación de cada uno de los variados fenómenos reseñados.

Por paradójico que pueda parecer, los fallos del sistema copiador de la información hereditaria son la causa eficiente de la existencia de variación genética, esto es, del combustible del motor evolutivo que sustituye incesantemente unas variantes génicas por otras en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, las mutaciones de efecto grande, cuya manifestación es en buena medida independiente de las condiciones ambientales, son las menos importantes desde el punto de vista de la evolución, al ser rápidamente eliminadas por la selección natural, por más que sus singularidades morfológicas las habiliten como herramienta convencional de la investigación genética. Por el contrario, la variabilidad hereditaria que pudiera denominarse normal, esto es, la que se encuentra en las poblaciones de cualquier especie como resultado de la operación conjunta y persistente de las distintas fuerzas evolutivas, suele obedecer a la segregación de genes que tienen efectos relativamente pequeños cuya magnitud está mediatizada por las propiedades del particular ambiente en que se expresan y, por ello, su análisis individual es mucho más difícil. No obstante, la porción de esa variabilidad que puede detectarse mediante técnicas bioquímicas, sobre la que la acción de la selección natural es débil o inapreciable, se distribuye de manera semejante en la mayoría de los seres vivos y, en el caso particular de los humanos, un 85% corresponde de promedio a las diferencias entre los distintos individuos de una misma población, y sólo el 15% restante es responsable de la diversidad existente entre grupos más amplios como naciones (8%) o continentes (7%). Sin embargo, dicha porción –la correspondiente a la variación bioquímica– parece estar escasa o mínimamente relacionada con la que determina la variedad morfológica y fisiológica inter- e intrapoblacional, ésta sí sujeta, en cambio, a presiones selectivas cuyo tipo de acción e intensidad dependen del atributo concreto que se examine.

Es de justicia señalar la buena calidad de la traducción de Mutantes, algo que dista de ser habitual en obras de divulgación científica, aunque, como ocurre con frecuencia en estos casos, la faena ha sido rematada con cierto apresuramiento. Así lo indicarían los siguientes gazapos que entresaco del conjunto. Unos son geográficos: «Cabo Colonia» por Colonia del Cabo (p. 294) o «Columbia» por Colombia (p. 256); otros corresponden a nombres comunes de especies animales: la «mosca de la fruta» (p. 301), la conocidísima Drosophila melanogaster, es la del vinagre, y el «ciervo rojo» (p. 25) es simplemente el ciervo; en algunos casos se trata de terminología experimental ordinaria, como ocurre con los «abalorios de silicona» (p. 125) o los «abalorios de BMP» (p. 277) que son, en realidad, gotas de los correspondientes productos. Dicho esto, sólo me cabe simpatizar con el traductor cuando se aventura a romanzar la jerga científica en lugar de mantener su versión original, como precavidamente acostumbran a hacer los expertos. Así sucede, por ejemplo, con la conversión del «homeobox», la región común a los distintos genes homeóticos que forman parte de la agrupación «Hox», en «homeocaja» (p. 99); o con la traslación de «sonic hedgehog», la proteína reguladora jocosamente bautizada con el nombre del erizo azul que protagoniza un popular videojuego, como «erizo sónico» (p. 85).

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Ficha técnica

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