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Museos de arte contemporáneo y espejismos del mercado

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Dicen que cuando Alfred H. Barr Jr. le pidió a Gertrude Stein que donara su valiosa colección al Museo de Arte Moderno de Nueva York, ella respondió con esta sentencia devastadora: «Puedes ser un museo o puedes ser moderno, pero no puedes ser ambas cosas». Desde entonces, la maldición de Miss Stein ha gravitado sobre las cabezas de las instituciones con vocación vanguardista. Claro que, con el paso del tiempo, lo moderno se ha habituado al museo y ha cambiado de signo, así que para que la frase conservara su sentido, hoy habría que sustituir en ella el término «moderno» por esa otra palabra más escurridiza, más peligrosa: «contemporáneo».Y volver a plantear las viejas preguntas. Si los museos son por definición lugares consagrados al pasado, ¿cómo es posible un museo del presente? Si los museos atesoran cosas de valor probado, ¿cómo puede formarse una colección de lo nuevo, de lo que todavía no ha pasado la prueba del tiempo?

De estas aporías nace la complicada relación que los museos de arte moderno siempre han mantenido con sus propias colecciones. Estos museos coleccionan más activamente de lo que se ha hecho nunca, pero luego no saben qué hacer con sus colecciones. Relegadas a los almacenes, las colecciones no dejarán de crecer, seguirán creciendo y creciendo como un bulto inquietante bajo la piel del museo.Todo coleccionista de arte contemporáneo sabe que una gran parte, tal vez la mayor parte de lo que adquiere, quedará más tarde descartada, olvidada por la historia. Pero así como los coleccionistas privados pueden, al cabo del tiempo, liquidar la parte de su propiedad que se ha devaluado, los museos no disponen de esa libertad en la misma medida (y menos aún los museos europeos).

Alfred H. Barr Jr. fue el primero en tener que afrontar esos problemas. Su criatura, el Museum of Modern Art, abrió sus puertas el 9 de noviembre de 1929, sólo unos pocos días después del hundimiento de la Bolsa de Nueva York, en un piso de la Quinta Avenida. En el breve texto en que explicaba su proyecto al público («A new art museum»), Barr vindicaba su papel no como sustituto de los museos clásicos, sino junto a ellos.Allí se justificaba la política del Metropolitan de no incorporar los modernos a sus colecciones: «la política del Metropolitan parece razonable. Como el gran museo que es, puede permitirse el lujo de adquirir tan solo aquellas obras de arte que parecen representar un valor seguro y permanente. Puede perfectamente esperar a que el presente se convierta en pasado; hasta que el tiempo, ese crítico casi infalible, haya eliminado la posibilidad de error. Pero el público interesado en el arte moderno ni desea esperar ni puede depender de la ocasional generosidad de coleccionistas y marchantes para obtener una somera impresión acerca del desarrollo artístico de la última mitad del siglo».

LA METÁFORA DEL TORPEDO

La exposición inaugural del MoMA en 1929 reunía a cuatro pintores muertos muchos años atrás: Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Seurat. Ellos eran las autoridades en ciernes de la nueva época, sus maestros fundadores, cuya obra el MoMA debía divulgar y explicar. Pero junto a esa función pedagógica, tradicional en un museo, Barr asignaba al MoMA una misión sin precedentes: el trabajo de parterade la historia del arte que contribuyera al alumbramiento de lo nuevo (un papel análogo al que, para la historia tout court, Marx había atribuido a la violencia revolucionaria). El nuevo museo no sólo debía escribir la historia del arte, sino también hacerla. En cierta medida, este programa postulaba un salto desde el lado de la recepción, dominante por definición en los museos, al de la creación.

Todo esto tenía que repercutir inmediatamente en el concepto de las colecciones. Poniendo en tela de juicio la idea misma de una colección permanente, Barr propuso la formación de una colección rotatoria, que se renovara constantemente.Y para sustituir a las metáforas estáticas tradicionales para el museo de columnas y frontón (el templo o el palacio…) inventó una imagen dinámica y agresiva: «Este museo –escribía en un informe interno de 1933– es un torpedo que se mueve en el tiempo; su cabeza es el presente que siempre avanza, y su cola, el pasado que retrocede, de hace cincuenta a cien años». En aquel esquema, Cézanne, Gauguin,Van Gogh y Seurat constituían la popa del torpedo, situada entre 1875 y 1900. Entre 1900 y 1925, la Escuela de París y otras vanguardias europeas formaban el casco del proyectil, y finalmente, entre 1925 y 1950 (con el arte norteamericano y mexicano ocupando un espacio creciente), se enmarcaba la proa del museo, la punta que penetraba en el futuro.

La renovación de la colección del MoMA se basaba en su carácter abierto por los dos extremos, como un anélido que absorbiera sin cesar el futuro y lo expeliera una vez convertido enpasado. Para impulsar esa constante circulación, se firmó en 1948 un acuerdo por el cual el MoMA entregaría al Metropolitan sus obras maestras cuando cumplieran cierta edad (cincuenta años era el tope) a cambio de los fondos necesarios para comprar arte nuevo. Barr citaba como modelo la relación que en París habían mantenido el Louvre y el Luxembourg, museos complementarios: «Las mejores obras del Luxembourg, aquellas que resisten la crítica del tiempo, pueden ser admitidas en el Louvre diez años después de la muerte del artista. De otras se prescinde convenientemente una vez se comprueba que ha cesado el interés por ellas». El Luxembourg había sido, desde 1818, el museo de los artistas vivos, el espacio expositivo oficial destinado al arte contemporáneo (por ejemplo, el Salón oficial) y antesala de la inmortalidad prometida por el Louvre. Lo que diferenciaba, claro está, al viejo y desacreditado Luxembourg del joven y prometedor MoMA era que aquél aparecía como un purgatorio y éste era concebido como una especie de paraíso provisional.

Pero muy pronto tanto Barr, como los patronos del MoMA, demostraron profundas resistencias a dejar marchar las obras más antiguas. Con su creciente valor económico y su reputación crecientes, esas piezas contribuían tanto al patrimonio, como a la autoridad del museo. En 1951 se suspendió el acuerdo con el Metropolitan y en 1953, el presidente del patronato, John Hay Whitney, confirmó que el MoMA no transferiría más obras a otros museos. (A pesar de todo, y como consecuencia de las cláusulas del testamento de Abby Aldrich –esposa de John D. Rockefeller y la más activa entre las fundadoras del MoMA, que murió en 1948, y que estipulaba que ninguna obra podría permanecer más de cincuenta años en los fondos del museo– algunas de las valiosas pinturas impresionistas que ella había donado originariamente al museo fueron transferidas a otros museos en 1998.)

De este modo, lo que había sido concebido como una colección provisional, sometida a una trotskista revolución permanente, se transformó en un tesoro y en un canon. El MoMA siguió comprando arte contemporáneo no ya sólo en virtud de su mandato original, sino en razón de una nueva voluntad de poder: usar los clásicos dela modernidad para respaldar las adquisiciones de artistas vivos. A pesar de este acento en el museo como comadrona de lo nuevo, no puede decirse que la dirección del MoMA demostrara una comprensión muy viva de la creación que nacía delante de sus narices. Barr, tan perspicaz en lo tocante a la lejana Europa y a artistas más distantes en el tiempo, fue ciego a los méritos de la joven generación americana, los expresionistas abstractos. El MoMA adquirió su primer Pollock ( She-Wolf) en mayo de 1944, y no sin resistencia por parte de Barr. Esa lentitud de reflejos, que los artistas habían sentido como agravio, sería reparada a lo largo de los años cincuenta con una creciente ansiedad. Al final de la década, el museo podía proclamar satisfecho que había ajustado su marcha al ritmo de los acontecimientos. En 1959, un tal Frank Stella, que tenía sólo veinticuatro años y acababa de graduarse en Princeton, fue seleccionado para participar en la exposición «Sixteen Americans» en el MoMA con cuatro de sus Black paintings y, lo que es más importante, el museo adquirió una de las pinturas, titulada The Marriage of Reason andSqualor.Al año siguiente, Stella recibía el temprano honor de una exposición personal en la galería de Leo Castelli. Así se hacía patente ya la convergencia entre el museo como detector de talentos emergentes y las estrategias del mercado.

LA MÍSTICA DEL PRESENTE

«El arte moderno se encuentra aún en pleno despliegue y su historia se está escribiendo todavía», ha declarado Glenn Lowry, actual director del MoMA. El museo sigue corriendo tras el evasivo y proteico presente, que se desvanece apenas logramos darle alcance. El punto en que la punta del torpedo toca el tiempo no hollado se convierte en un fetiche obsesivo. Si en algún punto existe continuidad entre los viejos planteamientos de Alfred Barr y los actuales de un Nicholas Serota, autor intelectual de la Tate Modern, sería: la fe en las virtudes místicas del presente. En una entrevista publicada en la revista ArtForum en octubre de 1995, Serota sintetizaba la ambición de la nueva Tate en una sola frase: «Queremos concentrarnos en el presente» («We want to focus on the present»). El presente no sólo sería el foco de las exposiciones temporales, sino también de la actividad coleccionista del museo. Hablando de sus responsabilidades en la adquisición de nuevas obras para las colecciones de la Tate Modern, Serota explicaba: «Consigo la información a través de los conservadores, de algunos artistas a los que respeto y, más raramente, a través de ciertas revistas clave, porque normalmente es demasiado tarde en tal punto». Demasiado tarde, ¿para qué?

Como es sabido, el nombre de museo viene de las musas, las nueve hijas de Mnemosyne, la memoria. En nuestra tradición, coleccionar es una forma de recordar. La necesidad de coleccionar el presente responde por eso a un giro epistemológico. Un giro basado en la idea, defendida recientemente por el crítico Adrian Searle, según la cual sólo podemos comprenderplenamente el arte del presente, la creación contemporánea. Según esta tesis, una colección de pintura de los años ochenta formada en aquella década sería necesariamente superior a una antología de los ochenta seleccionada en 2000. El conocimiento se identifica con el «haber estado allí»,con la vivencia directa. Es verdad que, en el caso del arte, el conocimiento siempre exige la presencia y la intuición inmediata. Lo que distingue a la historia del arte de la historia tout court, como recordaba Giulio Carlo Argan, es que la historia del arte se ocupa, no de objetos pasados, sino de objetos todavía presentes; de objetos reales y no de cosas desvanecidas que haya que reconstruir. Pero si la obra de arte perdura en el tiempo, ¿por qué habríamos de conceder tantos privilegios al momento histórico en que fue creada? ¿Por qué habríamos de creer que sólo los contemporáneos del artista estarían en disposición de comprenderlo, y mejor que la posteridad? Contra los supuestos privilegios epistemológicos del presente se podría alegar la famosa visión de la batalla de Waterloo que Stendhal ofrece en La cartuja de Parma a través de la mirada ingenua del joven Fabrice del Dongo. Lo que Fabrice ve y oye entonces tiene poco que ver con la visión panorámica de los manuales de historia. Un caballo se debate en tierra, desventrado. Dos húsares caen bajo los disparos. El mariscal Ney es un general gordo que maldice. Napoleón pasa muy cerca, pero Fabrice ni se entera. La epopeya se deshace así en una suma incoherente de impresiones fragmentarias y subjetivas. Fabrice se pregunta si ha asistido en realidad a la batalla, y Stendhal observa: «il n’y comprenait rien du tout». Eso es el presente para quienes viven sumergidos en él. Sin distancia histórica esimposible comprender, porque la memoria, madre de la historia, es parte ineludible del conocimiento.

La fijación en el presente inmediato no hace las colecciones de nuestros museos más abiertas ni más flexibles; al contrario, tiende a clausurarlas. Según la mística del presente, una vez pasado el kairós, la ocasión única, la puerta que daba acceso a la comprensión del arte de aquel tiempo se cierra definitivamente, y toda una época artística se vuelve inaccesible y, por tanto, inalterable. ¿Qué posteridad podría rivalizar con el criterio del presente que ya pasó? Deeste modo, el momento de la producción de la obra de arte obtiene unos privilegios desmedidos, mientras se anula el papel de la recepción en la obra de arte.

En comparación con el pasado, que ha sufrido la implacable selección del tiempo, el presente ofrece un inmenso surtido, una oferta todavía no limitada de artistas, obras y movimientos. De modo que la obsesión por capturarlo conduce de manera inevitable a una dinámica inflacionaria de las colecciones. Las del MoMA, por ejemplo, se han multiplicado de manera espectacular en las últimas décadas: si en 1980 eran sesenta y cuatro objetos, en 1995 alcanzaban las cien mil piezas y hoy día su número se cifra en torno a ciento cincuenta mil. Como sólo una mínima parte de esas adquisiciones puede llegar a exponerse, la colección del museo contemporáneo se convierte en algo sumergido, en una especie de archivo, al estilo de lo que sucede en los museos arqueológicos. Y como eso ocasiona problemas crónicos de almacenamiento, los museos, los museos de arte moderno se ven condenados fatalmente a una carrera de sucesivas ampliaciones. Las ampliaciones son como operaciones de cirugía plástica que tratan de devolver a la piel su tersura, para conservar una eterna juventud. Desde que conquistó su primera sede permanente en 1939, el MoMA sufrió una larga serie de ellas: desde las reformas de los años cincuenta y sesenta, planificadas por Philip Johnson, hasta la gran renovación diseñada por Cesar Pelli en 1984 que incrementó sustancialmente el espacio expositivo, y ahora la más colosal y también la más discutida de esas ampliaciones, a manos del arquitecto japonés Yoshio Taniguchi, que casi ha doblado el espacio para exposiciones. Pero todo el mundo sabe que tampoco ésta será la ampliación definitiva, porque el museo (su colección contemporánea) seguirá creciendo y creciendo hasta devorar todo Manhattan. Los nuevos museos que nacen o son refundados, como la Tate Modern o el Guggenheim-Bilbao, se han dotado desde el principio de entornos arquitectónicos desmedidos, colosales.

Los problemas de los museos en lo tocante al almacenamiento se han visto agravados por otros factores. Primero fue, en la década de 1960, el cuestionamiento del objeto de arte, con la proliferación de soportes frágiles, precarios. Después, la fortuna de las instalaciones, con dispositivos espaciales demasiado vastos o demasiado complejos para coexistir con otras piezas, acaparando la mayor cantidad de espacio expositivo. No es la última razón de la necesidad de nuevos espacios colosales el colosalismo de ciertas piezas. El enorme muro rasgado de Gordon Matta-Clark («Bingo») que se expone en las salas contemporáneas del MoMA acredita que la arquitectura no está ya sólo en aquel museo en forma de maquetas y proyectos, como sucedía antaño. Los conservadores del museo explican que en el espacio dedicado al arte contemporáneo han querido precisamente privilegiar aquellas obras de arte que reflejan «el impulso de escapar a los confines institucionales del museo y los formatos tradicionales de la pintura y la escultura». Con las fronteras entre arte, diseño, arquitectura, media y comercio cada vez más borrosas, el campo de lo contemporáneo pone a prueba la vieja división de departamentos concebida por Barr. Un helicóptero cuelga del techo, evocando el Museo del Aire de la Smithsonian Institution. ¿Existe acaso algo que no pueda llegar a formar parte de estas colecciones? Si las tensiones internas amenazan con hacer estallar el marco espacial del museo, el único medio para atenuarlas parece ser una dilatación constante de sus muros. El museo moderno ya no es un torpedo, como quiso Barr, sino una especie de boa, dotada de la capacidad de ensanchar indefinidamente su tubo digestivo para poder tragarse todo lo imaginable.

El presente, lo contemporáneo, se exhibe como trofeo para demostrar la vitalidad de una vieja institución. En el MoMA renovado, por ejemplo, la circulación anterior, donde los visitantes entraban por lo más antiguo de la modernidad para avanzar hacia lo más reciente, ha sido invertida, y ahora iniciamos el recorrido con las obras contemporáneas. Así se conseguirá, dice Lowry, «asegurar la sorpresa de los visitantes». Algunos críticos, no obstante, como Hal Foster ( London Review of Books, 16 de diciembre de 2004), han atacado la separación entre esas galerías contemporáneas, que presentan el arte desde 1970, y el recorrido histórico de lo moderno. Para ellos, por más que el MoMA insista oficialmente en la conexión entre lo moderno y lo contemporáneo, lo que se manifiesta en la nueva instalación de sus colecciones es precisamente la ruptura entre la historia y elpresente.
 

DE LA HISTORIA AL MERCADO

La Tate Modern ha optado por una solución más radical. No pretende sólo, como sus colegas americanos, revisar críticamente el paradigma de Barr, donde el arte abstracto aparecía como culminación del desarrollo del arte moderno. La nueva Tate no apunta contra este o aquel modelo del desarrollo, sino contra la misma ideade una evolución histórica del arte moderno. Según el característico punto de vista posmoderno, todas las obras y todos los movimientos pueden ser comparados en una perfecta simultaneidad atemporal. Como si fueran opciones estéticas coexistentes y disponibles para el consumo inmediato. En lugar de ser un lugar de interpretación crítica, el museo se constituye en escenario de presencias inmediatas o, mejor dicho, de presentaciones, por usar del lenguaje del marketing que conviene aquí; la interpretación crítica ha sido reemplazada por el consumo. Así como los esfuerzos del MoMA aspiran a suturar la continuidad histórica entre lo moderno y lo contemporáneo (una continuidad que se cae a pedazos), la Tate Modern ha decidido cancelar la historia y reabsorber sus materiales en un presente total.Todo es asimilado, englobado en la esfera del presente hipertrofiado.Y este punto de vista exige tratar alos artistas jóvenes como si fueran ya maestros acreditados y, recíprocamente, tratar a los clásicos como si fueran jóvenes emergentes.
¿Qué ocupa entonces el lugar del discurso historiográfico que tradicionalmente justificaba y sostenía la empresa del museo? Varios candidatos alternativos han estado ahí desde hace un tiempo y hoy se disponen a tomar posesión de las ruinas del museo. El primero de ellos y el más popular dentro del mundo del arte es el discurso del atelier, para el cual el museo de arte moderno sólo se justifica como un laboratorio que permita a los artistas ensayar sus proyectos no comerciales o todavía no comerciales. El cultivo de la cantera se convierte en una prioridad en la agenda, y no se limita a ciertos espacios reservados a los artistas jóvenes, como la «Project Series» del MoMA (que lleva funcionando desde 1971) o el «Art Now» de la Tate Modern. El ideal a que se aspira consiste en quetodo el museo se convierta en un taller para artistas vivos. Hablando con los responsables del proyecto Tate Modern, el cronista de The Guardian (3 de febrero de 2000) resumía así el objetivo: «Hacer del museo un centro de creatividad en vez de un almacén del pasado».

Pero tras esa romántica (y demagógica) retórica del atelier, el verdadero elemento que amenaza con volverse hegemónico es el mercado. Los idola fori, los espejismos del mercado, pugnan por ocupar la vieja institución museística. Es el mercado, por ejemplo, el que insta a adquirir a los artistas jóvenes antes de que sea demasiado tarde porque hayan subido de precio. El argumento según el cual es preciso comprar mientras es barato, tan plausible para el coleccionista privado, porque él puede vender más tarde, no es adecuado para el coleccionismo público. En el caso de las adquisiciones de los museos, tendría más sentido esperar unos años a que se decanten los valores y comprar más caro una pieza de valor ya acreditado que adquirir antes y a bajo precio diez obras de las que no sabemos qué será en el futuro.

En la entrevista antes citada, Nicholas Serota destacaba, entre las promesas de la nueva Tate, el producir «un poderoso ímpetu» que reanimara el coleccionismo privado británico, generando «un sentimiento de confianza en el presente» («a sense of confidence in the present»). En esta frase en apariencia inocente debemos entender la palabra «confianza» en un sentido fundamentalmente económico. Hace décadas, Karel Teige observó que el papel del museo con respecto al mercado de arte, estimulando su actividad y garantizando los valores, se parecía a la función de un banco central con respecto a la circulación monetaria y los mercados financieros. Pero el rol que se ha llegado a exigir del museo de arte contemporáneo va más allá de eso, y no consiste ya sólo en garantizar el capital, sino directamente en el logro de beneficios. La antigua institución dedicada a las musas y al saber colectivo ha sido expropiada para convertirla en instrumento de promoción de beneficios privados en el más floreciente y característico de los mercados de la nueva economía: el mercado del entretenimiento.

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