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Modernidad, vanguardia, tradición

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En el mes de diciembre de 1986 abrió sus puertas al público en París el Musée d’Orsay, dedicado, como es sabido, al arte francés del siglo XIX entre, aproximadamente, 1840 y 1900. La polémica acerca de cuál había de ser su contenido, que ya se había planteado largamente durante los años anteriores, estaba servida: no sólo se instalaba el arte de esta época en una antigua estación de ferrocarril a orillas del Sena que poco tiempo antes se pensaba en demoler, sino que la adaptación de su espacio para convertirse en museo fue encargada a la arquitecta, fallecida el pasado mes de noviembre, Gae Aulenti, la cual realizó una espectacular y muy discutida remodelación de su interior, del que, una vez terminada, apenas se recordaba su anterior destino como edificio industrial. Igualmente, y quizá todavía más, fueron –y siguen siéndolo hoy día– objeto de encendido debate la selección y el modo de exponer las colecciones, que abarca la producción artística francesa centrada en la época del Segundo Imperio.

La operación resultaba compleja y ambiciosa. Al recuperar un pomposo edificio estilo Beaux-Arts, obra del arquitecto Victor Laloux (1850-1937), profesor de la propia École des Beaux-Arts, se señalaba un punto de inflexión en la reconsideración del patrimonio arquitectónico industrial del siglo XIX, hasta el momento objeto más bien de la piqueta de demolición, como poco tiempo antes había sucedido con Les Halles de Victor Baltard (1805-1874), objeto de una exposición hasta el pasado 13 de enero en el Musée d’Orsay. En realidad, a lo largo de los años setenta e inicios de los ochenta del siglo pasado todavía no se habían apagado los ecos antihistoricistas de las vanguardias arquitectónicas del siglo XX, más o menos racionalistas, que abominaban de parte considerable de la arquitectura del siglo XIX e inicios del XX, acusándola de ornamentalismo y de monumentalismo vacuo. La recuperación para museo de la palaciega estación d’Orsay tenía bastante de rasgo novedoso y de evidente polémica anti-Movimiento Moderno, en un momento en el que se consolidaba, a través del llamado pensamiento posmoderno, la crisis de las vanguardias que había comenzado a manifestarse hacia los años cincuenta.

La complejidad del recorrido en la antigua estación d’Orsay planteaba las complejas relaciones entre vanguardismo, modernidad y tradición

La remodelación del interior por parte de Aulenti sorprendió no sólo por lo extraño y anticonvencional de sus espacios y muros más o menos neoorientalistas, sino, sobre todo, por plantear un recorrido del museo deliberadamente complicado, ciertamente en las antípodas del sistema de salas y galerías que había desarrollado la museología decimonónica en la obra, por ejemplo, de arquitectos como Leo von Klenze (1784-1864) o Gottfried Semper (1803-1879) en lugares como Múnich (Alte Pinakothek) o Viena (Kunsthistorisches Museum). En estos museos, su planta arquitectónica se diseñó con una estructura palaciega, con las grandes salas ordenadas en enfilada, de manera que formaban ejes longitudinales flanqueados por pequeños espacios en forma de gabinete donde se colocaban las obras de menor tamaño. Ello permitía ordenar las colecciones por escuelas, maestros o épocas sucesivas, ofreciendo al visitante un claro discurso histórico, de manera muy similar a lo que podía leerse en los libros de historia del arte al uso. Fue Christian von Mechel (1737-1817) quien estructuró por primera vez de manera consciente unas colecciones artísticas de esta guisa, en su caso las muy importantes del Belvedere de Viena, origen del futuro Kunsthistorisches Museum de la capital austríaca.

El asunto en absoluto resulta baladí para el fondo de la cuestión que queremos abordar aquí, que no es otro que la incidencia en la Historia del Arte como disciplina y la repercusión en los museos de arte, de la crisis del paradigma moderno a finales del siglo XX. Al plantear el museo parisiense un recorrido deliberadamente complejo, carente de lo que podríamos denominar una «dirección fija» para sus colecciones decimonónicas, se indicaba al visitante una determinada lectura del arte de esta época que, al contrario de lo que sugería la historiografía hasta entonces predominante, no podía únicamente interpretarse en clave «vanguardista», como una sucesión triunfal de hitos modernos que, comenzando con Cézanne y los postimpresionistas, diera paso a las vanguardias históricas, que se exponían ya, como veremos enseguida, en el Musée National d’Art Moderne.

La complejidad del recorrido en la antigua estación d’Orsay, dominado por la multiplicidad y variedad de puntos de vista y la presencia apabullante en la primera planta de una gran cantidad del arte oficial del Segundo Imperio, hasta el momento prácticamente excluido de la vista del público en los museos oficiales, inducían una nueva lectura del inmediato pasado y planteaban desde una nueva perspectiva una de las más viejas polémicas en torno al arte contemporáneo: las complejas relaciones entre vanguardismo, modernidad y tradición.

El tema de cómo mostrar al público el arte de su tiempo poseía una historia en la que Francia y París habían ocupado un importante lugar. En 1818 ya se planteaba la cuestión de la exposición del arte contemporáneo, decidiéndose, en tiempos de Luis XVIII, el destino del Palais du Luxembourg como museo para los artistas vivos, un museo para el que expresamente realizaron obras figuras como Théodore Géricault o Eugène Delacroix. Es este el precedente más claro del problema básico de cómo prolongar y concluir las colecciones históricas del Musée du Louvre, tema sobre el que volveremos. El Musée du Luxembourg cerró sus puertas en 1937, cuando ya se proponía un museo para artistas vivos de nuevo cuño en el llamado Palais de Tokyo, en el Trocadéro.

  Edgar Degas. El baño. 1886

Por otra parte, el Salón y las Exposiciones Universales, lugares donde exponían temporalmente su obra los artistas contemporáneos, criticados por buena parte de los mismos como exponentes del gusto oficialista durante la segunda mitad del siglo XIX, habían entrado en crisis. La exposición del Salón se había iniciado en el Salon Carré del Louvre y, desde 1855, en el Palais de l’industrie, reemplazado desde 1900 por el Grand Palais. Sin embargo, cuando parte del jurado rechazó en 1855 las obras del pintor Gustave Courbet, un realista en abierta polémica contra el arte oficial de Napoleón III, este construyó su propio Pavillon du réalisme a fin de exponer sus obras. Posiblemente fue la primera vez que se hizo algo así, una acción retomada por Edouard Manet y los impresionistas. Se trata de uno de los acontecimientos más conocidos y estudiados en la recepción del arte del siglo XIX, cuyo interés radica en mostrar de manera elocuente el divorcio, ya desde el origen de la modernidad, de dos maneras muy diferentes de concebir la actividad artística: la que podemos llamar oficial –ligada sobre todo al poder político y a su representación– y la que se autodenominó vanguardista, voluntariamente alejada de este ambiente. Se trataba de un hecho sin precedentes históricos tan rotundos hasta el momento y de decisivas consecuencias para la percepción del arte hasta nuestros días. Retengamos ahora que, prácticamente desde su aparición como tal, el arte de vanguardia en Francia sintió la necesidad de ser visto en lugares y contextos diferentes al del arte oficial, al que se consideraba una mera continuación anquilosada del arte del pasado.

Muchos años antes de la apertura del Musée d’Orsay, concretamente en 1929, se había producido otro acontecimiento museístico de todavía mayor significación en torno al arte contemporáneo, como fue el de la fundación en Nueva York del Museum of Modern Art, el célebre MoMA, por parte de su director, Alfred Barr, apoyado por Nelson Rockefeller y otros coleccionistas estadounidenses. No vamos a extendernos ahora en una cuestión que ya hemos tratado en otras ocasionesVéase, por ejemplo, «Los orígenes del arte contemporáneo», en Revista de Libros, núm. 178 (octubre de 2011), pp. 3-7. y que, como es bien sabido, constituye uno de los rasgos museológicos capitales de esta institución. El MoMA presentaba una colección excepcional de pintura y escultura del siglo XX como un discurso, prácticamente unívoco y de carácter triunfal, que se extendía desde Paul Cézanne y los postimpresionistas hasta, digamos, la Escuela de Nueva York y el pop art en los años cuarenta a sesenta del siglo XX, y que únicamente admitía a los artistas de vanguardia de la primera mitad y los años centrales de la centuria, al tiempo que instituía a artistas como Henri Matisse y, sobre todo, Pablo Picasso como los ejes centrales de la modernidad.

Carol Duncan, en su estudio fundamental Rituales de civilizaciónTrad. de Ana Isabel Robleda, Molina de Segura, Nausicaä, 2007., en el que estudia el fenómeno del carácter casi ritual y religioso de la institución del museo, ha resumido certeramente el fenómeno: «La “historia del arte moderno” –dice–, tal y como suele entenderse en nuestra sociedad, es una historia del arte muy selectiva. Para ser más exacta, diré que se trata de una construcción cultural que ha sido producida y perpetuada por todos aquellos profesionales que trabajan en escuelas de arte, universidades, museos, editoriales y otros lugares en los que el arte moderno se enseña, se exhibe o se interpreta […]. Durante muchas décadas, y en la actualidad, tanto en museos norteamericanos como europeos, el hilo narrativo del arte del siglo XX –llamémoslo el hilo narrativo del modernismo– ha estado claramente definido. Uno de los primeros y más efectivos abogados fue Alfred Barr […] que lo adoptó a partir de 1929 […] la historia del arte moderno tal y como se cuenta en el MoMA quedaría representada por la historia definitiva del “modernismo tópico” […] [que] constituye la historia del arte moderno más autorizada para generaciones de profesionales y no profesionales. Hasta hoy, los museos modernos (y las alas modernas de los museos antiguos) siguen repitiendo su evangelio central, como hacen casi todos los libros de texto de historia del arte» (pp. 171-172).

Sin entrar en los matices –que los hay– y la complejidad –que la posee– del discurso historiográfico del MoMA, bien puede decirse que la operación de Barr a finales de los años treinta señaló un camino –exitoso durante, al menos, como recuerda Carol Duncan, cincuenta años– que consagraba la idea de que el arte del siglo XX era únicamente el de la aportación de las vanguardias, un arte que había nacido en París a finales del siglo XIX, que se había desarrollado en esta ciudad y algunos otros, muy escasos, centros como Múnich, Berlín, Ámsterdam o Moscú, y que, tras la Segunda Guerra Mundial, se había trasladado a los Estados Unidos, fundamentalmente a Nueva York, donde había triunfado gracias al apoyo de museos como el MoMA o galeristas como Leo Castelli, Sidney Janis y otros pocos más.

Se trataba de una forma de contemplar la obra de arte de manera aislada, considerada como un valor en sí misma

Como sucedería años más tarde en el caso ya referido del Musée d’Orsay, la operación de Alfred Barr se sustentaba no sólo en una colección de obras de arte indiscutible, tanto en cantidad como en calidad, sino en una presentación de la misma que se pretendía estéticamente acorde con el discurso desarrollado: la obra de arte se mostraba como un problema de pura forma, con una gran asepsia expositiva, colgada en paredes blancas, con escasos o nulos elementos contextualizadores, fundamentada en una sucesión de escuelas y movimientos de manera sencilla y cronológica. Se trataba de una forma de contemplar la obra de arte de manera aislada, considerada como un valor en sí misma, con la mayor separación posible entre una y otra, de manera que se potenciaba la relación directa, de carácter individual e íntimo, entre el espectador y el objeto. Una fórmula que pronto se convirtió en canónica para buena parte de los museos europeos y americanos que, poco a poco, iban abriéndose paso en diversos lugares. Pensemos, sobre todo, en la Holanda del neoplasticismo o en la Unión Soviética del suprematismo, con la fundamental aportación de los elegantes Proun o espacios expositivos abstractos de El Lissitzky (1890-1941), y que triunfará en Europa y América a partir de los años cincuenta. En esos años, esta manera de presentar la obra de arte se extenderá incluso a períodos anteriores al arte de vanguardia, como son las épocas medieval, renacentista o barroca.

De esta manera, y tras las críticas a que habían sometido las vanguardias históricas la institución ilustrada del museo público como manera idónea de desplegar el arte del pasado, estas mismas vanguardias «resolvían» la cuestión aplicando una manera ensimismada de contemplar la obra de arte que sólo era posible en la asepsia del museo, fuera del contexto en el que se había producido originalmente. En el fenómeno coincidían y se superponían entre sí cuestiones muy diversas, pero que, en realidad, se encuentran unidas, como eran la ya mencionada de la contemplación individualizada y solipsista del objeto estético –es decir, un tema de psicología de la percepción–, el discurso histórico unívoco y unidireccional –esto es, un asunto más bien de carácter cultural– y una presentación museística deliberadamente descontextualizada de la obra. Se trata de tres cuestiones que la apertura de un espacio como el Musée d’Orsay en París y la cada vez más compleja valoración del arte de la segunda mitad del XIX y del mismo siglo XX por parte de la historiografía iban a dinamitar a partir de finales de los años ochenta y noventa del siglo pasado.

El contexto de la obra de arte

Las dos experiencias museísticas recién referidas –la parisiense del Musée d’Orsay y la neoyorquina del MoMA– proponen, en su radicalidad, dos soluciones diversas, históricamente muy determinadas, a varios de los problemas que la institución del museo, tal como se había planteado a finales del siglo XVIII, había suscitado dentro del debate cultural: el tema de la contextualización de la obra de arte, que afecta a su estatus como tal; el de la incidencia de las disposiciones museísticas en los modos de ver y de interpretar el objeto artístico; y el de la propia discusión historiográfica acerca de la interpretación del arte de y en la modernidad.

La aparición del museo contemporáneo a partir de finales del siglo XVIII propició la creación de unos nuevos espacios y contextos de exposición de obras de arte y el desarrollo de una nueva actividad, como es la museología, concebida no sólo como una ciencia de la conservación, sino, sobre todo, como una renovada manera de mostrar las obras de arte, de modo que una de las primeras críticas que recibió la idea misma del museo contemporáneo fue la de que propiciaba la pérdida del primitivo valor contextual de las obras de arte, arrancadas de sus lugares originales. Las famosas Lettres sur les préjudices qu’occasionnerait aux arts et à la science le déplacement des monuments de l’art de l’Italie, publicadas en 1796 por Antoine-Chrysostome Quatremère de Quincy (1755-1849), constituyen el texto clásico al respecto. Desde un punto de vista estrictamente contrarrevolucionario, su autor deploraba las consecuencias, a su parecer funestas, que se siguen del despojo de las obras maestras del arte clásico en Italia y del mismo arte italiano, tanto para la conservación como para su mejor comprensión y estudio. Quatremère consideraba Italia como una especie de «Museum» ideal en el que era posible estudiar inmejorablemente lo mejor y más destacado de la producción artística, así como las diversas escuelas regionales, que han de ser comprendidas en su ambiente natural: nunca, por tanto, en otro territorio, ni tampoco en un museo enciclopédico como el que Napoleón quería crear en París. Quatremère planteaba el tema de la descontextualización de la obra de arte en los museos como un problema político y de respeto a la tradición histórica, a la vez que como una cuestión de estudio y conservación, pero en el fondo estaba proponiendo una cuestión con una carga de futuro aún mayor, como era la de la nueva percepción de la obra de arte resultante de su ubicación en los museos, que juzgaba absolutamente distorsionadora.

El malestar en torno al museo surgió, por tanto, desde los primeros instantes históricos de la institución y no dejó de acentuarse a lo largo de todo el siglo XIX y la primera mitad del XX. A la fundamental cuestión de la descontextualización –sobre la que volveremos– se añade la de la incomodidad visual, pero también conceptual, del progresivo desarrollo de los museos como meros almacenes en los que las obras se mostraban de cualquier manera. Las famosas palabras de Paul Valéry, escritas ya a la altura de 1923, son suficientemente elocuentes:

Je n’aime pas trop les musées. Il y en a beaucoup d’admirables, il n’en est point de délicieux. Les idées de classement, de conservation et d’utilité publique, qui sont justes et claires, ont peu de rapport avec les délices.

Au premier pas que je fais vers les belles choses, une main m’enlève ma canne, un écrit me défend de fumer.

Déjà glacé par le geste autoritaire et le sentiment de la contrainte, je pénètre dans quelque salle de sculpture où règne une froide confusion. Un buste éblouissant apparaît entre les jambes d’un athlète de bronze. Le calme et les violences, les niaiseries, les sourires, les contractures, les équilibres les plus critiques me composent une impression insupportable. Je suis dans un tumulte de créatures congelées, dont chacune exige, sans l’obtenir, l’inexistence de toutes les autres. Et je ne parle pas du chaos de toutes ces grandeurs sans mesure commune, du mélange inexplicable des nains et des géants, ni même de ce raccourci de l’évolution que nous offre une telle assemblée d’êtres parfaits et d’inachevés, de mutilés et de restaurés, de monstres et de messieurs...«No me gustan demasiado los museos. Tienen mucho de admirable, pero nada de delicioso. Las ideas de clasificación, de conservación y de utilidad pública, que son justas y claras, apenas guardan relación con las delicias. Tras el primer paso que doy hacia las cosas hermosas, una mano me quita mi bastón, un cartel me prohíbe fumar. Ya petrificado por el gesto autoritario y el sentimiento de coerción, entro en una sala de escultura en la que reina una fría confusión. Un busto deslumbrante aparece entre las piernas de un atleta de bronce. La calma y las violencias, las memeces, las sonrisas, las contracturas, los equilibrios más críticos me producen una impresión insoportable. Estoy en medio de un tumulto de criaturas congeladas, de las que cada una exige, sin obtenerla, la inexistencia de todas las demás. Y no hablo del caos de todas estas grandezas desmesuradas, de la mezcla inexplicable de enanos y gigantes, ni siquiera de este cortocircuito de la evolución que nos ofrece semejante conjunción de seres perfectos e inacabados, mutilados y restaurados, de monstruos y personas…», en Paul Valéry, «Le problème des musées» (Le Gaulois, 4 de abril de 1923), Pièces sur l’art, París, Gallimard, 1954, pp. 93-99.

La solución de buscar un contexto artificial a la obra de arte, como fueron las llamadas period rooms tan frecuentes en los museos norteamericanos, o la de la instalar museos en edificios históricos, tampoco pareció satisfactoria, y Theodor W. Adorno, en el famoso artículo en el que analizaba las ideas de Proust y Valéry acerca del museo, así lo indicaba: «Cuando predomina el malestar con los museos y se intenta mostrar las obras en su entorno original o en un entorno que se les parezca, en palacios barrocos o rococós, el resultado es una aversión más penosa que cuando las obras aparecen separadas y reunidas de nuevo; el refinamiento le hace al arte más daño que la mezcla»«Museo Valéry Proust», en Theodor W. Adorno, Crítica de la cultura y sociedad I , trad. de Jorge Navarro, Madrid, Akal, 2008, p. 159. .

Las reflexiones de Adorno estaban provocadas, además de por las ideas de Valéry, por el famoso párrafo de Marcel Proust al comienzo de la segunda parte de A la sombra de las muchachas en flor, segunda tirada, a su vez, de su novela En busca del tiempo perdido. A pesar de ser muy conocidas, transcribimos a continuación el párrafo en cuestión, ya que se dirige, de manera directa, al igual que la cita de Valéry, al meollo de nuestra cuestión:

Mais en tout genre, notre temps a la manie de vouloir ne montrer les choses qu’avec ce qui les entoure dans la réalité, et par là de supprimer l’essentiel, l’acte de l’esprit, qui les isola d’elle. On «présente» un tableau au milieu de meubles, de bibelots, de tentures de la même époque, fade décor qu’excelle à composer dans les hôtels d’aujourd’hui la maîtresse de maison la plus ignorante la veille, passant maintenant ses journées dans les archives et les bibliothèques, et au milieu duquel le chef-d’oeuvre qu’on regarde tout en dînant ne nous donne pas la même enivrante joie qu’on ne doit lui demander que dans une salle de musée, laquelle symbolise bien mieux, par sa nudité et son dépouillement de toutes particularités, les espaces intérieurs où l’artiste s’est abstrait pour créer«Pero nuestro tiempo tiene, en todos los géneros, la manía de no querer mostrar las cosas más que con aquello que las rodea en la realidad, suprimiendo con ello lo esencial, el acto del espíritu, que las aísla de ella. Se “presenta” un cuadro en medio de muebles, de adornos, de tapices de la misma época, insípido decorado que se esmera en crear en las mansiones actuales la señora de la casa que la víspera era la más ignorante, pero que ahora se pasa el día en los archivos y las bibliotecas, y en medio del cual la obra maestra que contemplamos mientras comemos no nos procura la misma dicha embriagadora que no debe exigírsele más que en una sala de museo, la cual simboliza mucho mejor, por su desnudez y su despojamiento de toda singularidad, esos espacios interiores en los que se abstrajo el artista para crear», en Marcel Proust, À l’ombre des jeunes filles en fleurs, París, Gallimard, pp. 62-63..

De esta manera, a principios del siglo XX, en plena crisis vanguardista de la institución del museo, Proust, tan solo aparentemente un producto decorativo de la estética del Segundo Imperio, entre cuyos personajes y salones aparentaba moverse con facilidad, reivindica la legitimidad conceptual y perceptiva del objeto artístico aislado en sí mismo, ajeno al contexto reconstructivo que propondrían otros objetos contemporáneos, como la mejor manera de comprender el acto de creación en esos «espacios interiores» en los que se produce la creación artística.

A principios del siglo XX, Proust reivindica la legitimidad conceptual y perceptiva del objeto artístico aislado en sí mismo

La segunda parte de la novela de Proust terminó de imprimirse en 1918, aunque no se publicó hasta junio del año siguiente, diez años antes de la apertura del MoMA neoyorquino. Este museo se pretendía conspicuamente contemporáneo, al optar, de manera muy consciente y decidida, por la vía de la asepsia y de la presentación descontextualizada de las obras de arte, superando la idea del mero almacén. El fenómeno no puede desligarse de esa imagen lineal y triunfal de la historia del arte del siglo XX concebida únicamente como arte de la vanguardia que ofrecían sus salas, así como de la lectura de este mismo arte como un fenómeno eminentemente formalista, para cuya comprensión sólo había de recurrirse al desarrollo estilístico de las distintas tendencias artísticas. Estas conducían, inevitablemente, a la abstracción, es decir, al movimiento triunfante en Estados Unidos en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con el que el museo neoyorquino cerraba en buena medida su recorrido.

Formalismo y triunfo del llamado «cubo blanco» venían a ser dos caras del mismo poliedro en el que se había convertido la vanguardia en los años no ya sólo del expresionismo abstracto, sino en los de la abstracción geométrica de artistas como Ellsworth Kelly, Frank Stella, Kenneth Noland y tantos otros. Uno de ellos, Brian O’Doherty (1928), escribió a mediados de los años setenta del siglo pasado unos famosos trabajos, publicados en Art Forum entre 1976 y 1981 antes de adquirir forma de libro en 1999. Nos referimos a la obra Inside the White Cube. The Ideology of the Gallery Space, que se han traducido por fin recientemente al españolDentro del cubo blanco. La ideología del espacio expositivo, trad. de Lena Peñate Spicer, Murcia, Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, 2011..

En el primero de estos trabajos, «Notes on the Gallery Space», O’Doherty, en la más pura tradición vanguardista, critica las primeras disposiciones de las obras contemporáneas en el salón del siglo XIX como ruidosos amontonamientos de obras inspirados en las no menos abigarradas galerías de pinturas de los coleccionistas del siglo XVII, para contraponerlas a la claridad expositiva de la galería de arte contemporánea, cuyo espacio aumenta su importancia hasta adquirir, por sí mismo, casi el único protagonismo. La postura de O’Doherty es, naturalmente, radical, como corresponde a alguien que defiende su propia metodología de trabajo, pero no deja de ser un buen ejemplo de lo que sucedió en buena parte de los museos y las exposiciones tras la Segunda Guerra Mundial y hasta los años ochenta. Él mantiene que la historia del arte moderno se halla íntimamente configurada por este espacio o, más bien, puede ponerse en relación con los cambios de este espacio y la manera en que nosotros lo contemplamos. Se ha llegado, incluso, a un punto en el que, más que la obra, lo que contemplamos en primer lugar –y, a veces, único– es el espacio, de tal forma que la galería ideal sustrae a la obra de arte de todas las claves que interfieren con el hecho, puro y simple, de que ella misma es, también, «arte».

Las ideas de este artista resultan las más claras y tajantes en una teorización del valor del espacio artístico considerado en sí mismo como obra de arte. Conforme el arte moderno va convirtiéndose en más viejo –piensa–, el contexto que lo rodea se transforma en contenido. En una muy peculiar reconversión, defiende que es el objeto introducido en la galería el que «enmarca» (frames) a la misma y sus leyes. «Sin sombras, blanco, limpio, artificial: el espacio se dedica por completo a la tecnología de la estética» (p. 21).

      Paul Cézanne. Manzanas, melocotones, peras y uvas. 1879-1880

Desde esta óptica radicalmente abstracta y vanguardista de los años setenta y ochenta, O’Doherty calificaba de «barbaridad» para nuestros ojos la manera de mostrar las obras en el salón decimonónico, del que analiza una conocida imagen de Samuel F. B. Morse, Gallery of the Louvre, fechada en 1832-1833, que muestra este lugar con las habituales acumulaciones pictóricas del siglo XIX. La razón de este sistema expositivo la identifica en la distinta consideración de la obra de arte en esta época y en la suya, más de ciento cincuenta años posterior. En el siglo XIX cada pintura es vista como una entidad autosuficiente (self-contained), totalmente aislada de sus vecinas por un pesado marco colocado alrededor y con un sistema peculiar de perspectiva en su interior. El espacio es, por tanto, discontinuo y caracterizable: «El siglo XIX tenía una mentalidad taxonómica –afirma O’Doherty– y el ojo reconocía la jerarquía de los géneros y la autoridad del marco» (p. 23). Esto es precisamente lo que discutían, para proponer soluciones contrarias, artistas como Kelly, Stella o Noland en sus pinturas sin marco, de formas muchas veces no rectangulares y claramente invasoras –cuando no se confundían abiertamente con él– del espacio vacío, blanco y aséptico de la galería.

Este «cubo blanco» también tuvo sus repercusiones museísticas en Europa. Las más interesantes y de mayor calidad estética podemos encontrarlas en la Italia de la posguerra, en los museos y exposiciones diseñados por Carlo Scarpa, Ignazio Gardella y otros, cuyos hitos podríamos localizar en el Palazzo Abatellis de Palermo, convertido en 1954 en Galleria Regionale della Sicilia, en la adaptación de las primeras seis salas de los Uffizi florentinos (1956) y en el Museo di Castelvecchio de Verona (1958-1961). Sólo que en estos casos, como en la muy significativa nueva disposición de la Glyptothek de Múnich (en la que se abandonó por completo la decoración neorrenacentista de Leo Von Klenze, casi totalmente destruida por los bombardeos de 1945), el énfasis se ponía sobre todo en las obras de arte, antes que en la pureza, por lo demás exquisita, del espacio blanco que las rodeaba. El resultado no dejaba, sin embargo, de resultar similar en espíritu a algunas de las propuestas vanguardistas citadas más arriba, y se enmarca dentro del interés que venimos comentando por aislar a las obras de sus contextos historicistas y proponer contemplaciones muy directas, aisladas y válidas por sí mismas. Es muy sintomático, por ejemplo, el cuidado que pone Carlo Scarpa en el estudio de los soportes y los marcos de las pinturas o esculturas que se exponen en estos espacios, haciendo desaparecer, en numerosas ocasiones, el marco de la pintura como tal y mostrándola sola, a veces incluso separada o exenta del muro, diseñándola como un objeto escultórico. Otras veces, como se hace en el Palazzo Abatellis, es el fragmento escultórico el que se superpone deliberadamente a una mancha de color en el muro, que actuaría de marco, jugando así con el valor del espacio y de la iluminación como valores considerados abstractos en sí mismos y el todo, naturalmente, como una pura forma.

Mientras que el exterior de la Glyptothek de Múnich fue reconstruido acorde con el primitivo proyecto de Leo von Klenze, para los interiores se realizó la idea que ya había sido propuesta en 1961 por el arquitecto Josef Wiedemann: «Las salas adquieren su forma a través del gran muro que se une a los arcos y a la bóveda formando un conjunto natural. La forma es y sigue siendo válida por sí misma, y no requiere nada más». La recuperación sólo de la estructura fundamental, y no de la decoración, produciría una superficie tranquila, restauraría las salas en su forma original y contaría su historia, afirmaba el arquitecto alemán. Así se hizo y la Glyptothek abrió al público sus puertas de nuevo en 1972, recibiendo una general aceptación, si bien no exenta de críticas que veían en este purismo un retroceso hacia ideales estéticos más propios de los años sesenta del siglo XX. De todas maneras, cuarenta años después, la instalación permanece y sigue recorriéndose con placer. En su purismo y su paramento de ladrillo se reconocen las referencias neoclásicas a la arquitectura termal romana de forma seguramente más precisa que si se hubieran conservado sus decoraciones de estuco originales.

Todas estas propuestas de lugares y ambientes culturales tan distintos han de ligarse en mayor o menor medida a una cierta imagen de la modernidad concebida como orden frente al caos, racionalidad visual y conceptual frente al caos perceptivo o la excesiva «permisibilidad» estética de los historicismos, o a esa imagen de lo moderno como «proyecto y destino» que postulaba Giulio Carlo Argan. Sin embargo, la crisis artística y cultural de finales de los años cincuenta, la aparición de movimientos que comenzaban a exaltar la banalidad y lo directamente vulgar sobre la pureza y la perfección, y el batiburrillo frente al orden, propició una manera expresamente distinta de contemplar y exhibir la obra de arte. El ruido que tanto molestaba a espíritus selectos como Paul Valéry vuelve a aparecer en los museos, sólo que ahora no como una carencia o un defecto, sino más bien de forma deliberada. En el Musée d’Orsay se produce una voluntaria mezcla de géneros, de perspectivas desde las que contemplar la obra de arte y, sobre todo, de historias diferentes que hasta el momento se habían contado por separado, como eran las de la vanguardia y las del discurso oficial. Se instalaba así, en el más alto nivel, la que bien pudiéramos denominar la visión posmoderna de la historia del arte aplicada al museo.

Vemos, pues, con claridad cómo la interpretación del devenir artístico del arte contemporáneo, considerando como tal el que se produce a partir del siglo XIX, deviene en un tema capital en la interpretación que podamos hacer de la Historia del Arte en su conjunto y, naturalmente, de sus modos de almacenarse y exponerse. Por ello, no estará de más que hagamos a continuación un breve recorrido histórico sobre cómo han resuelto el problema de la sucesión artística, desde la Edad Moderna hasta la actualidad, las colecciones de diversas ciudades europeas y americanas como Múnich, Berlín, París o Nueva York.

Naciones y ciudades

El mismo devenir temporal de la historia del arte, considerado desde el desarrollo de la propia actividad artística, plantea uno de los mayores problemas que tienen que resolver los grandes museos. Desde el siglo XIX, y a lo largo del XX y el XXI, estos museos e instituciones culturales han ido aportando diversas soluciones al tema de los sucesivos «artes contemporáneos», proponiendo distintos «cortes temporales» según el caso correspondiente: ¿dónde empezar cronológicamente un museo? Y, más aún, ¿dónde terminarlo?

París contó, a partir de 1947, instalado en el Palais de Tokyo, con un así llamado Musée National d’Art Moderne de gran importancia, que sería trasladado treinta años después (1977) al famoso Centre Pompidou. Aunque este centro alberga otras funciones e instituciones, es el museo el elemento que daba razón de ser al nuevo y polémico lugar, ya que se trata de la segunda gran colección de arte del siglo XX a nivel mundial, sólo precedida, precisamente, por el MoMA neoyorquino. Pasaron, por tanto, nueve años (recordemos que el Musée d’Orsay abriría sus puertas en 1986), llenos de discusiones y polémicas, hasta que se completó y se dio un sentido histórico a las colecciones estatales francesas con la sucesión Louvre-Orsay-Pompidou, separando, como vemos, el arte de mediados del siglo XIX y de su segunda mitad tanto del arte anterior como del específicamente ligado a las vanguardias históricas. Se reconocía así el carácter peculiar de la producción artística entre, digamos, Ingres –del que se exponen obras tanto en el Louvre como en Orsay– y la pintura simbolista, punto final del recorrido en este último museo.

Pasaron nueve años hasta que  y se dio un sentido histórico a las colecciones estatales francesas con la sucesión Louvre-Orsay-Pompidou

Hemos de tener en cuenta, por otra parte, que la pintura y escultura francesas del siglo XIX, en su magnífica continuidad de nombres, desde David, Géricault, Delacroix, Manet y los impresionistas hasta Courbet, Daumier y los realistas, constituye el canon (en mucho mayor medida, incluso, que el arte alemán, único con el que podría compararse) de la interpretación historiográfica y «vanguardista» del devenir artístico al que acaba de hacerse referencia. De ahí no sólo la importancia en sí misma de la operación del Musée d’Orsay sino, simplemente, la posibilidad de realizarla de una manera brillante, algo que no es posible llevar a cabo de igual manera en ningún otro país, excepción hecha, quizá, de Alemania.

El caso de otros lugares, como Berlín o Múnich, es, hasta cierto punto, similar. En la primera de estas dos ciudades está erigiéndose dentro de la llamada Isla de los Museos (Museuminsel) uno de los escenarios museísticos más espectaculares de Europa. Ello no se refiere tan solo a su historia anterior a la Segunda Guerra Mundial, con operaciones tan brillantes como la construcción del Altes Museum de Schinkel, abierto en 1830, el Neues Museum, obra de Friedrich August Stüler, de 1859, reabierto como Ägyptisches Museum en 2009 con un proyecto de David Chipperfield, el Bode-Museum, que abrió sus puertas en 1904 como Kaiser-Friedrich-Museum, o el Pergamonmuseum, de 1930; pensamos también en la intención, planteada desde la reunificación de 1989, de representar en un espacio urbano fácilmente abarcable la práctica totalidad de la Historia del Arte.

Lo que nos interesa señalar a este respecto es que, incluso sin la presencia en Berlín, al menos hasta la actualidad, de colecciones de arte del siglo XX de verdadera relevancia, el arte del siglo XIX posee una magnífica presencia, tanto desde el punto de vista de la musealización como de la propia importancia de la colección situada en la Alte Nationalgalerie, que abrió sus renovadas instalaciones en 2001 con una colección centrada en el siglo XIX tras la recuperación del edificio construido en 1876 por Friedrich August Stüler, que había quedado semidestruido en la Segunda Guerra Mundial.

El resumen de la historia de este museo no puede ser más interesante. A pesar de varias tentativas a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, su fundación no fue posible hasta la donación en 1861, por parte del banquero Johann Heinrich Wagener, de 262 pinturas, fundamentalmente de pintores alemanes del siglo XIX, pero también de artistas franceses de esta época. Aunque en primer lugar se expuso en la Academia de Bellas Artes, acabó acogida en el edificio de Stüler, concebido como un grandioso templo romano. La colección Wagener forma el núcleo del museo, aunque a finales de siglo XIX su segundo director desde 1896, el historiador del arte Hugo von Tschudi, adquirió obras de los impresionistas franceses, no sin la oposición de las autoridades políticas. Cuando, a partir de 1909, Ludwig Justi –que sería obligado a dimitir en 1933 por las autoridades nazis–compró obras de arte contemporáneo, concretamente de artistas expresionistas, se planteó la cuestión de la ubicación del arte de vanguardia en un museo dedicado al arte del siglo XIX, de manera que, tras la Primera Guerra Mundial, estas obras se trasladaron a otro lugar: el Kronprinzenpalais.

Vincent van Gogh. La siesta. 1889-1890

Una de las soluciones más brillantes al tema de la ubicación de colecciones nacionales que abarcan amplios períodos de tiempo es la que ha ido configurándose en otro de los centros artísticos alemanes más importantes, Múnich, que acoge la mayor parte de las Bayerische Staatsgemäldesammlungen, las colecciones estatales de pintura de Baviera. Cuando este año abra sus puertas el museo dedicado al arte egipcio y mesopotámico, situado en paralelo y en la parte posterior de la Alte Pinakothek, se habrá cerrado un programa reconstructivo que ha durado décadas y que comprende la colección egipcia, las importantísimas colecciones antiguas, ubicadas en la Glyptothek y las Staatliche Antikensammlungen de la Königsplatz, la célebre colección de pintura antigua (siglos XV-XVIII) de la Alte Pinakothek, la Neue Pinakothek para el arte del siglo XIX, la Pinakothek der Moderne para el arte del siglo XX, y el Museum Brandhorst para el arte contemporáneo. Todos ellos se ubican en el denominado Kunstreal, o barrio de los museos de la ciudad.

La intención museológica e historiográfica de las operaciones de Berlín y Múnich parece clara. Frente al concepto de museo enciclopédico, cuyos modelos podríamos detectar en el Louvre de París, aunque sin olvidar el más que significativo corte de sus colecciones en torno a 1840-1850, el Metropolitan de Nueva York, que ha de convivir con el MoMA, con desventaja evidente para sus colecciones de arte de siglo XX, o el Museo del Ermitage de San Petersburgo, Múnich o Berlín ofrecen una diversificación de museos realmente ejemplar: Antigüedad, Edad Clásica, Edad Moderna, Arte del siglo XIX, y, en el caso de Múnich, Arte del siglo XX hasta 1950/1960 y Arte Contemporáneo (este último alojado en el Museum Brandhorst).

Nos interesa señalar fundamentalmente dos hechos. En primer lugar, la existencia en esta ciudad de la llamada Neue Pinakothek como pieza separada del conjunto, sobre todo por el hecho de lo temprano de su fundación, nada menos que en 1836 (abierta al público desde 1851) por iniciativa del rey Luis I de Baviera con destino a albergar arte y colecciones contemporáneas, al estilo del parisiense Musée du Luxembourg. Todo ello con un edificio expresamente pensado para este destino, como fue el de Friedrich von Gärtner y August von Voit, destruido en la Segunda Guerra Mundial, pero sustituido en 1981 en el mismo lugar y con contenido en esencia similar por otro, obra de Alexander Freiherr von Branca.

La Neue Pinakothek de Múnich destaca en este contexto no sólo porque desde un principio instalaba las colecciones de pintura y escultura del siglo XIX de manera separada a las de pintura antigua de la Alte Pinakothek (que simbólicamente podríamos decir que termina con el espectacular La marquise de Pompadour [1756], de François Boucher, mientras que su continuación se establece, ya en el nuevo edificio, con Francisco de Goya y Jacques-Louis David), sino por la presencia, al final del recorrido, de la pintura simbolista, modernista y, sobre todo, los magníficos conjuntos muniqueses de obras de Hans von Marées o Adolf von Hildebrand, así como las pinturas postimpresionistas de Cézanne, Gauguin, Toulouse-Lautrec o van Gogh. Entre 1905 y 1914, la época en que fue director del museo, el historiador del arte Hugo von Tschudi compró buena parte de estas pinturas, así como otras posteriores, no sin escándalo y polémica, de manera que fueron Henri Matisse y los expresionistas quienes establecieron, al ser trasladados a la Pinakothek der Moderne, la división. Este último museo –en realidad un complejo de cuatro colecciones (la pinacoteca, el museo de arquitectura, el museo del diseño y la colección de obra gráfica)– se abrió al público en septiembre de 2002 en un nuevo edificio diseñado por Stephan Braunfels, tras muchos años de ser expuestos sus fondos en la Haus der Kunst.

Múnich o Berlín ofrecen una diversificación de museos realmente ejemplar

El círculo muniqués del Kunstreal se cierra, hasta el momento, en 2009, cuando el 21 de mayo abrió al público, con un proyecto del equipo de arquitectos Sauerbruch Hutton, el Museum Brandshorst en las inmediaciones de la Neue Pinakothek, con alrededor de doscientas obras de la colección de Udo Fritz-Hermann y Anette Brandhorst, y presencia de artistas contemporáneos que van de Andy Warhol y Joseph Beuys a Damien Hirst o Alex Katz.

La reflexión historiográfica que puede hacerse tras este panorámico recorrido por los planteamientos de ciudades como París, Berlín y Múnich, caracterizadas por la presencia de muy importantes colecciones históricas que han continuado creciendo hasta nuestros días, resulta en cierta manera similar a los planteamientos desarrollados en la primera parte de este trabajo, ya que el devenir de la actividad artística, su estudio y análisis por parte de las disciplinas históricas y estéticas, por un lado, y su exposición en museos y otros lugares, por otro, son fenómenos distintos, pero que caminan en paralelo.

Las separaciones y los cortes cronológicos, herramienta imprescindible del historiador y del método histórico, como los que se producen, por ejemplo, a finales de la Edad Media, a finales del siglo XVIII, a principios del siglo XX o alrededor de 1960 (repárese en la aceleración de los tiempos), no son caprichos ni invenciones, sino que responden a un devenir sujeto a las más diversas causas y que, naturalmente, tiene su reflejo, al menos desde finales del siglo XVIII, en los museos. Y, aunque sean continuos –como en la propia historia– los trasvases y las interacciones de gustos artísticos y períodos, esa «vida posterior» (Nachleben) de las formas y de los asuntos de la que hablaba Aby Warburg, también en los museos –en esencia diversos unos de otros en su concepción y planteamiento– es posible plantear la existencia de divisiones cronológicas como las señaladas. En muchas ocasiones estas divisiones se especifican en museos e instituciones distintas, pero igualmente pueden agruparse tan solo en uno, como es el caso de los mencionados museos enciclopédicos. Si aceptamos este método histórico como tal, y no simplemente como una mera ordenación burocrática, es lógico deducir una continuación fluida de la actividad artística por el mero paso del tiempo, que de inmediato relega al concepto de lo «histórico» lo que hoy es «nuevo», «moderno» o «contemporáneo». Pero ello, naturalmente, no ha de relegar a la primera de las categorías a la consideración peyorativa de «antigualla», ni hacer pensar en la sucesión cronológica como un simple dato administrativo o, como quiere cierto pensamiento posmoderno, considerar la historia como una simple sucesión de representaciones.

Lo que es indiscutible, por otra parte, es que el debate producido en torno a los períodos artísticos y sus distintas posibilidades expositivas se ha centrado siempre en los términos disciplinares, por otra parte tan amplios, de la historia de la cultura o de la historia del arte, y que solamente en regímenes o momentos autocráticos de cualquier signo se producen, en torno a los museos de arte, propuestas de carácter ideológico, político e incluso literario, que manipulan, con mayor o menor fortuna, las obras de arte para glosar acontecimientos políticos, guerras, paces, armisticios o cualquier acontecimiento de este tipo. Para ello la cultura ilustrada ha creado los museos de historia, las exposiciones o, simplemente, los libros de historia.

Una perspectiva histórica para el objeto museable y su entorno expositivo

En 2005, Victoria Newhouse, una historiadora de la arquitectura, publicó un importante libro titulado The Power of PlacementNueva York, The Monacelli Press, 2005. centrado en el asunto, ya mencionado más arriba, de la interacción entre la manera de percibir las obras de arte y el lugar y las maneras de exponerlo. Siguiendo el título de uno de sus capítulos, se trataba de estudiar «La complejidad del contexto. Cómo el lugar afecta a la percepción», para lo cual analizaba con detalle los avatares expositivos de una obra tan conocida como La victoria de Samotracia, prácticamente desde cómo debía de resultar su percepción en el lugar en que fue descubierta (el templo de los Grandes Dioses en la isla de Samotracia) hasta la espectacular ubicación de que goza en la actualidad al final de la escalera de Daru, en el Musée du Louvre, donde se encuentra desde 1927. Su director de entonces, Henri Verne, aplicó a esta y alguna otra obra del museo los modernos criterios expositivos que ya conocemos basados en el aislamiento y en la presentación teatral de determinadas obras de arte. Newhouse dedica similares recorridos históricos a esculturas como el Laocoonte, en los museos vaticanos desde su descubrimiento en 1506, o a las obras de la Villa dei Papiri en el Museo Archeologico de Nápoles.

Planteando el tema no sólo en el marco de los museos y de las colecciones permanentes, sino también de las exposiciones y muestras temporales, la autora estudia cómo una misma exposición, con idénticas obras, puede adquirir lecturas muy diversas, ya sean historicistas, arqueologistas o, directamente, formalistas y asépticas desde un punto de vista histórico. Para ello recurre al análisis de la exposición que sobre arte egipcio, Arte egipcio en la época de las pirámides, se mostró primero en París, en el Grand Palais, y, poco más tarde, en el Metropolitan Museum de Nueva York, en 1999, con resultados estéticos completamente distintos, en función de que se adoptara uno u otro punto de vista. Por fin, por medio del análisis de distintas maneras de mostrar la obra del pintor abstracto Jackson Pollock, Newhouse reflexiona sobre «cómo la instalación puede afectar al arte moderno», defendiendo la idea de que las decisiones de los comisarios de exposiciones acerca de la disposición de las obras de arte afectan a éste de la misma manera que las decisiones de un director de cine influyen en la película final.

Una misma exposición, con idénticas obras, puede adquirir lecturas muy diversas

Poco después, la misma Victoria Newhouse escribió otro libro aún más influyente, Towards a New MuseumNueva York, The Monacelli Press, 2007., que ha gozado de varias ediciones siempre aumentadas, sobre el tema de la arquitectura de los museos. Se trata, como es sabido, del campo en que más ha volado la imaginación arquitectónica en las últimas décadas. La aproximación al tema que hace la autora es realmente sugerente. Ante la imposibilidad de abarcar un ámbito en el que cada año se levantan decenas de obras nuevas, opta por relacionar temáticamente grupos de edificios, que analiza críticamente desde muy diversos puntos de vista, integrando en su punto de vista de partida, originalmente arquitectónico, no sólo las circunstancias sociales, culturales o políticas del encargo, sino, sobre todo, la interacción entre el objeto arquitectónico y las obras de arte, o el tipo de obras de arte que en él se exponen, lo cual suscita su juicio crítico. Sólo los títulos de sus apartados resultan ya suficientemente expresivos: «El gabinete de curiosidades: una puesta al día», «El Museo como espacio sagrado», «El Museo monográfico», «El Museo como tema: museos de artistas y sus espacios alternativos», «Alas que no vuelan (y algunas que lo hacen)», «El Museo como diversión [Entertainment]», «El Museo como arte del entorno [Environmental Art]» y «El Museo Virtual».

La interpretación del sistema expositivo como una interacción entre espacio arquitectónico y obras de arte, tal como hace Newhouse en su libro, nos lleva a ir más allá que el pensamiento del contenedor tridimensional como un mero receptor de obras de arte, algo que, en realidad, nunca ha sido. El asunto nos invita igualmente a pensar, en último término, en el contexto en que la obra se muestra como el objeto mismo que se expone, es decir, algo parecido a lo que desde hace varias décadas denominamos «instalación», y que aparece ya más que implícitamente en el libro y las ideas de Brian O’Doherty ya apuntados. Se trata de un tema que, en realidad, siempre fue tenido en cuenta, desde las «cámaras de maravillas» de los siglos XVI y XVII a las propuestas expositivas vanguardistas de Marcel Duchamp, las de los pintores surrealistas en varias de sus muestras de los años treinta, o en espacios como el famoso Merzbau (1923-1943) de Kurt Schwitters, ejemplos todos ellos comentados por O’Doherty.

Cada vez con mayor frecuencia, la obra de arte se realiza directa y expresamente para un museo determinado, e incluso la arquitectura del mismo se diseña pensando en una obra concreta, como sucede en los museos de artista, también estudiados por Newhouse. No se produce entonces, por tanto, el desplazamiento ni la descontextualización de la obra de arte, que ya sabemos que fue una de las características esenciales de los museos de la Ilustración y el Romanticismo. Es lo que sucede, por ejemplo, con las esculturas de Richard Serra en el Museo Guggenheim Bilbao, o en el caso de muchos museos de artista tan cercanos ya a la idea de «instalación». Se produce entonces una confusión deliberada entra la idea de museo como espacio más o menos aséptico para exponer obras y la concepción de éste como lugar con un valor artístico por sí mismo y que contextualiza, ahora de manera forzosamente «inmejorable», las obras de arte en él expuestas.

Cada vez con mayor frecuencia, la obra de arte se realiza directa y expresamente para un museo determinado

El mencionado Guggenheim Bilbao es el caso más claro. La idea del edificio de Frank Gehry refleja el concepto de Thomas Krens (uno de sus principales inspiradores) de que, en la actualidad, un museo debería abandonar su antigua pretensión de ser una colección enciclopédica que abarque de la manera más amplia posible todas las épocas, como el Louvre, el Metropolitan o el Ermitage, o tan solo una de ellas, como el MoMA de Nueva York o el Museé National d’Art Moderne de París, o una sucesión histórica, como la historia de la pintura desde los siglos XIV a principios del XX que acoge la National Gallery de Londres. Su intención sería, en cambio, exponer en profundidad la obra de un reducido número de artistas. De ahí que cada una de las siete galerías del Guggenheim esté ocupada habitualmente por la obra de artistas muy determinados, de manera que, en realidad, sus espacios no se diseñan para obras individuales, sino para tipos de obras (la arquitectura del museo no debe ser una «caja neutra» (neutral box, según decía el artista Daniel Buren). Es lo que se ha denominado el «museo como un tema en sí mismo», el museo «as subject matter» en palabras –glosadas por Newhouse–de Kynaston McShine, conservador del MoMA. «¿Qué artista desearía exponer sus obras en el museo de otro artista?», se preguntaba, por su parte, el artista estadounidense Ellsworth Kelly. El «preciosismo» y la «intangibilidad» del museo de artista, la confusión del museo con la idea de «instalación» e, incluso, la «museificación del museo» llevan a una congelación de una entidad que había sido siempre considerada, en esencia, mutable.

El fin de la Historia

Buena parte de las manifestaciones museísticas e historiográficas a las que se han hecho referencia constituyen, con su crítica a los planteamientos clásicos del museo (espacio público donde exhibir, conservar, estudiar y enseñar obras de arte), una muestra clara de la que es –pensamos– la razón última de la crisis de esta institución tal como fue concebida por la Ilustración a finales del siglo XVIII. En realidad, el museo no fue planteado en aquel momento de ninguna manera como un subject matter más o menos autónomo, sino que surgió con otros fines, ya fueran conservacionistas o pedagógicos, que ahora no vamos a estudiar. Tampoco lo fue como museo-espectáculo, ni, mucho menos, como museo-diversión.

Deliberadamente hemos dejado fuera de nuestras consideraciones a uno de los grandes acontecimientos museísticos de finales del siglo XX, como fue la apertura, en 1977, del Centre Pompidou en París, obra de Renzo Piano y Richard Rogers. Lo hemos hecho no porque no consideramos que este museo y centro de arte haya sido uno de los factores esenciales en la crisis mencionada del museo ilustrado, sino porque el tema que plantea en esta crisis es, fundamentalmente, otro: el del museo-espectáculo, el del museo como actividad, o el de la justificación del museo como éxito social, asuntos todos ellos analizados con brillantez por autores como Jean Baudrillard o Guy Debord y sobre los que reflexionaremos en un próximo trabajo. Se trata, sin duda, de la institución cabeza de fila en este tema del «museo como diversión», objeto de encendidas polémicas que se han sucedido durante décadas.

Al margen, por tanto, del importante tema del museo como parte de la «cultura del espectáculo», queremos, sin embargo, concluir estas líneas analizando otra de las razones de la crisis del museo ilustrado, quizá la más profunda y realmente explicativa al respecto, y que abarca los demás aspectos de la actual situación cultural, y no tan solo de la museística. Nos referimos a la del fin del predominio de los paradigmas históricos más o menos unívocos y unidireccionales que han servido para explicar el desarrollo de la historia, de resultas de la teoría de la historia llamada posmoderna, tan influyente en los debates, sobre todo académicos, de las últimas décadas del siglo pasado. Como, naturalmente, carecemos de capacidad para estudiar el tema en toda su complejidad, nos centraremos sólo en algunos aspectos que inciden en el mundo de los museos.

Las perspectivas con las que se estudió hasta un determinado momento el devenir artístico del siglo XIX constituyen un punto de vista privilegiado para la consideración de este tema. La crisis del mundo cultural que se produjo tras la Revolución Francesa no sólo tuvo como consecuencia la aparición y auge del museo público (lo cual propició una nueva manera de contemplar la obra de arte), sino la diversificación de la producción de obras de arte en un aspecto relativamente inédito hasta el momento. Mientras que determinados artistas acaparaban los encargos oficiales, que ya no lo eran tanto de la Monarquía y la Iglesia como del Estado y sus corporaciones, cada vez fueron más frecuentes los creadores que realizaban sus obras de arte en el anonimato del taller y del estudio, sin saber a ciencia cierta a qué público iban destinadas y en qué lugar acabarían expuestas. El fenómeno es, claro está, muy conocido, pero nos gustaría llamar la atención hacia el hecho de que el divorcio entre el «arte oficial» y el «arte de nuestro tiempo», que se consolidó, sobre todo, en la segunda mitad de la centuria, provocó, entre otras cosas, una reacción historiográfica y de gusto por la que el segundo (el arte de los Delacroix, Courbert, Manet, los impresionistas. etc.) vino a considerarse en los medios historiográficos como el auténtico «arte legítimo», por juzgarse que era el que realmente expresaba las contradicciones y realidades «de la vida moderna», por utilizar el célebre dictum de Baudelaire. Por su parte, el arte oficial, sobre todo el producido en la época del Segundo Imperio, pasó durante décadas, irremediablemente, a la categoría, evidentemente peyorativa, de «art pompier».

Samuel F. B. Morse. Gallery of the Louvre. 1831–1833

A esta consideración historiográfica se debe la preponderancia de que ha disfrutado el arte «de vanguardia» del siglo XX, tenido como el auténtico arte del siglo pasado, con las consecuencias historiográficas, museísticas y expositivas que ya conocemos, y la dificultad, también apuntada, de insertar el discurso artístico decimonónico, en el que desempeña un papel tan importante el arte oficial, dentro de recorridos museológicos más amplios.

Es aquí donde debemos volver al comienzo para comprender la importancia historiográfica, y no sólo museística, de la apertura en 1986 del parisiense Musée d’Orsay. A todas las características de este museo ya señaladas habría que añadir otra y, realmente, no de las menores, ya que la referida complejidad de los recorridos de los distintos espacios del museo se debe, fundamentalmente, a dos razones. La primera de ellas es que, por primera vez de forma deliberada, las colecciones públicas francesas mostraban en pie de igualdad el arte de la que pudiéramos llamar la línea vanguardista del siglo XIX, expuesta hasta el momento en el Musée du Louvre y en Le Jeu de Paume (impresionistas, Manet, postimpresionistas), y el arte «oficial» y de las exposiciones universales de la segunda mitad del siglo XIX (Bouguereau, Cabanel, Couture, Cormon…). Todo ello se presentaba al mismo nivel y oponiendo visualmente obras tan emblemáticas de una u otra tendencia como Les romains de la décadence (1847), de Thomas Couture, una gran máquina pictórica de 466 x 775 cm, con los célebres Un enterrement à Ornans (1849-1850; 314 x 663 cm) y L’atelier du peintre (1855; 141 x 235 cm), de Gustave Courbet, expuestos hasta entonces en el Louvre, dos obras que habían constituido, junto a la Olympia (1863) y Le déjeneur sur l’herbe (1862-1863), de Edouard Manet, piedras de toque en las luchas de la vanguardia francesa por imponerse en el panorama parisiense de salones y exposiciones universales.

Junto a esta decisión, el nuevo museo exponía no sólo las obras pictóricas y escultóricas –que adquirían un enorme protagonismo– de la segunda mitad del siglo XIX, sino que también se hacían continuas alusiones a proyectos arquitectónicos de la envergadura del Théâtre de l’Opéra, de Charles Garnier, a las artes decorativas, al mobiliario y a todo tipo de objetos decorativos, que tan enorme papel desempeñaron en la configuración estética de los interiores neobarrocos del Segundo Imperio. La discusión sobre este tema fue también acalorada por las intenciones, expresadas por algunos intelectuales al servicio del gobierno de François Mitterrand, como Madeleine Rebérioux, historiadora del socialismo, de plantear el nuevo museo como un «museo de historia», cuyas fechas de exposición se situarían entre 1848, año de las revoluciones en Europa, y 1918, fin de la Primera Guerra Mundial. El tema fue fuertemente contestado por conservadores y otros profesionales de museos como Michel Laclotte (futuro director del Musée du Louvre) o Françoise Cachin, primera directora del museo y futura directora de los museos de Francia, que en absoluto pretendían convertir el museo en un museo de historia. Como pensaba esta última, «el poder de las obras habla por sí mismo e historia, en un museo de arte, es historia del arte», rechazando, explícitamente, las period rooms de los museos anglosajones.

El impacto de la apertura del Musée d’Orsay fue una de las causas del interés progresivo por el arte del siglo XIX considerado en su toda su complejidad

De esta manera, la apertura del Musée d’Orsay planteaba, a finales de la década de los ochenta, ideas nuevas acerca de varios de los debates aquí tratados, ya que proponía un nuevo modo de afrontar el problema de la contextualización de la obra de arte, pues pinturas y esculturas se presentaban deliberadamente mezcladas no sólo entre sí, sino con los más diversos objetos de la época. A pesar de que estos no aparecían como imágenes de la Historia, como hubiera querido Rebérioux, sino como obras de arte con un específico valor estético, adquirían una presencia museística no habitual hasta el momento en ningún museo de estas características.

El impacto de la apertura del Musée d’Orsay fue una de las causas, aunque no la única, del interés progresivo por el arte del siglo XIX considerado en su toda su complejidad, de manera que, en la actualidad, pueden realizarse exposiciones en torno a artistas como Jean-Léon Gerôme (1824-1905) en lugares tan prestigiosos como los museos Getty, d’Orsay y Thyssen-Bornemisza (2010-2011), acompañadas de un catálogo bien documentado, o Alexandre Cabanel (1823-1889), en Montpellier y en Colonia (también en 2010-2011). Ya en 1984-1985, el Museo de Montreal realizó una pionera exposición de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905), cuyo catálogo completo ha aparecido recientemente.
Es indudable que buena parte de este fenómeno, sobre todo el referido a la revalorización de estos pintores académicos, tiene una vertiente comercial, pero esta no habría sido tan fuerte sin la comentada ruptura del paradigma histórico vanguardista. Desde un punto de vista historiográfico, la mayor singularidad del Musée d’Orsay y de la crisis de los ochenta se encontraba en el por entonces muy pregonado fin de la vanguardia y del predominio de una idea unívoca de la historia. Esto ha influido en las continuas revisiones que se han realizado, y siguen realizándose, no sólo sobre el arte del siglo XIX, sino también sobre el del siglo XX, que ya no podemos concebir solamente según los esquemas vanguardistas de Alfred Barr o el MoMA de Nueva York. El concepto de «modernidad» no puede reducirse ya únicamente al de vanguardia, de manera que, desde hace varias décadas, cada vez se estudian mejor y tienen más cabida en museos y bibliografía conceptos como los de «vuelta al orden», la importancia de los distintos «realismos», ya sean europeos o americanos de los años treinta (recordemos el éxito popular de artistas como Hopper, por ejemplo), el arte surgido en lugares como España e Italia, o el ya más que emergente interés por Latinoamérica en la primera mitad o mediados del siglo XX (ya no reducido tan solo al estudio de los muralistas mexicanos). Con ello ha quedado superada, asimismo, la antigua dicotomía historiográfica entre el arte de Europa (París-Alemania-Unión Soviética-Holanda, y no mucho más) y el de Estados Unidos (Nueva York y un poco de California).

Fernando Checa es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense y ha sido director del Museo del Prado. Recientemente ha comisariado y editado los catálogos de exposiciones como La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011) (con Joaquín Martínez-Correcher), Durero y Cranach: arte y humanismo en el Renacimiento alemán, ambas en Madrid, La materia de los sueños: Cristóbal Colón, en Valladolid, o  Tapisseries flamandes pour Charles V et Philippe II, en Gante y París. También ha dirigido la publicación, en tres volúmenes, de Los inventarios de Carlos V y su familia, patrocinada por The Getty Museum de Los Ángeles.

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