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Mitterrand: retrato de un artista

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«Podía ser al mismo tiempo cínico o idealista, simulador o provocador, caluroso u ofensivo. Era fiel en la amistad e infiel en el amor, altanero con los grandes, atento con los pequeños. Era un soberano para quien importaba más que nada su libertad personal, un monarca que saboreaba el poder pero que no podía prescindir de las evasiones, un realista al que le gustaba soñar, un imaginativo que quería gobernar…»

En las últimas páginas de su libro Retrato de un artista, el periodista y escritor francés Alain Duhamel intenta así resumir su visión de François Mitterrand un año después de su entierro y de que hubiese estallado en todo el hexágono lo que algunos han calificado sabiamente como una verdadera histeria colectiva, un culto macabro por el personaje, su vida, su obra y… su muerte, anunciada y meticulosamente preparada.

Duhamel conocía bien a Mitterrand. Lo cruzó por primera vez tras mayo de 1968 cuando elaboró con él un libro de entrevistas titulado Ma part de la vérité, imprescindible hoy todavía para entender al personaje y su entorno. Después mantuvo con él más de sesenta entrevistas para la prensa escrita, varias emisiones de televisión y radio además de haberle acompañado en viajes electorales o presidenciales y haber compartido mesa y mantel en las más diversas situaciones. En total estuvo junto al presidente francés en más de trescientas ocasiones, aunque nunca fue su amigo ni uno de sus próximos. «Se lo di a entender desde el principio, puntualiza Duhamel, me di cuenta que contrariamente a la leyenda era posible acercarse a Mitterrand sin dar la menor prueba de sumisión. Era necesario, en cambio, evitar caer en la seducción del personaje –que era grande– y no dejarse instrumentalizar por él.»

Pese a tan piadosas intenciones, Duhamel no ha podido tampoco evitar en este libro ser víctima de la seducción del dos veces presidente galo como lo han sido –pese a demonizarlo en ocasiones– sus más severos biógrafos o cortesanos, tales como Giesberz, Attali, July, Pean o el volteriano JeanEdern Hallier, recientemente fallecido.

Duhamel pretende huir precisamente del recuento minucioso, extemporáneo o complaciente, de anécdotas, fechas, testimonios externos o familiares, documentos, libros y artículos periodísticos. Su comercio permanente con el personaje le permitían trazar un retrato sereno, alejado tanto de la hagiografía como de la malignidad sensacionalista. Lo ha conseguido a medias pero debe reconocérsele el mérito de abrir un camino novedoso tras la avalancha incontrolable de textos inocuos o execrables, oportunistas o irrelevantes.

Mitterrand era, advierte Duhamel a sus lectores, «un artista de la política o incluso un artista entrado en política». Desde su colaboración con el régimen de Vichy y la extrema derecha (magistralmente narrado en el singular libro de Pierre Pean Une jeunesse française: F. Mitterrand 1934-1947) hasta su muerte, ocho meses después de haber abandonado el Palacio del Elíseo, no vivió más que para y de la política: fue diputado, ministro, jefe de la oposición, candidato presidencial derrotado y presidente durante catorce años. No ejerció otra profesión que la política y lo hizo con suficiente audacia, sutileza, caradura e inteligencia como para crear un estilo que era, también, el hombre.

El autor de este ensayo asegura con toda razón que Mitterrand fue un individuo difícil de encasillar y que desesperaba a cualquier intérprete simplista. Tiene sobrada razón. Encarnó durante cuarenta años las ideas y las esperanzas de la izquierda pero tenía una cultura y gustos de derecha. Era un europeo convencido y, sin embargo, toda su vida personalizó al patriota francés, convencido y una pizca intransigente.

Era provinciano pero adoraba el París burgués y refinado donde vivía. No le interesaba el dinero y detestaba ocuparse de los asuntos relacionados con él pero toda su vida vivió espléndidamente gracias a que otros cubrían generosamente sus necesidades, nada frugales por cierto. Era puritano, moralista e intransigente en su discurso público lo que no le impedía mantener relaciones íntimas con personajes un tanto turbios o poco recomendables (Pelat, Tapie), ni tener una doble vida, dos familias, múltiples historias galantes y una fama, nada injusta por cierto, de galante otoñal… Su pasión era el Estado de derecho, la defensa de las libertades, el respeto a los derechos humanos y, sin embargo, a su alrededor, en el Elíseo, algunos grupos o personas, por su inspiración o gracias a su tolerancia, se dedicaron durante años a violar la intimidad de muchos ciudadanos mediante escuchas telefónicas salvajes, a fabricar falsas pruebas o a calumniar a personas inocentes. Algunos de estos excesos han sido o serán juzgados meses después de su desaparición.

Uno de sus más íntimos cortesanos, François de Gousouvre, dijo de él antes de suicidarse en el propio Palacio presidencial que «a este hombre sólo le interesa el dinero y la muerte». Al menos en el segundo capítulo acertaba, porque Mitterrand preparó su muerte, funeral y entierro con un cuidado macabro y altisonante propio de un faraón o un pontífice, dos dignidades que admiraba desde su más tierna infancia. Tantas y tan visibles paradojas y aparentes contradicciones deben sumarse –y Duhamel lo hace, aunque con la boca pequeña– a ciertos defectos o características poco comunes y menos recomendables. «Mitterrand mintió mucho por acción u omisión» a lo largo de su carrera política. Casi siempre edulcoró la imagen que deseaba transmitir al común, e incluso, se inventó un atentado (el famoso «escándalo del Observatorio») para dar más dramatismo a su creación. Al final de sus días, según uno de sus confidentes, el periodista Benamou, intentó aclarar alguno de los pocos extremos de su vida: su militancia en la extrema derecha de Vichy y la existencia de una «familia morganática», hija natural incluida. Y lo hizo con una dosis de coraje no exenta de grandeza. Las dos familias (la política y la sanguínea) acompañarán sus restos junto con su perro y sus paisanos de Jarnac. Aquel entierro fue, sin duda, su mayor triunfo.

En mayo de 1981 Mitterrand logró lo que había buscado desde su juventud: la presidencia de la República. Vivió un año de sueño o de «estado de gracia»: los franceses en su mayoría se reconocían en este personaje singular con extrañas resonancias monárquicas, fino escritor, temible polemista, amigo de sus amigos incluso de los peores o de los más peligrosos.

Pero esta fascinación o historia de amor duró poco: tres años después, mayo de 1984, dos de cada tres franceses se declaraban descontentos o decepcionados con el presidente y su labor. Muchos creían entonces que Mitterrand «c’est fini». Pero, naturalmente, se equivocaban. La derecha ganó, sí, las elecciones legislativas de 1986 y comenzó la cohabitación que condujo con mano maestra. La derecha del pasional Jacques Chirac debió cargar con las culpas de una situación mediocre. La popularidad del presidente subió de nuevo en picado y en 1988 lo volvió a intentar: el 54% de los franceses lo eligieron para otro septenato.

Hasta 1991 Mitterrand gozará de nuevo de popularidad y adhesiones. Pero la enfermedad (que conoce desde su primera elección diez años antes) y la incompetencia de sus primeros ministros, Edith Cresson y Pierre Bérégovoy, abren de nuevo la puerta a la derecha moderada de Edouard Balladur. El resto es la historia de una larga agonía y de un largo adiós.

Dice Duhamel al final de este libro que Mitterrand mantuvo desde su aparición en el paisaje político francés «una extraña relación apasionada, tumultuosa, contradictoria con los franceses». Si De Gaulle era «el padre noble», Mitterrand fue «el amante fascinante y sulfuroso». Eso lo clasificaría inmediatamente después del general en el segundo puesto entre «los grandes hombres del Estado del siglo XX francés». Resulta, desde luego, un poco prematuro este reparto de dignidades pero tal vez Duhamel tenga razón: si la fascinación del personaje llega hasta sus críticos más intransigentes, ¿cómo no va a llegar hasta quienes fueron sus más benévolos interlocutores?
 

HASTA EN LA SOPA…

Si se excluye su hija (natural), Mazarine, no hay quien se libre. Todos han escrito, escriben o escribirán sobre Mitterrand. Lo hizo su médico, el doctor Gluber (aunque el libro fue retirado de las librerías), su mujer Danielle («En toutes libertés»), sus amigos y ministros (Charrase, Laurent Fabius, Dumas, Vedrine, Guigou, Jospin), sus consejeros (Debray, Attali, Martinet), «sus» periodistas (Jean Daniel, François Giroud), los periodistas (Franz-Olivier Giesbert, Serge July, Catherine Nay, Alain Peyrefitte, Laura Adler, Jean-Marie Colombani), sus confidentes (Charles Salzman, Georges Benamou, Carolin Lang), sus enemigos (Edwy Plenel, Jean-Edern Hallier), los historiadores (Pierre Favier,Marti-Roland, Stanley Hoffman, David Looseley, Paul Webster). Hasta su escultor (Daniel Druet) y su… perro «Baltique» (son «memorias apócrifas», naturalmente). Esta explosión de «mitterrandmanía» puede durar. Son ya cientos las obras que directa o indirectamente hablan del presidente fallecido y las librerías dedican escaparates especiales a exhibirlas. Algunos de estos títulos –«Le dernier Mitterrand» de Georges-Marc Benamou– encabezan las listas de éxitos, y las obras del presidente, que en vida tuvieron un eco bastante limitado, son objeto de reediciones. Cierta morbosa curiosidad explicaría el fenómeno pero la significación del mismo va mucho más allá.
 

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