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Mito de Franco, época de Franco

LA DICTADURA DE FRANCO

Borja de Riquer

Crítica/Marcial Pons, Barcelona/Madrid

976 pp. 33 €

FRANCO. CAUDILLO POR LA GRACIA DE DIOS, 1936-1947

Francisco Sevillano

Alianza, Madrid

352 pp. 20 €

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Los mitos son moneda corriente en historia, como lo son también los mitos sobre la historia. La deconstrucción posmoderna se deleita desvelando y criticando mitos, o lo que considera que son mitos, al tiempo que ella misma crea otros nuevos. La palabra «mito» no ha sido infrecuente en obras recientes sobre la historia española, especialmente las referentes a la Guerra Civil. Ideas generales y abstracciones retóricas/conceptuales, que van convirtiéndose en mitos y leyendas, si es que no en clichés, se encuentran fácilmente en las historias de todos los países y puede demostrarse que cuentan con una historia de dos milenios, esto es, desde que empezó a escribirse la historia.

El mito de Franco se vio promovido más vigorosa y profusamente que cualquier otro homólogo en la larga historia de España, ya que disfrutó del respaldo de un sistema estatal del siglo XX. Desde hace más de treinta años asistimos a la aparición de visiones críticas del mito, pero la nueva obra de Francisco Sevillano constituye el primer tratamiento completo de los términos en que aquél se desarrolló en la primera y crucial década del sistema franquista. En este sentido, se trata del primer equivalente español de obras anteriores que han aparecido en otros países sobre los mitos de Lenin, Stalin y Hitler, muy especialmente The «Hitler Myth» (1987), de Ian Kershaw.

El «culto a la personalidad», como lo llamaría más tarde Jruschov, en el siglo XX surgió inicialmente en torno a Lenin en 1918-1919 en plena guerra civil rusa. Los regímenes revolucionarios e insurgentes se enfrentan a problemas de legitimidad. Poco después de que los bolcheviques asesinaran al zar y a su familia, el propio Lenin fue gravemente herido en un intento de asesinato que estuvo muy cerca de lograr su objetivo. Aunque él no fue un dictador personal completo a la manera de Stalin y otros que accedieron más tarde al poder, sí era el máximo dirigente de los bolcheviques y el mejor repuesto con que contaban para el difunto zar. Empezaron a dar forma a un mito de Lenin que incomodó un tanto a su protagonista, pero parecía muy útil políticamente y no hizo otra cosa que crecer, alcanzando su absurda culminación tras su muerte en 1924, cuando su cadáver fue embalsamado y momificado para que descansara en un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú. Aunque ocasionalmente se haya caído una oreja u otra parte del cuerpo haya requerido algún tipo de retoque adicional, allí sigue estando en pleno siglo XXISurgió una oportunidad para librarse de la momia, y de salir ganando con ello, tras el desmembramiento de la Unión Soviética en 1991. El Partido Comunista griego, que siguió siendo estalinista, se ofreció a comprarla con la esperanza de colocarla en un nuevo mausoleo construido junto al Partenón de Atenas. A los turistas se les exigiría pagar una cierta cantidad de dinero para visitarlo. Los rusos, sin embargo, dejaron escapar esta oportunidad, negándose a vender su truculento artefacto..

El caso de Franco fue en un principio más sencillo y se hallaba más nítidamente definido, puesto que el nuevo estilo había quedado ya bien establecido en la Unión Soviética y Alemania para cuando fue nombrado Jefe del Estado en octubre de 1936. Hubo pocas dudas a la hora de encontrar el equivalente español de Duce o FührerEl culto a la personalidad de Stalin se desarrolló, en ciertos sentidos, de un modo incluso más elaborado, con una serie de ciudades de tamaño considerable bautizadas con el nombre del dictador soviético, pero él nunca utilizó un nombre carismático especial, quizá porque esto había pasado a ser algo muy característico del fascismo. La denominación de vozhd (líder), que se encuentra a veces en relatos históricos, era relativamente informal, nunca oficial, y sus principales secuaces solían referirse a él entre ellos simplemente como jozyain (jefe)., y la operación comenzó de inmediato con los primeros responsables de propaganda de Franco: Millán Astray y Giménez Caballero. El culto al caudillaje no reflejaba simplemente una estrategia del nuevo Estado insurgente, sino que fue apoyado y refrendado inmediatamente por otras voces dentro de la zona nacional. Los periódicos lo propagaron enseguida en editoriales desmesurados, al igual que hicieron los publicistas de un abanico de diferentes grupos políticos. Los falangistas, que al principio tenían sus propios objetivos, no adoptaron durante los primeros meses un papel especialmente relevante en este empeño.

Cómo llegó exactamente Franco hasta ahí es algo que nunca llegaremos probablemente a comprender en todo detalle, aunque el perfil general sí está claro. No había sido nunca un general notablemente «político» al estilo decimonónico si se le compara con algunos otros militares españoles. Después de que Primo de Rivera se consolidara como el primer dictador moderno del país, Franco se situó, en un principio en franca oposición debido al aparente «abandonismo» mostrado por la dictadura en Marruecos. Una vez que esa situación se corrigió y Primo pudo, en colaboración con Francia, dirigir a las fuerzas españolas hasta lograr una victoria militar completa, Franco sí pasó a ser un partidario convencido. Más tarde vería en Primo de Rivera a un importante precursor, aunque se cuidaría mucho de evitar sus errores e ineptitudes, tal y como él las entendía.

Los principios políticos básicos de Franco no cambiaron nunca en gran medida, pero su articulación sí que habría de variar enormemente en función de las circunstancias. Sus ideas políticas fueron siempre nacionalistas, imperialistas, autoritarias, orientadas en gran medida, aunque no exclusivamente, al monarquismo, así como al catolicismo tradicionalista. Fue, por encima de todo, un militar que creía en el papel especial de los militares, aunque, una vez más, habría de variar la forma que esto podía adoptar en una circunstancia concreta. Sus ideas sociales y económicas eran rudimentarias, pero daba por supuesto el papel creciente del Estado que había sido adoptado por muchos sectores diferentes desde la época de la Primera Guerra Mundial. En su caso, eso significaba tratar la economía cada vez más como si fuera un ejército, sometida a órdenes y a una rígida disciplina, con la responsabilidad de reforzar el poder del Estado y los militares, y de procurar a la nación una base material más moderna y, como cabía esperar, más próspera.

Franco no fue ajeno a las nuevas tendencias, incluso a aquellas que discrepaban de su propio punto de vista, y en un documento de 1931 reconocía lo que parecía ser la tendencia inevitable del mundo occidental hacia formas de gobierno más representativas. Durante cinco años no cuestionó jamás la legitimidad de la Segunda República, mientras que fue la combinación de su prestigio militar y la ausencia de toda actividad política seriamente opositora lo que facilitó que el gobierno republicano moderado de 1934 lo favoreciera profesionalmente con la primera promoción a general de división del nuevo régimen.

Esto marcó el comienzo de su ascenso político, ya que lo situó en una posición en la que sería llamado para coordinar la represión de la insurrección socialista de Asturias de 1934, la más importante de las cinco insurrecciones izquierdistas que se produjeron entre 1930 y 1934. Cuando un nuevo ministerio republicano se desplazó aún más hacia la derecha en mayo de 1935, lo puso al frente del Estado Mayor, lo que estableció hasta cierto punto por primera vez su ascendiente entre los militares. Favorecido en un principio por los radicales centristas de Lerroux, él pasó a identificarse más con la CEDA y con el ministro de la guerra, Gil Robles.

Después de que la izquierda regresara al poder, su asociación con la conspiración militar se mantendría durante mucho tiempo como algo marginal y renuente. Rechazó las peticiones de intervención militar en el período posterior a las elecciones del Frente Popular, si bien cuando se enteró de que Alcalá Zamora le había dado a Portela Valladares, presidente del consejo de ministros, un decreto sin fecha declarando el estado de guerra, sí que tomó la iniciativa en un intento de activar esta unilateralidad, pero lo que se encontró es que sus homólogos militares se mostraban poco dispuestos a colaborar.

Algunos aspectos de su pensamiento personal no llegarán quizá nunca a entenderse del todo, ya que no ha habido manera de acceder a sus papeles personales, sea cual sea el alcance de su hipotética existencia actualLa vasta documentación contenida en el Archivo de la Fundación Nacional Francisco Franco no contiene casi nada escrito por el propio Franco, pues consiste en numerosos documentos, cartas e informes de muchos tipos diferentes que pasaron por su mesa y fueron conservados para su uso personal con el paso de los años. Algunos de ellos están lacónicamente anotados al margen a mano por Franco. Todo aquello que se conserve en forma de papeles personales se encuentra custodiado por Carmen Franco, en un lugar que muy posiblemente no se encuentre en España, y es de suponer que permanecerá cerrado bajo llave al menos hasta su muerte.. La idea de que él podría tener algún papel político especial tomó forma, aparentemente, entre octubre de 1934 y julio de 1936. Durante la última parte de este período empezó a estudiar inglés en serio, bromeando con que ello le procuraría entretenimiento en caso de que fuera arrestado. Esto último era una posibilidad real, ya que fue el Frente Popular, no los insurgentes militares, quien adoptó primero la política de apoyar a aquellos que infringieran la ley y de arrestar y perseguir, en cambio, a aquellos que la respetaran y buscaran hacerla respetar.

Una vez que finalmente se unió a la conspiración en el último minuto, Franco quiso sin ninguna duda desempeñar un papel relevante en cualquier nuevo mando o régimen militar, pues ya contaba con el liderazgo del único sector del ejército apto para el combate. Después de que Sanjurjo muriera al tercer día de iniciada la revuelta, el camino quedaba teóricamente expedito para un nuevo generalísimo. Lo que no puede seguirse, por falta de pruebas, es el camino exacto de radicalización que recorrería su propio pensamiento político. Transcurrido un mes del comienzo de la Guerra Civil, anunció públicamente su apoyo al proyecto de Mola de un régimen autoritario moderado en la línea del modelo portugués, pero en el momento en que fue investido con el poder supremo tan solo seis semanas después, estaba claro que él estaba pensando mucho más en términos de un modelo italiano. Esto parece haber sido una consecuencia de la radicalización mutua de ambas facciones en los primeros meses de la contienda: revolución violenta en la zona republicana, y la adopción incipiente de una solución cuasifascista por el máximo dirigente de la facción contraria. Ciertamente Franco nunca miró hacia atrás y la victoria definitiva lo convenció de que estaba desempeñando un papel providencial.

Todas las dictaduras y los regímenes revolucionarios se enfrentan a problemas de legitimación y en la zona nacional esto significaba desarrollar un mito de legitimidad para el caudillaje de Franco. El libro de Sevillano presenta dos dimensiones. Una es una amplia selección, que equivale casi a una antología, de textos aparecidos en la prensa y las publicaciones del régimen que justificaron y promovieron el liderazgo de Franco. Esto se realiza con comentarios muy limitados, dejando que la retórica política hable por sí sola y, dada la extrema hipérbole de estos textos, se trata sin ninguna duda del mejor enfoque. La segunda dimensión consiste en lo que ahora se ha puesto de moda llamar la «descripción gruesa» de los principales rituales y liturgias políticos en que participó Franco durante la primera década de su régimen. Esto se hace igualmente bien y proporciona al lector la que es con mucho la mejor presentación de la expresión política y la práctica litúrgica del caudillaje español que ha aparecido hasta la fecha. El hecho de que Sevillano no editorialice o inyecte interpretaciones propias antes de la última parte del libro no hace más que redundar en su utilidad.

En su análisis clásico del fenómeno, Max Weber definió varios tipos diferentes de carisma. El carisma aportado por la legitimidad de origen, tan importante en los sistemas estables y/o tradicionales, se encontraba claramente ausente en el caso de Franco. Sus partidarios invocaron, en cambio, una suerte de carisma plebiscitario de hechos, basado en el liderazgo militar y en la victoria (ocasionalmente tildada incluso de «revolucionaria»). Casi igual de importante (y después incluso más) fue la invocación de una segunda forma de carisma, de carácter tradicional, construida sobre la idea de que Franco había restaurado la religión y la cultura de la nación, la legítima tradición de España, convirtiéndose así en «el arquetipo de la patria española». Franco fue proyectado no sólo como la encarnación de la misión y el destino nacionales, sino como un salvador de la civilización europea. El profesor de Derecho y neofalangista Francisco Javier Conde intentó posteriormente recopilar todo esto en un librito, Contribución a la doctrina del caudillaje (1942), que provocará en el lector la sensación de un texto carente de análisis intelectual o teórico (ya que sus argumentos son bien retóricos, apodícticos o tautológicos), pero que parece haber agradado a Franco, que nombraría más tarde a Conde director del Instituto de Estudios Políticos durante una de las fases más difíciles de la historia del régimen.

La primera vez que trataban con él, Franco provocaba siempre una desilusión en sus admiradores potenciales, ya se tratara de compatriotas o de diplomáticos del Eje, porque, como muchos decían, no tenía el aspecto de un gran líder. Sí se revistió, sin embargo, de lo que podría llamarse carisma, basado primero en la victoria militar completa, en la restauración de la religión y la cultura tradicionales, y más tarde simplemente en la duración, así como del hecho de que, a la larga, y por fin, las condiciones acabaron por mejorar en España.

Mola y el resto de jefes militares a quienes les molestaron las maneras soberbias con que Franco dirigió el mando único acordaron posponer sus quejas hasta que se lograra la victoria militar definitiva. Cuando se produjo, Mola estaba muerto y era demasiado tarde. Incluso un crítico tan duro como Queipo de Llano, que detestaba a Franco y se refería a él en privado como «Paca la culona», no conspiró nunca seriamente contra él.

Sin embargo, fue en el período inmediatamente posterior a la victoria militar cuando el liderazgo y las políticas de Franco se pusieron seriamente en entredicho internamente de un modo más severo. Sus principales valedores no fueron nunca tan críticos y se mostraron tan mutua y claramente divididos como durante los años 1939-1943. Esto se debió en parte al hecho evidente de que se trataba de un nuevo régimen desarrollado sobre una base ad hoc, elaborado sobre la marcha por un dictador militar que había dedicado principalmente su atención a la guerra y la diplomacia. Franco había pospuesto temas políticos fundamentales durante el tiempo que siguió dilatándose el conflicto, lo que le vino bien mientras duró la Guerra Civil, evitando las marcadas disputas internas que tanto debilitaron a los republicanos, pero estas cuestiones pasaron luego a ocupar el primer plano. Las tres crisis internas a las que Franco hubo de hacer frente con una periodicidad anual entre 1941 y 1943 fueron las más graves en la larga historia de su régimen.

Hacia 1945 pasó a ser dominante la invocación de una suerte de carisma posmilitar y neotradicional, junto con un argumento derivado de «la legitimidad de ejercicio» por haber salvado a España tanto de la Segunda Guerra Mundial como de las garras del comunismo. En la última fase importante del régimen, durante los años sesenta, esta forma final de legitimación pasó a ser incluso más importante en una sociedad cada vez más laica, con un doble énfasis en la paz y la prosperidad.

Cerca de la conclusión, Sevillano sostiene que Franco creó su propio tipo de «religión política». Este concepto ha pasado a ser cada vez más habitual durante la última generación en su doble función de caracterización de la liturgia y de explicación del atractivo de los regímenes totalitarios, y ha sido defendida de forma especialmente aguda en Le religione della politica (2001) de Emilio Gentile y por historiadores británicos como Michael Burleigh y Roger Griffin.

No hay duda de que la dictadura española realizó un esfuerzo importante por sacralizar la política, especialmente durante su primer cuarto de siglo, pero el propio Gentile se muestra en desacuerdo con Sevillano. Cita un artículo anterior de Antonio Elorza, que defiende la tesis –correctamente, a mi juicio– de que, más que crear una nueva religión, Franco simplemente politizó aspectos de la religión existente con objeto de proporcionar un aura carismática para su régimen. Por lo que se refiere a la religión, Franco reconoció siempre y en todo momento el catolicismo romano, al que proclamó su sumisión personal (al margen de lo que pueda pensarse sobre su modo de practicarlo) y habría quedado horrorizado ante la perspectiva de cualquier nueva religión laica. Él fue el último gran avatar político del catolicismo tridentino tradicional en España. El hecho de que explotara descaradamente a la Iglesia constituye un tema aparte; la mayor parte de la jerarquía mostró su complicidad en esa explotación. Esto no era una nueva religión.

Los años de la posguerra suponen el punto de partida para la monumental nueva historia de la época de Franco escrita por Borja de Riquer, el noveno volumen de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares. En el curso de las tres últimas décadas han aparecido varios volúmenes globales de grandes dimensiones de este mismo tipo sobre la época de Franco en el marco de historias generales en varios volúmenes, pero esta que acaba de aparecer es una de las mejores y, con mucho, la más actualizada. El comienzo del libro se resiente un tanto del hecho de que Riquer siga rígidamente la línea divisoria cronológica entre el volumen precedente (escrito por Julián Casanueva) y el suyo, por lo que entra directamente en materia en 1939 sin mayores introducciones, y sin ninguna explicación de los orígenes del régimen o de cómo surgió. El lector no informado recibe la impresión repentina de una catástrofe sin sentido, una suerte de defecto de nacimiento incomprensible de toda una época de la historia española, aunque, por supuesto, la dictadura empezó en 1936, no tras el final de la Guerra Civil.

Según va introduciéndose en su tema, sin embargo, Riquer, por regla general, utiliza bien su espacio. Este enorme volumen se encuentra convincentemente dividido entre la historia política del régimen (alrededor de un tercio del total) y la historia social y económica (aproximadamente otro tanto), además de prestar la atención adecuada a la cultura y a la oposición política. Si hay algún aspecto desdeñado, se trata de las relaciones internacionales, especialmente durante el período clave de la Segunda Guerra Mundial, la única época en la dilatada historia del régimen en que podría bien haberse destruido a sí mismo, bien, si no, haber sido derrocado.

El tono no es una presentación tan puramente fáctica como en el libro de Sevillano, pero es, no obstante, absolutamente profesional. Los puntos fuertes son, en primer lugar, que se trata de la historia mejor informada de la época de Franco que ha aparecido nunca en un solo volumen. Riquer está plenamente familiarizado con las amplias y nuevas investigaciones realizadas durante los últimos veinte años y en general las utiliza muy bien, de nuevo con la excepción de la época de la Segunda Guerra Mundial. Las cincuenta y ocho páginas del capítulo sobre la represión de los años cuarenta son sobrias, objetivas y cubren la totalidad del tema abordado, y superan a cualquier otro tratamiento a la hora de abordar conjuntamente los diferentes aspectos y dimensiones de la represión dentro de los límites de un espacio limitado. El análisis de las políticas y problemas económicos está por lo general bien realizado y la presentación de la vida cultural es amplia y relevante. Los apéndices son excelentes: ciento cincuenta páginas que proporcionan una bibliografía selecta, una cronología enormemente detallada de todo el período, treinta mapas excelentes que ilustran un gran número de temas diferentes, treinta páginas de tablas, estadísticas y personajes esenciales y, finalmente, casi sesenta páginas de documentos del régimen y la represión. Se trata del mejor y más completo acompañamiento al texto que pueda encontrarse en ningún volumen de este tipo.

Una comparación de este libro con los primeros estudios generales de la época de Franco que se publicaron en España hace más de treinta años –los de Ramón Tamames y Manuel Tuñón de Lara– nos ofrece una idea aproximada de cuán lejos ha llegado la historiografía española. La obra de Tamames fue un estudio pionero, pero apresurado y plagado de errores. La historia de Tuñón hacía gala de conocimientos más sólidos de su material, pero ofrecía sistemáticamente una interpretación sesgada. Riquer ofrece a sus lectores una exposición mucho más madura y cabalmente informada.

El tratamiento que recibe la oposición es el más detallado y exhaustivo de los aparecidos en cualesquiera de las historias generales. Algunos críticos podrían concluir que la oposición, que fue por regla general ineficaz, recibe demasiado espacio, pero dado que España no tuvo una vida política normal durante estos años, resulta útil mostrar al lector las alternativas, a pesar de que apenas se tradujeran en consecuencias. En ocasiones, sin embargo, esto se convierte en una mera crónica de referencias a grupos insignificantes, sin explicar qué tipo de alternativa estaban proponiendo. Riquer no pretende que la oposición representara una movilización importante o una gran amenaza para el régimen, pero defiende que durante los siete u ocho últimos años sí que logró algún tipo de efecto al dejar claro que no sería posible ningún tipo de continuación directa del sistema.

Al ocuparse del régimen español existe siempre el peligro de definirlo casi exclusivamente en términos de negaciones, un enfoque que donde mejor queda compendiado es en el reciente libro del sociólogo estadounidense Dylan Riley, en su The Civic Foundations of Fascism in Europe: Italy, Spain, and Romania, 1870-1945 (2010), cuando escribe que «se trataba de un proyecto fascista escorado firmemente hacia el pasado». Un enfoque de estas características peca de un exceso de simplificación y de reduccionismo. Está claro que el régimen español se inspiró más en el pasado que ningún otro de Europa, excepción hecha del de la vecina Portugal, pero Franco tenía también su propio proyecto radicalmente nuevo, formado dentro de la perspectiva de la nueva Europa de ese momento. Este proyecto tenía dimensiones políticas, militares e imperiales nuevas y radicales, así como su propio diseño religioso y nuevos y ambiciosos objetivos económicos.

La posibilidad de que el régimen acabara desembocando en un régimen genuinamente fascista –algo que habría requerido una especie de revolución interna– quedó resuelta por el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. En 1945, sin embargo, el régimen no se retiró simplemente a su cascarón sino que, como señala Riquer, se presentó como una «tercera fuerza» única, supuestamente la alternativa al capitalismo, de un lado, y al comunismo, de otro. La metamorfosis del régimen se insertó en lo que, de la forma más sencilla, podría llamarse corporativismo, el tipo semipluralista de autoritarismo que había evolucionado a la par –y también al margen– que el fascismo durante el período de entreguerras, y que adoptó ulteriores variantes en Latinoamérica. En una época tan tardía como los años setenta, cuando Franco estaba muriéndose, los expertos latinoamericanistas de Estados Unidos, y también de otros países, estaban desarrollando sus propias teorías de corporativismo como la forma «natural» de organización sociopolítica para los países hispánicos.

El sistema español era ciertamente único en su religiosidad y cultura neotradicionales. En ningún otro lugar se tomó esto tan en serio y Riquer aporta datos sobre el número de seminaristas que muestran que durante una serie de años el renacimiento católico fue verdaderamente tal. Algunas de sus nuevas características, como el movimiento de los «cursillos», siguen practicándose incluso en países protestantes. Durante los primeros años de Franco, España fue el único país cristiano del siglo XX que experimentó un renacimiento neotradicional equivalente, de alguna manera, al del renacimiento islamista en los países musulmanes. Esto merece una mayor atención de la que recibe aquí en comparación, por ejemplo, con el espacio dispensado a los minúsculos grupos neomarxistas.

Más tarde, después de que el éxito de la «democracia de mercado» de la posguerra se consolidara en Europa occidental, el régimen pasó a ser durante su fase final, desde el punto de vista político, poco más que una acción de mantenimiento y su único nuevo proyecto se limitó casi exclusivamente a la dimensión económica. Aquí se alcanzó finalmente un éxito considerable, aunque sus consecuencias sociales y culturales tuvieron el efecto de debilitar al propio régimen.

En la obra de Riquer falta por regla general una dimensión comparada, excepto para reflejar cuán pobre fue el rendimiento económico del país en los años cuarenta, en contraste con el resto de Europa occidental (e incluso, hasta cierto punto, en comparación con el de Portugal). Con sus limitaciones, se trata de una apreciación justa, pero el régimen español debería evaluarse también dentro del espectro completo de los sistemas autoritarios de la época. El otro único país en la Europa de entreguerras que se desarrolló como una regencia fue Hungría, también el otro único país que sobrevivió a un régimen colectivista de izquierda, aunque la consiguiente guerra civil fue limitada y se decidió casi enteramente por una invasión extranjera. Hungría contaba con un proletariado rural sin tierra proporcionalmente incluso mayor que el de España pero, con el gobierno del almirante Horthy, conservó un sistema de liberalismo reaccionario inspirado en el modelo decimonónico, convirtiéndose en la práctica en el único régimen completamente reaccionario de la Europa de entreguerras. Se trataba ciertamente de un sistema «escorado firmemente hacia el pasado» en el sentido más simple, pero eso le permitió ser considerablemente más liberal que el régimen semifascista del franquismo. Apenas tres meses de dictadura comunista no habían sido suficientes para alterar drásticamente la sociedad húngara, de modo que el viejo orden podía sencillamente reimponerse, algo difícilmente posible en las condiciones radicalmente evolucionadas, y parcialmente más «modernas», de España. En el libro de Riquer no hay discusiones teóricas de regímenes autoritarios comparados, o de variantes de modelos de desarrollo. El libro sirve más bien para proporcionar una serie de datos que sí que podrían utilizarse para realizar este tipo de consideraciones.

A pesar de todo, el lector sentirá la ausencia de algún tipo de reflexión más amplia sobre la relevancia o el significado de esta época. Francisco Franco fue la figura individual más dominante de la historia española. Ninguno de los reyes históricos tuvo el poder de penetración y control que sí hacía posible una dictadura del siglo XX, a pesar de que, como resalta Riquer, Franco no lo utilizara para recaudar mucho en forma de impuestos de sus súbditos, excepto sobre el consumo. El lector podría concluir que las peculiares extravagancias del régimen representaban una extraña mezcla de los rasgos estereotipados de «la España romántica» –oficialmente invocada por la muy próspera industria turística del régimen– y «la España negra», tal y como la definieron los pesimistas de finales del siglo XIX. El régimen llevó a cabo la peor y más sistemática represión política en la historia del país y mucho después fue responsable de la definitiva modernización de su estructura social y económica. Para el historiador, esto se traduce en un acertijo intelectual que no se resuelve fácilmente con la sencilla idea de que la primera fue «planificada» y la segunda «accidental», a pesar de que ambas, en la práctica, fueran coyunturales. La época en su conjunto supuso un enorme paréntesis político y, sin embargo, se trató de un período decisivo en el desarrollo de España.

A riesgo de incurrir en una cierta reiteración, voy a señalar lo que ya he mencionado en otro lugar, y es que los cambios en la España gobernada por Franco pueden dividirse en tres categorías: 1) los que Franco se propuso llevar a cabo deliberadamente; 2) los que fueron el resultado de sus políticas como efectos no buscados; y 3) aquellos a los que se opuso pero que no pudo impedir. Lo que nunca quiso Franco en absoluto fueron los profundos cambios culturales y religiosos que acompañaron la modernización económica y la transformación social. Parece haber tenido la idea de que el desarrollo económico podía combinarse con el tradicionalismo cultural, pero eso era imposible. Franco deseaba una cierta transformación social para crear sectores más amplios en la sociedad española pero, como resalta Riquer, quedó consternado por las consecuencias sociales, culturales y religiosas que acarreó. Para él, el cambio más incomprensible fue la secularización de la sociedad y la transformación de la Iglesia en los años sesenta y setenta, lo cual parecía negar todo aquello que representaba el régimen.

Se ha puesto de moda comparar al Caudillo español con los dictadores fascistas, pero fue Javier Tusell quien sugirió que, en ciertos sentidos, puede ser comparado de manera más útil con el dictador yugoslavo Tito. A primera vista podría parecer contraintuitivo comparar a Franco con un comunista, a pesar de que existen notables semejanzas y contrastes. Al igual que Franco, Tito estuvo al frente de un Estado de partido único que se hizo con el poder en una sangrienta guerra civil, a la que Tito puso fin con una represión masiva que, en proporción con la población, puede que se saldara con al menos el doble de víctimas que la llevada a cabo por Franco. Aunque España no era una nueva invención, como Yugoslavia, ambos países se enfrentaron a graves problemas de unidad interna. Los dos dictadores intentaron operar metamorfosis políticas separadas sólo por unos pocos años, aunque de tipos diferentes. Mientras que Franco hubo de avanzar más allá de un modelo semifascista, Tito tuvo que abandonar en cierto momento la ortodoxia leninista e intentar desarrollar un modo de comunismo más liberal y reformista. Ambos encontraron nuevas formas de apoyo durante la Guerra Fría, aunque Tito siguió oficialmente una política neutralista. Ambos dictadores fueron duramente condenados por la Unión Soviética, que alentó el derrocamiento violento de Franco y organizó una serie de intentos de asesinar a Tito. Ambos disfrutaron de una especie de rehabilitación internacional, aunque como dictador derechista Franco no recibió nunca la adulación que los líderes políticos occidentales y la intelligentsia izquierdista tendieron a prodigar a Tito. Ambos gobernaron durante períodos muy largos y ambos fueron responsables de una larga época de desarrollo económico y modernización, aunque en este aspecto Franco abandonó con mayor rotundidad su rigidez ideológica inicial y cosechó un éxito mucho mayor. Franco dejó España con un nivel de desarrollo mucho más alto en todos los ámbitos. Ambos sistemas políticos implosionaron tras la muerte del dictador, pero España vivió una transición pacífica a la democracia, mientras que Yugoslavia se sumió una vez más en la guerra civil.

La interpretación neotradicionalista sigue siendo precisa en la medida en que la muerte de Franco marcó el final de una época muy larga –milenaria, en realidad– de valores culturales y religiosos en los asuntos españoles que habría de quedar entonces enterrada, presumiblemente para siempre. Él representó tanto un clímax totalmente inesperado como –también– una conclusión y no logró encontrar modo alguno de mantener la quijotesca combinación de tradicionalismo y modernidad que, si bien de forma incoherente, persiguió. Ganó la modernidad. Hay que tener cuidado de caer en la tendencia –que ciertamente Riquer no se permite, pero sí algunos otros– de concluir que como la democracia siguió a Franco, ésta era un resultado lógico de su régimen. Aunque el franquismo fue mucho menos destructivo de lo que habría sido un sistema comunista, y permitió que se redesarrollara una sociedad civil limitada, la democracia se convirtió en el resultado lógico no de la dictadura, sino de la profunda transformación de un país que muchos años antes había estado rondando al borde mismo de la democracia, aunque se había mostrado incapaz de lograrla.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Stanley Payne especialmente para Revista de Libros
 

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