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Ajuste de cuentas

La herida patriótica

MIKEL AZURMENDI

Taurus, Madrid, 1998

HB: Crónica de un delirio

KEPA AULESTIA

Temas de Hoy, Madrid, 1998

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Los autores de estos dos libros pertenecen al sector de la población vasca (uno de cada cuatro ciudadanos) capaz de leer y escribir en euskera. Por otra parte ambos fueron miembros de ETA en su juventud: Azurmendi (San Sebastián, 1942), en los años sesenta; Aulestia (Ondárroa, 1956), en los setenta. Un tercer rasgo biográfico compartido es que han sido objeto de amenazas por parte del mundo de ETA-HB y de descalificaciones por parte del nacionalismo tradicional.

Fuera de Euskadi suele llamar la atención que entre las personas más críticas con ETA (y con las actitudes del nacionalismo en relación a esa organización) figuren bastantes antiguos militantes de la misma. Es cierto que ocurre, y que ello saca de quicio a los nacionalistas, especialmente a los de vocación tardía. Se da la paradoja, agudamente señalada en su día por Mario Onaindía, de que algunos dirigentes del PNV traten de descalificar, tachándoles de ex terroristas, a quienes lucharon contra Franco desde ETA, mientras se empeñan en rehabilitar a quienes combaten desde ETA contra la democracia.

Personas como Azurmendi o Aulestia (o Juaristi, por citar al más conocido de la cofradía) fueron radicales contra la dictadura y se han enfrentado luego radicalmente contra los intentos de intimidación de ETA y sus satélites. Pero a ninguno de ellos puede considerársele representativo del sector de la sociedad que padece más directamente los intentos de exclusión y amedrentamiento. La mayoría de los profesores atemorizados por los adolescentes de Jarrai, o de los jueces y periodistas que salen en las listas de personas vigiladas por ETA, o de los concejales más directamente amenazados, o de los empresarios que han visto su nombre en el centro de una diana, ni hablan euskera ni han sido miembros de ETA en su juventud, y muchas veces ni tan siquiera pueden exhibir, como coraza psicológica, apellidos vascos. Para que muchas de esas personas se atrevieran a expresar en voz alta sus sentimientos y a movilizarse contra ETA fue tal vez decisivo que quienes sí tenían un pasado de buenos vascos conforme al canon nacionalista dieran el paso. Como nos advirtió el escritor irlandés Conor Cruise O'Brien –él mismo nacionalista antes de convertirse en el más feroz crítico del IRA–, debemos rechazar toda violencia política, pero ante todo aquella «que se ejerce en nuestro nombre». Hoy es habitual ver en la prensa local artículos firmados (y cartas al director) que critican a ETA y hasta se atreven con Arzalluz; pero eso era bastante raro hace todavía diez o doce años.

Al respecto hay en el libro de Azurmendi un episodio especialmente impactante. A comienzos de 1996, tras el asesinato del profesor Francisco Tomás y Valiente, el autor, profesor de Antropología en la Facultad de Letras de San Sebastián, propone a sus alumnos la siguiente cuestión: si los profesores alemanes que fueron encarcelados, torturados y hasta asesinados por las denuncias de sus propios alumnos nazis hubieran tenido ocasión de volver atrás, ¿qué harían para evitar ese desenlace?; ¿en qué modificarían su conducta privada y pública para que no hubiera ni nazismo ni estudiantes nazis capaces de liquidar a su oponente político y hasta a su profesor? Azurmendi refiere cómo uno de sus alumnos se levantó para soltar una soflama sobre el «genocidio del pueblo vasco», el cual justificaba en su opinión «lo ocurrido» a Tomás y Valiente.

Sería injusto no reconocer que a diferencia del adaptacionismo que Hannah Arendt percibió en los medios intelectuales de la Alemania de los años treinta, los escritores, historiadores, artistas o periodistas vascos más influyentes han resistido la presión dominante –tan visible, por ejemplo, en la Universidad– y, en general, han demostrado valor cívico y coraje moral frente a ETA. El hecho de que entre esas personas figuren algunos veteranos que en su juventud compartieron el fervor radical ha sido injustamente utilizado desde el campo nacionalista. Un joven eurodiputado del PNV con cierta inclinación intelectual, Josu Jon Imaz, publicó hace unos meses, con motivo de la aparición del Foro Ermua, un artículo titulado «Asociación de ex combatientes» (Diario Vasco, 26-2-98). El eurodiputado comparaba a los así denominados –entre los que se nombraba a Azurmendi, y también a Juaristi– con los «ex combatientes de Girón», y les acusaba de haber abandonado las armas –insinuando que se trataba de una decisión reciente– por no encontrar en el momento actual «condiciones objetivas para ejercer la violencia».

La acusación no sólo revelaba una supina ignorancia sobre las biografías de esos veteranos, alejados de ETA hace más de un cuarto de siglo, sino una insuperable mala fe: aunque la violencia de ETA fue injusta desde el principio –siempre se trató de un proyecto de imponer sus ideas minoritarias por la fuerza– no es lo mismo haber militado en la ETA antifranquista de los sesenta que en la ETA posterior a la desaparición de la dictadura. Más recientemente, otro abertzale de similares luces arremetía en el periódico que ha venido a sustituir al Egin (Euskadi Información, 23X-98) contra el mismo Azurmendi, a propósito de un artículo de éste elogioso para Juaristi, en el que se zanjaba cualquier posible discusión sobre el fondo mediante el expediente de inscribir a ambos entre los «intelectuales orgánicos del poder» o los «subalternos en colonias de la progresía madrileña».

Con independencia de otras consideraciones, este tipo de argumentaciones nacionalistas vienen a constituir la mejor refutación de aquello que para ellos es dogma: la existencia de una identidad nacional ineludible y dada de una vez por todas. Frente a esa concepción, Azurmendi defiende una identidad liviana y mudable. No sólo la sociedad vasca es plural, y nadie puede por ello hablar en nombre de todos los vascos, sino que ese pluralismo existe dentro de cada biografía. Nadie es «sólo vasco», aunque se esfuerce en parecerlo tanto como Arzalluz, vasco de la cuna a la sepultura y de la mañana a la noche. Uno puede ser vasco y hasta nacionalista vasco en lo futbolístico, por ejemplo, defendiendo que el Athletic sólo fiche jugadores de la tierra, sin que eso le lleve necesariamente a votar por un partido nacionalista; o puede votar al PNV en las autonómicas y al PP (o al PSOE) en las generales, como sin duda han hecho muchos vascos.

Aulestia hizo campaña en 1978 contra la Constitución, pero al cumplirse el décimo aniversario de su aprobación realizó una declaración –como secretario general entonces de Euskadiko Ezkerra– de apoyo retrospectivo, a la vista de que sí había sido cauce en el que encajar el autogobierno vasco. La biografía de aquellos a los que los nacionalistas llaman con desprecio ex combatientes prueba que se puede ser nacionalista contra el franquismo y dejar de serlo luego, del mismo modo que el padre de su doctrina, Sabino Arana, creía que su patria era España hasta que su hermano Luis le «sacó de las tinieblas extranjeristas», o que Argala, el símbolo máximo de la ETA de los setenta, asesinado en 1978, se consideraba hasta los once años un «patriota español».

Como recuerda Azurmendi, «hace cien años la inmensa mayoría de los vascos creían ser los más españoles», y hace sesenta, en la guerra civil, unos vascos lucharon contra otros vascos, requetés contra gudaris, siendo mayoría en ambos bandos los que se consideraban españoles. La reconstrucción permanente de la historia por parte de los nacionalistas, a fin de confirmar esa identidad densa y acabada, obliga a olvidar y falsificar. Esquemáticamente pueden establecerse tres momentos simbólicos en la elaboración de tal identidad. En el antiguo régimen, lo vasco se presentaba como quintaesencia de lo español; en el nacionalismo del PNV, como lo diferente a lo español; y en el nacionalismo de ETA, como quintaesencia de lo antiespañol. La identificación entre España y el régimen intentada por el franquismo provocó esa fantasía, que el abertzalismo quiso prolongar luego en la democracia con pretextos diversos.

El gran éxito del radicalismo en estos años ha consistido en haber forzado al nacionalismo autonomista a definirse constantemente en relación a las cuestiones planteadas por ETA: acercamiento de presos, soberanía, negociación, autodeterminación… En torno a ellas, más que a su propio ideario autonomista, ha buscado el PNV su diferenciación con el poder central, y con el tiempo esas cuestiones se han convertido en marca étnica: en prueba y medida de identidad. Uno es genuinamente vasco (o sea, antiespañol) en la medida en que está contra la dispersión carcelaria, por la negociación política sin límites o por el «ámbito vasco de decisión», reciente virguería para referirse a la soberanía.

Las historias que cuenta Azurmendi son una ilustración de su reflexión sobre la identidad. Las que relata Aulestia, con un estilo más impresionista, una incitación a que el lector reflexione (y cuestione). Unas y otras están narradas desde dentro; Azurmendi y Aulestia comparten desde la infancia las vivencias y el mundo simbólico vasquista. Resulta por ello ridículo que algunos adaptacionistas, como Ernest Lluch, crean resolver el problema de la disidencia a radical afirmando que se trata de «nacionalistas españoles inconfesos». No lo son estos dos autores, pero ambos constatan la artificiosidad del delirio nacionalista vasco de estos años, y sospechan que es la debilidad de la causa lo que hace que se exprese de manera tan exagerada, tan absurda a veces. Azurmendi cuenta el caso de una concejala nacionalista de San Sebastián que en un escrito invitaba hace poco a los escolares a romper relaciones con sus amigos que no hablasen euskera; con el patetismo añadido de que esa concejala está casada con un hombre, nacido fuera del País Vasco, que no habla euskera.

El objetivo del libro de Aulestia es poner de relieve esa dimensión delirante de la obsesión por la identidad dentro del mundo radical. Una sociedad dentro de la sociedad, dice el autor. Lo es, pero con ello HB no inventa nada nuevo; se limita a continuar la tradición del PNV de los años treinta, lo que Antonio Elorza ha llamado «una microsociedad dentro de la sociedad vasca», con sus periódicos y editoriales, red de batzokis, organizaciones de montañeros, grupos de teatro, organización femenina, etcétera. Con los ojos y los oídos bien abiertos, Aulestia recoge retazos de conversaciones y episodios que indican cómo se ha blindado ese mundo frente al dolor ajeno. Las contramanifestaciones agresivas contra quienes protestaban por el secuestro del industrial Aldaya o el funcionario Ortega Lara no se justificaban con argumentos lógicos sino con frases del tipo «también los presos están secuestrados por España». Como en las guerras de religión del siglo XVII , la justificación de la acción se considera superflua: algo es justo, por ejemplo asesinar a concejales, porque lo hacen los nuestros; no, como a fines de los setenta, «porque algo habrá hecho» (la víctima), sino porque es ETA quien lo ha hecho, y por algo lo habrá hecho.

Esa es la atmósfera en la que germina el miedo. Azurmendi advierte que ese decisivo factor de la política vasca aparece desde el momento mismo en que la acción prevalece sobre la palabra. Los defensores de ETA no consideran un oprobio que se les diga que tratan de imponerse por la fuerza antes que por el convencimiento de los ciudadanos. Lo tomarán por un reconocimiento de su acierto: como no es posible convencer por las buenas a la mayoría de cuáles son sus derechos irrenunciables, no hemos tenido más remedio que convencerles a la fuerza. Esa es en el fondo la argumentación del largo escrito en el que ETA anunciaba la tregua: podemos renunciar momentáneamente a la violencia porque gracias a la coacción que hemos ejercido contra la población, los nacionalistas tradicionales se han pasado a nuestras posiciones.

La prolongación artificial de la identificación de España con el franquismo tras la desaparición de éste ha sido una forma de justificar la continuidad de ETA. Aulestia desveló convincentemente en un libro anterior (Días de viento sur, Empuries, 1993) los mecanismos mentales utilizados por los dirigentes terroristas (hasta que son detenidos) para alejar cualquier posibilidad de acuerdo político que suponga la autodisolución del grupo armado. La conclusión era que las concesiones políticas no son un incentivo para dejar las armas sino para redoblar la ofensiva (pues demuestran que se consiguen objetivos –derechos inalienables, etcétera– que por la palabra y las urnas no se lograrían). Tal vez la tregua de 1998, si se convierte en definitiva, obligue a matizar esa conclusión. Puede que una combinación entre firmeza de unos y adaptacionismo de otros acabe siendo funcional en el tramo final del proceso destinado a hacer desistir a los terroristas. Si la tregua anunciara el final de ETA se abriría la incógnita de saber qué quedará del nacionalismo radical una vez despojado del respaldo de las armas. Puede que nada: el PNV recogerá las nueces, y aquí paz y después gloria. Pero puede que el resultado de ese delirio que describe Aulestia sea una identidad nueva; que esté construida con materiales delirantes no la diferenciará de otras identidades nacionales. Se integrará en el pluralismo vasco, sólo que ya sin el andamio de la violencia.

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