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Las memorias del padre del «comunismo libertario»

MEMORIAS DE UN REVOLUCIONARIO

Piotr Alexéievich Kropotkin

KRK, Oviedo

Traducción de Luis Gago. Trad. de Pablo Fernández Castañón Uría

976 pp.

49,95 €

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El comienzo de la Guerra Civil en 1936 desencadenó lo que la extrema izquierda revolucionaria gustó de llamar «la más espontánea y amplia revolución obrera de la historia». El mayor de los movimientos revolucionarios, la FAI-CNT, intentó por todos los medios crear una nueva forma de sociedad denominada «el comunismo libertario» (como algo distinto de «el comunismo de Estado»). El padre de esta doctrina específica no fue el primer anarquista ruso, Mikhail Bakunin, cuyos seguidores introdujeron originalmente el anarquismo en España, sino el posterior teórico ruso Piotr Kropotkin, cuyas ideas influyeron en buena parte del movimiento anarquista en Europa y América a comienzos del siglo XX.

Kropotkin, al igual que Bakunin, pertenecía a la aristocracia rusa, descendía de los grandes príncipes de Smolensk y su familia era propietaria de más de mil doscientos siervos antes de la emancipación de 1861. El príncipe Kropotkin fue educado para una carrera militar de élite, tenía un gran talento para los idiomas y fue también un científico de fuste, realizando destacadas investigaciones sobre la geografía y la geología del norte de Rusia. Conocía personalmente a lo más granado de la sociedad rusa, incluida la familia imperial, y tenía asegurada una espléndida carrera, bien como oficial de élite, bien como científico. A la edad de treinta y un años, en la víspera de su arresto por actividades revolucionarias, fue elegido presidente de la Sociedad Geológica de San Petersburgo. Siguieron dos años de dura prisión, que terminaron con una fuga temeraria a plena luz del día, y con su huida al extranjero, donde vivió Kropotkin hasta la revolución de 1917.

En 1897, a los cincuenta y cinco años de edad, Kropotkin dio una serie de conferencias en Estados Unidos y Canadá. Físicamente no llamaba mucho la atención, ya que apenas medía 1,65 metros, era calvo y tenía una enorme barba pelirroja, pero poseía una fuerza física inusual. Hablaba con fluidez inglés, francés y alemán, aunque lo hacía con un fuerte acento, y era un orador ardiente y eficaz: en Nueva York se dirigió a un público integrado por cinco mil personas. El periodista (y más tarde diplomático) Walter Hines Page, director del Atlantic Monthly (por aquel entonces la revista más influyente de Estados Unidos) animó a Kropotkin a que escribiera sus memorias, lo que hizo inicialmente en una serie de artículos en 18981899 en los que abordaba el primer medio siglo de su vida.

El resultado es una franca y vívida autobiografía que es una de las mejores representantes de su género. Justamente alabada por Tolstói (que compartía muchas de las ideas de Kropotkin), han sido tildadas de las mejores memorias jamás escritas por un revolucionario ruso. La presente edición española ha sido traducida con fluidez por Pablo Fernández-Castañón Uría y va precedida de una útil y bien informada introducción de T. S. Norio que describe el «nihilismo» ruso del que emergió Kropotkin, así como el carácter de su filosofía social y política.

Kropotkin presenta un sincero retrato de sus orígenes aristocráticos y de la sociedad aristocrática rusa a mediados del siglo XIX. Su capítulo sobre los males de la servidumbre es más eficaz que numerosos tratados políticos o sociológicos gracias a sus vívidos ejemplos humanos del sufrimiento personal de los esclavizados.También cuenta brevemente sus carreras militar y científica, así como sus escarceos iniciales en la clandestinidad revolucionaria. Sus dos años de prisión y su dramática fuga son descritos gráficamente, mientras que el resto de su autobiografía está dedicada a su vida como revolucionario anarquista en Europa occidental. Los últimos años de su vida, durante los cuales el anarquismo empezó a extenderse como movimiento en Rusia y España, quedan fuera del alcance del libro.

El dramático «Otro» de esta biografía es el zar Alejandro II, el «zar emancipador» que liberó a los siervos. Kropotkin se sentía al mismo tiempo atraído, fascinado y repelido por esta figura dominante, que introdujo algunas de las reformas más creativas de toda la historia rusa entre 1861 y 1867, mientras que dedicó el resto de su reinado a una política reaccionaria y un renovado autoritarismo. Las frecuentes observaciones de Kropotkin sobre el zar manifiestan una suerte de relación de amor-odio que refleja las dos facetas contradictorias de la propia personalidad del zar.

La visión del mundo de Kropotkin se conformó de mano del «nihilismo» ruso de la década de 1860, la orientación dominante de la intelligentsia radical de aquellos años, descrita clásicamente en forma literaria en la novela de Turgéniev Padres e hijos. Como explica Norio en la introducción, no representaba el nihilismo en la acepción filosófica más habitual del término, sino una orientación cultural que rechazaba toda tradición, religión y convenciones formales de la sociedad en favor de un énfasis ingenuo en el racionalismo absoluto, el materialismo y la primacía de la ciencia, acompañado de una aproximación de una honestidad brutal a la vida personal y las relaciones sociales al estilo ruso, caracterizadas por sus extremos.

Doctrinarios rusos como Bakunin y Kropotkin hicieron causa común con los activistas revolucionarios en lengua romance en el otro extremo de Europa. En Francia, Italia y España encontraron un énfasis en la espontaneidad, el individualismo, la organización local y la acción directa que chocaba con la orientación hacia las elecciones organizadas centralmente y el socialismo de Estado tal como lo predicaban teóricos alemanes como Marx y Engels. Estas marcadas diferencias dieron lugar a la escisión de la Asociación Internacional de Trabajadores (o Primera Internacional) en 1872, y su posterior desaparición. Cuando se formó la Segunda Internacional en 1889, la condición de miembro quedó restringida a los socialistas marxistas, ya que los socialistas «anarquistas» o «libertarios» hacía tiempo que habían emprendido su propio camino.

Como señala Norio, el concepto clave del pensamiento de Kropotkin fue lo que en el siglo XIX se conocía como ayuda mutua o apoyo mutuo, según el cual los trabajadores deben asociarse libre y cooperativamente para derrocar el sistema existente y establecer la propiedad colectiva. Esta orientación resaltaba la absoluta solidaridad social de los «oprimidos» y todos aquellos que desearan unirse a ellos en pos de una nueva sociedad establecida sobre los principios del «socialismo» o «comunismo» «anarquista» o «libertario» (estos dos grupos de términos se utilizaban de manera más o menos intercambiable).

Kropotkin sentía el mayor respeto por su antecesor ruso, Bakunin, cuyo discípulo italiano Giuseppe Fanelli fue el primero en introducir las ideas anarquistas en España en 1869. Difería de Bakunin al rechazar la conservación de una cierta cantidad de propiedad privada, que sí defendía su compatriota: el «anarcocomunismo» de Kropotkin se contrapuso más tarde al «anarcocolectivismo» de Bakunin. Mientras que Bakunin proponía que fuera comunal la propiedad de los medios de producción, pero que los bienes producidos fueran poseídos individualmente, Kropotkin insistía en que la distribución había de ser también comunal. Kropotkin, además, no ponía el énfasis en el terrorismo y la violencia. Creía que la revolución no triunfaría sin violencia, de la que prefería culpar a los contrarrevolucionarios, pero insistía en que los revolucionarios tenían la responsabilidad de limitarla tanto como fuera posible.

Kropotkin creía que la revolución podría tener lugar únicamente después de que los revolucionarios hubieran adquirido plena conciencia de sus obligaciones y del carácter y los objetivos de la nueva sociedad. Ésta se basaría en la libre asociación y la acción directa de los trabajadores, que debían eliminar la organización coercitiva y el Estado por medio de la confederación voluntaria de comunas autónomas. No se explicaba cómo millones de personas podían llegar a asociarse «libremente» con la ayuda exclusiva de la concienciación y la educación, sin la más mínima coerción externa.

Kropotkin era un pensador absolutamente utópico, pero, al igual que su antagonista Marx, no presentaba un programa final para su utopía, que insistía que había de estar permanentemente abierta a la evolución y la mejora sobre la base de la experiencia humana y de la ciencia. Mientras que Marx ridiculizaba a los anarquistas como retrógrados y simplistas y tildaba su propia forma de moralismo utópico de «científico», fue Kropotkin, no Marx, quien había trabajado como un científico en activo a un nivel de auténtica distinción. Kropotkin, a su vez, insistía en que sólo el enfoque libertario era verdaderamente científico porque, al igual que toda verdadera ciencia, se basaba en el respeto por la evidencia empírica de datos individuales específicos, que no habían de ser negados, minimizados o coaccionados, sino reconocidos en su realidad precisa.

En 1900, tras una generación de terrorismo y asesinatos anarquistas, Kropotkin había logrado dar al pensamiento libertario un «rostro humano», y gozó de un amplio respeto no sólo entre la sociedad izquierdista, sino también en la liberal de todo el mundo occidental. Sus panfletos se distribuían literalmente a cientos de miles y la traducción de su libro fundamental, El apoyo muto, un factor en la evolución, se publicó en España en una edición de ocho mil ejemplares en 1909.

A pesar de su positivismo categórico, Kropotkin fue un idealista extremo e incluso un romántico. Desafió directamente el rechazo de la moral de Marx, insistiendo en que el instinto moral era inherente a la vida humana (y aun a los animales) y resultaba fundamental para la evolución, de modo que la solidaridad y la filantropía deben convertirse inevitablemente en los valores sociales dominantes. El espíritu bondadoso y generoso de Kropotkin nunca se vio afectado y conservó su optimismo innato hasta el final de su vida.

El anarquismo nunca acabó por estar tan ideológicamente unificado como el socialismo o el comunismo, ya fuera en Rusia o en España. Los anarquistas rusos se dividieron entre «anarquistas/individualistas» (bakuninistas) y «anarquistas/comunistas» (kropotkinistas nominales), mientras que los anarcosindicalistas rusos siguieron un camino diferente. Durante la revolución de 1905 florecieron toda clase de grupos individuales, con nombres tales como Beznachaltsi («Los antiautoridad») o Khlebovoltsi («Los por el Pan Libre»), así como denominaciones habituales como «Bandera Negra», etc. Los Bezmotivniki («Los sin motivos») representaron la orientación frecuente hacia extremos de terrorismo aleatorio, lo que horrorizaba a Kropotkin.

El anarquismo ruso nació en el sur y el oeste, en Ucrania y Polonia, y especialmente en las pequeñas localidades judías, donde la sociedad era más individualista que en la propia Rusia. Desde allí se extendió más tarde a ciudades rusas de mayor tamaño y en su fase final pasó a ser un gran movimiento campesino ucranio, dirigido por Nestor Makhnó. En sus diversas formas, sólo los anarquistas igualaron el radicalismo de los bolcheviques en la extrema izquierda revolucionaria, y tendieron a apoyar a los bolcheviques (aunque Kropotkin no lo hizo) durante los primeros meses de la dictadura. Lenin utilizó a los anarquistas, y luego se dedicó a aplastarlos, aunque un número considerable de anarquistas se hicieron más tarde comunistas (algo que fue mucho más infrecuente en España).

Mientras Lenin suprimía sistemáticamente el anarquismo ruso en 1918-1919, el anarquismo español empezó a surgir como movimiento de masas adoptando la forma del anarcosindicalismo de la CNT, que combinaba ideas bakuninistas y kropotkinistas con el sindicalismo revolucionario importado de Francia. Aunque la CNT adoptó finalmente el objetivo de «el comunismo libertario», el anarquismo español nunca llegaría a ser fundamentalmente kropotkiniano, sino que se mostró ecléctico, al igual que el anarquismo en general, en sus fuentes ideológicas.

Los marxistas españoles ridiculizaban a los anarquistas como retrógrados, premodernos y «pequeñoburgueses», lo que el marxista inglés Eric Hobsbawm llamaría más tarde «rebeldes primitivos». Sin embargo, aunque el anarcosindicalismo floreció en la poco desarrollada Andalucía, sus avatares más destacados habrían de encontrarse en Cataluña, que en términos generales era por aquel entonces la región más moderna de España.

Así, una comprensión cabal de los motivos para el atractivo del anarquismo en España debe ir más allá de los estigmas simplistas para llevar a cabo un análisis de los factores históricos, culturales y sociales que influyeron en su crecimiento. Entre ellos se encuentran no simplemente el retraso en la modernización, sino también las influencias enormemente fragmentadas, disociativas e individualistas presentes en la sociedad española, así como la historia de identidades locales del país y sus comunidades individuales dotadas de autogobierno, además de la comparativa debilidad del Estado español en aquella época.

La ideología anarquista contenía contradicciones fundamentales de asociación libre combinada con el colectivismo, de violencia y utopía ilustrada, y de lucha por el triunfo total de la revolución sin ninguna auténtica organización central. Estas contradicciones internas desempeñaron un papel decisivo en la derrota del movimiento.

Cuando Kropotkin regresó a Rusia en 1917, fue agasajado como un héroe e incluso le ofrecieron el puesto de ministro de Educación en el nuevo Gobierno provisional democrático. Fiel a sus principios libertarios, rechazó la oferta. Más tarde le horrorizó el leninismo, pero al mismo tiempo se negó a apoyar la contrarrevolución. No lideró ninguna facción anarquista y el nuevo régimen le dio una pequeña casa en el campo, donde dedicó sus últimos años a trabajar en su gran obra, Ética, un esfuerzo por definir la moral humana independientemente de toda religión. Completó un volumen antes de su muerte en 1921.

El funeral de Kropotkin, que contó con una asistencia masiva de personas, fue el único gran acontecimiento público no comunista que se permitió en aquellos años y Lenin autorizó que la casa familiar original de Moscú se transformara en el Museo Kropotkin. En la siguiente generación, los anarquistas seguirían adelante hasta alcanzar su único triunfo, por transitorio que fuera, en España, pero se trataría del más efímero vivido por cualquiera de los grandes movimientos revolucionarios modernos. Si Kropotkin hubiera vivido para verlo, cabe dudar de que su optimismo cósmico se hubiera visto afectado, ya que su fe en el futuro de la humanidad era infinita.

 

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