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La esencia de Mayo del 68

MAYO DEL 68 Y SUS VIDAS POSTERIORES

Kristin Ross

Acuarela y Antonio Machado Libros, Madrid

Trad. de Tomás González Cobos

438 pp.

22 €

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La mayoría de los autores que se adentran en el análisis de los porqués del mayo del 68, no tardan en recurrir a la palabra «misterio» cuando tienen que explicar sus causas. Los antaño nuevos filósofos lo atribuyen a un clima político y social autoritario, radicalizado por las consecuencias de todo tipo del intenso desarrollo económico que tenía lugar en Francia. Puesto que su formación política e intelectual se vio profundamente condicionada por aquel acontecimiento, aquéllos han desarrollado una extraordinaria sutileza y sofisticación para decantar el componente totalitario de la revuelta, con la que rompieron sin ambages y a tambor batiente a mediados de la década de los años setenta del siglo pasado. Pero no por ello han dejado de glosar y ponderar, a lo largo de estos cuarenta años, una suerte de buen legado, de herencia presentable de las convulsiones de aquellos dos meses. Un lado positivo fruto de la vertiente anarquizante y antidogmática del mayo del 68, si bien este «balance globalmente positivo» exige el recurso sistemático a las consecuencias no queridas para explicar la historia.

Así las cosas, el modo en que bautizó Raymond Aron lo ocurrido durante aquellos días –la révolution introuvable– sigue estando justificado. Nada revalida mejor el análisis del pensador francés que releerlo después de cuarenta años. Aquella exhaustiva entrevista, a través de la cual fluye su percepción de los hechos, se realizó, a lo sumo, un par de meses después de lo sucedido a lo largo de mayo y junio de 1968. Esa inmediatez no impide, sin embargo, el pleno ejercicio de la racionalidad frente a las pasiones políticas, en el clima hiperideologizado del momento. No hay aspecto fundamental de la situación de entonces que Aron no examine con una lucidez admirable al cabo de los años. Es cierto que los nuevos filósofos han tratado denodadamente de conciliar el 68 con la libertad y sustraérselo a la revolución. Pero la defensa sobria y firme del Estado liberal y, sobre todo, de la universidad liberal en el momento más duro y difícil, tuvo en Aron un portavoz tan notable como aislado y denostadoRaymond Aron, La révolution introuvable, París, Fayard, 1968. El libro consta de una extensa entrevista realizada por Alain Duhamel, jefe de redacción del diario Le Figaro, y va acompañada de los artículos que en ese periódico publicó Aron al hilo de los acontecimientos de mayo y junio de 1968. Que yo sepa, no se ha reeditado en ninguno de los aniversarios de la revuelta.. Un Aron, por cierto, atento no sólo a las posibles consecuencias catastróficas de la movilización semi y pseudorrevolucionaria de estudiantes y obreros, sino también al férreo pulso que estaba teniendo lugar, paralelamente, entre dos interpretaciones y dos liderazgos posibles de la V República: el declinante, intransigente (y al tiempo desmoralizado) del general De Gaulle, y el ascendente, inspirado en un criterio flexible y con visión de futuro, de su primer ministro, Georges PompidouVéase al respecto el extraordinario análisis del gaullismo de Gaetano Quagliariello, De Gaulle e il gollismo, Bolonia, Il Mulino, 2003, así como la biografía de Éric Roussel, Georges Pompidou 1911-1974, París, Lattès, 1994, o, del historiador René Rémond, Notre siècle 1918-1991, París, Fayard, 1991..

El debate entre los nuevos filósofos sobre los contenidos e implicaciones del mayo del 68 tiende a eludir este y otros análisis políticos posibles, al tiempo que practica una sociología savante, de contenidos eminentemente culturales. Los Ferry, Finkielkraut, Glucksmann, entre otros, prefieren abismarse en un análisis filosófico dignificado, del que surgen diagnósticos interesantes, pero muy alejados –e indirectamente embellecedores– de los términos de la confrontación ideológica y política que estaba teniendo lugar durante el 68. Por ejemplo, Luc Ferry y Alain Renaut, autores de un libro sobre la filosofía del mayo del 68, aparecido allá por los años ochenta del siglo pasado, extraen como principal balance de su análisis crítico la contraposición surgida entonces entre un individualismo anarquizante, cerrado a todo tipo de trascendencia, incluida la subjetiva y cismundana, y la noción kantiana de la autonomía, basada en la capacidad de obligarse voluntariamente al cumplimiento de una norma de valor universal. Desde ahí profundizan en el modo en que la evolución de la estética y de la filosofía del siglo XX favoreció ese triunfo de la irracionalidad y de la amoralidadMai 68. Le Débat (París, Gallimard, 2008) contiene los cinco debates habidos en la revista Le Débat sobre aquellos acontecimientos. El más interesante, con diferencia, es en el que discuten Ferry y Renaut, Finkielkraut y Krzysztof Pomian, que data de 1985 y gira en torno al contenido del libro de los dos primeros, La Pensée 68, aparecido ese mismo año..

Ahora bien, lo que en algunos puede producir, a lo sumo, una leve sonrisa ante los excesos del esprit francés, sin perjuicio de admirar su brillantez y, a veces, su sagacidad, en otros casos, como el del libro objeto de este comentario, desencadena un ataque de indignación sectaria que, éste sí, nos devuelve al verdadero espíritu del mayo del 68. Bastará mencionar cuatro o cincos rasgos básicos del panfleto de Kristin Ross para que el lector pueda hacerse una idea.

Comencemos por lo más general: la historia como disciplina. La autora suscribe con entusiasmo la, llamemos, metodología sostenida por los integrantes del Centre de Recherche sur les Idéologies de la Révolt, un grupo surgido en la estela de las iniciativas del Sartre maoísta que editó, entre 1975 y 1981, una revista llamada, muy apropiadamente, Révoltes logiques. La publicación negaba toda relación pedagógica entre el pasado y el presente, y ni siquiera admitía que la historia tuviera el valor heurístico de la narración. Los integrantes de Révoltes logiques afirmaban sin rodeos que el «pasado no nos enseña nada», si acaso «el momento de una oportunidad imprevista». No hay duda de que la autora, como el grueso de los siempre fieles al auténtico espíritu del mayo francés, tiene a gala no haber aprendido nada desde entonces. En particular, nada sobre lo ocurrido en el mundo entre 1989 y 1993.

En todo caso, a la profesora Ross, el rigor histórico no le concierne. El libro contiene un reiterado intento por asimilar a De Gaulle y la V República con el golpismo militar y la dictadura. Es evidente que en su esquema quedaría muy bien un hilo conductor que vinculara a De Gaulle con Vichy, en el pasado, y con la represión del FLN argelino y la transición de la IV a la V República a partir de 1958. De este modo, cree poner al descubierto «el punto flaco del gaullismo»: «su fiera confiscación de la democracia durante la guerra de Argelia y su dependencia en los años posteriores de un Papon, jefe de policía, y Massu, general del ejército» (p. 125)Papon había sido colaborador activo e importante, durante la ocupación alemana, en la deportación de los judíos franceses a Alemania bajo el régimen de Vichy. Massu, represor y torturador durante su mando en Argelia, enemigo de la política de De Gaulle allí por aceptar la independencia de la colonia, era general en jefe del ejército francés de ocupación en Alemania cuando De Gaulle lo visitó durante unas horas, por sorpresa y de forma secreta, en Baden-Baden, el 29 de mayo de 1968, tras el aparente fracaso de los acuerdos de Grenelle, negociados por Pompidou y los sindicatos durante lo peor de la crisis de mayo.. Mi impresión es que el misterio atribuido al origen de aquellos acontecimientos se rebajaría bastante si su análisis tuviera en cuenta algo que la profesora Ross mantiene cuidadosamente excluido de su estrecho y asfixiante universo, y que está ausente también en los nuevos filósofos y en el propio Aron. Me refiero al tremendo fracaso experimentado por la izquierda reformista francesa, encabezada por la SFIO y el gobierno del socialista Guy Mollet, entre el fiasco de la guerra de Suez, en 1956, y la crisis política desencadenada en Francia por la descolonización de Argelia, que llegó a su apogeo dos años después. Fueron el líder socialista y el entonces presidente de la IV República, René Coty (proveniente del republicanismo radical histórico), quienes recurrieron a De Gaulle como último recurso para impedir que la crisis argelina desembocara en un verdadero golpe de estado de la extrema derecha, que hubiera revalidado póstumamente el régimen de VichySobre esta crisis, que Juan José Linz conceptualizó en su día de reequilibrio, véase el libro reciente de Michel Winock, L’agonie de la IVe République, París, Gallimard, 2006.. Tras esa experiencia, y ante el creciente arcaísmo del prudente PCF, a muchos tuvo que parecerles que sólo una drástica innovación de la añeja tradición revolucionaria francesa podía enfrentarse al gaullismo y, mejor todavía, al capitalismo.

Lo que Ross viene a reafirmar, cuarenta años después, es el dogma imperante en el ambiente izquierdista de la universidad española, que se esforzaba por reproducir los planteamientos del mayo francés: no existía ninguna diferencia significativa entre la dictadura de Franco y la V República francesa. Por lo tanto, no existía ninguna amenaza para la democracia en los planteamientos del mayo del 68, porque no había ninguna democracia. Existían dos realidades abominables: la dominación capitalista y la sociedad de consumo. Todo lo demás era anecdótico. Carecía de sentido, con mayor razón, preocuparse por el entusiasmo de los estudiantes parisinos hacia modelos políticos como la Revolución Cultural china o el castrismo, pues sus objetivos –nos lo recuerda incesantemente Ross– eran los mismos: «contestar el dominio del experto, desbaratar el sistema de las esferas “naturales” de los profesionales (sobre todo la esfera de la política especializada)» (p. 31). Marx había sido un ingenuo –puntualiza Ross– por creer en las capacidades emancipadoras de la tecnología. El mérito esencial de los maoístas fue no caer en esa trampa «e ir hacia el pueblo», lo que quería decir penetrar en las fábricas y convertirlas en escenario de un nuevo maquis (p. 166). Creo, pues, interpretar de modo exacto el planteamiento de la autora sobre el sentido último del mayo francés si deduzco que su más profunda originalidad consistió en tratar de abolir, en la teoría y en la práctica, el contenido de los tres primeros capítulos de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, tres capítulos dedicados a describir la división del trabajo como el principio esencial de la civilización.

Un par de detalles más. La autora reproduce con pleno acuerdo la opinión de Jacques Rancière (quien fuera discípulo destacado de Louis Althusser), para quien el policía y el sociólogo desempeñan la misma función social. Las fuerzas del orden, antes que a la represión, se dedican a determinar «lo que es y lo que no es perceptible, determinar lo que puede y lo que no puede verse» (p. 62). Calibre el lector el resultado de la aplicación de este criterio a la crítica del adversario y percibirá el nítido eco de los métodos leninista y estalinista de discusión. ¿Qué podía esperar un pensador como Aron sino que, en el mejor de los casos, lo llamaran policía? El ambiente intelectual del mayo francés y sus ecos en otros países tenía bastante más de intimidación intelectual y política que de lúdico y ácrata antidogmatismo. Ross proporciona en su libro ejemplos excelentes de esta dialéctica intimidatoria en sus referencias a los nuevos filósofos, que son el blanco principal de su desprecio, pero también en el caso de personajes para ella igualmente deleznables, como Furet, Annie Kriegel y otros renegados del estalinismo, virus del que la autora cree estar completamente inmune. Y es esta buena conciencia la que le empuja a un rechazo sin paliativos de la crítica del totalitarismo, en su vertiente comunista, llevada a cabo por el conjunto de autores que denigra, o, conforme a la pauta del 68, desenmascara.

Kristin Ross sobrelleva, al parecer, con estoicismo admirable su terrible destino de enseñar en una universidad tan ultrarreaccionaria como la de Chicago, en el país que es el corazón del sistema alienante y represor que ella detesta. Tal vez por eso no le impresiona ni poco ni mucho la suerte de los millones de afectados por la aplicación burocrática y poco lúdica del proceso revolucionario dirigido a eliminar las diferencias entre gobernantes y gobernados, así como a reducir a puro esquema la división social del trabajo, al menos en los campos de concentración. Por ello nos advierte de que todo iba muy bien en Francia mientras la atención de la gente con ánimo reivindicativo y de protesta se concentraba en el sufrimiento de los pueblos oprimidos por el colonialismo y el imperialismo; esto es, en los casos de Argelia y, luego, Vietnam. Esa conciencia solidaria fue determinante para forjar el clima del que surgió el mayo, porque fundió la conciencia antiimperialista y anticapitalista. Pero el proceso se torció cuando, a mediados de los setenta, «la atención que se había concentrado en los obreros argelinos de la periferia de las ciudades francesas se [desplazó] hacia las desgracias de unos pocos científicos e intelectuales disidentes en la Europa del Este» (p. 329). Alega Ross con perfecta flema que esa situación –limitada al parecer a unas pocas individualidades quejicas– era conocida hacía mucho. Aunque lo que considera nefasto, en realidad, es que dicha información dejara de ser inocua, tras el efecto devastador que tuvo en las filas de la izquierda la traducción de Archipiélago Gulag, de Alexander Soljenitsin.

Los aspectos citados bastan para poner de relieve que el verdadero espíritu del mayo del 68 anida en el libro de Ross. Pues su misterio sobrevive, por más que nos esforcemos en disiparlo racionalmente. Y consistió y consiste, en mi opinión, en esa capacidad para construir, en medio de una sociedad abierta, un universo impregnado de sospecha, hermético frente a todo contraste con la realidad y repleto de aversiones y tópicos. De ella se alimentó en buena medida el liderazgo del mayo francés.

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Ficha técnica

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