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Matteo Garrone: Gomorra

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Entré en la sala de proyección y ya casi antes de sentarme en la butaca, apenas empezada esta Gomorra inequívocamente italiana, con esa primera secuencia de unos individuos que trataban de solazarse en un solárium y acaban a pistoletazos en las sienes, me vino a la cabeza Marbella, nuestra Marbella, o dicho más propiamente, la Marbella de Jesús Gil. Y no precisamente por el asunto que empezaba a narrarse, esa descomposición endémica de una sociedad que se ha rendido al crimen organizado, sino por los mecanismos estéticos, propios del cine norteamericano, que se utilizaban para su presentación. Me pareció que la propuesta estética de Gomorra era de ida y vuelta, un reflejo de segunda instancia que volvía a la fuente, de la misma manera que la arquitectura «española» de Marbella parece haberse inspirado en la arquitectura de California, a su vez supuestamente inspirada en la española.

Hollywood es mucho Hollywood, y aunque esa impresión se disipó luego, o al menos se aminoró, el propio Roberto Saviano, autor del libro que sirve de base a la película, lo reconoce explícitamente como un fenómeno determinante del comportamiento del camorrista y mafioso italiano: «No es el cine el que escudriña el mundo criminal para captar los comportamientos más paradigmáticos. Sucede exactamente todo lo contrario […]. El caso de la película El padrino resulta muy elocuente. Nadie en el seno de las organizaciones criminales, ni en Sicilia ni en la Campania, había utilizado jamás el término italiano padrino, que es fruto, en cambio, de una traducción poco filólogica del inglés godfather. La palabra empleada para designar a un capofamiglia o a un afiliado ha sido siempre la de compare […]. Muchos jóvenes italoamericanos vinculados a las organizaciones mafiosas imitaron las gafas oscuras, los trajes de rayas, la expresión hierática… El mismo boss John Gotti quiso transformarse en una versión de carne y hueso de don Vito Corleone. Incluso Luciano Liggio, boss de la Cosa Nostra, se hizo fotografías resaltando la mandíbula como el capofamiglia de El padrino».

No obstante lo dicho en tan larga cita, la película está lejos de cualquier mimetismo. Matteo Garrone, su director, ha sentido sin duda el tirón de su propia herencia cultural, en este caso el neorrealismo de posguerra que tantas obras sobresalientes ha dado al cine universal; lo que, por otra parte, acaso ha influido demasiado en ese aspecto algo antañón y como de otro tiempo que tiene la película. Hay lo que parece un buscado feísmo en el entorno y en los personajes, algo que está reñido con aquella técnica tan depurada del mejor cine italiano, que al menos en eso –la búsqueda de la fotogenia en sus actores– nada tenía que envidiar al cine norteamericano. Aunque quizá la nota distintiva más importante sea de origen espontáneo: la exclusión del elemento étnico como método de extrañamiento. Estoy refiriéndome a esa perspectiva singularizadora que el cine americano utiliza para tratar asuntos de culturas que no considera suyas; lo cual, en el caso del mundo mafioso, no deja de ser una muestra de ignorancia dolosa o de cinismo. En Gomorra, los italianos están vistos de modo natural desde sí mismos, esto es, despojados de ese elemento étnico, que Hollywood fabrica echando mano, cuando no del tópico, de un cierto naturalismo y muchos tics.

Se ha saludado casi unánimemente a Gomorra como la vuelta del mejor cine italiano, aquel que dejó una huella imborrable en la segunda mitad del siglo pasado, y que tenía una impresionante nómina de directores y actores. Ojalá esos augurios se cumplan. Hay en Gomorra, como ya ha quedado apuntado, un deseo de entroncar con aquella admirable herencia, y hay sinceridad y valentía en la apuesta de su director. Pero también hay otras cosas. Algunas me llenaron de perplejidad, lo que me movió a buscar la novela o, mejor dicho, el libro en que está basada, y leerlo. Deseaba no sólo profundizar en aquel mundo que se mostraba en la película; quería también entenderla mejor, porque, con ser muy larga, trataba demasiados asuntos, a veces sin la suficiente perspectiva, sobre un fondo implícito que, a la manera de una especie de pecado original, condenara para siempre a las gentes que han de vivir en una determinada área geográfica, en este caso Nápoles y sus alrededores.

Porque la película es, como poco, abigarrada y carente de una línea argumental nítida, acaso por la falta de una historia que a modo de columna vertebral articulara las múltiples narraciones en que se divide, que se cruzan y se superponen un tanto abruptamente, quedando alguna de ellas, concretamente la de ese profesional de la desaparición de residuos tóxicos, sin ligazón aparente con el conjunto. El director ha optado por seguir una técnica de contrapunto, intercalando escenas de unas y otras. Podría haber optado también por hacer una película en capítulos o sketches. Acaso de esa manera hubiese sido más fiel al libro, que está dividido en capítulos que atienden a diversos asuntos y personajes. En total, si no me equivoco, son cinco las historias que en la película se cuentan. Dos están protagonizadas por niños o adolescentes. Las tres restantes, por adultos. Hay un niño que hace los recados para alguna familia; hay dos mozalbetes fascinados por las armas y el poder de la violencia; está don Ciro, el hombre que se encarga de hacer los pagos similares a los de una caja de asistencia al necesitado; también don Pasquale, el modisto, cuyo talento está secuestrado por un sueldo miserable, y el stakeholder Franco, el persuasivo y dinámico ejecutivo que se encarga de hacer desaparecer de manera harto desaprensiva los residuos tóxicos de buena parte de la industria italiana del norte. Y, por último, tenemos el escenario, real probablemente, de un sistema de viviendas, enlazadas como un circuito cerrado por pasillos y escaleras de hormigón, que parece diseñado para residencia de soldados o de prisioneros, un escenario deprimente, de muro carcelario, desnudo y cerrado, que contribuye a subrayar la ominosa pesadez de la atmósfera.

El libro, al menos estructuralmente, es diferente, con dos partes: una con cinco capítulos, otra con seis; con más historias y más personajes. Desde luego no me atrevería a calificarlo de novela, tampoco de ensayo, más se parece a un conjunto de artículos que, publicados aquí y allá, se hayan reunido en forma de libro. La segunda parte es la más narrativa, aunque no sea esa su característica más acentuada. En el libro pesa mucho el discurso. Yo buscaba al protagonista o al narrador y sólo lo encontré en la persona del periodista, que, sin embargo, nunca se revela como tal, y que a veces parece colarse como por milagro en los juicios contra los bosses o consigue trabajar en los muelles y alcanzar la confianza del capo de los inmigrantes chinos de la confección. Luego, en alguna entrevista que he leído, comprobé que, efectivamente, nuestro autor es un periodista, colaborador de La Repubblica y algún otro medio, lo que explicaría, al menos en parte, su ubicuidad, pero no su manera de escribir, lejos de lo que la técnica de un buen reportaje exige, pues su narración es excesivamente discursiva, con larguísimos párrafos de autor, a veces poéticos, a veces enfáticos, como ese que repite varias veces la frase «Yo sé», a la manera del Yo acuso zoliano, discursos demasiado prolijos, documentados con profusión de datos y nombres, pero no siempre iluminadores. Aquí la peripecia individual, que es ley en la novela, suele acabar aplastada por el discurso del autor. En Gomorra, la crueldad monstruosa de lo que se cuenta, ese modo miserable de vivir y de matar, tiene suficiente elocuencia como para que sobren los énfasis y los lamentos. Declara Saviano su admiración por el modo de novelar de Truman Capote. Pero más me recuerda a James Ellroy, por la crudeza de los temas, la acumulación de nombres reales, el abigarramiento de los asuntos. Saviano escribe, sin embargo, mejor, aunque, como ya he dicho, con el lastre de un excesivo discurso.

Volviendo al comentario inicial sobre el reflejo del cine americano en la película, conviene insistir en que el libro lo corrobora con creces. Dos de sus capítulos remiten expresamente a ello. Uno se titula Angelina Jolie. En él, el modisto Pasquale, después de una de sus interminables jornadas laborales, descansa en su casa ante la pantalla del televisor. De súbito queda paralizado por la sorpresa: «Luisa, su mujer, intuyó algo, porque se acercó al televisor y se llevó las manos a la boca, como cuando se presencia un suceso grave y se ahoga un grito. En la televisión, Angelina Jolie recorría la alfombra de la noche de los Oscar con un traje de chaqueta de raso blanco precioso. Uno de esos hechos a medida, de esos que los diseñadores italianos, disputándoselas, regalan a las estrellas. Ese vestido lo había confeccionado Pasquale en una fábrica clandestina de Arzano. Sólo le habían dicho: “Éste va a América”».

Será cierto, pero resulta bastante inverosímil. Sobre todo cuando se nos dice que el tal Pasquale está vinculado a la Mafia por un salario de seiscientos euros mensuales, alguien que, dado su talento, podría ser uno de los reyes de la alta costura internacional.

El otro capítulo se titula nada menos que Hollywood y lo que se cuenta en él es quizá la historia más recurrente de la película. Pero el tratamiento que se le da es muy diferente al del libro. Si la película tiene algún personaje que a veces se parezca remotamente a lo que entendemos por protagonista sería la pareja formada por estos dos muchachuelos, apenas adolescentes, Guiseppe y Romeo. Garrone nos los presenta educados en esa cultura de la muerte, del poder, de la violencia del más fuerte, valores sorprendentes en una sociedad europea moderna, pues no hay coartada alguna en este caso, como por ejemplo la hay en nuestro norte, con eso de la liberación nacional. Aquí se actúa a pelo, con las manos desnudas, aquí se la tiene más gorda y más grande, aquí se mea más largo que el vecino, sin más, y estos chicos así lo acreditan, esos son sus referentes, lo que muestran con gran entusiasmo cuando consiguen armas y munición; entonces ametrallan la naturaleza a modo de ensayo para matar, a los colombianos, a los bosses, a los capi; son los alevines de una cultura de la violencia que quieren llegar a lo más alto, imponerse a los demás.

El libro es muy distinto y mucho más explícito. Según Saviano, a estos dos muchachos les han sobrado las calles para la forja de su siniestra educación sentimental. Lo que aprendieron, no lo aprendieron en la vida, ese entorno degradado y opresivo del Nápoles de la Camorra, sino en el cine: «El cine, sobre todo el estadounidense, no se ve como el remoto territorio reino de la aberración, ni como el lugar donde se realiza lo imposible, sino como la más cercana de las proximidades. […] Los dos (Giuseppe y Romeo) se sabían de memoria los diálogos, las partes más notables de todas las películas de crímenes. […] Antes de disparar, no obstante, uno de los dos había recitado algo. Nadie había entendido lo que mascullaba, pero un testigo dijo que se parecía a la Biblia, y había apuntado la hipótesis de que tal vez los chicos estuvieran preparándose para la confirmación. Sin embargo, a partir de unas cuantas frases entresacadas, se hacía evidente que no se trataba de los pasajes de la confirmación. Era la Biblia, en efecto; pero aprendida no del catecismo, sino de Quentin Tarantino. Era el pasaje recitado por Jules Winnfield en Pulp Fiction antes de matar al muchacho».

Matteo Garrone, el director de la película, nació en 1968; Roberto Saviano, el autor del libro, en 1978. Puede ser casual, pero, a mi juicio, la película es un producto más maduro, con más entidad y coherencia que la novela, aunque la información que ésta aporta sea importante para el cabal entendimiento de aquélla. Y qué suerte la de los productores, pues parte de esa información previa, esa guía imprescindible para entenderla del todo, como un plano para visitar las salas de un museo, se lo han dado gratuitamente y con profusión los medios de comunicación de más de medio mundo, entrevistando a Garrone y a Saviano. Sin embargo, cuando asistí a la proyección, un viernes por la noche, había muy poca gente en el cine.

Me ha llamado la atención que los dos episodios, a mi juicio, más genuinamente novelescos del libro (dentro de un libro que no se caracteriza precisamente por su narratividad), no hayan sido recogidos en la película. Me refiero al capítulo titulado Peppino Diana, el cura que pagó con su vida el haberse atrevido a enfrentarse con la palabra a la Camorra. Y aquel otro, en el que Saviano habla de su padre, médico, que se negó a dejar desatendida a la víctima de un killer, pues, según se cuenta, cuando la víctima no muere, ninguna ambulancia, ningún médico ni paramédico se atreve a llevarse al herido. Temen que los matones, una vez enterados de que no han coneguido su propósito, vuelvan para rematar a la víctima. Así que esperan en el lugar del atentado a que la víctima muera. Este episodio espeluznante, simbólico como ningún otro, se ha quedado fuera de la película.

Inevitablemente he recordado el libro Los peces de la amargura del escritor vasco Fernando Aramburu. Ni ha alcanzado la insólita celebridad del de Saviano, ni nadie ha hecho una película sobre él. ¡Y qué distintos son! ¡Y cuánto mejor el de Aramburu! Sin tantas palabras, sin tantos datos, sin tanto discurso. Son los personajes los que hablan, los que exponen su vida heroica, gris o miserable del modo más elocuente posible, una elocuencia tan en carne viva como sólo es capaz de lograr la buena literatura. Y no hay mucha diferencia en los asuntos, pues ambos tratan de mafias, la Camorra y la etarra. La Camorra vive, entre otras cosas, de la mediación, de la mediación innecesaria, de aquella que es un chantaje, en unos cuantos negocios que van desde la confección de marcas a, cómo no, la droga y la prostitución. Si no pagas te matamos, así que, claro, cómo no pagar; algo que conocemos muy bien por aquí, en nuestro querido norte, donde hace tiempo parece haberse perdido el norte.

Y alguna reflexión ha de suscitar esa comparación; más, cuando al final de la película, se nos dice que la Camorra ha asesinado en treinta años a cuatro mil personas, siendo la cifra más alta de asesinatos cometida por una sola organización; bueno, nuestros patriotas del norte llevan casi mil… A mí personalmente me ha hecho meditar muy seriamente, pues venía yo dándole vueltas, para una novela en la que estoy trabajando, a la influencia del ideal para la demonización o no de las conductas asesinas. Y pensaba que matar por un motivo práctico inmediato, nada romántico, nada idealista, no por la patria ni por la revolución, matar para robar, para tener un buen pasar en la vida, era paradójicamente más noble que el otro matar, el que se ampara en la coartada de una causa supuestamente justa. Un tema, sin duda, para el debate.

Queda claro, no obstante, en Gomorra que la cultura de la Camorra es la de la muerte, la del asesinato, sin remisión a una segunda instancia que la bendiga; se mata porque se quiere algo y para conseguir algo que no tiene más finalidad que esa. No hay engaño posible. En el fondo son dos culturas en pugna, la de la muerte y la de la ley, y está claro que en esa parte del mundo, en esa parte de Italia, gana la cultura de la muerte.

 

Gomorra, de Matteo Garrone, está distribuida por Altafilms

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Ficha técnica

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