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A vueltas con el cine clásico

Martin Scorsese. Un recorrido personal por el cine norteamericano

MARTIN SCORSESE, MICHAEL HENRY WILSON

Akal, Madrid

Trad. de Vicente Carmona González

192 págs.

22,83 €

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Ahora que estamos, ya, en el siglo XXI, quizás nos sea más fácil valorar como es debido ese asombroso fenómeno artístico que constituyó, durante una buena parte del siglo XX, el cine norteamericano. Y reconocerlo, en esa misma medida, como una experiencia de creación estética de fecundidad equiparable, por ejemplo, a la del Renacimiento italiano.

¿O todavía no? Porque quizás sean muchos aún los que puedan considerar irreverente una comparación como ésta. Y no porque tengan objeciones al acceso del cinematógrafo al panteón de las artes mayores, en condición de igualdad con la pintura o la literatura, sino porque participan todavía de los prejuicios que, durante décadas, han gravitado sobre el cine americano.

Esquematizando quizás en exceso, podríamos resumir esos prejuicios en dos tópicos incesantemente reiterados. El primero de ellos estriba en su carácter comercial, tanto por lo que se refiere al modo industrial de su producción como al éxito popular de sus productos. El segundo, aunque directamente asociado con el anterior, es ya de índole ideológica: percibe el cine clásico americano como una factoría de relatos dedicados a la sistemática e interesada mistificación de la realidad al servicio de los intereses del imperio.

Prejuicios, tanto uno como otro, insistimos en ello, destinados a disolverse con el tiempo: ¿quién osaría hoy poner reparos a las obras de Giotto o de Rafael por el extraordinario éxito que alcanzaron en su momento o por la modernidad industrial que, para su época, alcanzaron los talleres en los que nacieron? Y, por lo demás, a nadie se le ocurriría poner en cuestión la magnitud estética de esas obras por participar de la ideología humanista de las emergentes ciudades burguesas italianas del Renacimiento, y, mucho menos, hacerlas copartícipes de los actos de barbarie de aquéllas. Lo consideraríamos, sin más, una torpeza: un exceso más de ese sociologismo desmedido que durante un tiempo se puso de moda en la historia del arte.

¿Por qué, entonces, la pervivencia de prejuicios de esa misma índole en el campo del cine? Si la falta de perspectiva histórica es, sin duda, uno de los motivos, no es, desde luego, el único. Existe otro mucho más difuso, pues tiene que ver con el que, seguramente, constituye el auténtico prejuicio de fondo. Uno tan escurridizo como implícito, pues, por lo general, queda informulado. Se trata del prejuicio contra el relato.

Si el cine americano clásico sigue aún hoy, ya entrados en el siglo XXI, bajo sospecha, es porque es un cine de relatos. De relatos fuertes, pregnantes, capaces de atrapar el deseo de sus espectadores y de arrastrarlos a intensos procesos de identificación. O, en otros términos: el motivo de la sospecha, del prejuicio que impregna nuestras relaciones con el cine clásico americano tiene que ver con lo que constituye su singularidad, o, por qué no decirlo, su anacronismo en el contexto de la historia general de las artes contemporáneas. Pues, ¿acaso no ha sido el arte del siglo XX, en lo que respecta tanto a la literatura como al teatro o a la pintura, el de la crisis del relato?

Ahora bien, lo que en el campo de la experiencia artística hubo de vivirse como una crisis del relato, en el campo del pensamiento teórico acabó por articularse en términos positivos: como desenmascaramiento del relato. Relato y mito, en suma, se convirtieron finalmente en sinónimos de impostura y mistificación. No habría, entonces, otra verdad posible que la de la deconstrucción.

Y así fue como el cine clásico americano hubo de convertirse, a la vez, en el prototipo del mal objeto y, simultáneamente, del objeto fascinante de la teoría, la crítica y la historiografía cinematográfica –y no sólo la europea; pues la americana era también, en sus presupuestos, europea–: encarnación del engaño, de la mistificación. Fascinante y letal, en suma.

Lo más notable es precisamente que ese mal objeto no dejó por ello de ser el objeto de referencia de la historia del cine, incluso de la historia del propio cine americano. Pues ésta pasaría, a partir de entonces, a ser reivindicada como la historia de las transgresiones, de las denuncias, de los desenmascaramientos; historia, entonces, de la aparición de los cineastas modernos que se apartarían –y denunciarían, desenmascararían– las imposturas de los clásicos.

Sorprende en qué medida tópicos como éstos no sólo perviven en el ámbito de la teoría cinematográfica sino que incluso alcanzan a cineastas que, por su obra notable, se insertan en la mejor tradición del cine norteamericano. Así sucede, por ejemplo, en el que con todo, es, uno de los mejores libros sobre cine escrito por un cineasta: Martin Scorsese. Un recorrido personal por el cine norteamericano. Su origen se encuentra en el documental sobre el cine americano que el mismo Scorsese realizara en 1994 para el British Film Institute, con motivo de la conmemoración del primer centenario del nacimiento del cinematógrafo.

Un simple vistazo al índice del libro evidencia hasta qué punto el cineasta encuadra la historia del cine americano a partir de los presupuestos conceptuales de la deconstrucción: tras situar el conflicto entre la vocación expresiva del artista y la lógica industrial del sistema de los estudios (capítulo 1: El dilema del director ), caracteriza al cine clásico a través de los conceptos de narración, género e ilusionismo, considerados casi como equivalentes (capítulo 2: El director como narrador ; capítulo 3: El director comoilusionista ) y, finalmente, traza las líneas de evolución del cine americano desde la ingenuidad clásica hasta la madurez moderna a través de la crónica de los contrabandistas y los iconoclastas que transgredieron las convenciones clásicas en aras de un mayor realismo (capítulo 4: El director como contrabandista ; capítulo 5: El director comoiconoclasta ).

Y sin embargo… sin embargo Scorsese no es un teórico, sino un cineasta. Y uno de los mejores. De manera que no se preocupa por las contradicciones que puedan poblar su discurso. Su deuda pasional con el cine clásico –con ese mismo cine frente al que, por su condición de moderno, se ve obligado a tomar distancia crítica– impone sus exigencias.

Así, a la vez que, a través de uno de sus compañeros de generación –y, uno, dicho sea de paso, de obra mucho menos interesante que la suya–, Brian de Palma, suscribe los presupuestos deconstructivos –«En cualquier forma artística se crea una ilusión para que el público observe la realidad a través de un ojo especial. La cámara siempre miente, miente veinticuatro veces por segundo»–, se distancia de los mismos en la misma medida que su experiencia estética así lo exige: «No puedo ser objetivo, sólo puedo hablar de lo que me emocionó o intrigó […] he decidido resaltar algunas de las películas que dieron color a mis sueños, que cambiaron mis percepciones y en algunos casos hasta mi vida».

Las mejores páginas del libro son, precisamente, las dedicadas a los cineastas caracterizados como ilusionistas : Vidor, Walsh, Boetticher, Berkeley, De Mille, Borzage, Murnau, Minnelli… Mucho menos interesantes, más previsibles, son, en cambio, las páginas dedicadas a los iconoclastas. Y entre unos y otros, entre los clásicos y los iconoclastas, los contrabandistas: la mejor atención dedicada a éstos tiene que ver, sin duda, con la especial proximidad que el cineasta mantiene con respecto a sus obras. Pensamos que correspondería mejor para ellos el calificativo de manieristas: cineastas próximos al universo del cine clásico pero que, a la vez, como sucediera con el manierismo histórico, dibujan implícitamente su distancia, su desconfianza hacia un universo simbólico que ya sólo pueden vivir como insostenible.

Es ahí, en ese ámbito, donde el cineasta mejor se reconoce; donde, a la vez, puede reconocer su fascinación y su alejamiento con respecto a la obra de los clásicos. Y es también ahí donde esa distancia, cuando ya no sólo se conforma como hecho de escritura cinematográfica, sino que es objeto de expresión teórica, comienza a confundir –y también, esta vez sí, a mistificar– la lógica clásica. Dice así Scorsese, a propósito de La mujer pantera, obra mayor de Jacques Tourneur, uno de sus contrabandistas favoritos: «La película de Tourneur acabó con un principio clave de la ficción clásica: la noción de que la gente se autocontrola. Los personajes de Tourneur estaban movidos por fuerzas que ni ellos comprendían».

¿Era así la ficción clásica? En una estupenda contradicción, el propio Scorsese, unas cuantas páginas antes, nos ha dicho todo lo contrario a propósito de Raoul Walsh, uno de los clásicos más inconfundibles: sus personajes eran «forajidos más fuertes que la propia vida y que estaban más allá del bien y del mal. Sus ganas de vivir eran insaciables […] sus actos los precipitaban a un destino trágico»Sobre la traducción, sólo dos notas: que la obra de Dostoyevski en la que se inspira Las furias, de Anthony Mann, es El idiota, no Los idiotas; que una larga tradición de uso hace más conveniente traducir «crosscutting » por «montaje paralelo» que por «montaje cruzado»..

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Ficha técnica

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