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La parada de los monstruos

Maestros sagrados, sagrados monstruos

JOHN RICHARDSON

Alianza, Madrid, 488 págs.

Trad. de Miguel Martínez-Lage

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Después de Picasso, una biografía (1997) y El aprendiz de brujo: Picasso, Provenza y Douglas Cooper (2001), Alianza Editorial publica esta antología de artículos preparada por el propio Richardson, que resume su trabajo como articulista entre 1973 y 2001. La mayoría de ellos fueron publicados en Vanity Fair y The New York Review of Books.

Richardson reimprime los que tratan sobre personas que ha conocido o que le hubiese gustado conocer por su genialidad, extravagancia o vileza, para rescatarlos del olvido o de la adulación desmedida. En el prólogo declara su intención de presentar la crónica de un pasado extinguido. Sin embargo, se trata probablemente de algo más: un ejercicio de narcisismo, una forma de autobiografía.

La disparidad de los temas tratados en los artículos hace difícil encontrar un denominador común que dé la clave y la razón de ser del libro. Al final de su lectura, dos preguntas quedan en el aire: ¿los maestros son monstruos además de sagrados, o los monstruos sagrados son los petardos que rodean a los maestros? Y finalmente, ¿dónde está el arte en todo esto?

La segunda cuestión aparentemente no viene al caso, porque el autor deja fuera los artículos más académicos para presentar una obra apta para todos los públicos. Pero, leyendo entre líneas, se pone de manifiesto el interés de Richardson por la relación entre arte y sociedad. La autobiografía de Federico Zeri, Confieso que me he equivocadoFederico Zeri, Confieso que me he equivocado, Madrid, Trama Editorial, 1998., trata de lo mismo, y parece más cercana a este libro que los que Richardson menciona como inspiradores de su antología: las Confesiones de una adicta al arte de Peggy Guggenheim o La vida desaforada de Salvador Dalí de Ian Gibson, entre otros. Tanto Zeri como Richardson nos dejan con el corazón en un puño al mostrarnos las vanidades y banalidades que ocupan el centro mismo del mundo del arte. En lo que hace a la primera cuestión, Richardson se explica, pero poco: «Los sagrados monstruos lo son tan solo en la medida en que el público los considere tales. Salvador Dalí, los Sitwell y Truman Capote, por ejemplo, disfrutaban con ese papel […] Hay otros –Picasso y Lucien Freud, por ejemplo– que detestaban que la prensa y la televisión les impusiera ese papel falaz, a pesar del toque de tinieblas dionisíacas que sin duda tienen sus obras». En realidad hay muchos más monstruos que maestros en estos ensayos, y la mayoría de ellos han perdido lo que de sagrado pudieran tener en su momento. De manera que nos encontramos con páginas repletas de caricaturas y horrores por otra parte muy reveladoras.

La ironía y el fino sentido del humor son las mejores armas de Richardson como articulista, pese a verse servidos por un estilo un tanto farragoso. Por otra parte, la traducción es excesivamente literal, con errores tan evidentes y molestos como la confusión entre «modernismo» y «modernidad».

La primera parte del libro, «Entreguerras», es la más interesante, con artículos como «La otra madre de Picasso» (que recupera la memoria de Eugenia Errázuriz, mecenas y amiga de Picasso soslayada en la mayoría de las biografías del pintor) o «El bestial doctor Barnes», que alimenta la leyenda negra del riquísimo coleccionista americano. Resulta especialmente divertido sobre todo cuando nos cuenta cómo Barnes decidió no tener amistad más que con gente «de verdad» para vengarse de las familias patricias de Filadelfia que le cerraron las puertas: sus criados, a poder ser negros, y bomberos de origen irlandés procedentes de los barrios bajos, como él. Pocos eran los elegidos que podían visitar la impresionante colección de matisses, renoirs, cézannes y picassos de su museo privado. El propio Alfred Barr, fundador y director del MoMA, tuvo que inscribirse en una asociación de profesores y usar un nombre falso para poder estudiar los matisses y escribir su monografía. Lo malo es que fue descubierto: «Uno de los cuadros que estaba examinando se encontraba colgado de una puerta que de pronto se abrió y reveló un ojo: el ojo de Barnes. La rendija se abrió más y apareció el doctor como un muñeco de resorte, con su gabán y su sombrero y sus ojos enrojecidos, desorbitados. Barnes, seguido por un fascinado Barr, atravesó a la carrera las galerías y bajó la escalera de entrada para subir a un coche que lo esperaba y que salió volando como un camión de bomberos en plena emergencia».

En «La esposa anfibia de Bonnard», Richardson nos cuenta la trágica historia de amor y muerte que pone un broche vergonzoso al litigio entre la familia Bonnard y unas herederas surgidas de la nada y apoyadas por el galerista Maeght (al que pone de vuelta y media varias veces). Es uno de los más bellos artículos y un gran elogio a Bonnard.

En el segundo bloque, «Mediados de siglo», «Los Sitwell» narra la historia completa de los tres célebres hermanos aristócratas: Osbert, Edith y Sacheverell, con su correspondiente final bochornoso y mediocre. De la obra completa de los tres aspirantes a escritores, Richardson prefiere los versos de Edith, y consigna el fracaso de la saga afirmando que «las ilusiones de superioridad social condenan la obra de un escritor, a veces, a esos inalcanzables, altísimos anaqueles de la biblioteca, donde acecha el olvido». No tienen desperdicio las anécdotas que incluye sobre un T. S. Eliot loco de remate. En 1927, durante una cena en su casa, Eliot sorprendió a todos interesándose únicamente por un ex oficial de policía borrachín de setenta años que se dedicaba a hacer chapuzas por el vecindario. Al parecer lo tenía escondido en la cocina, y mientras James Joyce hablaba de ópera italiana y se dedicaba a cantar algunos pasajes de sus obras favoritas, se abrió la puerta y apareció el oficial, que les «dedicó una reverencia con el sombrero en la mano, diciendo al mismo tiempo: ¡Nas noches, señor Eliot! ¡Nas noches, señor Eliot! ¡Nas noches, señor Eliot!, tras lo cual se largó tarareando con voz potente». «

El buen ojo de Mario Praz» es un inteligente elogio al «insoportable erudito». Nuevamente trata el tema de la decoración, que interesa sobremanera a Richardson y del que habla siempre con pesimismo. Los esfuerzos del sabio por recuperar el estilo neoclásico y defender la decoración como una «exaltación espiritual del propio yo» quedaron en agua de borrajas. Tan solo han servido para que hoy no se recuerde lo suficiente a Praz como teórico de la literatura romántica, el campo en que realmente quiso destacar. Su amor por las artes decorativas y su afán como coleccionista desfiguraron su imagen ante la posteridad. Así, el sabio que se refugió en los objetos fue traicionado por ellos.

«Los líos de Vita» da una nueva versión de la vida alocada Vita SackvilleWest, y «La coleccionista asesina» cuenta la truculenta historia de Domenica, la mujer de Paul Guillaume. Ambos tienen aire de novela policíaca, y el segundo homenajea al marchante cuya colección forma el grueso de los fondos del Museo de Orsay al tiempo que cuenta la historia de su viuda, del amante de ésta, del hijo de Guillaume y de toda una serie de personajes directamente salidos del cine negro, persecuciones automovilísticas e intentos de asesinato incluidos.

«La cama de Peggy Guggenheim» pone la guinda al bloque. Según Richardson, la vida amorosa de la ricachona Peggy sirvió de enlace entre Europa y América durante la segunda guerra mundial: en su «cama surrealista», Jackson Pollock, que fue su amante, aprendió la técnica del goteo de Max Ernst, que fue su marido.

En el tercer bloque, «Las secuelas», «El gigantesco chillido de Judy Chicago» es uno de los artículos más polémicos e interesantes. Compara la famosa cena-instalación organizada en 1980 por la artista feminista Judy Chicago con la exposición de mujeres artistas (1550-1950) comisariada en 1977 por Linda Nochlin y Ann Sutherland Harris. La muestra es un ejemplo de trabajo bien hecho, y marcó un hito en cuanto a la recuperación de muchas pintoras olvidadas y de sus planteamientos feministas aplicados al ámbito artístico. Por lo que se refiere a la cena de Judy Chicago, a quien el autor considera una mentecata, fue servida sobre platos de cerámica con forma de vulva diseñados por la artista. Cada uno de ellos estaba dedicado a la memoria de un personaje histórico femenino, desde Afrodita hasta Virginia Woolf. Basta leer este párrafo para hacernos una idea de la alta estima en que Richardson tiene a Chicago: «Todo el que viera la exposición de Brooklyn por fuerza tuvo que quedar pasmado por el silencio monástico (perdón, quiero decir conventual) reinante en la galería […]. Mujeres que hubieran torcido el gesto caso de que alguien les hubiera mostrado las partes pudendas de una mujer [en otro contexto, se entiende], pasaban por delante de hileras e hileras de coños con la misma reverencia que si estuvieran de peregrinación. No pude evitar sentir cierta preocupación por la influencia ideológica de un movimiento cuyas simpatizantes eran capaces de extraer un influjo tan enaltecedor de semejante bazofia».

«À Côté Capote» relata el trágico final del escritor y sirve de enlace con el último bloque, «Fin de siglo», que comienza con el artículo «Warhol en casa». Con verdadero cariño por el artista, Richardson habla de su vida y nos da claves para acercarnos a su obra: «Aunque fuera el artista más famoso y más reconocido de Estados Unidos, si no del mundo entero, Andy Warhol era paradójicamente un tímido de mucho cuidado. Para contrarrestar su timidez hizo algo característicamente warholiano: ocupó un lugar en el centro mismo del torbellino de la vida en sociedad. Ahí, a la vista del mundo entero, era donde, por así decir, se escondía. No cabe la menor duda: tenía su mundo en donde lo deseaba, simultáneamente a sus pies y al alcance de la mano».

Esta antología homenajea a extraños personajes. Richardson, sin saberlo, traza paralelismos entre ellos y los herederos del dandismo de los que habló en su día Baudelaire: «Último destello de heroísmo en las decadencias. El dandismo es un sol poniente; como el astro que declina, es soberbio, sin calor y lleno de melancolía»Charles Baudelaire, «El pintor de la vida moderna», en Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor, 1996, págs. 378-379.. Personajes que «se hagan llamar refinados, increíbles, bellos, leones o dandis, todos proceden de un mismo origen; todos participan del mismo carácter de oposición y rebeldía». Antes de leer este libro conviene por eso tener en mente la recomendación que daba el propio Baudelaire: «Que el lector no se escandalice de esta gravedad en lo frívolo, y que recuerde que hay grandeza en todas las locuras, fuerza en todos los excesos».

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Ficha técnica

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