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LUIS MATEO DÍEZ La mirada del alma

La mirada del alma

LUIS MATEO DÍEZ

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He encontrado en esta novela corta de Luis Mateo Díez un problema de orden literario que me ha llamado la atención por lo inusual en su excelente obra narrativa. La anécdota sobre la que circula el texto es bien sencilla: un personaje enfermo, recluido en un pabellón de convalecientes, cuenta a otros dos enfermos una experiencia singular que abarca toda su vida. Es un hombre que «ha asumido el abandono como una actitud para perseverar en la vida, buscando el acicate de la dejadez para que las cosas nunca merecieran del todo la pena». Su inapetencia –porque, finalmente, esa actitud genera una inapetencia crónica de la vida– impregna su voz y, aún diría más, rezuma a través de ella. Pues bien, este hombre cuenta a los otros dos el extraño relato, casi fantasmagórico por el modo de exponerlo, de su relación con dos mujeres de la vida y con una mirada y una escena que descubre, de joven, al visitar una casa de citas, y que vuelven a repetirse cincuenta años después; una mirada y una escena que se relacionan, como el lector comprobará al final, de manera específica con las dos mujeres a las que, a su modo, ha amado. El problema al que me refiero es un problema de relación con el lector. Todo escritor propone al lector una voz (o varias) que cuenta lo que el lector va a leer y ambos establecen un pacto, bien sea de verosimilitud, bien sea por convención, sobre esa voz. En el caso que nos ocupa, el pacto es de verosimilitud, esto es: el lector reconoce en la voz a un personaje creíble que, además, se dispone a contar la verdad. Aquí empiezan los problemas. Como primera medida, hay dos voces: la del narrador (uno de los dos enfermos que escuchan la historia) y la del que la cuenta. Pues bien, lo primero que descubre el lector es que ambas voces hablan igual; es decir: construyen igual sus frases. El lector, entonces, ha de decidirse por uno de los dos y lo que hará será tomar al que escucha por una convención asumible y aceptar la voz del que cuenta, que es al fin y al cabo el que lleva el peso del relato. El segundo problema, que queda en el aire, es por qué este hombre decide contar su historia a dos tipos que están dispuestos a huir de ella a la menor oportunidad. No cuestiono la mecánica del asunto, cuestiono el porqué. Quizá no sea necesario saberlo, pero, en mi opinión, esto introduce un punto de gratuidad que daña el relato del personaje. Naturalmente, no me parece aceptable responder que cuenta porque quiere contar ese día o porque es un pelmazo que, en cuanto puede, da la tabarra a los que tiene cerca. Lo que va a contar no es una historia anecdótica: es la columna vertebral de su vida, nada menos. Por eso es por lo que la recuerda el que la oyó; pero, ojo, no la cuenta éste sino el protagonista; la voz es la del protagonista, así que ha de justificarse por sí misma. Vuelvo a preguntar: ¿por qué cuenta? El tercero es un problema estricto de voz, y sin duda el más importante. Esta es una voz que parece contar para emborronar los datos reales y sustituirlos por su pensamiento acerca de los sucesos que acontecieron. Eso implicaría una intención al relatar –quiere velar unas cosas, difuminar otras, aplazar el resultado de otras más…–, pero esa intencionalidad se compadece mal con alguien que lo que está haciendo es, prácticamente, una confesión. Esa voz construye y habla siempre del mismo modo, con frases muy dichas, muy redondeadas, muy construidas, de tono marcadamente sentencioso, lo que nos acerca más a la reflexión que a la narración; hasta el extremo de que la historia que cuenta no nos llega tanto desde la situación como desde la verbalización misma. Véase el modo de construir –que, como digo, se mantiene inalterable–: «La melancolía de mi carácter, aunque mi vida cambió mucho y aquellas carencias fueron sobradamente superadas, seguro que tiene que ver con el sentimiento de aquella desazón que alargaba las horas en un vacío resignado. Hasta puedo sentir el destello de una lágrima inocua cuando, en alguna de esas tardes, la resignación no era suficiente y el hambre se desbordaba como la pena que busca el alivio del llanto». Así una y otra vez, sin pausa. La novela parece estar mucho más dicha que narrada. El relato de Luis Mateo Díez –que es un maestro del equilibrio entre creación de situaciones y verbalización de las mismas, como puede verse, sin más, en La fuente de la edad– obliga al lector a preguntarse por qué este personaje, cuando cuenta, escora tanto el relato hacia la verbalización y nos obliga a preguntarnos continuamente la razón por la que decide operar con la astucia literaria de un escritor, por qué difumina las claves y por qué las muestra sólo en el último párrafo. Y esa continua pregunta que uno se hace es la que continuamente –en mi opinión– saca al lector del relato. La verbalización se come a la situación hasta que ésta se esconde, convirtiéndose en mera referencia entrevista a través de un bosque de palabras sentenciosas. Así las cosas, el relato se va por el lado del personaje. Pero el problema del personaje es que es todo lo contrario de la historia: lo que ella tiene de hermoso misterio, él lo tiene de repetitiva insistencia; es decir: el personaje no progresa, es el mismo de principio a fin; y la historia que puede mostrar su progreso se ahoga en sus reflexiones.

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