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CLÁSICOS

Riemanniana selecta

BERNHARD RIEMANN

La geometría

RENÉ DESCARTES

Analysis

ISAAC NEWTON

Edición de Antonio J. Durán y Javier Pérez Real Sociedad Matemática Española y SAEM. Thales, Sevilla

424 págs.

Introducción al análisis de los infinitos. Introductio in Analysin Infinitorum

LEONHARD EULER

Edición de Antonio J. Durán y Javier Pérez Real Sociedad Matemática Española y SAEM. Thales, Sevilla

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Siguen editándose los clásicos de la literatura –a veces con apellido, se habla del Quijote de Rico, como de la Quinta de Karajan–; menos evidente es que se sigan leyendo. Y cuando se recensiona una de estas ediciones es de buen tono, casi obligado, hacer una disquisición sobre su papel y razón de ser, con el aderezo no menos impuesto de alguna cita: de Menéndez Pidal o de Francisco Rico, de Curtius o de Steiner, de W. H. Auden o de Luis María Anson. Citas que no faltan, la última que uno ha encontrado es de Arcadi Espada, en su estupenda introducción a los estupendos escritos de Camba sobre la Segunda República: «Un clásico, para mí, es algo muy sencillo de explicar: se trata de un hombre al que se entiende y al que vale la pena entender». Y esta exigencia vale también para los de la ciencia: José Manuel Sánchez Ron acaba la suya del primero de los libros aquí reseñados con una muy oportuna de Calvino: «Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos, resultan al leerlos de verdad».

Bien distinto ha sido, y es, el papel de los clásicos de la ciencia, pero no es éste lugar para entrar en tales sutilezas. Además, este papel ha cambiado, y mucho, a lo largo de los siglos: todavía a principios del siglo XIX una de las formas de iniciación, tal vez la principal, de la carrera científica era el estudio, en el original, de algunos de ellos: Newton, Laplace, Legendre, Euler… Hoy, en cambio, nadie empieza, ni sigue, así. Es claro que estos cambios han afectado forzosamente a la edición de los clásicos, tanto en el modo de hacerla (a la luz inevitable de la historia de la ciencia hasta hoy) como en su proyección hacia la sociedad culta en busca de un público. La difusión de los clásicos de la ciencia sigue pautas bien distintas de las de la literatura (y la historia); algo tiene ello que ver con las diferencias, profundas o no tanto, entre ambos mundos, con esas dos culturas de que tanto se habla.

Algunos de los mayores clásicos de la matemática, como los Elementos de Euclides o los Principia de Newton, no han sido traducidos íntegramente al castellano hasta finales del siglo XX, y otros no lo han sido nunca, ni siquiera en parte. No se crea que esto es propio de nuestro país y el castellano; por el contrario, es bastante general. La Alfaguara de Jaime Salinas y Claudio Guillén hizo excelentes ediciones no sólo de clásicos de la literatura (Sterne, Marlowe, Quental) y la filosofía (Descartes, Kant), sino también de la ciencia (Newton, Hooke), pero aquello era tan bonito que no podía durar, y no duró. Hubo otros intentos antes (como el de la Espasa Calpe argentina) y después, aislados y sin continuidad.

En el caso de los dos primeros libros que aquí se reseñan se trata de algo distinto, la edición facsímil de ejemplares conservados en la espléndida biblioteca del Real Instituto y Observatorio de la Marina en San Fernando, acompañada (en otro volumen) de su traducción castellana, con abundantes y largas notas, y diversos artículos introductorios. Lo mismo hizo años ha la Universidad Autónoma de Barcelona con, entre otros, Euler y Arquímedes, en una colección que parece haberse detenido.

Leonhard Euler (1707-1783) fue uno de los grandes de la matemática. Nace cerca de Basilea y tras ser discípulo de Johann Bernoulli trabaja en la Academia de San Petersburgo (17271741), va a la de Berlín llamado por Federico el Grande (1741-1746) y vuelve a la primera hasta el fin de sus días. Llevó una vida tranquila, cuya placidez no arruinó la muerte de su primera esposa, ni la ceguera de sus últimos años (que no le impidió seguir trabajando). Su prole consta de trece hijos e infinitos libros y artículos: todavía no se ha terminado la publicación de sus obras completas, que se calcula ocuparán 40.000 páginas. Si El Cid ganaba batallas después de muerto, Euler siguió publicando artículos durante decenios. Pero él solo, no a la manera de los hermanos Álvarez Quintero, tan injustamente olvidados, que seguían firmando los dos tras la muerto de uno.

Es autor de una obra vastísima y profunda, escrita sin drama ni aparente esfuerzo: en una palabra, Bach y no Beethoven. Ese Bach con el que pudo cruzarse en Postdam en 1747 cuando Federico –flautista virtuoso– le propone el maravilloso tema de La ofrenda musical. Escribió sobre casi todo, y siempre dejando huella: construcción de barcos y navegación, mapas, la Luna y los planetas, elasticidad y mecánica de fluidos (que fundó), teoría de números, geometría diferencial. Su nombre está asociado a la topología (y a la teoría de grafos) con la solución del famoso problema de los puentes de Koenigsberg y el teorema sobre los poliedros, sobre el que construyó Lakatos su Pruebas y refutaciones.

Este libro, del que sólo se ofrece el primer tomo, debe colocarse en el casillero de lo que hoy llamamos análisis matemático, y a él siguieron los dedicados al cálculo diferencial y al integral, textos fundamentales de la época. Sorprenderá al lector que no esté ese cálculo en el libro, pero sí los infinitos, «las cantidades infinitamente grandes y pequeñas aparecen por el texto y luego desaparecen, como en un juego de magia, pero su estancia no habrá sido vana: habrán servido para transformar la función dejando al descubierto importantes propiedades ocultas», que dice Durán en su introducción. Las series (sumas con infinitos sumandos) son uno de los caballos de batalla del libro, pero hay otras joyas, como las particiones de los números enteros.

La presentación material del libro es espléndida –papel verjurado, tapas de cuero adornadas, tipografía de calidad, pocas erratas–, pero el contenido no desmerece. José Luis Arántegui (traductor de Musil y Valéry, entre otros) ha hecho una cuidadísima versión castellana, se diría que intentando dar un estilo (real o inventado) de época, y el resultado es estupendo. La obra y su entorno son ilustrados en artículos de Javier Ordóñez, Mariano Martínez y Antonio J. Durán; el último ha añadido 302 notas en las que no sólo instruye al lector iluminando la obra, sino que explaya sus gustos y opiniones y abre perspectivas múltiples. Es que se trata, no lo olvide el lector, de un clásico.

Escrito lo anterior, casi basta añadir que con el Analysis (1711) de Newton pasa tres cuartos de lo mismo. Mismos elogios a la presentación física del libro, a la traducción del mismo traductor, a los artículos (debidos ahora a Javier Echeverría, José Manuel Sánchez Ron y el mismo Durán) y a las notas de este último, igual de numerosas, detalladas, iluminadoras y útiles; hay que añadir la reproducción de algunas docenas de estupendos dibujos. Pero el personaje Newton no era como Euler –incluso es difícil imaginar alguien más opuesto a él que el retorcido, torturado y torturante, Newton– y, sobre todo, el libro no es un tratado como el anterior, sino la yuxtaposición de varios textos de contenidos dispares, que van del cálculo infinitesimal a la geometría de las llamadas curvas cúbicas, cuya lectura necesita (aún) más de la ayuda, suntuosa, de las notas.

La tercera obra consta de un solo volumen, y menos (o nada) lujoso. Pero se parece en cuanto a su disposición, que incluye una selección de textos de uno de los más grandes matemáticos de la historia, el alemán Bernhard Riemann (1826-1866), formado en Gotinga (entonces centro matemático del universo) junto a Gauss. Se incluye el original alemán junto con la traducción de José Ferreirós, profesor de lógica en Sevilla, autor de trabajos importantes sobre la historia de la teoría de conjuntos y buen conocedor de la época. Todo ello precedido de una larga introducción del propio Ferreirós.

Riemann murió joven, víctima de la enfermedad del siglo, y sus últimos años –pasados en parte en Italia, buscando un clima más propicio– fueron difíciles. No escribió mucho –sus obras completas caben en un volumen– y algunos de sus escritos más trascendentales no fueron publicados hasta después de su muerte. Pero dejó huella definitiva en muchos campos de la matemática con sus aportaciones a la teoría de la integral (de Riemann), que es la que se estudia hoy en primero de facultad o escuela, la topología, las funciones de variable compleja y la teoría de números: hay un acuerdo bastante general en que, sobre todo después de la demostración del Último Teorema de Fermat, el problema sin resolver más importante de la matemática es la demostración de la llamada Hipótesis de Riemann. Pero no sólo en la matemática, porque sus trabajos de geometría, sobre todo de geometría diferencial, prepararon el terreno para la teoría de la relatividad de Einstein, proporcionando algunos de sus instrumentos e ideas fundamentales.

La selección de textos incluye (a veces sólo en parte) muchos de los más importantes, pero tiene el acierto de añadir varios relativos al interés de Riemann por las leyes generales de la naturaleza, y no sólo las de la física sino también, por ejemplo, de la psicología. Ferreirós estudia las influencias fiolosóficas que tuvo Riemann, en especial la de Herbart, y muestra la relación con su visión de la física y el uso de la matemática en ella. En su introducción, que ocupa más páginas que los textos, se pasa revista a la personalidad de Riemann en el contexto más general posible y se expone su obra matemática de manera legible, haciendo una sabia dosificación de las complicaciones técnicas, algo especialmente meritorio en quien no es un matemático profesional.

Ha habido matemáticos de pluma fácil –Cauchy, Poincaré– y reacia –Gauss, Kronecker–; los ha habido rigurosos –Dedekind, Weierstrass-y algo menos –Riemann, Poincaré–, dicho sea con las precauciones debidas. Euler ha sido considerado tradicionalmente como poco riguroso, y usaba las series divergentes después condenadas por Cauchy; Durán lo pinta «moviéndose de forma indefinida entre lo finito y lo infinito». Para Ferreirós, «la puntillosidad y el rigor lógico de Riemann, así como los aspectos oscuros de su personalidad, hacen que uno piense en figuras del tipo Kurt Gödel», pero la descripción de sus sufrimientos (intelectuales) que se hace en la misma página hace pensar asimismo en Wittgenstein.

El nombre de René Descartes se asocia, casi de modo reflejo, con el «Pienso, luego existo» (sobre el que casi todos hemos hecho alguna gracia) y con el Discurso del método, tan comentado y traducido, y que tanta importancia tuvo en la constitución de la filosofía y la ciencia modernas. También se asocia con las coordenadas cartesianas, que representan los puntos del plano mediante pares de números, de la geometría analítica, cuya fundación se le atribuye con todo merecimiento, pero olvidando a menudo a Fermat. El texto donde aparecen, «La geometría», es el primero de los tres apéndices –los otros son «La dióptrica» y «Los meteoros»– del Discurso. Aquí se nos ofrece la traducción catalana, precedida de una larga introducción y profusamente anotada (se diría que ocupan más espacio las notas que el texto).

Suele decirse que Descartes puso en relación la vieja geometría de los griegos –los Elementos de Euclides, pero no sólo– con el álgebra, que en cierto modo acababa de inventar o renovar François Viète (1540-1603), y que ello constituyó la gran revolución matemática del siglo XVII ; hay quien ha afirmado que el estudio de las curvas (geometría) mediante sus ecuaciones (álgebra) fue una de las mayores revoluciones en la historia de la matemática. La geometría, sin embargo, no desaparece, ni tampoco la relación con los griegos y sus construcciones clásicas con regla y compás: sólo que para Descartes todo problema geométrico resoluble de esa manera debe conducir necesariamente a una ecuación cuadrática (de segundo grado). En la misma línea, establece que sólo hay dos maneras de resolver las ecuaciones cúbicas: duplicando cubos o trisecando ángulos (dos de los tres grandes problemas clásicos de la matemática griega: el tercero es la cuadratura del círculo). Pero va mucho más lejos en cuanto al estudio de las raíces de las ecuaciones algebraicas obtenidas igualando un polinomio de grado cualquiera a cero, con algún barrunto más o menos lejano de lo que hoy llamamos Teorema Fundamental del Álgebra. No hay sólo rectas y circunferencias; también encontramos otras curvas más complicadas (con la conocida distinción entre «geométricas» y «mecánicas»), así como sus ideas sobre las normales a una curva y la noción de curvatura. También plantea cuestiones relativas a las curvas cúbicas que no seran resueltas hasta el escrito de Newton antes mencionado. Y la capacidad de poner en relación las curvas llamadas óvalos con la óptica (las lentes) de la «Dióptrica» –donde, por cierto, Descartes demuestra la ley de la refracción, la ley de Snell– es un excelente ejemplo de cómo practicaba Descartes la unidad de la ciencia predicada en sus obras filosóficas.

Descartes, Newton, Euler, Riemann: los padres, respectivamente, de dos de los pilares (geometría analítica y cálculo infinitesimal) sobre los que se apoya la matemática, el hombre que más y mejor contribuyó al desarrollo de ese cálculo y a otras muchas partes de la matemática, el genio muerto joven que cambia algunas partes de su ciencia (la geometría), funda algunas otras y deja ideas que ocuparán a sus sucesores durante un siglo. Pero también dos de los padres de la ciencia moderna, aunque los Principia fueran más exitosos que los vórtices, el hombre que encuentra más y mejores aplicaciones de ese cálculo y desarrolla la mecánica de fluidos y la elasticidad, el matemático lector de filosófos (como Einstein) que pone en relación sus geometrías con las física y prepara en buena parte la relatividad. No es nada evidente que estos libros cumplan la primera condición enunciada al comienzo por Arcadi Espada, si la extrapolamos al contexto científico, y hasta hay motivos para temer que no sea así; sí que satisfacen de sobra la segunda, y las de Calvino. A ponerlo de manifiesto contribuyen admirablemente los incansables y clarividentes anotadores. Si hay un Buen Dios en el Tercer Mundo (o Mundo Tres, o como se quiera traducir) popperiano, Él se lo pagará, porque lo que es en éste… I

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