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Liu Xiaobo (1955-2017)

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Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz en 2010, falleció el pasado 13 de julio, bajo custodia, en un hospital de la ciudad de Shenyiang, la capital de la provincia de Liaoning. Tenía sesenta y un años. La causa inmediata de su muerte fue un cáncer de hígado, posiblemente de resultas de una hepatitis mal curada. La responsabilidad de esa muerte prematura recae sobre Xi Jinping, el celebrado líder que, según los medios progresistas, iba a llevar a China a una etapa de grandes reformas económicas y al imperio de la ley. La vergüenza la comparte todo su gobierno con el de Hitler que también dejó morir encarcelado a Carl von Ossietzky, el premio Nobel de la Paz en 1935. Entre nosotros, la desaparición de Liu ha dado lugar a poco más que unas cuantas gacetillas de ocasión.

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El 8 de diciembre de 2008, la Oficina de Seguridad Pública de Pekín advirtió la publicación en el portal web del PEN Independiente chino de un documento llamado Carta 08 y esa noche detuvo a Liu y lo mantuvo confinado sin revelar su paradero hasta junio de 2009. El 25 de diciembre de ese año, un tribunal de Pekín lo halló culpable de «aprovechar los rasgos mediáticos de Internet […] para publicar artículos calumniosos e incitar a la subversión del poder estatal y del sistema socialista de nuestro país». En octubre de 2010, Liu Xiaobo obtuvo el premio Nobel de la Paz.

La Carta 08, inspirada por la Carta 77 de la antigua Checoslovaquia, exigía una serie de reformas democráticas. No era, pues, más subversiva de lo que lo han sido otros manifiestos por la democracia liberal. Como diría Liu en su alegato ante el tribunal, «mis palabras clave para una reforma política en China son gradual, pacífica, ordenada y controlable […]. Oposición no es lo mismo que subversión». Pero el tribunal, al fin y al cabo una cuadrilla de burócratas a sueldo, lo condenó a once años de cárcel. No era la primera vez.

Liu XiaoboEn 1989, cuando empezaron las protestas en la plaza de Tiananmén, Liu estaba enseñando Ciencia Política en el Barnard College de Columbia. Había ido a Estados Unidos persiguiendo el sueño colectivo de tantos intelectuales transterrados: encontrar en Occidente las respuestas, todas las respuestas. Dice mucho de su buen juicio que pronto cayese en la cuenta de que las respuestas están en el fondo de cada uno de nosotros, doquiera que hayamos nacido, y sólo dependen de nuestra voluntad de buscarlas. Confiar en recetas ajenas equivalíha a «ver a un parapléjico reírse de un tetrapléjico». De Nueva York, para unirse a la movilización de los estudiantes, no volvía, pues, un académico posmoderno, sino un luchador.

Pero no un subversivo. La huelga de hambre que, junto con algunos colegas, inició en Tiananmén buscaba convencer al Gobierno chino de la época y a los estudiantes que ocupaban la plaza de la necesidad de diálogo y compromiso. El 4 de junio de 1989, el día en que empezó la matanza, su mediación para que los estudiantes no opusiesen una resistencia desesperada salvó cientos de vidas. Pero las fuerzas del orden de Deng Xiaoping lo habían calado. Era otro perro rabioso, otra mano negra, así que estuvo detenido hasta enero de 1991 y fue expulsado de la Universidad Normal de Pekín, en la que ya sólo cabían los anormales. En 1995 fue nuevamente detenido durante nueve meses. En octubre de 1996 fue enviado por tres años a un campo de reeducación por el trabajo.

Ha sido la suya una larga vida de cárcel, aceptada como un tributo a la verdad en un país que vive en la mentira. Ni la prisión, ni las vejaciones constantes que sufrían él y su familia, hicieron mella en su determinación. En 1993, algunos amigos que le aconsejaban aprovechar un viaje a Estados Unidos para pedir asilo político se encontraron con una firme negativa.

Liu Xiaobo tenía el temple de los héroes. Es indudable. Pero los héroes a menudo están solos y esa soledad les anima a perderse por derroteros inciertos. Algo así como el síndrome Solzhenitsyn. Cuando se tiene la fuerza moral de sufrir cuanto sea necesario y más para asegurar el triunfo pacífico de los propios ideales o, lo que es aún más duro, para estar dispuesto a morir sin verlo, uno siente la tentación de condenar a todos aquellos que no muestran igual firmeza moral: es decir, a la mayoría. Y Liu Xiaobo no escapó a esa maldición.

Liu ya había hecho saber que su fugaz amorío con la cultura occidental acabó al concluir que Occidente, por su propia mano, había agarrotado los grandes valores que albergaba en su seno. Ese mismo sentimiento le agitaba tras salir del campo de trabajo, ahora para con la generación pos-Tiananmén y su indolencia ante el pensamiento crítico, la nobleza de carácter y los valores morales. En su sesgo hacia una vida práctica y oportunista, Liu quería poder ver un renacer de la autonomía individual, un impulso libertario, pero, de cerca, no conseguía apreciar otra cosa que afán de placer y de consumo.

Sin duda, la China de hoy muestra una arrolladora afición por la buena vida, el consumo, el escepticismo moral y la práctica del amor carnal, pero Liu exageraba al decir que los dislates políticos del pasado se habían visto sustituidos por la locura del dinero y del sexo. Sus ataques a la efímera moda literaria de las chicas guapas son difíciles de compartir. En las autoras de ese movimiento literario, especialmente en Mian Mian, el sexo es sólo una frustración más que añadir a un mundo carente de sentido. Que el profundo rigorismo de Liu nada deba a la uniformidad totalitaria de los maoístas no empece que la llamada Nueva Izquierda china lo haga suyo para buscar el renacer de aquella moralina.

Si en Occidente Liu desesperó de encontrar las respuestas, posiblemente fuera por haberse hecho demasiadas ilusiones. En esta parte del mundo nunca ha habido respuestas unánimes para las grandes cuestiones. Los epicúreos no creían tener una moral menos coherente que los estoicos. Disfrutar de la vida, porque no hay otra y ésta se va deprisa, es y ha sido una opción razonable para incontables millones de mujeres y de hombres a lo largo de la historia. Que el Gobierno chino aproveche esa lógica inclinación para mantener su dominación despótica no significa que el único camino de resistencia, o el más eficaz, sea la autoinmolación. Es, sin duda, una opción respetabilísima, pero sólo una. Lejos de una crisis política imprevisible, aunque no imposible, lo mejor que podemos esperar que suceda en China es un cambio de actitudes a favor de la libertad individual, lo que significaría una bienvenida ruptura con la cultura colectivista tradicional. A eso, entre otras muchas cosas, contribuyen notablemente el deseo de vivir mejor; de consumir más y mejor: de disfrutar. Los héroes se cuentan con los dedos de una mano, lo que excluye que una mayoría pueda serlo, y eso es algo que a los estoicos de una pieza, como Liu, les resulta difícil de entender y, aún más peligroso, puede hacerles perder el pie y negarse a tasar la realidad.

¿Ha muerto, pues, en vano Liu Xiaobo? Contestar afirmativamente sería la peor injuria a su memoria. Tener las agallas de no ceder, de escoger el camino más difícil, de defender las propias convicciones, aun a riesgo de la propia vida, está sólo al alcance de unos pocos. Pero no se trata de caer en la metáfora del espejo. En el caso improbable de que nadie quisiera mirarse en él, aunque su muerte se viese desprovista de cualquier eco, a Liu Xiaobo ya nadie puede quitarle la suprema satisfacción moral de haber hecho su santa voluntad hasta el final.

Ha sido la suya una larga vida de cárcel, aceptada como un tributo a la verdad en un país que vive en la mentira

No es fácil que su muerte vaya a suponer un hito inmediato en la evolución política de China. El Gobierno comunista es enormemente eficaz para la insidia y, además de la censura de cualquier noticia sobre Liu, sabe de la importancia del silencio. Muy pocos jóvenes de la generación del milenio habrán oído hablar nunca de él. La represión furiosa que ha desatado Xi Jinping contra cualquier muestra de disidencia durante los años de su mandato no lleva trazas de abatir. Opositores políticos, abogados laboralistas, grupos de feministas, líderes sindicales, periodistas, libreros, ecologistas, y hasta las clases medias urbanas que se manifiestan para poder comprar más pisos: sobre todos ellos y ellas han recaído castigos ejemplares. Y, por supuesto, como sucedía en los años tardíos del franquismo, la mejora general de las condiciones de vida ha conseguido que la gran mayoría acepte pasivamente –muchos hasta con entusiasmo– el contrato social vigente.

Mejor, pues, que la del espejo, a la muerte de Liu le acomoda la imagen perdurable de la semilla. Aunque sea imposible adelantar cómo o cuándo, el Partido Comunista Chino acabará por ver puesta en cuestión su legitimidad. Tal vez el proceso se mida en décadas, tal vez en años, tal vez en meses: la vida siempre sorprende. Cuando la crisis llegue, sus opositores buscarán inspiración, objetivos, justificaciones, temple moral, razones para luchar. Y ahí, como en un roble cuya sombra se ha alargado en el silencio, repararán en la memoria de Liu Xiaobo.

Es difícil rematar su epitafio sin mencionar a Liu Xia, su mujer, su compañera, su colega de aficiones y de lucha en las horas felices y en las amargas. Tan buena escritora de poemas como él. Una reputada fotógrafa; una buena pintora. Cuánto más sencillo no hubiera sido su sino si, como querían los jerarcas chinos, hubiera cambiado el ser un roble gemelo por la traición. Hicieron lo imposible para conseguirlo y, en su frustración, convirtieron su vida en un infierno. Tras la condena de Xiaobo, Xia, nunca acusada de haber cometido un delito, fue confinada en su domicilio sin recibir visitas no autorizadas, sin salir salvo con permiso, sin acceso a Internet o a la televisión. Es poco probable que, ahora, cuando Liu Xiaobo ya no puede ser vencido, a Xia le permitan salir del país. Como su esposo, al que se le negó la oportunidad de ser trasladado a Alemania o a Estados Unidos para obtener mejores cuidados en sus últimos días, Liu Xia sabe demasiado y, como él, no tiene miedo.

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El día en que escribo estas líneas llega la noticia del último escrito de Liu Xiaobo: una carta para Liu Xia fechada el 5 de julio de 2017, una semana antes de su muerte. En traducción a vuelapluma de la versión inglesa dice así:

Tal vez mi alabanza sea un veneno no fácil de perdonar.

Bajo una luz mortecina, me diste mi primer y zarrapastroso ordenador, tal vez un Pentium 586.
Aquella habitación sin nada especial nos ahogó en miradas de amor.

Sin duda, has leído el poema que escribí para destacar la falta de sensatez de la Pequeña Gamba [Liu Xia]: ésa que estaba preparándome unas gachas de arroz al tiempo que me exigía escribir el himno más desesperado que nunca hubiera visto el día. En seis minutos.

La lámpara mortecina, la pobre habitación, la mesita del té que había perdido su barniz, la exigencia imposible de Pequeña Gamba. Todo se juntó como aquellas estrellas y aquellas piedras que, inopinadamente, cayeron en la cuenta de que eran tal para cual.

Desde entonces, alabar a los himnos se ha convertido en mi vocación, como lo es la de hibernar en la infinita blancura de la nieve espesa para el oso polar.

Un pájaro tras otro han pasado ante mi vista: una vez que arrastran el sabor de una persona, uno lo recordará para toda la vida. Los poemas de Pequeña Gamba funden lo frío y lo caliente, como lo negro y lo blanco de su fotografía. Un pálpito vertiginoso en los bordes de una calma enfrentada al sufrimiento. Niños desesperados, torsos partidos en dos, un humo que emborrona las caras. Un loco envuelto en negro. ¿Tal vez inspirado en la viuda que vio resucitar a Jesús, o en la bruja de Macbeth? Para nada. Ninguna de esas dos. Sólo un mínimo tallo en la impar jungla de creatividad de Pequeña Gamba; un lirio blanco cubierto de polvo sobre un horizonte plomizo, dedicado a los espíritus de los muertos.

Como en una tragedia, completar el primer cuadro hizo saber que la colección de la Pequeña Gamba quedará para siempre inacabada. Lo que más me hace sufrir hasta el día de hoy es no haber sido capaz de ver una exposición de sus trabajos: Poesía, pintura y fotografía. Blanco y negro entrelazados.

El amor es agudo como el hielo. Tal vez esta tosca alabanza suene a blasfemia para esos poemas, esos cuadros, esas fotografías. Te ruego que me perdones, G. [Liu Xiaobo].

G: Al fin, con unos cuantos días de retraso, he tenido fuerzas para acabar la tarea que me asignaste.

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Hace unos años, con motivo de la ausencia forzada de Liu en la ceremonia de entrega en Oslo de su premio Nobel, Simon Leys se hacía una pregunta: «Los líderes chinos seguramente tienen una idea muy cabal de su propio poder. Si es así, ¿por qué temen tanto a un poeta y ensayista frágil y carente de él, encerrado en una cárcel, privado de todo contacto humano? ¿Por qué la mera imagen de esa silla vacante al otro lado del continente euroasiático les provoca semejante pánico?» La pregunta de Leys, como casi todo en sus inteligentes trabajos, corta por ambos lados. Gracias a Liu Xiaobo y a otros resistentes como él, gracias a los chinos que no comulgan con ruedas de molino o que simplemente desean vivir mejor, estamos llegando a saber que esos gobernantes no son tan poderosos.

Ellos también lo saben.

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Adiós, Liu Xiaobo. Descansa en paz; como un roble.

Madrid, 18 de julio de 2017

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Ficha técnica

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