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Salvarse de la revolución

DE PRONTO EL DOCTOR LEAL

René Vázquez Díaz

Icaria, Barcelonaq

182 pp.

15 €

EL NAVEGANTE DORMIDO

Abilio Estévez

Tusquets, Barcelona

378 PP.

19 €

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La obra de Abilio Estévez es una de las más importantes de la Cuba de hoy. Escrita a la vez dentro y fuera, con cierto miedo en un principio, con absoluta libertad ahora, es de una tristeza absoluta, en las antípodas de cualquier visión turística de la isla. Hay una progresión en la rabia del autor desde Tuyo es el reino hasta El navegante dormido, pasando por Los palacios distantes. Entre la metáfora límpida de la primera y el grito de desesperación de la última se ha profundizado un exilio sin piedad, sin retorno posible. El autor sabe que esa Habana, pasada y presente, que él conoce como nadie, en sus más íntimos recovecos, ya ha desaparecido físicamente, recobrando sólo cierta realidad en las ficciones, que van acercándose cada vez más al testimonio crudo. El horror de lo vivido por él y por sus personajes supera ya cualquier barrera anterior, cualquier autocensura. Y ocurre aquí lo mismo que en toda creación que puede expresarse sin cortapisas: va perdiendo algo de su poder de sugestión y de su capacidad imaginativa para expresar lo que queda por decir. Se vuelve grito, rencor plasmado en las palabras. No le permite al lector forjarse su propia visión. Éste ya no va completando el libro, sino que se lo traga, aceptándolo todo o rechazándolo.
No quiero decir con eso que Abilio Estévez no tenga razón en desahogarse, en aullar su condena total de un régimen que lo ha obligado a vivir una vida en soledad, que lo ha expulsado de su universo cotidiano. Pero, al hacerlo, y de manera tan contundente, abandona progresivamente el campo de la literatura para adentrarse en el de la política a secas.
La historia es un huis clos, como a menudo en su obra. Una familia se encierra para protegerse de un ciclón que se anunciaba devastador en una casona en la playa, al oeste de La Habana, en el año 1977. El fin del mundo, el apocalipsis. La novela parece haber sido escrita ayer: los huracanes son una plaga recurrente en Cuba. Son también un símbolo, el de una catástrofe que puede acabar a cada rato con el universo existente, por más feo y absurdo que sea. Lo que importa es la espera, interminable. En ese lapso de tiempo los hombres y mujeres que componen el núcleo rememoran el pasado y ajustan cuentas. Como todas las familias en Cuba, sus miembros están profundamente divididos: unos (los menos) están a favor del régimen, otros (la mayoría) está violentamente en contra. Y, aprovechando los ruidos, el estruendo de los vientos, se puede hablar, ya que nadie puede escuchar lo que allí se dice. Entonces se desatan los reproches, los rencores, el odio. Entre las distintas generaciones, la incomprensión a veces es total. Sobre todo, uno de los más jóvenes decide irse, escapar en un bote, aprovechando la vigilancia menor de los guardacostas, a pesar del peligro. La temporada de ciclones no es, por supuesto, la más idónea para las «salidas ilegales». El destino que aguarda al joven puede adivinarse fácilmente. El «navegante dormido» encontrará el sueño eterno.
Lo que cuenta (y denuncia) Abilio Estévez es la tragedia de los balseros, narrada desde fuera, con la distancia que deberían permitir, en principio, la lejanía y los años transcurridos. Que, durante medio siglo, los que no están de acuerdo con ese sistema absurdamente represivo tengan que huir arriesgando su vida, calladamente, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a los miembros de su propia familia. En esa huida está el exilio de todos y cada uno de los cubanos desterrados. Es una marca, un destino, en el que todos pueden reconocerse.
Más importante que protegerse del ciclón es, pues, salvarse de la revolución. Ésta no es sino un huracán interminable, que no acaba de pasar y que deja detrás de sí un sinfín de ruinas, que nadie tiene ganas de levantar. De las ruinas Abilio Estévez ya ha hablado, como su compatriota, hoy también exiliado en España como él, Antonio José Ponte (véase, por ejemplo, La fiesta vigilada, Barcelona, Anagrama, 2007). Este último va aún más lejos, considerando que ha sido un «arte» por parte del régimen castrista, que se trata de una empresa deliberada, vandálica. Destrozar las ciudades levantadas por la mano del hombre ha sido obra de otros hombres, que prefirieron congelar el tiempo, manteniéndose en el poder hasta el infinito para tratar de ahuyentar la muerte y entrar en la Historia, arrasando con todo y con todos, sin compasión. Cada uno a su manera, Ponte en el ensayo, Estévez en la novela, dan cuenta de un universo indescriptible (por lo efímero de sus referencias, todas ellas en vías de desaparición), lleno de nostalgia hacia lo que algún día fue, aunque ellos, por ser demasiado jóvenes, solamente lo vivieron en los relatos de los mayores. Su labor es ésa: transmitir la memoria del tiempo anterior al tiempo detenido por obra y gracia de un régimen inmovilista, anacrónico, absurdo hasta un extremo inconcebible para una mente humana normalmente constituida. Es también una acusación contra los ojos, innumerables, que nunca han querido ver, en nombre de ideologías diversas, que creen más en un sueño irrealizable que en los pobres humanos que tienen que padecer la realidad de su realización.
No todos los escritos de exiliados cubanos son uniformes, sin embargo. En efecto, existe un caso aparte: el de René Vázquez Díaz, un escritor residente en Suecia cuya particularidad esencial consiste en cantarle loas al castrismo. ¿Cómo llamarlo, en este caso? Exiliado no, por supuesto. Pero así es como lo considera parte de la crítica, hasta el punto de haberle concedido una prestigiosa recompensa otorgada por periodistas, escritores y catedráticos bajo el sello de Radio Francia Internacional: el premio Juan Rulfo de novela corta (parece interminable, sin embargo). Aquí se trata de un relato de espionaje. Y el «héroe» (porque aquí hay buenos y malos) es un médico cubano que vive en Suecia (alusión límpida al autor) y que va de viaje a Miami, donde se encuentran los malos, entre ellos su propio hermano.
Lo único que hay en común entre El navegante dormido de Abilio Estévez y este De pronto el doctor Leal de René Vázquez Díaz es la evidencia de la profunda división que afecta a todas las familias cubanas, a causa de las tensiones políticas omnipresentes desde los inicios del proceso revolucionario. Fuera de eso, los dos libros están en las antípodas: en su concepción, en su estructura, en su finalidad. No pertenecen al mismo mundo. En el primero reina la duda. El segundo es un compendio de certidumbres. No hacía falta una novela para proclamar esas consignas. Bastaba con un discurso o un panfleto.
La literatura que se escribe en Cuba o fuera de Cuba podrá ser valorada algún día según parámetros estrictamente literarios. Mientras tanto, mientras duren las circunstancias que han dado lugar a ese cisma radical que ha supuesto el castrismo, los creadores se verán envueltos en la obligación, asumida o rechazada, de definirse en torno a su propio compromiso que, más que una postura política, significa una valoración ética de su propio destino, según se encuentren del lado de las víctimas y de los fugitivos, o del culto a los temibles «héroes» de una revolución triunfante, instalada desde hace décadas en su autoglorificación inmutable.

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