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Lírica, voz y paisaje de Ignacio Aldecoa a los cincuenta años de su muerte

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En una corta vida en la que sólo le dio tiempo a publicar cuatro novelas, Ignacio Aldecoa escribió muchas de las más bellas páginas de la prosa española del medio siglo XX, páginas que son fáciles de espigar en la narrativa breve y extensa de un escritor cuya fama, ya en la época en que lo leí por primera vez poco después de su muerte en 1969, se debía al dominio indiscutible en el género del cuento. Sus relatos, extraordinarios algunos, nunca perecerán, pero intriga hoy, en la relectura y la reconsideración de los antiguos prestigios, comprobar que él se consideraba, antes que cuentista, novelista de largo aliento y ambicioso programa. Sin olvidar nunca al poeta que empezó siendo públicamente en 1947.

Nacido en 1925 en Vitoria, inició en la Universidad de Salamanca los estudios de Filosofía y Letras, continuados en Madrid, ciudad adonde llegó con veinte años y en la que, descontando las temporadas estivales en Ibiza y un curso, el de 1958-1959, pasado con su mujer Josefina Rodríguez en Nueva York, viviría hasta el fin de sus días. Sus dos primeros libros publicados, Todavía la vida (1947) y Libro de las algas (1949), fueron de verso, que pronto abandonó, aun cuando la poesía quedaría, como dijo Caballero Bonald, «filtrada con metódica sagacidad en su prosa narrativa». Los dos poemarios de Aldecoa son de cuidada factura y revelan lecturas bien asimiladas de Juan Ramón, de Rubén Darío y, en el segundo, de algunas voces del 27, como la de Rafael Alberti. Es curioso, sin embargo, que el verso libre del Libro de las algas resulte más encorsetado que los diecinueve sonetos de Todavía la vida, entre los que descuella, dentro de la sección «Sonetos para los amigos», el que dedica a Carlos Edmundo de Ory. Impregnado del mismo espíritu juguetón de Eduardo Chicharro, Francisco Nieva y, en especial, Ory, amigos todos ellos y postistas practicantes, Aldecoa traza de Carlos Edmundo un retrato en clave fumista que empieza con la salutación: «¡Qué hay, luciérnaga vieja, qué hay canoro! / ¡Qué no hay desmedido entre elefante, / entre rijoso can y espeluznante / cisne mohoso y baobad sonoro? / ¿Quién te ha roto el ombligo y en qué poro / de tu Himalaya te guardaste amante?», concluyendo su perfil con un desenfadado terceto final: «Estás sentado sobre tu honda mina / como un buda dormido en lo ignorado, / como un hombre sin pan, como los sabios».

Las frecuentaciones postistas de ese Aldecoa primero, bastante amplias, dejaron en él, una vez alejado el novelista del aliento neodadá de aquel grupo, un poso ocurrente y fantasista del que hablaremos más adelante en sus recurrencias narrativas. También pronto, en sus primeros años madrileños, Aldecoa cultivará regularmente el cuento, campo que le permitió darse a conocer más allá del exquisito pero restringido censo de los poetas y ganar algo de dinero con la publicación en revistas periódicas de entonces como La Hora, Juventud o Correo Literario. Sus muestras iniciales son más bien derivativas, si bien ya se distinguen por una voluntad de estilo que busca una voz propia fuera del marco de las influencias; el Cela más tremendista resuena en El hombrecillo que nació para actor (1949) y en el algo posterior El figón de la Damiana (1950), pero también se advierte un influjo más alambicado, visible en buena parte de la prosa española de la Segunda República y de la posguerra: el de Gómez de la Serna. El ramonismo debió de resultar irresistible para un buscador de nuevos registros expresivos, como sin duda lo fue Aldecoa en toda su trayectoria; y, así, en el primero de los cuentos mencionados, una vieja dormilona despotrica al ser despertada rascándose los piojos «y mostrando el Teruel de sus dientes». Ya antes, en La farándula de la media legua (1948), su primer cuento y un anticipo del tema recurrente de los cómicos ambulantes, un final dirimido a golpes entre la autoridad competente y los actores de la compañía se remata con esta imagen: «La luna viajaba en el incógnito de las nubes que ya casi cubrían el cielo».

Tan preciosista de la palabra como atento observador de los seres comunes, «la pobre gente de España», según su definición, Aldecoa
se distingue por la conflagración de un realismo descarnado y atávico

Aunque en esa fase incipiente del Aldecoa autor de relatos hay títulos de poca enjundia, estropeados por la estampación costumbrista y un gracejo castizo de escaso ingenio, no es exagerado decir que su talento para la caracterización sintética y memorable de personajes brilla pronto, por ejemplo en Un artista llamado Faisán (1950), retrato muy vivaz de un limpiabotas que «componía versos y zapatos, cantaba ópera y se deshacía en virguerías con un cepillo entre las manos». Apaleado por dos rencorosos rivales de su oficio, Faisán llega maltrecho al hospital, donde hace las delicias de los demás enfermos contando «triquiñuelas de hambrón y ratonerías golfantes, con voz de bombo roto […] hasta que las palabras se le tornaban crepusculares, débiles, y una tos cachazuda le traía sangre a los labios y brillos extraños a los ojos […]. La muerte era su digna pareja; pero una muerte vieja y fuera de uso».

Las compañías en gira por teatros de poca monta, los seres insignificantes que cobran momentáneo relieve, el humilde trasfondo local, no pocas veces madrileño, resaltado por el color y la sonoridad de las palabras, son frecuentes en los más de cincuenta cuentos y novelas cortas aparecidos en periódicos antes de que, en 1955, Aldecoa publicase en Taurus su primera recopilación, Vísperas del silencio, donde se encuentra una de las piezas mayores de su obra, Santa Olaja de acero. La santidad del título no es una mártir cristiana, sino el nombre que los maquinistas Higinio y Mendaña han puesto a la locomotora que conducen y cuidan como si se tratara de una figura humana. «A veces la llamaban la señora; pero lo decían irónicamente, porque ellos no eran señores y una compañera de trabajo tampoco podía ser señora». Y Olaja, Santa Olaja, adquiere en las quince páginas del cuento una potente personificación ajena a la parábola o la moraleja. Mientras el segundo de los maquinistas le echa paletadas de carbón para activarla, Higinio, protagonista y voz inteligente del relato, la acusa benévolamente de señoritismo, pues «Se levanta pronto, pero no empieza a trabajar hasta las once».

En la leve trama de un recorrido ferroviario difícil y algo accidentado, Santa Olaja es equiparada a un ser vivo, cambiante, que al meterse en un túnel entra en una tormenta «cargada de ruidos meteóricos y sobresaltantes» y, al salir, avanza libre y alegre; el convoy de mercancías que arrastra «tenía su cabeza, su inteligencia, su fuerza recta en Olaja», y la locomotora que recorre incansablemente esos largos túneles restaura la memoria de una trillada ansiedad, «la desazón de los rostros fosilizados de todos los viajeros que habían querido distinguir sus paredes con los ojos desmesuradamente abiertos. La desazón de los viajeros ancianos, que imaginaban horribles catástrofes dentro de túneles interminables. Algo intestinal y ciego; tajado del paisaje; el temor repentino de que Olaja, hasta entonces obediente, podía dejar de serlo allí mismo».

El cuento, que no es alegórico ni fantástico, seduce por el modo sutil de engarzar el habla y los contextos realistas de los ferroviarios con el perfil metafórico de las dos presencias femeninas: la mujer de Higinio, Charo, apenas comparece, duerme hasta que sale el sol, cuando él se levanta y se va a la estación, y al regresar el marido ya se ha acostado, dejándole la cena preparada en la cocina. Higinio acaba de comer, se desviste y se acuesta a oscuras, sin hacer ruido, pero entonces ella se despierta, para preguntarle cómo ha ido el trabajo: «Bien, como siempre», responde él, y son las últimas palabras de una jornada sin duda parecida a la mayor parte de sus días laborables. ¿Qué ha pasado entretanto? No ha habido descarrilamiento ni adulterio, tampoco traición u olvido. Santa Olaja, después de haber superado los peligros de un trayecto que estuvo a punto de causar bajas, pasará la noche en una vía muerta; la mujer recuperará el sueño hasta la mañana siguiente. Higinio y Charo viven en paz y parecen satisfechos de su rutina. No sabrá el lector lo que la mujer sueña, sola en la cama; el hombre vive, sin embargo, como aventura el desempeño de un oficio que da misterio y quizá sentido a su vida. Un oficio descrito en Santa Olaja de acero con ribetes épicos, por mucho que la actividad de sus personajes sea modesta y mecánica, como sucede en no pocos cuentos y en tres de las cuatro novelas de Aldecoa.

En la primera, El fulgor y la sangre, publicada en 1954, la dedicación de sus protagonistas masculinos son las armas, pues se trata de cinco guardias civiles destacados en una remota casa-cuartel que ocupa un antiguo castillo, donde viven con sus familias bajo el mando de un sexto, cabo comandante y único soltero de los militares. La atmósfera es posbélica, Hitler sigue vivo, y en los episodios y recuerdos entrelazados queda claro que la guerra pasada aún palpitante es la guerra civil española, vivida de manera distinta por cada uno de ellos y por sus mujeres, que son figuras centrales, y al menos dos de ellas, Carmen (con su pasado de peluquera en un ambiente miliciano) y Sonsoles (esposa del guardia civil Pedro, voz narradora), determinantes en la construcción de la novela. Todos los personajes aguardan algo, un futuro no tan aislado para los niños, un ascenso, unas viviendas menos frías e inhóspitas que las del castillo, pero a esa espera se superpone el incidente que desencadena la peripecia trágica del libro: ha habido un tiroteo grave con un delincuente huido, y hasta la hora del anochecer se ignorará qué número, de las dos parejas de guardias que aún no han regresado, ha sido herido o muerto por los disparos del fugitivo.

Mientras los dos componentes del destacamento que ese día libran siguen ansiosos en el cuartel la suerte incierta de sus cuatro compañeros ausentes, las esposas de todos ellos van creando con su rememoración del pasado y su presente desasosiego un coro de voces femeninas personalizado y rico de matices, en el que destaca María Ruiz, la antigua maestra de truculento humor, superior en talento a las otras esposas, pero temerosa de que la condición de posible viuda pueda relegarla a la nadería: «Nadie, como todas. Nadie: la mujer de un guardia. Nadie; una pobre mujer esperando a que le trajeran al marido muerto, tirado en unas angarillas, para que se diera cuenta de que no era nadie o menos que nadie». Sonsoles y Felisa, las dos casadas libres de recelo al estar sus maridos a su lado y fuera de servicio, son, junto a la citada María, las que Aldecoa plasma más sugestivamente, en el caso de Sonsoles desde el arranque retrospectivo de su adolescencia: «En septiembre cumplió catorce años. Poco después comenzó a tirarle el pecho. Primero descubrió los abultamientos de las tetillas, como dos aceitunas […]. Dejó de jugar con los muchachos en los pajares. Dejó de saltar con las faldas al aire en la plaza, junto a la fuente, que no medía el tiempo en su constante dar agua de día y de noche […]. Aquella fuente había creado el pueblo en su torno. Aquella fuente era parte de la riqueza del pueblo. Más antigua que los huesos más antiguos del cementerio, más niña que los balbuceos como de agua de palabras, de la boca más niña de los habitantes».

El contraste entre el exterior campestre del que no llega más que amenaza e incertidumbre y el refugio en el castillo, donde la realidad acuciante se demora en los densos flashbacks de cada historia personal, hace suponer en Aldecoa a un lector de Faulkner, subrayado en este caso el vínculo por el propio título de la novela, evocador, con una contundencia más española que shakespeareana, de El ruido y la furia. Es magistral la gradación de la espera, dividida El fulgor y la sangre en siete segmentos temporales que van desde el mediodía al crepúsculo de un solo día. Ahora bien, creo que Aldecoa habría sido un lector faulkneriano distinto a Juan Benet, hablando de un contemporáneo suyo con quien tuvo cierto trato amistoso. Benet fundamenta el trasunto imaginario de la España interior (por no decir eterna) que es Región en los mitos ocultos y telúricos, mientras que Aldecoa, pese al vuelo poético siempre buscado en su prosa, se nutre de materias más consuetudinarias: el habla verosímil, no pocas veces coloquial, los espacios geográficos y urbanos fácilmente reconocibles, las diferencias generacionales y sociales, que están presentes hasta el desenlace, en el que al fin se sabe que la víctima mortal del tiroteo ha sido el cabo, único hombre soltero y ya destinado previamente a otro puesto de mando. Nada se añade en esa página final de la novela respecto a las reacciones o el porvenir de los cinco hombres y las cinco mujeres expectantes, ahora sujetos todos al compás de una vida escueta y expuesta, en la que lo ya vivido (infancia, guerra, lazos familiares) supera a lo que ha de llegar.

Pero hay en la última página de El fulgor y la sangre un párrafo exento, misterioso y premonitorio, que cierra el libro: «Un hombre caminaba en la noche, a través de los campos, sin dirección fija, azuzado por el miedo. Un miedo que le atería el cuerpo y que le hizo tirar la pistola al cruzar un olivar». Ese hombre innominado que tira la pistola entre los árboles reaparece dos años después en Con el viento solano (1956), todavía huyendo del crimen que ha cometido en la novela anterior. Se trata de Sebastián Vázquez, ausente como tal de El fulgor y la sangre, siendo, sin embargo, en este segundo título, para mí la gran obra maestra indiscutible de Aldecoa, protagonista absoluto: un avatar gitano y bebedor del Meursault de El extranjero de Camus, que ha comprado en una taberna a un desconocido, no sabiendo bien por qué, una pistola ofrecida a buen precio, veinticinco duros, que poco después usará contra un guardia civil que lo ha perseguido hasta el campo de olivos, disparándole sin estar seguro de haber apuntado a darle, y sin querer matarlo, si es que lo ha hecho. La novela relata, con los antecedentes de la falta de determinación de Sebastián, la ruta y los lances de su escapatoria, así como otra espera angustiosa, casi complementaria a la de los guardias y sus mujeres del cuartel de El fulgor y la sangre. Pero, al contrario que la primera, Con el viento solano es, con sus pequeños pueblos manchegos, sus tabernas, posadas y ferias, una novela más urbana que campesina, y más lírica que dramática.

Sebastián ocupa el foco central de la trama: él, sus miedos, las sombras de su conducta, su naturalidad casi animalesca, su singularidad inconsciente. «No era un hombre dentro de la vida normal. Él se había movido toda la vida por miedo. La pereza y el miedo estaban en casi todos los actos de su vida. Un oficinista, un comerciante, un campesino tenían otros móviles. Él no; él había sacado lo poco que había vivido del miedo y de la pereza. Miedo a su padre, a sus tíos, a los guardias, al hambre, a la enfermedad. Miedo en su padre, en sus tíos, en la madre que tenía los ojos ya no sabía si humildes o si miedosos. La pereza para vivir, una desgana que le hacía acogerse a lo primero que le salía, plegarse al instante […]. Recordaba el hambre, el frío y la primera ocasión en que estos no le poseyeron […]. No, no estaba dentro de las normas de los demás. Si el guardia había muerto, el miedo llegaría hasta los hermanos pequeños, hasta el corazón de la madre. Pero nunca le supondrían un asesino […]. A un crimen se le llama desgracia, porque no es más que un accidente en la vida animal […]. Nunca recordaba haber vivido alegremente ni tristemente. Había simplemente vivido. Exactamente como un animal cualquiera. Únicamente con una razón animal».

La indolencia del joven Sebastián, su dejarse arrastrar por acontecimientos que no le afectan en lo profundo, aunque los considere y los tema, hacen de él un personaje espontáneo, sensual, un existencialista sin teoría, inclinado por ello a tener mayor apego a quienes, como él, se dejan llevar por impulsos o simpatías y no por valores. Su relación amorosa con una prostituta enamoradiza, Lupe, acompaña ese viaje al fin de la noche que comienza con su disparo en el campo y acaba doscientas páginas después cuando decide entregarse en un cuartelillo, consumido otro período temporal de seis días marcados por festividades sagradas. Un contrapunto de tersa belleza se logra en el episodio del miércoles, día de Santa Cristina, cuando conoce a un anciano locuaz y comprensivo, el señor Cabeda, chamarilero y artesano de variados talentos y ciencia proverbial, con quien comparte el pequeño cuarto de un hostal; la complicidad que se establece entre ambos seres marginales de tan distinta edad y, a través de la figura de Cabeda, el módico espectáculo de una experiencia humana tan sabia como llana, da pie a una conmovedora imagen de igualación y consuelo dentro de la miseria.

Es casual, tal vez, o está, por el contrario, muy meditado, que al largo encuentro dialogado entre Sebastián y el señor Cabeda –oscilante entre el humor y un pathos contenido– le siga uno de esos pasajes que Julien Gracq llamaba cápsulas de lentitud, ya que actúan sobre el organismo novelesco como pausas o desvíos del curso argumental, difiriendo, frenando la acción, sobre todo si en ella se ha dado antes un pico de violencia o se avecina un giro inesperado. Aldecoa fue proclive en su narrativa a esas divagaciones, pero en Con el viento solano sorprende su abundancia y su ambiciosa cadencia poemática, como la que tiene, una vez que se despiden de la pensión Cabeda y Sebastián, esta fantasmagoría del paisaje, entre castizo y cortesano, que se extiende al lado del Viaducto madrileño: «Chufla de los mirones. El agua bate la luz y la deshace en colores de vidriera. Las botas de goma y los coturnos de los empleados municipales chapotean al corro del árbol de agua de la cañería reventada. Juegan los últimos niños de la mañana con palitos, en el reguero acantilado por la acera. El Palacio Real tiene la palidez tradicional de los infantes que enternecen el suspiro de las viejas pulidas –cintajo al cuello, tras el visillo terciado, el ojo alerta, bisbos de rosario, patriotismo colonial–. Los reyes de los jardines tienen musculatura de caballos de guerra. Bajo los reyes de los jardines en los bancos, los sólitos, amargos ancianos de la gleba, dejan pasar el tiempo». El despliegue de recursos (y de palabras desusadas, que ya en su tiempo se le recriminó al escritor alavés) no elude los manierismos (¿las citas?), como, acabado el párrafo anterior, en la descripción del paseo del joven gitano hacia la Plaza de España: «Las sombras están a media asta. Son las dos y media. Las dos y media y sereno el cielo. Las dos y media, y un tranvía moroso, con un repique de monaguillo, apagándose en la fronda de la arboleda. Las dos y media, y los cimientos del rascacielos que sostienen un cielo de siesta. Las dos y media, y el abrecoches con la digestión a medio hacer –el fresco tomate, la sardina embalsamada, el vino con limón y el pan añorando la chicha– bailando en el estómago. Son las dos y media en todos los relojes de Madrid».

Este Aldecoa de claras resonancias lorquianas en su letanía dilata con filigranas de romance el trayecto del personaje; lo adorna. En otra escena del jueves, día de Santiago Apóstol, y tras una tensa visita no bien acogida por sus familiares del pueblo, Sebastián cae vencido por el sueño, y el novelista descompone así, con un poema en prosa, la violencia latente: «A las cuatro canta la cigarra la nana amarilla, que es como el crepitar de la hoguera del sol. A las cuatro se despluma el gallo bajo las alas, quemado del piojillo rabiado de calor. A las cuatro la mula parda tiene una momentánea rebeldía con el carretero y tira de las varas con una fuerza de máquina loca y quisiera arrancarse el sifué y necesita tres trallazos para acompasarse. A las cuatro la carretera es una línea de piedra hojaldre que la apisonadora machaca. A las cuatro la urraca descansa para la aventura de la fresca. Donde la mosca zumba, está atenta la araña. Donde el polvo reposa, traza su suave estela el pececillo de pared. Donde duerme el amo, duerme el can, siesta profunda y sueño malo. Y peca la moza de sueño turbio y peca el vago con un crimen de dinero, de mucho dinero, para cultivar el descanso».

Muy audaz e incluso antojadizo en la escritura de cuentos, Aldecoa era en la novela un hombre de amplios, más que firmes, programas. Las dos ya comentadas formaban parte de una trilogía que iba a llevar el título general de La España inmóvil y nunca tuvo tercera entrega; trataba de toreros, y su repentina muerte la dejó inconclusa, aunque ya antes había abordado otra segunda trilogía con Gran Sol (1957), sobre «los trabajadores del mar». También esa saga marina quedaría truncada tras dos obras, mientras el autor planeaba otro tríptico, del que nada parece haber quedado, en torno a las gentes del ferrocarril.

Gran Sol, anticipada por un cuento suyo de 1951, La sombra del marinero que estuvo en Singapur, se centra en los pescadores de altura, y lo que Aldecoa llamaba aquí en esos vastos programas soñados por él «la épica de los oficios» refleja la singladura de dos barcos del norte de España, el Aril y el Uro, en una larga expedición a ese caladero del Atlántico norte, donde se suceden unas más bien monótonas escenas de captura alternadas con el ocio de los marineros que pasan las horas leyendo novelas baratas, haciendo preparativos para las faenas de la pesca o dormitando; reaparece como leitmotiv la constante espera, así como la nostalgia de las esposas dejadas en puerto. Los personajes masculinos carecen de la suficiente identidad, aunque hay uno, Domingo Ventura, cuyos recuerdos condensados en tres páginas del octavo capítulo constituyen una especie de micronovela bien compendiada. Está poderosamente contado el clímax de la muerte del patrón Simón Orozco aplastado en cubierta por la red izada repleta de peces, pero, en general, la sensación que el libro deja recuerda, o quizás evoque voluntariamente –en su oralidad acumulativa y de sensible oído– la que produce El Jarama de Sánchez Ferlosio, publicado dos años antes. Pero Aldecoa, queriendo paliar la desnudez de esos diálogos más bien inanes y de esos personajes de una pieza, recurre a lo que domina y más le caracteriza como escritor: el fulgente divagar dilatorio, en algún caso haciendo alarde de enumeraciones caóticas que tienen más de inventario léxico que de sublime visión: «Las bocas feroces y dolorosas de las merluzas, los cuerpos sumergidos en los cuerpos, amenazaban desde la muerte. Los lenguados, recorte de suelo, tembloroso límite de arena de fondo –ojos nublados, tacto graso, horizontalidad de espina– eran pura sumisión desde la muerte. Los bacalaos y las barruendas de senatoriales testas, solidificadas gelatinas, habían muerto plácidamente. Los peces menores de la redada –pintarrojas, rapes, besuguillos, cucos, carnavales, payasos, rayas, escualos…– manchaban de colores la plata blanca, la plata negra, la plata negriverde de los pescados de gran marea y el cáñamo de los pescados planos». Lastrada Gran Sol por su carga de documental pesquero, tan veraz como fatigoso, el lector se enfrenta a la postre, antes que a una novela, a un extenso reportaje al que se agrega el drama de su desenlace, sin que haya progreso en el nudo de la historia ni vivacidad en sus personajes.

Enemigo de las imprevisiones y practicante confeso de lo que llamaba novela construida en la que «tengo que saber lo que va a pasar», Aldecoa tenía otra aspiración a la que nunca quiso renunciar: «el logro de un cierto tipo de novela poemática», según declaraciones hechas al periodista republicano y novelista hoy olvidado Ángel María de Lera. ¿Poemático a lo Ana María Matute, a lo Virginia Woolf? Ambas grandes damas de la novela, más lírica la primera, más ensayística la inglesa, enfáticas ambas, se elevan en sus relatos a mundos imaginarios o reflexivos, y así como las atmósferas de ensueño posromántico de alguno de los primeros libros de Matute asfixian a base de bellas palabras el curso narrativo, Woolf lo entorpece de modo similar con las agudas abstracciones que impone a sus personajes. Aldecoa es distinto. Su territorio literario no abandona el suelo por el que camina el propio autor, si bien su mirada al contorno tampoco se emparenta a la de otros excelentes novelistas-artistas de raigambre española como Gabriel Miró o Azorín.

Tan preciosista de la palabra como atento observador de los seres comunes, «la pobre gente de España», según su definición, Aldecoa se distingue en sus mejores obras por la conflagración de un realismo descarnado y atávico con una esmerada voluntad de estilo que surte el efecto de expandir y sublimar la acción sin juzgarla, sin estilizarla ni quitarle verosimilitudEn palabras recogidas por Juan Luis Alborg en su Hora actual de la novela española, Aldecoa enunciaba un breve credo: «No adopto una actitud sentimental ni tendenciosa. Lo que me mueve, sobre todo, es el convencimiento de que hay una realidad española, cruda y tierna a la vez, que está casi inédita en nuestra novela».. En las dos primeras novelas, así como en numerosos cuentos, entre los que señalo Los hombres del amanecer, Young Sánchez o el ya mencionado Santa Olaja de acero, el feliz ensamblaje de la reciedumbre y el lirismo cristalizan en una originalidad incomparable. Pero cuando, en una evolución temática quizás inevitable al haber ido cambiando esa misma realidad de la España en que vive, el novelista deja de lado el épico heroísmo de los oficios (no pocas veces antiheroicos) en favor de personajes sin denominación de origen ni raíz, su universo pierde intensidad y queda deslavazado.

Los seres insignificantes que cobran momentáneo relieve,
el humilde trasfondo local, resaltado por el color y la sonoridad
de las palabras, son frecuentes en su obra

De ahí, a mi juicio, el fracaso de ciertos cuentos finales, como Party y Amadís, o de la que sería de modo imprevisto su última novela, Parte de una historia (1967), que más que una crónica ficticia de la pesca de bajura, como se proclamaba, termina siendo el desvaído retrato de un grupo de personajes desorientados y espectrales. El libro, como no podía ser menos tratándose de un artista en plena madurez, tiene morceaux de bravoure estilística: las dos páginas del amanecer con que arranca el decimotercer capítulo, o la imagen de un muelle nublado y ventoso donde «las gaviotas se posan y pasean, luciendo como porcelanas». Tampoco le falta algún amaneramiento: esa luz de la tarde «licorosa y perlina». Situada en una pequeña isla atlántica innominada cuya inspiración sabemos, por las propias palabras del autor, que fue La Graciosa, el islote próximo a Lanzarote, Parte de una historia cuenta de modo quizá premeditadamente deshilachado las vivencias de un escritor llegado a ella procedente de la gran ciudad, sin que se sepa su propósito; allí, más que el motivo de la pesca, cobra importancia el discurrir de esos hippies varados, ingleses y norteamericanos, tan errantes y de tan poca encarnadura como el narrador protagonista. Hasta que, en un desenlace un tanto forzado, el más bebedor de todos ellos se ahoga en el mar. Ni el acompañamiento del paisaje ni los perfiles humanos hacen de esta anómala novela fallida el digno colofón de una personalidad literaria de tanta significación.

Y si la muerte en edad temprana malogró a un gran escritor, quizá también nos privó de una más de sus series novelescas, que, conociendo su obra y sus afinidades, es posible barruntar: la dedicada al boxeo. No hubo trilogía, pero sí memorables retazos de ficción respecto a ese oficio o juego de luchadores perdedores que tanto le atraía: están, por un lado, las alquitaradas prosas poéticas de Neutral Corner (acompañado el libro en su edición original de 1962 de las hermosas y no menos elaboradas fotografías pugilísticas de Ramón Masats), y por otro el cuento (de 1957) que yo tomaría como el más logrado y emblemático de todos los suyos, el ya citado Young SánchezEspléndidamente llevado al cine por Mario Camus, conocedor y guionista brillante a partir de relatos de Aldecoa también en la excelente película de Con el viento solano y en la expandida relectura de Los pájaros de Baden-Baden, la sugestiva nouvelle, a la que perjudicó su muy desigual y mal doblado reparto internacional.. El personaje titular, Paco, conocido en los gimnasios madrileños donde entrena por su apodo medio inglés, carece de suerte, pero tiene carácter, que ya desde la primera página se describe con reiteraciones y distanciamiento autoral muy de Aldecoa: «Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó».

El relato, conciso aunque de mediana extensión, tiene sus greguerías («El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón») y esa plasticidad de los paisajes más realistas tratados con la pincelada arbitraria del pintor gestual, como en esta escena vespertina entre Atocha y la plaza de Antón Martín: «La tarde estaba pesada y tormentosa. Llegaban del campo aromas cereales. Olían las cloacas. Olía a humos de locomotoras. La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos como despensas; olía a campesino puesto de domingo en la ciudad […]. Olía a hospital. No olía a hospital, pero Paco tenía la sensación de que caminaba por un pasillo de hospital, mezclados el olor de botica y el de ser humano, acompañado de un murmullo. De un zumbido de quejas sobre enfermedades propias y enfermedades de los parientes o de los amigos a los que se va a visitar». Las disyuntivas sin opción que tanto cultiva Aldecoa en su prosa conducen en este caso a un final inconcluso, abierto al enigma y la libre interpretación del lector. La campana que anuncia el siguiente asalto suena en el ring, pero no sabemos, ni nosotros ni el joven boxeador, quiénes le esperan después del combate: sus empresarios desaprensivos, su familia que depende de él, o tal vez su propio carácter, en el que luchan entre sí un modesto muchacho de barrio, Paco, y el héroe a la fuerza llamado Young Sánchez.

Vicente Molina Foix es escritor, traductor y cineasta. Sus últimos libros son El abrecartas (Barcelona, Anagrama, 2010), El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), El invitado amargo (con Luis Cremades; Barcelona, Anagrama, 2014), Enemigos de lo real (Escritos sobre escritores) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma  (Barcelona, Anagrama, 2017) y Kubrick en casa (Barcelona, Anagrama, 2019).

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