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Perplejidad

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Lídia Jorge nació en el Algarve, en un punto indeterminado del que no da noticia la ficha bibliográfica de sus ediciones españolas, en 1946. Lídia Jorge es profesora de la Facultad de Letras de Lisboa. Al lado de tan escuetos datos conviene decir que esta mujer tiene una amplia obra narrativa, desde que en 1980 se iniciara con O Dia dos Prodigios, tanto en la distancia larga como en la breve, siendo también autora teatral y ensayista. En España, Lídia Jorge está teniendo una recepción lenta pero segura, avalada por ese sector de lectores, tan ambiguo como existente, que podríamos llamar de culto. El jardín sin límites es la versión española de O Jardim sem Limites, una novela de 1995, abigarrada, espesa, mixta, muy bien coordinada. En ella, a partir de una estrategia coral, Lídia Jorge ubica un pelotón de «sobrevivientes» en cierta Casa da Arara lisboeta. Una pensión o albergue o simple alojamiento para ir tirando, que debe su nombre a esta ave multicolor (arara en español vale para guacamayo); una más en los planteamientos ornitológicos (tema tal vez recurrente en su obra) de Lídia Jorge. Una autora dotada asimismo del don de la perplejidad, que sabe transmitir a sus personajes y situaciones. Así que de entrada la autora algarví debe bastante a un cierto existencialismo, bien que rebajado éste por ––digamos– la práctica del absurdo, lo que hace pensar que Lídia Jorge es coherente con la posición dionisíaca delante del arte, según la cual el orden solamente podrá surgir del caos. Así los personajes de El jardín sin límites: un retablo de elementos perplejos en esta Casa da Arara, con esas bañeras de pies de león pero que, en paralelo con la vieja Lisboa (en sintonía con La Habana Vieja) está llena de desconchados en las paredes y ropa tendida sobre éstas. Y es que Lídia Jorge, influida tal vez por el Boris Vian de Los forjadores de imperio, está trazando el retrato de un edificio que se hace/deshace, y al tiempo la parábola de una deconstrucción moral. En El jardín sin límites, en bastantes momentos deviene imprecisa la distinción entre la verdad artística y aquello que es mero simulacro. Por eso, los habitantes (algunos habitantes) de la Casa da Arara practican el arte más efímero, el callejero, y lo reflejan no por medio de pinceles sino de cámaras fotográficas; elemento mecánico este, y por lo tanto mucho más proclive a manipulaciones, cuando no a simples averías. El jardín sin límites, en fin, es una novela muy intensa, de lectura compleja, en la que la imposibilidad de identificaciones personales hace mucho más atractivo el juego de identidades –también de generaciones– que aquí se plantea. Y es que Lídia Jorge, en absoluto dogmática, lleva en este caso hasta sus penúltimas consecuencias (no hay últimas porque el final aquí, como en el absurdo, permanece a modo de puerta abierta) el reflejo de una generación indefinida, que podría ser aquella X de la que tanto se habló en esos años noventa que ahora parecen tan lejanos, también literariamente hablando. Y dentro de esa perplejidad e indefinición se halla igualmente El fugitivo que dibujaba pájaros, de 1998, versión española de O Vale da Paixão (entre paréntesis, me parece cuando menos chocante esta afición nuestra a cambiar títulos; ¿qué tiene de malo que una novela se llame en castellano El Valle de la Pasión?). El fugitivo que dibujaba pájaros es de nuevo la historia de una casa; en este caso familiar, y tiene que ver asimismo con el abandono a que la somete quienes la han venido habitando a través del tiempo. Ahora el protagonista será el primer «desertor», Walter, quien con su marcha, hacia la guerra colonial primero, camino de la emigración después, desencadena todo un conjunto de demonios (abre la caja de Pandora, por lo tanto). La vuelta momentánea de Walter Dias, lejos de poner las cosas en su sitio, reorganiza el caos en una novela de nuevo dionisíaca. Pero lo evidente es que ya nada puede volver a ser como era, incluyendo en ello las relaciones sexuales, que aquí alcanzan su punto más candente (pero Lídia Jorge es maestra en tratamientos implícitos; la explicitud sobre todo en materia de sexo hace tiempo que dejó de ser válida) en el posible acercamiento-tensión entre Walter y su hija-sobrina. Ésta, por cierto, parece como escapada de un drama rural, que es en un plano muy subterráneo parte del substrato de la historia de Lídia Jorge. El fugitivo que dibujaba pájaros, en su hondura épica, tiene un notable tratamiento lírico, y es novela de llamativa, por misteriosa, belleza; resultando Walter todo un arquetipo. Al final la novela roza la solución esperpéntica; lo que no disminuye sino que engrandece sus valores estéticos, consiguiendo así que la remota pero posible dulzura se transforme en tono descaradamente amargo, lo que, como se sabe, puede sentar muy bien a la lírica. La traducción de ambas novelas corrió a cargo de Eduardo Naval, todo un clásico en la línea que, a efectos traslativos, une las literaturas portuguesa y española. Naval hace su trabajo de modo inteligente y efectivo, salvando con acierto las trampas –la peor, la de los «falsos amigos»– tendidas en su camino.

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