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La Utopía de Alberti

Momo o del Príncipe

LEONE BATTISTA ALBERTI

Consejo General de la Arquitectura Técnica de España Región de Murcia. CAM

Edición de Francisco Jarauta Trad. de Pedro Medina Reinón

224 págs.

39,07 €

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El «segundo hombre del Renacimiento», el más completo y universal, después de Leonardo, fue un auténtico diletante. Leone Battista Alberti (1404-1472), florentino como Brunelleschi, jinete, atleta, gran conversador, dramaturgo, lingüista, compositor, arquitecto y matemático, ejerció como funcionario en Roma durante algunos años, con mucho tiempo libre para estudiar las ruinas de la Antigüedad. Miguel Ángel y Bernini fueron principalmente escultores; Giotto, Rafael y Leonardo, pintores. Leone Battista Alberti huyó toda su vida de lo práctico. Pero tuvo un ojo providencial. Y a pesar de sus excesos y su mente mercurial, su sensibilidad profunda y su puritanismo frente a la arquitectura lo llevaron a concebir notables edificios. Terminó la fachada de Santa Maria Novella en Florencia (1456), introduciendo en ella el esplendor glorioso de un sol y el motivo de grandes volutas para unir las alturas de las naves –un rasgo que fue muy copiado, desde el Gesù de Vignola en adelante–, además de revestirla completamente de mármol, una de las herencias más persistentes de la antigua Roma. También remodeló la iglesia gótica de San Francesco en Rímini (1450) como mausoleo de la familia Malatesta, aunque nunca la terminó. El fértil cerebro de Alberti también dio a la arquitectura occidental dos bellas iglesias en Mantua: San Sebastiano (1460), después muy alterada, con la planta centralizada que el arquitecto defendía pero basada en un cuadrado y no en un círculo «divino»; y Sant'Andrea (1470), de cruz latina, levantada sobre altos podios, otra teoría albertiana materializada que dominaría el diseño de las iglesias durante varios siglos.

La arquitectura renacentista, que gracias a figuras como Alberti se convirtió durante casi tres siglos en el gran estilo internacional, dio un nuevo tipo urbano que se encontraría a lo largo de la Historia en la plaza georgiana, los clubes de Pall Mall o en los bancos de Wall Street. Sin embargo, no fueron pocos los arquitectos que intentaron desmontar a Leone Battista Alberti, aquellos que creían que la arquitectura no se podía entender únicamente en términos matemáticos, como lo habían hecho los griegos. ¿O acaso era igual de perfecta una iglesia de Alberti si se reducía a la mitad? Es evidente que no, aunque sus proporciones siguen siendo las mismas. Una prueba de que las creaciones de Alberti se debían más a su ojo infalible que a sus teorías.

En sus diez libros de Arquitectura escritos en latín, De re aedificatoria (1481), considerado el texto fundador de la arquitectura de la época, el florentino basa sus tesis en tres principios claramente refutables: que el ser humano está hecho a semejanza de Dios, que un ser humano con los brazos y piernas abiertos forma un círculo, y que es ese círculo la base de la divina armonía en la naturaleza. Tres afirmaciones inciertas, empezando por la primera, pues todavía hoy nadie ha visto la imagen de Dios. Pero Alberti dejó que naturaleza y razón, saber y juicio armaran el edificio de sus propias ideas, donde vivieran en armonía «lui geometra, lui aritmetico, lui astrologo, lui musico, e nella prospettiva meraviglioso», según retrato de su amigo Landino, que contribuyó a alimentar su leyenda. De otra manera, el arquitecto humanista se parece a esa imagen que Sócrates quiso dar de sí mismo a Fedro en el Eupalinos o la Arquitectura de Paul Valéry:

Sócrates: Todo aquello en que nos trocamos, aun pasajeramente, preparado estaba. Hubo en mí un arquitecto que las circunstancias no acabaron de formar.
Fedro: ¿En qué lo conoces?
Sócrates: En no sé qué honda intención de construir, que sordamente inquieta mi pensamiento.
Fedro: No lo dejaste asomar cuando existíamos.
Sócrates: Ya te dije que nací muchos y que morí uno solo. El niño que viene es un tropel de gentes, que la vida reduce demasiado presto a un mero individuo, el que se manifiesta y muere. Nacieron conmigo una copia de Sócrates, de la que poco a poco se desprendiera el Sócrates destinado a los magistrados y a la cicuta.

Grandísimo aritmético y geómetra, Leone Battista escribió tres libros de pintura (Trattato della pittura, 1435), un tratado sobre tracción (Trattato sui pondi, leve e tirari) y sobre los métodos de medir alturas (Ludi matematici, De punctis et lineis apud pictores), algunos libros sobre la vida civil (De republica, de vita civile et rusticana et de fortuna) y otros amorosos en prosa y verso. Y fue el primero que intentó reducir los versos en lengua vulgar a la métrica de los latinos. Pero de todas, la obra más valorada y difundida, la que provocó más fascinación y la que ocupa un lugar privilegiado entre todas las escritas por él, fue el Momus, que redactó en Roma entre 1440 y 1450 bajo el título La moral y muy graciosa historia del Momo, una gran meditación de carácter utópico que Alberti dedicó «al primo Papa del Rinascimento», Nicolás V, y a su proyecto de renovación no sólo de Roma sino de la sociedad del Quattrocento, que bien pudiera emparentarse con el Encomiun de Erasmo (1509) y la Utopía de Tomás Moro (1516).

Momo fue escrito como telón de fondo de De re aedificatoria («alius […] nobis coedificandus mundus; novum quarebamus exedificare mundum») y es un ataque a las formas de poder, «la parodia celeste y terrestre de la Arquitectura». Su lectura recrea un fantástico y desenfrenado juego entre dioses y filósofos antiguos donde se dan cita ideas sobre el oscuro escenario que el poder político y la vida de los hombres impone al reino de las ideas; la fatiga de vivir («ni una cosa si truova più faticosa che’l vivere») o el absurdo del ser humano («quasi umbra d’un sogno»). También es una meditación sobre la familia, la ciudad, la historia, el poder, la muerte, la vejez, a quien rinden culto la gloria, virtud y la fortuna, el devenir y la «ascritta vicissitudine […] alla tutta universa natura».

La arquitectura ideal del Momo encuentra su punto de partida en el mundo injusto creado por Júpiter, en el que dioses y humanos no aciertan a realizar la deseada renovatio ante la necesidad de novum aedificare mundum. Y ahí es donde entra en danza el dios insolente y testarudo siempre dispuesto a asumir nuevos papeles en una simulación teatral que es un viaje del cielo a la tierra y de la tierra al cielo. Júpiter expulsa a Momo a la tierra a causa de su rebelión, y allí el diosecillo comienza a predicar y difundir un escepticismo y un racionalismo ateo orientado a la crítica de las costumbres. Los dioses celestes, temerosos de perder su autoridad, lo reclaman. Pero el histrión Momo, capaz de asumir cualquier apariencia, ha aprendido mucho de los hombres y muestra a Júpiter los peores defectos humanos en forma de simulación y de persuasión: debe renovar el mundo pero para ello, ajeno a cualquier modelo entre sus iguales, debe descender a la tierra y consultar con los filósofos. Demócrito, con su risa atrabiliaria y cáusticamente pesimista, y Sócrates, y su saber pragmático-artesanal, le aconsejan que desista de su intento, ante la imposibilidad de destruir el mundo y crear otro nuevo. Ante el fracaso, Júpiter expulsa de nuevo a Momo y lo condena a morir encadenado a una roca en medio del océano. El último libro abre la puerta para volver a pensar el proyecto de un mundo nuevo al que Momo definitivamente invoca en un «testamento » donde desarrolla su idea de renovación religiosa, cultural y política. Los dioses se presentan en la tierra para ver cómo viven los hombres, ocupan el proscenio como estatuas y los observan:

«Debe ser obligación principal del príncipe evitar no hacer nada como hacer todo; lo que lleve a cabo no debe hacerlo a solas ni con la participación de todos; debe impedir tanto que uno solo tenga muchos medios como que la mayoría no tenga medios ni posibilidades. Debe hacer el bien a los buenos incluso si no quieren y no hacer el mal a los malos más que lo necesario […]. Combatirá contra los placeres no menos que contra los enemigos. Procurará tranquilidad a los suyos, y para sí gloria y popularidad con artes pacíficas antes que con empresas bélicas».

El Momo de Alberti es un canto al pensamiento, según la mejor tradición estoica, y nos recuerda que mientras el mundo, fuera de la humanidad, no sabe de ningún significado ni sentido más allá de su forma física, la mente humana tiene el privilegio de explorarla. También es un pensamiento nietzscheano avant la lettre recogido en una cita de Anaximandro como uno de los pilares del pensamiento griego: «Las cosas deben sufrir su destrucción en donde se originen, de acuerdo con la necesidad, pues deben pagar una pena y ser sentenciadas por su injusticia de acuerdo con el orden del tiempo».

Esa plena conciencia de la renovación, ese andar y desandar que son las implicaciones más profundas de la existencia, son las extensiones humanas del ser en el mundo. Alberti, al igual que Aristóteles, creía que el arte, en concreto la arquitectura, era capaz de presentar «el objeto inteligible o sensible», hacer que las apariencias sean accesibles a la mente porque van más allá de la mera conciencia. La lógica socarrona y eficaz de Momus ofrece la posibilidad de imaginar una arquitectura ideal de la sociedad, pero también enseña que, a menos que el ser humano decida emprender el camino hacia el punto de fuga en el infinito, estará destinado a vagar torpemente en el vacío.

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