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Leo Strauss, ideas sin contexto

Leo Strauss y el problema teológico-político

Heinrich Meier

Katz, Madrid

Trad. de María Antonieta Gregor, Mariana Magnus y Mariana Dimopulos

244 pp.

22 €

La ciudad y el hombre

Leo Strauss

Katz, Madrid

Trad. de Leonel Livchits

344 pp.

22,50 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Hastío intelectual o gusto por la paradoja. Acaso es un nuevo ciclo en la vida más bien aburrida de la Academia. No estoy seguro. Lo cierto y verdad es que Leo Strauss está de moda. Todo vale con tal de superar la tiranía que John Rawls y sus epígonos ejercen todavía sobre los índices de las revistas especializadas, a pesar del desafío posterior de republicanos y comunitaristas. Tal vez sea un buen pretexto para reforzar la ruina de la modernidad, una vez hecha pedazos la construcción burguesa del yo racional. La inquina contra la Ilustración, seña de identidad epocal, utiliza lo mismo a posmodernos y ocurrentes que a pensadores de gran calado. Strauss pertenece, por supuesto, a esta segunda categoría. Sólo uno de los grandes es capaz de recuperar en pleno siglo xx el debate inmemorial entre la fe y la razón. Sólo un hombre libre de prejuicios pretendería enseñar el amor a la sabiduría a una comunidad de iniciados que aspiraban a filósofos-reyes, aunque casi ninguno pasó de subsecretario. Muy pocos son capaces de plantear un choque frontal contra la pasión igualitaria que preside ese Estado social (más que político) que Tocqueville llamaba también «democracia». Un outsider genial dispuesto a desafiar al espíritu de la época, que sustituye el dualismo vigente entre progresistas y conservadores por una visión agónica –al modo agustiniano– sobre el conflicto entre el bien y el mal. Visto desde los tópicos al uso, hay quien se rasga las vestiduras ante el regreso de la filosofía política genuina (esto es, la clásica) en lucha contra la falacia modernista infiltrada por el cientificismo y sustentada por la ideología. Una propuesta difícil de asimilar para sus colegas atrapados entre la political science conductista y la teoría política constructivista. No es extraño que –fuera de su círculo– suscitara tantas antipa­tías.

Strauss, en efecto, no deja indiferente a nadie. Ni siquiera suele merecer el beneficio de la dudaComo excepción, un estudio equilibrado y sin prejuicios en Fernando Vallespín, en el volumen 5 de su Historia de la Teoría Política, Madrid, Alianza, 1993, donde lo sitúa –junto con Voegelin– bajo el epígrafe «La vuelta a la tradición clásica». También Daniel Tanguay, Leo Strauss. Une biographie intellectuelle, París, Grasset, 2003.. Hay que estar a favor o en contra. Pero, antes de tomar una decisión tan compleja, conviene leer su obra con esmero. Mal asunto. Es más fácil contar anécdotas sobre Allan Bloom y el resto de sus discípulos, y remitirse acaso al Ravelstein de Saul Bellow, que no es precisamente la mejor novela de tan ilustre escritor. Por ejemploCito a Saul Bellow por la traducción de Roser Berdagué, Madrid, Alfaguara, 2000, pp. 21 y 43, entre otras.: «Ravelstein conocía el valor de una camarilla. Él tenía la suya. La constituían estudiantes que él había formado en filosofía política, y amigos de muchos años. La mayoría se habían formado, al igual que el propio Ravelstein, con el profesor Davarr, y se servían de su vocabulario esotérico […]. Los había influyentes, todos estaban bien informados. Constituían un grupo cerrado, una comunidad». El maestro los había conducido a través de los secretos de Platón, de Maimónides, de Maquiavelo, de Shakespeare y «así hasta Nietzsche y más allá». Con un requisito previo: para ser admitido en el círculo era imprescindible leer a los clásicos en griego. Blanco y en botella. Es difícil resistir la tentación de comparar a estos aprendices de brujo con los Cheney, Wolfowitz, Perle, incluso, Rice y otros practitioners; en definitiva, con los «neo­cons» –ahora penitentes– y sus estrategias para el nuevo orden mundial, dejando para el final algún despectivo ajuste de cuentas hacia el Bible Belt y sus fundamentalistas implacables. Mal camino. Con Strauss pasa lo mismo que con Heidegger o con Sartre: quien los acusa de nazis o de estalinistas intenta justificar ante el mundo (a veces, también ante sí mismo) una ignorancia enciclopédica. Esta vía ofrece el pretexto para despachar en pocas lí­neas a un pensador complejo y sutil, cuya lectura reclama talento y sosiego, que ofrece más de lo que da y termina por irritar al más entusiasta de sus admiradores. Sin embargo, nuestro autor distingue con frecuencia entre el filósofo y el sectario, y Heinrich Meier –como veremos– defiende siempre al maestro con un argumento inteligente: de la escuela fundada por Strauss surgieron filósofos, y no sólo straussianos. Aunque ya hemos dicho que este singular art of writing no está al alcance de todos: él se dirige «al que tiene ojos para ver» y está dispuesto a hacerlo «con el ojo desarmado».

Strauss es un pensador esotérico por voluntad propia. A veces no hay quien lo entienda, ni siquiera con una traducción muy aceptable como la que firma Leonel Livchits del libro que nos ocupaCarmela Gutiérrez de Gambra, traductora al español de Thoughts on Machiavelli, expresaba sin tapujos sus sentimientos en una breve nota introductoria: «Me he esforzado por conseguir un castellano correcto; no he conseguido, ni creo que en este caso sea lícito procurarlo, un castellano fluido y grato».. Una fórmula infalible para poner en peligro una vocación es aconsejar a un buen alumno la magna Historia de la Filosofía Política, codirigida con su discípulo Joseph Cropsey (en español, México, Fondo de Cultura Económica, 1993)Bajo el epígrafe «Epílogo. Leo Strauss y la Historia de la Filosofía Política», el manual concluye con un capítulo a cargo de Nathan Tarcov y Thomas L. Pangle, acerca de la obra del maestro y su significado. Por cierto, con un tono contextualista nada frecuente en la escuela: Strauss aparece situado en el marco de la Guerra Fría y de la crisis de Occidente ante el desafío del comunismo, nuevo «despotismo oriental» que amenaza su supervivencia.. Incluso para un investigador avezado, comparar la Meditación sobre Maquiavelo (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1964) con el uso maquiaveliano moderno, desde Skinner y Pocock hasta el reciente Del Águila-Chaparro, exige plantear con honestidad una duda irresoluble: ¿están hablando del mismo personaje? Al fin y al cabo, Strauss acepta retóricamente la opinión (antes) común según la cual Maquiavelo era un «diablo». Pero no hay que olvidar, añade con ironía, que «el diablo es un ángel caído». Es muy probable que algunos ensayistas de moda prefieran eludir la inteligente reflexión sobre ¿Qué es la Filosofía Política? (Madrid, Guadarrama, 1970). La referencia permanente a los clásicos hace más atractiva, pero no menos inaccesible, la lectura de Sobre la tiranía (Madrid, Encuentro, 2005) y de Liberalismo antiguo y moderno (la editorial Katz anuncia una próxima edición española). Allí figura un ensayo, «¿Qué es la educación liberal?», que se encuentra entre lo mejor de Strauss al margen de sus comentarios textuales. La respuesta invita a una lectura intensa: «El producto más acabado de una educación liberal es un ser humano cultivado»Manejo la edición francesa, Le liberalisme antique et moderne, a cargo de Olivier Berrichon Sedeyn, París, P.U.F., 1970. Entre los protagonistas del libro, además de los habituales, destaca un largo estudio sobre Lucrecio y otro más breve sobre Marsilio de Padua.. También están en el mercado títulos como Persecución y el arte de escribir (Valencia, Pre-Textos, 1996), Derecho natural e historia (Barcelona, Círculo de Lectores, 2000) y ¿Progreso o retorno? (Barcelona, Paidós, 2004). El material es abundante. Hay una buena bibliografía en el libro de Meier (pp. 223-242), que el editor anuncia sin reparos como «la más completa» publicada hasta la fecha. Debe de ser así, a juzgar por las ciento cuarenta y seis referencias que incluye. El propio Meier, con Wiebke Meier, es responsable de la edición de las obras completas de Strauss (Gesammelte Schriften, publicada en Stuttgart y Weimar, por J. B. Metzler, a partir de 1966)Una útil información sobre la evolución de estas obras completas a cargo de Joaquín Abellán, reseña en Foro Interno, núm. 5, 2005, pp. 123 y ss. Se han publicado hasta hoy tres volúmenes, que contienen los trabajos escritos originalmente en alemán, organizado cada uno de ellos en torno a una obra principal: el tomo I sobre Die Religionskritik Spinozas…; el II, en torno a Philosophie und Gesetz, en particular sobre Maimónides; el III, en fin, centrado en Hobbes’ Politische Wissenschaft in ihrer Genesis, incluyendo también el comentario a El concepto de lo político de Carl Schmitt y la correspondencia con amigos tan relevantes como Karl Löwith y Gershom Scholem, entre otros.. Ya lo sabemos casi todo sobre el joven discípulo de Cassirer, profesor judío huido del nazismo y maestro durante muchos años en Chicago, nacido en 1899 en algún lugar de Hessen y fallecido en Chicago en 1973.

Hechas las presentaciones, hay que dejar claro que Strauss no es un pensador como los demás. ¿Dónde está la diferencia? Primero y principal: no hay contexto. El lector es situado sin preámbulos in medias res: no hay concesión alguna hacia las peripecias de Platón en Siracusa, las amistades promacedónicas de Aristóteles o el ocio forzoso de Tucídides. No hay literatura secundaria. Es preciso entender a los filósofos de la Antigüedad sin atender a su originalidad, sino a su contribución secreta al despliegue de una verdad universal, necesariamente anónima. Hay que amar el «todo» filosófico y no sólo el «todo» historicista (the whole historical process) de los progresos y los contextos. Por eso, Strauss vistió su propia filosofía casi exclusivamente con el manto del comentario (Meier, p. 173). En las notas a pie de página los inquilinos habituales son Tomás de Aquino, Spinoza o Hegel, y nadie de ahí para abajo. Acaso algún historiador al que elogia, como Fustel de Coulanges, o bien que le desagrada profundamente, como Gomme. A veces discrepa, por citar ejemplos notorios, de Sabine o de Wolin, pero nunca menciona a sus colegas universitarios estadounidenses ni, por supuesto, a los conductistas, a quienes desprecia sin excepción. ¿Venganza sutil? Al cabo, Strauss nunca dejó de ser para ellos un «europeo»Mark Lilla, «Leo Strauss: The European», en The New York Review of Books, 21 de octubre de 2004, pp. 58 y ss. Sobre estos judíos emigrados, Terence Ball, «Discordant Voices: American histories of political thought», en Dario Castiglione e Iain Hampsher-Monk, The History of Political Thought in National Context, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, en particular pp. 113 y ss., incluso un pensador «perverso»Stephen Holmes, Anatomía del antiliberalismo, trad. de Gonzalo del Puerto, Madrid, Alianza, 1999. Entre nosotros, Javier Roiz, «Leo Strauss, ¿un pensador perverso?», ahora en su libro La recuperación del buen juicio, Madrid, Foro Interno, 2003, recuerda ampliamente estos episodios.. Wolin le distingue con una manía irreprimible porque lo considera un reaccionario fundador de sectas. Sin embargo, Strauss nunca se declaró antidemócrata, tal vez como gesto de gratitud al país de Jefferson y Lincoln que le abrió las puertas tan generosamente.

Hay más rarezas. En los autores que examina le importa tanto qué dicen como qué callan. En rigor se apropia de los clásicos, adivina sus intenciones, hace suyos los aciertos y los errores, justifica sin reparos las acciones y las omisiones. Es mucho más que un narrador omnisciente: es el alter ego de Platón o de Aristóteles. Incluso corrige a los atenienses en Melos, cuando dicen cosas «sin darse cuenta». Los argumentos tienden a ser sibilinos: aclaran esto o ignoran aquello en función de razones y pasiones ocultas por muchos siglos de comentarios superficiales. Él desvela el misterio, pronuncia el oráculo, dice cuándo los demás hablan por hablar… Las interferencias son permanentes. A veces es poco convincente: por ejemplo, cuando pretende probar que el número de capítulos de El Príncipe y los Discorsi ocultan misteriosas cifras codificadas. Por supuesto, no se conforma con el «canon» vulgar en las historias de la teoría política: rescata a Maimónides y Alfarabí, y dedica capítulo propio a Descartes y a Husserl, por citar sólo lo evidente. Otorga a Aristófanes un lugar de privilegio que nadie le había atribuido nunca: a su juicio, el comediógrafo ateniense anticipa de forma luminosa los argumentos que justifican el tránsito de la fisis al nomos, con objeto de «politizar la filosofía», más que de «filosofar sobre la política»Pablo Badillo O’Farrell, en su «crítica» a ¿Progreso o retorno? y Sobre la tiranía, en Foro Interno, núm. 6, 2006, pp. 228 y ss..
Vamos a lo importante. Strauss impugna (o mejor: no reconoce) el triunfo de la razón ilustrada sobre la fe revelada a través del constructivismo cartesiano y de la ciencia aplicada. Ni siquiera admite que Atenas y Jerusalén puedan llegar a un punto de encuentro. De hecho, atribuye la máxima relevancia a la filosofía política no como un capítulo de la filosofía general, sino como refugio del pensador genuino para buscar un aliado en su lucha implacable contra la visión teológica. Así, según él, la filosofía política es un producto de la muerte injusta del Sócrates real, sublimado por el personaje platónico, víctima de los dioses de la ciudad encarnados en el demos. El filósofo busca y encuentra un aliado peligroso que se llama poder. El Príncipe le promete libertad, pero nunca le deja emanciparse y le exige desplegar su visión al servicio de quien paga la factura. Víctima de esa traición, la razón queda a merced del viejo principio teo­ló­gi­co que ajusta las cuentas con su eterno enemigo, al que no perdona su carácter constitutivamente antropocéntrico. Así pues, el «nervio» de la historia occidental es el conflicto irresoluble entre las perspectivas bíblica y filosófica de la vida. Volveremos luego sobre el asunto.
 

La ciudad y el hombre consta de introducción y de tres capítulos de extensión dispar y ordenados –muy a su manera– al revés de lo que manda la cronología: primero Aristóteles, luego Platón y el ­último Tucídides. Original, pero no tanto: recuérdese que El sentido de la historia, de su amigo Karl Löwith, empieza por Burckhardt y acaba por la Biblia. La puesta en escena es triunfal. La crisis de Occidente reclama el regreso a la Antigüedad clásica. Es preciso liberar a la filosofía política del dominio de las ciencias sociales y devolverla a su lucha con la teología. El núcleo de la crisis deriva del predominio inaceptable de la pura ideología. Ha pasado medio siglo: la edición original de The City and Man se publicó en The University Press of Virginia (Charlottesville, 1964). El lector abrumado sigue punto por punto las referencias a Spengler y al búho de Minerva y asume sin problemas el vínculo entre la degradación de Occidente y la pérdida de objetivos morales. Pronto salta la sorpresa. «Democratizar» el mundo para garantizar la seguridad de los nuestros forma parte del infausto proyecto moderno, hijo de la idea de progreso. ¿Habrán leído esto los «neocons» más influyentes? ¿Qué pensaría el maestro sobre el Gran Oriente Medio y la teoría de la Nation-Building? No importa demasiado: la política no es geometría y admite unos cuantos desórdenes e incoherencias. Al fin y al cabo, Strauss estuvo siempre alejado de la vida cotidiana y su admirable construcción intelectual carece de efectos en la vida real. Sigamos, pues, con la crítica de la modernidad. La sociedad próspera y universal es sólo una ideología y no una verdad científica, ni siquiera una teoría que merezca ser defendida. Habrá que mirar al pasado, porque el maestro de Chicago promete emociones fuertes: a partir de Aristóteles tenemos a nuestra disposición otra forma de ver las cosas. Veamos cuál.

Sin embargo, el capítulo dedicado al autor de La Política es muy decepcionante. Es un escrito confuso, en el que conviven intuiciones brillantes con disquisiciones reiterativas. Entre las primeras, la visión de la desigualdad humana como fundamento de la polis, de manera que la ciudad es «la única asociación capaz de consagrarse a una vida de excelencia» (p. 66), en abierta oposición con Rous­seau, para quien la fundación de la ciudad permite reemplazar la desigualdad natural por la igualdad convencional. Lo ­ideal sería una ciudad sin demos (léase, sin pobres o plebeyos) porque sólo los mejores son capaces de asumir el modo de vida filosófico. Descorre así «un velo» (¿acaso el de la ignorancia?) y se sitúa más allá del nomos. Aristóteles sería, por tanto, el fundador de la Política precisamente por ser el descubridor de la virtud moral (p. 48), sobre la base de que sólo unos pocos –y no siempre– pueden alcanzar la máxima libertad bajo el imperio de la ley. En cambio, el ginebrino sólo ofrece al disidente de la voluntad general ese trágico destino que consiste en «la obligación de ser libre». Entre lo menos convincente, la eterna disputa sobre los sofistas y Sócrates y la distinción entre naturaleza y convención, que concluye donde a él le gusta: sólo se toma en serio la política el que reconoce que hay cosas que son justas por naturaleza. Ni rastro, por cierto, del Aristóteles «republicano», ahora de moda.

El capítulo sobre Platón (una versión ampliada del correspondiente en su Historia de la Filosofía Política) nos devuelve al mejor Strauss. Páginas y páginas girando sobre sí mismo, en torno al número de los diálogos platónicos, quién habla y quién calla, qué personajes son simpáticos o antipáticos para Sócrates, por qué el maestro decide incluir este o aquel asunto en la conversación. El objetivo, como siempre, es hacer suyas las razones últimas del pensador, rellenar los espacios vacíos, fill the gaps. De vez en cuando, un chispazo de genio. Así: Sócrates fue el portavoz de Platón, pero «hablar a través de un hombre que fue conocido por su ironía equivale a no afirmar nada» (p. 80). O este otro: «Lo primero que Platón hace a sus lectores es convertirlos en personas austeras» (p. 93). Disfruta interrumpiendo el diálogo entre Sócrates y sus interlocutores, introduce nuevas cuestiones, imagina respuestas probables. Se recrea en la descripción de la fundación gloriosa y sus variantes: la ciudad sana, la ciudad feliz y la ciudad de la belleza, gobernada por los filósofos. De vez en cuando, se cruzan Hobbes, con su artefacto mecánico llamado Leviatán, y Kant, con su moralidad divorciada del arte y la naturaleza. Strauss es imbatible cuando sube y baja por las laderas de la república platónica. Cuando culpa a Trasímaco como encarnación de la Injusticia, por cuya boca habla la ciudad iracunda. Cuando convierte a Glaucón, el orador más colérico, en asistente de Sócrates a la hora de fundar la ciudad de la Justicia, en cuyo origen se sitúan las diferencias naturales entre los hombres y cuya validez depende de que los mejores se alejen de la vida privada, fuente de corrupción e indisciplina. Esto es, el clásico argumento antiliberal, según el tópico de Platón, sin referencia alguna –faltaría más– a la open society de Karl Popper.

Strauss desmonta con precisión el argumento clásico sobre la República platónica como equivalente de la idea de justicia. La condición humana es ajena a la perfección eterna e inmutable, de ahí que la ciudad justa sea acaso como el retrato que posee una belleza perfecta sólo en virtud del arte del pintar (p. 176). Es hoy «poco probable», concede con ironía, que se lleve a la práctica por una concurrencia afortunada entre reyes y sabios. Hablando en serio, la ciudad justa es imposible porque exige la ausencia del mal, y ello es contrario a la naturaleza. Pero sobre todo (esto es lo mejor) porque «no posee ningún atractivo para nadie, excepto para los amantes de la justicia» (p. 184). El platonismo sería así una invitación a cultivar la vida filosófica frente a la irracionalidad de la política y de la gente vulgar. Dice lo mismo, casi con las mismas palabras, Sheldon Wolin en Politics and Vision. Por supuesto, no se le cita.

Tucídides somete a dura prueba el método straussiano. El intérprete no está cómodo, el vuelo pierde su altura majestuosa y se echa en falta la grandeza de Platón y de Aristóteles. Por eso duda; apunta intuiciones para luego desmentirlas; ensaya caminos que renuncia muy pronto a transitar. ¿Tucídides historiador? Eso decimos todos, y él también. Pero luego descarta que sea un historiador «científico» (sea ello lo que fuere), porque ignora los factores económicos y culturales, pretende realizar una obra definitiva e inserta discursos redactados por él mismo. No le parece suficiente, aunque alaba el análisis objetivo de terremotos, pestes, eclipses y sequías, así como el papel poco lucido que desempeñan los dioses. ¿Acaso un historiador «poeta»? Lo deja caer, pero luego lo rechaza. Muchas páginas después, cuando el asunto parece relegado, vuelve al tópico más extendido: he aquí la génesis de la historia política, in statu nascendi (p. 234). Eso debe ser. Veamos otro ejemplo. Siempre se ha dicho que Tucídides era filoespartano, como casi todos los oligarcas atenienses. Strauss insiste con razón en su preferencia por los modos laconizantes. Así pues, la maravillosa «Oración fúnebre» expresa los sentimientos de Pericles y no los suyos. De acuerdo. Incluso el gran discurso es seguido por la descripción aséptica de la peste y los desastres de la guerra. Pero luego resulta que sus pensamientos son más propios de la «innovadora» Atenas y hasta adivina que el principio convencional de los capítulos (ya saben: Tucídides, hijo de Oloro, ateniense de nación…) encierra un mensaje para las generaciones futuras. Otros hermosos discursos perfilan la fortaleza dialéctica de sus paisanos frente a la torpeza de los lacedemonios en el uso de la palabra, con la rara excepción de Brasidas. Se trata de la sólida pieza oratoria de Atenágoras, el demagogo de Siracusa, y la que pronuncian los ciudadanos anónimos que estaban en Esparta «para otra cosa», antes de empezar la guerra.

Hay mucho más. Un análisis riguroso de la diferencia entre imperio y hegemonía y de la «democracia imperial». Unas páginas deslumbrantes sobre las ciudades «en reposo» y «en movimiento» y sobre la comparación entre la guerra del Peloponeso y sus ancestros, reales o imaginarios (la Atlántida, Troya, las guerras médicas…). La importancia otorgada al acontecimiento induce a Strauss a discernir el hilo conductor: Tucídides ha descubierto lo universal en lo particular, porque el historiador –con referencia expresa a Hobbes– «presenta los universales en silencio». Indaga a partir de ahí los conceptos de naturaleza humana, de concordia y discordia, el mar y la tierra, la élite y la masa, la barbarie y el «grecismo» (así lo llama el traductor; helenismo sería una opción equívoca). En cambio, es menos afortunada la distinción forzada entre diké y ánanke, justicia y necesidad o compulsión, mal resuelta en una discusión premiosa sobre las causas verdaderas y declaradas del comienzo de la guerra.

El diálogo de Melos ofrece un campo especialmente atractivo para un pensador brillante. Se abre, en el libro de Strauss, con una reflexión aguda: «El asunto no es determinar lo justo sino lo factible», porque las preguntas sobre la justicia sólo surgen cuando el poder es «más o menos» igual para ambas partes (p. 264). Termina con una conclusión impecable: «Los melianos son derro­tados en el discurso antes de ser derrotados en los hechos» (p. 270). En realidad, sólo apelan a la justicia dos géneros de oradores: los que están indefensos y los que son injustos. El desastre de Sicilia, por cierto, obedece a las mismas razones que llevaron a la ruina a Melos. Después de explayarse, Strauss vuelve a sus asuntos. Se inclina por un Tucídides que da preferencia a su ciudad natal y lo excluye, por tanto, de la larga lista de pensadores subyugados por Esparta, descritos por Elisabeth Rawson en un libro estupendo, apenas conocido entre no­so­trosElisabeth Rawson, The Spartan Tradition in European Thought, Oxford, Clarendon Press, 1969.. Se decanta por considerarlo como un historiador «filosófico», en nada inferior a sus compañeros de los capítulos anteriores. En puridad, según el penúltimo requiebro straussiano, Tucídides nos enseña la ciudad tal y como ésta se ve a sí misma, con la religión como elemento crucial, a pesar de su referida apariencia como científico aséptico. He aquí la especialidad de nuestro autor: desvelar el alma genuina de un pensador elíptico frente a la limitada capacidad de comprensión de tantos colegas superficiales. Eterno privilegio del sabio que ve la luz allí donde la gente vulgar está perdida entre las sombras de la caverna.

Vamos con el libro de Heinrich Meier, editor –como se dijo– de las obras completas straussianas. Se trata de un especialista que sabe muy bien cuál es su objetivo: organizar toda la doctrina de Strauss alrededor del eje teológico-político, porque «la refundación de la Filosofía Política y la discusión con la fe en la Revelación son dos caras de la misma empresa» (p. 9), a cuyo servicio pone la tradición histórica del pensamiento político en todas sus dimensiones. Ahogado en el dilema [the grip] de la teología política: así se definió alguna vez el filósofo de Chicago, y en torno a este asunto capital gira la monografía del profesor alemán, un estupendo ejemplo de literatura secundaria que aclara, matiza y dota de sentido a las explicaciones del maestro. Siempre con el riesgo de caer en una suerte de empatía personal con el autor objeto de tantos desvelos. No es nada nuevo: nos ha pasado a casi todos. A partir de ahí, el discurso consiste en salvar las contradicciones y en integrar cada línea (incluidas algunas notas a pie de página en escritos menores) en un supuesto proyecto coherente y sistemático, acaso imaginario, porque ninguno de los grandes lo concibió con tanto ardor y dedicación. Teología y filosofía actúan como dos polos de atracción que configuran la verdadera querella entre antiguos y modernos: dirección divina o dirección humana, un problema que la razón moderna ha procurado eludir a través de una alianza entre ciencia, filosofía y poder, al modo de Hobbes o de Spinoza. Se parte, en todo caso, de un acto de voluntad personal, y no de la necesidad o la evidencia, si bien el punto de vista filosófico peca por falta de sinceridad al negarse a reconocer su origen voluntarista. Cuestión de vanidad.

Ya conocemos el objetivo último: ganar paz y comprar seguridad, caldo de cultivo del burgués utilitarista dispuesto a sacrificar la trascendencia a cambio de un marco propicio para hacer negocios. Strauss se alza frente a ese proyecto. Impugna la razón ilustrada y su deriva liberal-estatista. Por eso, aunque Meier no lo sepa apreciar, gusta tanto a los posmodernos como a los premodernos. Se le perdona, incluso se le agradece, que renunciara a una refundación «política» de ese proyecto moderno, perspectiva apetecible para un judío alemán refugiado en Estados Unidos, la City of Heaven ilustrada. Tiene su mérito, por el contrario, mantener como adversaria a la mentalidad «liberal» y su plasmación en instituciones que sitúan la filosofía al servicio de la voluntad de poder. Lo extraño es que Strauss siempre identifica liberalismo con racionalismo estatista, más fácil de derrotar desde su plan­tea­mien­to que la tradición evolucionista y austera de la libertad según el nominalismo y el Common Law. ¿Por qué asegura Strauss que la filosofía no puede permitirse el lujo de ser modesta? Otra vez la vanidad eterna de los intelectuales, supongo.

Volvamos a Meier. Refundar la vida filosófica como alternativa a la religión conduce a cierta indiferencia acerca del contenido de la llamada divina, algo que –como Strauss reprocha a Spinoza– «no le concierne como filósofo». A la hora de determinar la vida religiosa, da lo mismo cristianismo que judaísmo, incluso que islamismo. Algo falla aquí en el sólido razonamiento straussiano. Tal vez su renuncia al contexto le exige mantener el discurso en el plano intemporal de las ideas platónicas, olvidando que la política no es geometría y que en la vida real la lógica de las consecuencias es mucho más eficaz que la lógica de las intenciones, buenas o malas. Hay, no obstante, momentos apasionantes, como el esbozo de diálogo entre el teó­lo­go y el filósofo sobre la genealogía de la fe en la Revelación o el análisis de la obediencia absoluta como necesidad lógica del Dios omnipotente. No hay lugar, por tanto, para una pretensión racional, que surge por definición de la duda y del escepticismo.

Es digno del mayor elogio el esfuerzo de la editorial Katz por poner al día en español las obras de Leo Strauss. Además, las ediciones son excelentes, las traducciones correctas y casi no hay erratas. Merece la pena dedicar un tiempo a Strauss. Su enfoque inteligente y sutil lanza un torpedo contra la línea de flotación intelectual del mundo moderno. Pero no da en el blanco: hace más daño a la razón ilustrada la ridícula yuxtaposición de ocurrencias posmodernas que los requiebros esotéricos del sabio. A cambio, libera a la teoría política de las insípidas ciencias sociales que introducen una división tajante entre hechos y valores y pretenden que nada puede afirmarse en el terreno de las preferencias subjetivas. Sus admiradores exageran la percepción de Strauss como el gran mensajero, después de Nietzsche, que anuncia la crisis final de la modernidad. En lucha contra los teólogos, la filosofía paga un precio muy alto, tal vez imprescindible: la alianza con el poder le garantiza los presupuestos políticos que permiten el modo de vida filosófico. Destruye de este modo la libertad que pretendía preservar. Habría que indagar si tal cosa existió alguna vez. ¿No será acaso esa libertad una ilusión sinóptica, predicable tan solo de quien rompe las cadenas en la caverna platónica?

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