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Lecturas transatlánticas del Quijote

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La gran ventaja que tiene la perspectiva histórica adquirida tras la acumulación de muchos años de lecturas y relecturas de un mismo texto, es la posibilidad de calibrar cuánto ha cambiado la manera de leerlo. Esta especie de lugar común es muchas veces un modo atractivo de aceptar los cambios que ocasiona el paso activo del tiempo en uno mismo y a pesar de uno mismo. Cuando a ello se une el desplazamiento en el espacio –a veces elegido, a veces forzado–, el margen de diferencias en la apreciación de un texto literario se hace más ancho y más profundo. ¿Qué mejor ocasión que la de este año santo cervantino (como me gusta llamarlo, dado el fervor, a veces cultural, a veces político, de los empeños por celebrarlo) para escribir acerca de las diversas formas de recepción y de enseñanza del Quijote a lo largo de medio siglo?

He leído y enseñado el libro de Cervantes en Argentina, en Estados Unidos y en España. En tiempos apacibles y en momentos menos tranquilizadores; a adolescentes de instituto y a estudiantes de doctorado; para un público general y para estudiosos de la literatura: no recuerdo circunstancia en la que la lectura no fuera gozosa. Al mismo tiempo, con cada uno de los muchos grupos de lectores, la recepción y las propuestas de análisis o reflexión crítica fueron varias y a veces contradictorias o francamente divergentes.

Leer el Quijote con estudiantes extranjeros, sean hispanohablantes o no, obliga siempre a cambiar de perspectiva. No se trata solamente de la existencia de diversos grados de comprensión léxica, sino también de la diversidad del contexto cultural desde el que nos acercamos a un texto literario surgido de otra sociedad y de otra cultura. Pocos fenómenos tan curiosos como el afianzamiento del hecho diferencial de las distintas tribus culturales en medio del inevitable empuje igualador de las fuerzas globalizadoras. Cuanto más comparten los jóvenes la superficie de ciertos hechos culturales en el mundo (música, modos de vestir o de comer, formas novedosas de divertirse y actitudes ante la esfera de lo público y lo privado), mayor es el esfuerzo por retener lo que los identifica como grupo diferente.

Mi interés profesional por el texto del Quijote coincidió con mis inicios docentes. La enseñanza del latín hizo más aguda la percepción de las dificultades de acercamiento a obras literarias de otro tiempo y a una cultura que ya se sentía ajena, pero urgentemente necesitada de recuperación. Por entonces, y después de un seminario a cargo de Marcos A. Morínigo que hoy me resulta de legendaria importancia, la combinación de la historia de la lengua con la de la historia de la difusión del español en el continente americano, así como el conocimiento de la cultura española y europea de los siglos XVI y XVII,me parecieron fundamentales a la hora de enseñar el Quijote a orillas del Río de la Plata.Tan fundamentales como la historia de la literatura eran la retórica y el universo de ideologías en que Cervantes fue conformando su comprensión de la realidad. Hoy, en la isla de Manhattan, donde vivo desde hace ya treinta y cinco años, estos elementos siguen vivos (y se conocen mejor, por cierto) en los comentarios que la riqueza difícilmente comparable del Quijote es capaz de generar. La obligación de descubrir esta complejidad se hace más urgente cuando se tiene enfrente un alumnado cuya heterogeneidad es sólo comparable a la de los pasajeros que partían rumbo a las Indias el siglo XVI. Manhattan consigue reunir todas las cadencias y usos del idioma que los hispanoamericanos llamamos castellano.Y no es infrecuente que a éstas se unan en el aula las numerosas variedades no sólo del inglés, claro está, sino también las del portugués (¿de Portugal?, ¿de Brasil?) y a veces las del francés (¿de Francia?, ¿de Haití?), o incluso del ruso.

A mediados del siglo pasado, y teniendo como alumnos a adolescentes no españoles, el Quijote era percibido fundamentalmente como un libro cómico, anclado en un pasado no fácilmente desentrañable, considerablemente alejado de las experiencias cotidianas de los lectores. Para una mayoría abrumadora de quienes vivían en la remota Buenos Aires, viajar y conocer otros lugares del mundo no era la experiencia que tan fácilmente tienen a su alcance los jóvenes de hoy. Por aquel entonces, la influencia del gran libro de Américo Castro, El pensamientode Cervantes (1925), seguía estando viva, pero al mismo tiempo la estilística nos enseñaba a apreciar la prosa de Cervantes como obra de arte. La figura de don Américo tenía especial relevancia en Buenos Aires, no solamente por el aire polémico que había levantado su Españaen su historia (1948) y su no menos polémica La peculiaridad lingüística rioplatense (1941), un libro demolido con magistral ironía por Jorge Luis Borges, sino porque su paso por el Instituto de Filología había dejado una honda e influyente huella gracias a la novedad y audacia de sus propuestas, a la seriedad de sus anteriores estudios filológicos, a la ejemplar erudición de su libro cervantino.Y en no menor medida, por su seductora personalidad. Así pues, después de una primera lectura risueña venía la necesidad de explicar la persistencia de su fama y del placer que brindaba su lectura. Desentrañar los significados, entender los acontecimientos históricos y las realidades sociales, creo que ayudó a hacer más memorable una lectura obligatoria que cuando somos alumnos tendemos a detestar con un fervor digno de mejor causa.

Enseñar el Quijote en Estados Unidos entrañó, y sigue entrañando, nuevos desafíos. No se trata sólo de que la lengua literaria de los siglos XVI y XVII no les resulte familiar a los alumnos angloparlantes, adiestrados muchas veces más que en una lengua como vehículo de cultura en la pobreza de un lenguaje aparentemente hablado y construido sobre frases destinadas al uso por parte de turistas o viajantes de comercio (la tan cacareada propiedad de «lengua como recurso económico»), sino que las distancias históricas resultan más complicadas y necesitan explicaciones y aclaraciones de otro orden. Recuperar las expectativas de los lectores a los que se dirigía Cervantes y combinarlas con propuestas de interpretación al uso no siempre resulta empresa fácil. En ambientes universitarios en los que aceptar la novedad sin someterla a examen es otra forma de la respetabilidad, equilibrar las dosis de comprensión histórica con la urgencia de la renovación es tarea no exenta de riesgos. En todos los casos, los comentarios han ido enriqueciéndose al ahondar en aspectos poco transitados hace medio siglo. Dilucidar si Cervantes pone en boca del personaje de la pastora Marcela un discurso protofeminista y lesbiano o una defensa de la virginidad de carácter musulmán, son temas hoy inevitables cuando se aborda el episodio del pastor Grisóstomo y su suicidio. Un Cervantes presuntamente racista o defensor de las razones del enemigo son materia de análisis y discusión que adquiere urgente actualidad. En la historia del capitán cautivo, la idea del imperio o el poder absoluto reaparece bajo una perspectiva novedosa en el Nueva York actual.Y en efecto, la idea de una superpotencia dispuesta a desplegar sus tropas por los cuatro puntos cardinales del mundo a fin de imponer un modo insustituible de verdad, es el mejor prólogo que conozco para comenzar a explicar la España de Felipe II a los jóvenes neoyorquinos que se acercan a las páginas del Quijote en la que tal vez sea su primera lectura cabal.

Por otra parte, un sistema educativo mixto que acepta la noción de privilegio y avanza la democrática propuesta de la educación como necesidad universal exige, para quien no ha vivido sus distintas etapas, un nuevo acercamiento al diálogo docente. No conozco ejemplo más ilustre de este esfuerzo de acomodación que el del propio Américo Castro y su huella durante los años en que enseñó en Princeton. A mi modo de ver, el cada vez más acusado conservadurismo de su pensamiento solamente se explica por la influencia que sobre él ejerció el mundo enrarecido de la auténtica torre de marfil en que permaneció encastillado hasta su regreso a la España de Franco. Los años de la guerra fría los vivió desde una perspectiva de dorado aislamiento que debió de alejarlo de toda realidad ajena al recinto universitario. Su influencia sobre los jóvenes hispanistas norteamericanos fue profunda y duradera. La recuperación de su pensamiento desde la perspectiva universitaria norteamericana, sin embargo, no deja de tener matices irónicos. En efecto, su propuesta de armoniosa integración multicultural para entender la historia de España (que tenía en el pensamiento español antecedentes no siempre reconocidos) fue recuperada por el hispanismo norteamericano a la luz ideológica del multiculturalismo, de las políticas de la identidad y del poscolonialismo. En nombre de propuestas heterodoxas (vale decir, progresistas y modernas) frente a lecturas hispánicas ortodoxas (vale decir, anticuadas, monoculturales e irrelevantes en la sociedad actual) se avanzan modos de aproximación a las obras del pasado que validan la manera norteamericana de entender la realidad. No siempre fue así y estoy seguro de que don Américo (como era conocido en Buenos Aires) se sorprendería (tal vez se espantaría) de verse asociado con estos tipos de lecturas alejadas de la documentación histórica. He conocido otros tiempos en este país y en su extraordinario sistema educativo, tiempos durante los cuales el interés por otros ámbitos culturales respondía al deseo de conocerlos desde la óptica propia de aquellos mundos. La actitud que prevalece entre muchos de mis colegas hoy es la de explicar a esos mundos diferentes cómo deben entenderse a sí mismos. Que los catedráticos sean los vehículos de difusión de las ideologías prevalecientes en un campo político de torpe tinte absolutista no deja de resultar sorprendente. También hay en ello una carga de intensa ironía cervantina.

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