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Lecturas de otoño

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Hay que ver lo que tenemos que hacer para vender periódicos. Los quioscos, antaño tan frugales y papeleros, se han convertido en los últimos tiempos en bazares misceláneos que compiten con los establecimientos de todo-a-euro (antes todo a cien): compact-discs, casettes, vídeos, deuvedés, miniaturas de teteras, de coches, de camiones, de armas, soldaditos de plomo, plumas, cajas de lata, casas de muñecas, perfumes, piezas de mecano, princesitas disney: en el quiosco se vende de todo, lo que ha obligado a sus propietarios a practicar una nueva especie de imperialismo sobre las aceras circundantes y los muros más próximos. El quiosco se expande buscando más espacio vital, liberándose de la asfixia que impone el objeto-regalo, la oferta fascicular, el lanzamiento especial bombardeado una y mil veces desde la televisión. En el quiosco, como en todo lo demás, lo único que verdaderamente existe es lo que sale en la tele. Lo demás (incluyendo esta revista que tiene en sus manos) se encuentra, en el mejor de los casos, sepultado bajo los escombros de lo mediático y sólo puede obtenerlo quien lo pide sin verlo.

Estamos en una época en que la lectura debe ser incentivada con regalo. Leer cuesta demasiado esfuerzo como para que se haga gratis et amore: es como cuando a los niños se les consigue introducir en la boca la papilla –o su sustituto contemporáneo, el potito– sólo tras la promesa de algo mejor, de algo más sabroso o divertido que el mero alimento. Es curioso: en un país en el que sólo lee libros poco más del 50% de la población (en las encuestas más optimistas) y en el que la tasa de lectura de diarios es una de las más bajas de Europa occidental, los empresarios de prensa se decantan mayoritariamente por los libros como reclamo. Estos días el espacio dedicado en el quiosco a la prensa diaria se ha multiplicado con la aparición de las nuevas ofertas: periódico más «obra maestra» (o «clásico») de la literatura del siglo XX por una cantidad irrisoria. Lo paradójico e inexplicable es que se trata de esas mismas «obras maestras» que, en su inmensa mayoría, ya tienen (las hayan leído o no) casi todos los que compran los periódicos (que son casi los mismos que compran y leen libros) y que también han sido objeto de «lanzamientos» editoriales/quiosqueros en los últimos años. De manera que podría dar la impresión, a juzgar por las tiradas totales de algunos títulos «difíciles» –pongamos, por ejemplo, obras de Joyce o de Faulkner o de Thomas Mann–, de que nos encontramos a la cabeza del mundo en lo que se refiere a cultura literaria, lo que no resiste el menor análisis empírico.

El fenómeno es, sobre todo sureño: España e Italia –allí también el quiosco lleva camino de convertirse en atiborrado drugstore– se llevan la palma en eso de la oferta libresca de la prensa en aras de la fidelización de la clientela. En ambos casos las que se forran, sobre todo, son determinadas agencias literarias que elaboran a la carta «paquetes» o «cestas» de obras literarias que venden a los departamentos correspondientes de los respectivos diarios, los cuales, después, rotulan el conjunto –de calidad variable y siempre con abundante ganga– con el señuelo mercadotécnico adecuado. Para la gente del métier está claro, estudiando la lista de los libros programados, cuáles son las agencias españolas más beneficiadas en esas operaciones.

En Gran Bretaña, por poner otro ejemplo, los señuelos que utiliza la prensa son más para robar mercado a la competencia que para fidelizar a su propio lectorado. De ahí que periódicamente estallen guerras de precios que llegan a provocar descuentos de hasta el 60% del precio de portada y un ejército temporal de lectores tránsfugas. Claro que allí las tiradas de los periódicos no son las mismas que por aquí. En el primer semestre de 2001 los 10 diarios nacionales –5 «popular» y «mid-market», y 5 llamados «qualities»– tiraron en conjunto una media diaria (de lunes a sábado) de 12.295.341 ejemplares; y los nueve diarios nacionales que se venden en domingo –los «sundays»– una media total de 13.111.840 ejemplares. Y eso sin tener en cuenta que, además, allí existen otros 10 diarios regionales que superan los 100.000 ejemplares/día. Quién los pillara.

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Los que más disfrutan del kitsch son los ricos. Gillo Dorfles ya se refirió hace muchos años a esa forma de placer que suscitaban los productos artísticos de «mal gusto» en la mirada moderna. Una mirada, claro está, de «entendido», de connaisseur. Como explica el frontispicio de Ricas y famosas, el impresionante álbum fotográfico de Daniela Rossell, los sujetos que en él aparecen «están representándose a sí mismos». Son mayoritariamente mujeres (esposas, hijas, hermanas, primas, amantes) ricas –incluso riquísimas– posando provocativamente, rodeadas de kitsch voluntariamente asumido en sus propios escenarios empalagosamente dorados y barrocos, como elegidos por un enloquecido Jeff Koons que hubiera bebido en toda la tradición autóctona, desde la colonia a los modernos jóvenes mexicanistas (como Cisco Jiménez) o a las espectaculares y exportables divas pop de la lista de discos más vendidos. Cada uno de estos retratos dice: aquí estamos, somos nosotras, las privilegiadas, y nos encanta jugar a serlo y guiñar el ojo a los que entienden. Son las hijas snobs de una revolución aguada por el PRI, las oligarcas más bien horteras de un país en el que los más altos ejecutivos ganan 124 veces más que los empleados normalitos. Daniela Rossell, una de las privilegiadas transmutada en «artista», las convenció para que fueran cómplices de ese documento posmoderno en papel couché a caballo entre el escándalo y la ironía sobre el escándalo.

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He pasado un mes en Estados Unidos respirando viento de guerra mediático. El trauma que dejó el 11 de septiembre ha sido tan feroz que, paulatinamente, la mayoría ha ido prefiriendo garantías problemáticas de seguridad a costa de pedacitos (por ahora) de libertad. El consenso nacional para intervenir en Irak y derrocar al «diabólico» Sadam Hussein es evidente, aunque a veces se utilicen argumentos peregrinos y endebles conjeturas. El ambiente general es más bien patriotero (Proud to be an American, se lee en las insignias, en las banderas, en las pegatinas de los coches, en las puertas de los restaurantes, en las iglesias) y un punto espeso. Sin premeditación y casi por casualidad, releí esos días El agente secreto (1907), de Joseph Conrad, una novela sobre terroristas que se me antoja el opuesto literario de Los demonios (1870), de Dostoyevski, también poblada de ellos. Prefiero, en cualquier caso, la mirada irónica y un punto melodramática del polaco-británico. El personaje de Verloc, el mediocre agente provocador que se aprovecha de su joven y retrasado cuñado, Stevie, es magnífico. Y la novela demuestra, una vez más, el poder de la literatura como instrumento de interpretación de la realidad. Y también su eficacia como bálsamo.

REFERENCIAS

UK 2002: The Official Yearbook of the United Kingdom .The Stationery Office. Londres, 2001, 572 págs.
Daniela Rossell: Ricas y famosas. Turner. Madrid, 2002.
Joseph Conrad: El agente secreto. Muchnik Editores. Barcelona, 1996, 275 págs.Lecturas de otoño

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